Los veranos de la niñez en los años 80 tienen algo de mito y de verdad a partes iguales. Quienes los vivieron los recuerdan como una época detenida en el tiempo, donde los días eran infinitos y el reloj parecía haber perdido su autoridad. No había prisa. No había pantallas omnipresentes. Sólo calles polvorientas, bicicletas sin marchas, calcomanías en los brazos, polos de hielo de sabores imposibles y alguna radio sonando a lo lejos con canciones de Mecano, Michael Jackson, Los Chichos o Alaska.
Era un mundo más pequeño, pero más intenso. Todo parecía más grande: el campo de fútbol de tierra y piedras del barrio, las piscinas municipales, las tormentas de agosto, los helados de cucurucho. Los amigos no se buscaban, simplemente se salía a la calle y se estaba con ellos. Las madres asomaban por la ventana para llamar a gritos a la hora de la cena. Los abuelos contaban historias sentados en los bancos del parque. Las noches eran un rumor de grillos y persianas subidas, con el frescor entrando como un milagro por la ventana.
Había una libertad sin nombre, una confianza implícita en que el mundo era seguro mientras uno volviera a casa antes de que se hiciera de noche. Y si no, ya vendría el castigo, pequeño, teatral. No existía la ansiedad por documentarlo todo, ni la obligación de compartirlo. Esos veranos se vivían para sí mismos, para guardarlos dentro como un tesoro sin forma, pero con un aroma reconocible: el de la tierra caliente, la crema de cacao, la gasolina de los ciclomotores o el cloro de las piscinas.
Ahora, al recordarlos, uno no sabe bien si fue verdad o si lo ha soñado. Pero en el fondo da igual: los recuerdos de los veranos de los 80 no necesitan pruebas. Son un estado del alma, una patria íntima que sólo se puede visitar cerrando los ojos.
Y ahí siguen, intactos. Basta una canción, una foto, el olor a plastilina o el sonido de una Vespa al fondo, para volver, aunque sea un segundo, a aquel lugar donde el mundo cabía entero en una calle, una pandilla y una tarde sin deberes.
Hoy, los veranos de los niños transcurren en un mundo más rápido, más vigilado, más lleno de pantallas que de charcos. Hay más comodidades, sí, pero también menos misterio. La libertad se mide en tiempo de uso y la amistad muchas veces llega a través de una pantalla, no de un timbre. Es otro mundo, no mejor ni peor, pero distinto.
Quizás la diferencia esencial es que nosotros vivíamos el verano sin saber que era irrepetible. Los niños de hoy lo viven sabiendo que alguien ya lo está grabando. Y aunque ellos también construirán su propio cofre de recuerdos, los nuestros siguen oliendo a tierra mojada, a bicicleta oxidada y a siesta con las persianas bajadas
. Y eso, por más que pase el tiempo, no se puede borrar.
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