Se envuelven en medallas, procesiones y rosarios como quien se pone un disfraz respetable para salir a la calle. Van a misa, presumen de Semana Santa y hablan de Dios con la boca llena, pero con el corazón vacío. Su fe es de escaparate: reluce, pesa, hace ruido… y no sirve para nada.
Porque el cristianismo no se mide por el número de padrenuestros ni por la devoción a una talla de madera, sino por la compasión hacia el débil. Y ahí fallan estrepitosamente. Desprecian al pobre, señalan al inmigrante, culpan al vulnerable de su miseria y llaman orden a su falta de misericordia. Han cambiado el Evangelio por el prejuicio, y a Cristo por una coartada moral.
Dicen creer en un Dios que nació en un pesebre, pero no soportan ver a un sintecho durmiendo en la calle. Veneran a un crucificado y, sin embargo, no dudan en crucificar al diferente con su odio cotidiano. Invocan el amor al prójimo mientras levantan muros, reales o mentales, y rezuman racismo, miedo y una violencia moral que nada tiene de cristiana.
No es fe lo que practican, es superstición. No es devoción, es costumbre. No es cristianismo, es una parodia grotesca de él. Porque quien desprecia al débil, quien odia al distinto, quien niega la dignidad del otro, podrá llevar medallas, pero no lleva a Cristo. Y podrá llamarse cristiano, pero hace tiempo que dejó de parecerlo.

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