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29.7.25

Granada en invierno


Granada en invierno es un poema escrito con escarcha y humo. Una ciudad que no se resigna al frío, sino que lo convierte en abrigo, en ritual, en invitación al recogimiento y al encuentro. Caminar por sus calles en esos meses es como adentrarse en un cuento oriental con final andaluz.

Las teterías del Albaicín, con sus faroles de cobre y sus cojines bordados, se llenan de vapor especiado y risas bajas. El té humea en vasos de cristal y se mezcla en el aire con el olor a incienso y pastelillos de almendra. Afuera, en la cuesta de San Gregorio o cerca del Arco de Elvira, la piedra se humedece con la neblina de la tarde, y las fachadas parecen sudar recuerdos de otras edades.

El Albaicín entero, en estos días de luz oblicua y nubes lentas, se transforma en un laberinto blanco y ocre donde el tiempo parece rendirse. Es un barrio de rumores suaves, de puertas entreabiertas y geranios que resisten en los alfeizares. Subir sus cuestas es caminar hacia el pasado, hacia el temblor de la historia, hacia ese murmullo de almuédanos perdidos en la bruma del mediodía.

Y entonces, desde lo alto, el Mirador de San Nicolás se abre como un balcón del alma. Allí, donde los atardeceres detienen el pulso del mundo, la Alhambra se ofrece majestuosa, con la Sierra Nevada al fondo vestida de nieves eternas. Es un instante suspendido, un respiro cósmico. Las guitarras tocan sin necesidad de público, los enamorados se abrazan como oraciones mudas, y Granada entera se contempla a sí misma, sabiendo que nunca será más hermosa que en ese preciso segundo.

Bajando hacia el centro, el bullicio no desentona: se transforma. En los bares se entrechocan las voces y los vasos; la gente se agolpa alrededor de las barras sabiendo que, en Granada, con una bebida bien servida llega una tapa generosa, caliente y abundante: migas con pimientos, berenjenas con miel, tortilla recién cuajada, albóndigas morunas. Comer en Granada en invierno no es un acto de necesidad, sino de celebración popular. Se comparte, se ríe, se habla fuerte. Las tapas son una forma de comunidad y resistencia al frío.

El mercado de la Alcaicería, con su trazado de zoco andalusí, parece aún más encantado en estos meses. Los puestos de telas, cerámicas y marroquinería relucen bajo la luz dorada de las lámparas, y el murmullo de los comerciantes se mezcla con el eco de los turistas asombrados. Todo huele a cuero, a madera, a especias dormidas en sacos de yute. Uno camina por sus callejas estrechas como quien recorre un sueño bordado a mano.

Muy cerca, el Paseo del Darro serpentea al ritmo del agua y la nostalgia. En invierno, cuando la vegetación duerme y los turistas escasean, ese rincón parece un espejo del alma granadina: callado, melancólico, de una belleza antigua y sobria. El río corre sin prisa entre los puentes de piedra, y la Alhambra lo contempla desde su altura, como quien observa a un viejo amor sin atreverse a llamarlo.


Y allí, en pleno corazón de la ciudad, el Centro Federico García Lorca palpita como una arteria poética. Sus salas, su biblioteca, sus exposiciones temporales son un templo laico al espíritu del poeta que mejor supo leer el alma de Granada. Pero más allá del edificio, Lorca está en todas partes: en la lluvia que cae sobre la plaza de Bib-Rambla, en la voz de una cantaora que entona una seguiriya a media noche, en los grafitis que lo evocan, en los pasos que suben a Fuente Vaqueros buscando una infancia de geranios y trillos.


Granada en invierno es Lorca susurrado. Es ese duende que se esconde entre la niebla de la Vega, entre las hojas secas del Realejo, entre los libros apilados en las librerías de viejo. Es una ciudad que no se entiende sólo con los ojos, sino con el corazón, con los pies cansados, con el estómago lleno y el alma encendida.

En ella todo parece un poco más lento, más íntimo, más verdadero. Como si el invierno le recordara que es, ante todo, una ciudad para ser vivida a fuego lento, como un verso leído al calor de una chimenea o una guitarra que suena tras una puerta entreabierta.


24.4.20

Castillo de Feria

 En el año 1394, el rey Enrique III entregó la villa a Gomes Suárez de Figueroa, maestre de la Orden de Santiago, concediéndole el título de Conde de Feria. Poco después, sería otro monarca, Felipe II, quien otorgaría a Lorenzo Suárez de Figueroa, hijo del anterior,  el título de Duque de Feria. Fue en esa época cuando el Señorío de Feria alcanzó su máximo esplendor, floreciendo tanto en influencia como en patrimonio. En este contexto se erigió la mayor parte de lo que hoy conocemos como el Castillo de Feria, una imponente fortaleza que corona la localidad y que he tenido la fortuna de visitar en varias ocasiones. Siempre me ha fascinado la sobriedad de su arquitectura, pero sobre todo las impresionantes vistas que regala de la comarca, extensas y abiertas como un libro antiguo que uno nunca termina de leer del todo.

La última vez que estuvimos allí fue en enero de 2019. No sabría decir por qué esta imagen ha regresado ahora, en esta inerte tarde de viernes, gris y un tanto perezosa. Quizá sea la melancolía o el simple deseo de volver a disfrutar de aquellas miniescapadas improvisadas de sábado, sin rumbo fijo ni reloj, cuando aún era posible subirse al coche y dejarse llevar por la carretera sin mayor propósito que el de cambiar de aire. Hoy, esa libertad nos parece lejana, casi irreal, como si perteneciera a otra vida o a un sueño apenas recordado.

También me viene a la memoria aquella tabla de quesos que devoramos sin remordimientos en uno de los escasos bares del pueblo. No era nada sofisticado, pero el sabor y el momento quedaron grabados con una intensidad inesperada. A veces, las cosas más sencillas, una conversación tranquila, una copa de vino, el sol de invierno en la cara, bastan para hacer feliz a este ingenuo fantaseador que aún cree en la magia de lo cotidiano.