—Aquí nadie le molesta, señor Lennon.
John sonrió, casi con alivio. Rasgó un acorde incierto y dejó que las olas completaran la melodía.
En esos días, Almería era para él un respiro. Por las mañanas rodaba escenas absurdas de How I Won the War en los paisajes desérticos de Tabernas, disfrazado de soldado torpe. Por las tardes, vagaba sin rumbo por las calles estrechas, deteniéndose en los escaparates, probando aceitunas en el mercado, respondiendo en un español improvisado a los saludos de los vecinos. “Buenas tardes”, decía con acento extraño, y la gente sonreía sin saber que frente a ellos estaba un hombre que llenaba estadios.
A principios de octubre se trasladó con Cynthia y Ringo a la finca Santa Isabel, una casa señorial que lo acogió como si fuese un escondite. Allí celebró su vigésimo sexto cumpleaños con una cena improvisada. El mantel se llenó de manchas de vino, alguien sacó una guitarra y Lennon, medio riendo, confesó:
—Tengo una canción que no consigo terminar. Habla de un lugar de mi infancia. Strawberry Fields.
Y entre las palmeras y las buganvillas, la melodía fue tomando forma. Cada acorde parecía impregnado del aire tibio de Almería, del olor a jazmín que entraba por las ventanas abiertas. En un cuaderno desordenado garabateaba frases en inglés, tachaba, volvía a escribir. A veces se quedaba quieto, mirando el cielo nocturno, como si esperara que las estrellas le dictaran el siguiente verso.
Lo vieron pasear por la Rambla, detenerse a escuchar a un guitarrista callejero, comprar un sombrero barato para protegerse del sol. A un niño que se le quedó mirando con descaro le guiñó un ojo y le dijo en voz baja:
—No digas nada, pequeño. Aquí soy solo John.
Semanas después, cuando el rodaje terminó y Lennon abandonó la ciudad, Almería quedó impregnada de esa breve pero intensa presencia. Para muchos fue apenas un rumor, para otros una certeza: un Beatle había buscado refugio en su ciudad y, en ese refugio, había encontrado música.
Hoy, en la Plaza de las Flores, su figura de bronce nos lo devuelve. Lennon aparece sentado, guitarra en mano, como aquella tarde en el Delfín Verde. El visitante puede acercarse, posar junto a él, sentir el frío del metal y, por un instante, imaginar que aquel hombre sigue tarareando los primeros compases de Strawberry Fields Forever.
No es solo una estatua. Es la memoria petrificada de un otoño luminoso en el que la vida, por un instante, fue fácil con los ojos cerrados.

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