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3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


1.7.25

Sombras de infancia en la arena de Bolonia

En el vasto entramado de la existencia, entre miles de rostros y caminos cruzados, rara vez aparece alguien capaz de escuchar el susurro oculto de nuestro espíritu. No es una cuestión de palabras pronunciadas ni de gestos evidentes, sino de una sintonía silenciosa que traspasa la superficie y alcanza las profundidades más recónditas de nuestro ser. Encontrar a esa alma afín es un regalo tan escaso como precioso, un instante suspendido en el tiempo donde se disuelven las barreras y el entendimiento se torna absoluto.

Así, cuando Blanca me dijo que iríamos a El Puerto de Santa María, esperaba un puente del doce de octubre tranquilo, envuelto en la familiaridad de un destino cercano y algo conocido. Pero justo cuando nos acercábamos, con el murmullo del mar y el sol acariciando el horizonte, me susurró al oído que siguiéramos en dirección a Bolonia, en Cádiz, ese rincón vacacional de mi infancia, ese lugar al que se aferran tantos de mis recuerdos más puros y entrañables.

La sorpresa me alcanzó como la brisa fresca del mar, y pronto nos encontramos aparcando junto al Hostal Ríos, con la vista puesta en las dunas, esas montañas de arena dorada que se alzan imponentes, cambiantes, vivas bajo el viento.  Era el alojamiento donde mi familia y yo nos alojamos en los veranos de los años 80. Entonces, éramos muchos, siempre riendo, con sombrillas mal plegadas, padres jóvenes aún, hermanos corriendo por el pasillo con las chanclas arrastradas y la sal pegada a la piel.

Ahora volvíamos. Pero la familia de entonces ya no estaba. Volver al Hostal Ríos era también una forma de regresar a ellos, de abrir una puerta cerrada durante demasiado tiempo. Nada más llegar y dejar las cosas en el bungalow, comenzamos una caminata lenta, casi reverente, ascendiendo con cuidado sobre la arena que se desliza bajo nuestros pies, sintiendo el calor que aún guarda la tierra tras el día, y el perfume salado que nos envuelve. Desde la cima, la vista se abre hacia un océano inmenso, donde el cielo se funde con el agua en un azul profundo y sin fin. Era como volver a un pasado que nunca se fue, una conexión entre ayer y hoy, un puente entre la infancia y el presente.

Durante ese paseo, recordé las tardes de verano de antaño, las risas que se perdían con el viento, y la libertad que sólo se siente cuando uno se sabe dueño del tiempo y del espacio. Blanca, a mi lado, parecía comprender sin palabras la emoción que me embargaba. La sencillez del momento nos bastaba. No hacía falta más para saber que algo raro y maravilloso estaba sucediendo: dos almas encontrando un lenguaje común más allá del ruido del mundo.

Más tarde, al atardecer, nos dirigimos hacia el "chorrito de la teja", un rincón casi secreto en aquellos años, donde la tierra y el agua dialogan en murmullos. Caminamos lentamente por senderos entre matorrales y rocas, mientras el sol se despedía pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, iluminando las olas que rompían suavemente en la costa. Allí, sentados en silencio, contemplando ese paisaje efímero y eterno a la vez, comprendí que estos instantes son los que moldean la memoria y dan sentido a la vida. En la quietud compartida, en esa belleza simple y profunda, hallamos ese raro milagro del entendimiento mutuo, esa empatía que no exige explicaciones ni palabras.

Al caer la tarde, nos trasladamos a Tarifa, donde pasamos un par de noches envueltos en la brisa marina y el aroma a salitre. La ciudad, pequeña pero vibrante, con sus calles encaladas y su historia milenaria, nos ofreció un refugio para seguir explorando no sólo el paisaje, sino también esa conexión íntima que crecía entre nosotros. Paseamos por el puerto, observando los barcos mecerse con el ritmo pausado del mar, y nos perdimos por callejuelas donde el tiempo parecía detenerse.

Cada noche, bajo el manto estrellado de aquel cielo limpio, compartíamos conversaciones que rozaban el alma, momentos en que el ruido cotidiano quedaba lejos y sólo quedaba la esencia de lo que somos, despojada de máscaras y apariencias. Fue en Tarifa donde entendí, más que nunca, que encontrar a alguien con quien conectar en ese nivel es un don extraordinario, un refugio seguro en medio del caos del mundo.

La playa era un escenario de descubrimientos. La arena nos quemaba los pies y las olas nos recibían como viejas amigas. Pero había algo más: los toros. No como en los festejos, no encerrados en una plaza ni rodeados de griterío. Eran toros libres, que pastaban mansamente en las laderas y, en ocasiones, bajaban hasta la playa, cruzando la carretera sin miedo, dejando su silueta imponente recortada contra la espuma del mar. Aquello nos fascinaba y asustaba a partes iguales. Verlos allí, caminando junto a las dunas, era como si el mundo antiguo aún respirara entre nosotros.

Y luego estaban los pescadores. De madrugada, cuando aún no habíamos abierto los ojos, ellos ya faenaban con sus barcas encalladas en la orilla, desenredando las redes con manos curtidas. El murmullo de sus voces, la madera crujiendo bajo sus pies, se mezclaba con el ruido lejano de los cargueros, cuyas sirenas retumbaban desde la oscuridad del estrecho como voces de otro mundo.

Recordé que en aquéllos veranos de la infancia, a veces me despertaba en mitad de la noche, empapado en el sudor del agosto gaditano, y oía romper las olas. Era un sonido redondo, infinito, como el corazón del mar latiendo contra la orilla. Me asomaba a la ventana y veía, allá a lo lejos, las luces rojas y verdes de los barcos moviéndose como luciérnagas de hierro. Entonces me acurrucaba de nuevo, sabiendo que, aunque pasaran los años, ese ruido quedaría siempre en mí.

Las dunas de Bolonia se alzaban ante mí como un vasto desierto de oro vivo, donde cada grano de arena parecía susurrar historias antiguas al viento incansable que las moldea sin tregua. Caminando entre esas montañas efímeras, sentía cómo la arena tibia se deslizaba entre mis dedos, una caricia fugaz que el tiempo no podrá retener.

El horizonte se abre en un lienzo azul profundo, donde el océano Atlántico se funde con el cielo en un abrazo infinito. Las olas, eternas y poderosas, rompen con furia en la orilla blanca, como si quisieran reclamar cada palmo de arena que el viento le ha arrebatado. A lo lejos, el pueblo de Bolonia aparece dormido, con sus casas encaladas que parecen custodiar silenciosas las leyendas del mar y la tierra.

En lo alto de estas dunas, el mundo se hace pequeño y mis pensamientos se expanden con la inmensidad del paisaje. Aquí, el tiempo se diluye, y cada paso es un viaje a través de memorias guardadas en el aire salado, en el susurro del viento y en la eternidad del océano. Caminar por estas arenas es tocar lo intangible, sentir la vida que fluye en ciclos invisibles, y reencontrarme con aquella parte de mí que sólo el mar y el desierto conocen. En esa escapada, al volver a Bolonia, con otros pasos, con otros ojos, esas postales se despliegaron una a una. No necesitan explicación ni orden. Son mi herencia secreta. La memoria no necesita fechas, sólo emoción. Y Bolonia, siempre, la trae de vuelta.

El viento de levante en la playa de Bolonia era un susurro poderoso y antiguo, un aliento del mar que atravesaba las dunas con la fuerza de mil secretos desatados. Se colaba entre los cabellos de Blanca, haciendo que pareciera flotar, como si los hilos invisibles del aire la elevaran en un lento y delicado vuelo.

Era un viento que no golpeaba, sino que acariciaba con dedos etéreos, meciendo la arena y los pensamientos, dibujando en el aire figuras invisibles y melodías que sólo el alma puede escuchar. Levantaba los pliegues de su ropa como olas que bailan, y en sus ojos se reflejaba el azul profundo del cielo y el mar, un espejo donde el viento y ella se fundían en un mismo suspiro.

Aquel levante era un canto silencioso, un poema escrito en la brisa que envolvía la playa y a Blanca en un abrazo sutil, como si el mundo entero se hubiese detenido para contemplar su danza efímera con el viento, ligera, libre, suspendida en el instante eterno que sólo el levante sabe regalar.Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones hallamos a ese ser con quien podemos compartir no sólo nuestros pensamientos, sino también la esencia de nuestro ánimo, ese estado invisible y cambiante que muchas veces ni siquiera nosotros mismos entendemos. Es un milagro improbable, una suerte inesperada que escapa a la lógica de lo cotidiano. Muchos quizá parten de este mundo sin haberlo encontrado jamás.

Mientras caminábamos por aquellos senderos de arena y historia, rodeados de la belleza serena del lugar, sentí que ese encuentro, ese paseo inesperado hacia mi pasado, se convertía en un refugio secreto para el alma, un instante donde la verdad puede desplegarse sin máscaras ni artificios. Allí, en esa conexión silenciosa, el ruido del mundo se disolvía, y sólo quedaba la certeza de ser comprendido, acompañado y sentido.

Porque hallar a esa persona es encontrar un faro que ilumina incluso en las noches más oscuras, un vínculo que trasciende el tiempo y el espacio, como las huellas que dejamos en la arena, que la marea borra pero que el corazón conserva para siempre.


9.6.25

Mojácar



 Hay lugares que no nos vieron nacer, pero nos han visto vivir y sonreír.  Rincones donde el sol tiene otro brillo y el aire parece hablarnos en un idioma que no sabíamos entender, hasta que lo aprendimos sin darnos cuenta. Esos lugares que, sin tener nuestra sangre, abrazan nuestro espíritu como si siempre nos hubiera esperado.

 No son el hogar de la infancia ni guardan las primeras memorias del corazón, pero con el paso del tiempo se vuelven refugio, escenario y testigo, ya sea temporalmente presencial, o en la distancia. Playas, calles, cafés y plazas que aprendimos a recorrer con asombro primero, con cariño después, hasta hacerlas, un poco nuestras.

 Todo empieza siendo ajeno, pero poco a poco se convierte en cotidiano, en íntimo. Y uno ama esos lugares con una ternura distinta, porque no estaban obligados a acogernos, y sin embargo, de alguna manera, lo hicieron.  Porque no los elegimos por herencia, sino por encuentro. Y ese encuentro, fortuito, misterioso, o buscado, se revela como algo profundo: uno no solo pertenece a donde nace, sino también a dónde se transforma. Los lugares que uno visita y que terminan por formar parte de su historia son una forma de hogar que no tiene raíces en la tierra, sino en la experiencia. Son tierras adoptivas del alma. Y merecen toda nuestra gratitud.

 Encaramada en la falda de la sierra frente al azul infinito del Mediterráneo, Mojácar se alza como un poema escrito en cal y luz. Villa Almeriense, de raíces moriscas y alma andaluza, es un rincón que seduce con la serenidad de su paisaje, la calidez de su gente y la magia intacta de su historia.

Sus casas encaladas, alineadas con armoniosa desorden, se funden con el cielo y el mar en una danza de blancos y azules que hipnotiza al visitante. Pasear por sus calles estrechas y empedradas es viajar en el tiempo: cada rincón, cada arco de piedra, cada maceta colgada con flores, parece susurrar relatos de antiguas culturas que convivieron bajo su sol ardiente.

Mojácar no solo cautiva por su estética; es un pueblo que late con una energía singular. Su símbolo, el Indalo, emblema de protección y fortuna, habla de un pueblo que honra su pasado mientras camina con dignidad hacia el futuro. Los Mojaqueros, orgullosos custodios de sus tradiciones, reciben al visitante con hospitalidad genuina, mezclando modernidad y autenticidad en una convivencia admirable.

El contraste entre la villa y su costa, Mojácar Pueblo y Mojácar Playa, ofrece lo mejor de dos mundos: la tranquilidad mística del casco antiguo y la vitalidad luminosa del litoral. Sus playas, extensas y algunas vírgenes, conservan un carácter natural que invita al descanso, al disfrute, y a la contemplación.

Y cuando cae la tarde, y el sol se despide tiñendo de oro las montañas de Sierra Cabrera, Mojácar se transforma en un escenario casi irreal, donde el tiempo se detiene y la belleza se impone sin esfuerzo.

Mojácar no se visita, se vive. Es un lugar que se graba en la memoria como un suspiro feliz, un refugio donde la historia, la naturaleza y el arte de vivir se abrazan con elegancia y orgullo.

Hemos tenido la dicha de visitar Mojácar en ocho ocasiones: seis maravillosas  y luminosas vacaciones de verano, y dos fines de año mágicos que dejaron huella en el alma. Cada verano fue un reencuentro con la luz, con las calles, bares, restaurantes y cafeterías que parecían esperarnos, en atardeceres que se funden en el horizonte como si el tiempo se detuviera para que pudieramos contemplarlos sin prisas. 

El rumor del mar
o del viento, o de la vida misma , es como una canción que conoces, un susurro que nos dice: "estás en casa"

Las visitas veraniegas nos regalaron risas interminables, caminatas al amanecer bajo un sol, generoso, sabores que evocamos el resto del año, como si los llevásemos en el paladar, y momentos tan simples como perfectos. Un paseo al atardecer, una larga siesta, una noche de luna llena sobre el mar. Allí, cada verano ha sido distinto, pero todos han compartido ese aire de libertad que solo respiras en los lugares que aprecias de verdad.

Después vinieron también dos fines de año, tal vez más íntimos, más pausados todavía, pero igual de intensos. Un clima nocturno más frío dibujaba en el aire una calma distinta, un descanso , a veces necesario para mirar hacia atrás y también hacia adelante. El mismo lugar, pero un tono distinto, casi sagrado, como si ese lugar supiera, que en ocasiones se cierran ciclos y se sueñan futuros.

Ahora, en la distancia pero cercanía del verano el corazón nos tira hacia allá, y volvemos todos los días con la memoria, pero no nos basta. Deseamos pisar esas playas y calles otra vez, mirar ese cielo y respirar ese aire. Porque ocho veces no han sido suficientes, y porque los lugares que uno quiere de verdad nunca se terminan de recorrer.

Volveremos, porque nos llama, y a veces el alma necesita regresar.




17.5.20

El tío Frasquito, la bruja de Mojácar y los polvos pichirichis


 El pasado verano, en uno de aquellos fantásticos días de vacaciones en los que el tiempo parece detenerse y la brisa del mar arrulla los pensamientos, nos contaron en Mojácar algunas historias tan antiguas como fascinantes. Relatos de brujas, chamanes y curanderos, transmitidos de generación en generación, que aún sobreviven en la memoria oral de sus gentes como un susurro del pasado que se niega a desaparecer.

Entre esas leyendas, una de las que más nos impactó fue la del tío Frasquito, un curandero muy conocido en la zona que aseguraba que, cada noche al caer el sol, veía cómo varias brujas sobrevolaban el cielo de Mojácar montadas en sus escobas. Aseguraba que, desde el porche de su casa, podía distinguir sus siluetas recortadas contra la luna, deslizándose en dirección a las sierras. Su mujer, aunque reconocía ciertas habilidades misteriosas en algunas mujeres del pueblo —como la capacidad de quitar el mal de ojo o curar verrugas con rezos—, no daba crédito a las visiones de su marido. Decía que ninguna de esas señoras tenía la pericia ni los medios para volar, y menos aún sobre una escoba. “Delirios de viejo”, murmuraba, “o tal vez efecto secundario de los dos o tres vasos de vino que se tomaba antes de cenar”.

Sin embargo, Frasquito no era tomado a broma por todos. Gozaba de cierta fama en la comarca por sus supuestos poderes curativos. Decían que había sanado casos de tuberculosis, aliviado males del corazón, e incluso devuelto la vista a un hombre que había quedado ciego tras una insolación. Y lo más sorprendente: jamás cobraba nada por sus servicios. Aunque no faltaba quien insinuara que una de sus hijas, discreta pero diligente, se encargaba de recoger generosos donativos “a voluntad” de quienes acudían a la casa con la esperanza de encontrar remedio a sus males.

Tal fue la notoriedad que alcanzó el tío Frasquito, que hubo quien hizo su agosto organizando viajes en mula, burro o en viejas camionetas, llevando y trayendo a enfermos y curiosos desde Mojácar, Garrucha, Turre y otras localidades cercanas. A veces varias veces al día.

En aquellos años de la posguerra, en un tiempo de carencias y supersticiones, la figura de la bruja —o, más bien, la curandera, la sanadora, la “curalotodo”— era algo habitual en los pueblos de la zona. Mojácar no era una excepción. La medicina oficial llegaba con cuentagotas, y en su lugar florecían los saberes antiguos: infusiones, ungüentos, rezos, y conjuros que se murmuraban al oído, casi como secretos que no debían escribirse nunca.

Bien entrado el siglo XX, ya en una época en la que el turismo comenzaba a transformar poco a poco el perfil de este rincón apartado del Cabo de Gata, surgió otra figura inolvidable: la tía Rosa, más conocida como La Cachocha. Mujer de fuerte carácter, mirada penetrante y sabiduría campesina, era célebre por preparar unos misteriosos “polvos mágicos” que todos conocían como los polvos pichirichis. Según se decía, estos polvos eran capaces de dotar a cualquier varón en edad de merecer del vigor, la seguridad y el atractivo necesario para conquistar a la mujer de sus sueños. Si el mozo no tenía encantos, los polvos suplían lo que la naturaleza no le había dado; y si los tenía, los multiplicaban.

Pero lo más curioso era que también funcionaban al revés. Si era la moza la interesada en camelarse a un muchacho, bastaba con esparcir una pizca del polvo en la bebida del pretendido y, según contaban, éste caía rendido a sus pies como por arte de magia.

Tal era la fe en estos polvos, que muchos jóvenes de la zona empezaron a mostrarse recelosos a la hora de aceptar una copa en casa ajena. Si no conocían bien a la anfitriona, preferían abstenerse, no fuera que la bebida viniera “aderezada” con los famosos pichirichis.

¿Verdad o fantasía? Lo cierto es que Mojácar tiene algo de embrujo, algo difícil de explicar. Tal vez sean sus calles blancas colgadas del monte, su aire marino cargado de leyendas o la forma en que el tiempo parece diluirse al atardecer. Quizá, solo quizá, aún quede algo de ese hechizo antiguo flotando en el ambiente. Y nunca mejor dicho.


14.5.20

Jorge Yepes

                                                                

                                                                   
                              Córdoba.
                              Lejana y sola.
                              Jaca negra, luna grande,
                              y aceitunas en mi alforja.
                              Aunque sepa los caminos
                              yo nunca llegaré a Córdoba.  
                              (Federico García Lorca)

Pero en este caso llegamos. Y ni lejana, ni sola, ni la muerte nos esperaba, como en los versos, antes de llegar a Córdoba. La ciudad nos recibió con los brazos abiertos, tibia de sol y de historia, como si supiera que ese sería nuestro último viaje "en condiciones" antes del vendaval que vendría después. Un tiempo incierto, inesperado, que nos ha dejado con el paso cambiado y demasiadas cosas en el tintero, con páginas a medio escribir, a medio vivir, esperando un futuro que aún no se ha atrevido a asomarse del todo.

Fueron solo cuatro días. Cuatro días que supieron a mucho, como saben las cosas buenas cuando se degustan sin prisa y con el corazón despierto. Córdoba nos enseñó que hay lugares donde el tiempo no se mide por horas, sino por momentos. Y aquel viaje nos lo confirmó: lo vivido allí fue intenso, pero nos dejó con ganas de volver, aunque de una manera más plácida, más sosegada, como quien regresa no para descubrir, sino para reencontrarse.

Porque Córdoba no es una ciudad cualquiera. Es un rincón del mundo donde la historia duerme al aire libre, donde los siglos se tocan con la yema de los dedos en cada columna, en cada callejuela, en cada sombra blanca del mediodía. Una ciudad que rebosa inspiración, talento, genio. Que aún respira el arte de los poetas, de los pintores, de los sabios de otros tiempos que dejaron allí su huella, su aliento, su duende.

Uno de esos días, justo antes de entregarnos al placer de un buen salmorejo, de un rabo de toro tierno como un recuerdo feliz, y de unos flamenquines crujientes como una carcajada inesperada, nos cruzamos con uno de esos artistas callejeros que parecen brotar del alma misma de la ciudad. Estaba allí, en un rincón empedrado, con su guitarra y su voz gastada, hilando melodías que olían a jazmín y a nostalgia. No pedía atención, pero la robaba. No reclamaba aplausos, pero se los ganaba. Era parte del paisaje colorista y humano que convierte a Córdoba en algo más que una ciudad: en una experiencia que se vive con los cinco sentidos.

Y quizás, de todo lo que nos trajimos de vuelta en la maleta ,además de las fotos, las risas, los paseos al atardecer y los sueños fugaces, fueron esos momentos inesperados, humildes y mágicos los que más entusiasmo nos dejaron. Porque viajar, al final, no es solo ver cosas nuevas, sino descubrir partes de ti que estaban dormidas, y que ciudades como Córdoba, con su belleza sabia y serena, saben despertar.

 Jorge Yepes, artista colombiano afincado en España desde hacía ya más de diez años, se nos apareció una mañana cordobesa con su bicicleta convertida en expositor ambulante. Una especie de galería rodante, modesta pero desbordante de sensibilidad, que parecía haber brotado del empedrado mismo de la ciudad. De su bicicleta colgaban decenas de dibujos a acuarela, cada uno con su propio universo. Retratos, escenas, personajes que parecían salidos de un sueño compartido entre la memoria y la actualidad, entre la poesía y la calle.

Cada obra tenía algo que la hacía especial: una mirada, un gesto, un trazo sutil que atrapaba el alma de lo representado. Allí estaban, como esperando que alguien les diera un hogar, desde iconos de nuestra cultura contemporánea hasta figuras que habitaban ya el territorio de la leyenda.

Y lógicamente, no pude resistirme a adquirir uno de ellos. Era Federico. Sí, nuestro Federico. Federico García Lorca, con la melancolía luminosa que solo los verdaderos artistas saben capturar. Desde entonces, ese retrato reina , porque no se puede decir de otra forma, el rincón que tengo en casa dedicado a su figura, a modo de pequeño santuario doméstico, íntimo y sincero. Un altar a la palabra, a la música, a la belleza.

A veces, en el vértigo cotidiano, olvidamos detenernos y mirar con atención lo que realmente importa. No está de más, de vez en cuando, pararse unos minutos a apreciar el valor del trabajo de estos artistas que se ganan la vida en la calle con lo que mejor saben hacer. Que con sus manos, sus colores, su vocación, no solo embellecen las aceras, sino que nos embellecen por dentro. A Jorge Yepes lo encontramos justo en la entrada de los Baños del Alcázar Califal. Fue un hallazgo, uno de esos regalos inesperados que a veces nos ofrecen los viajes.

Y si algún día volvemos a Córdoba, que volveremos, no dudaremos en buscarlo de nuevo. Porque en un mundo que a menudo pasa de largo, hay que aprender a detenerse donde habita el arte. Y agradecerlo.

9.5.20

Lisboa

                    
                    
                    Otra vez vuelvo a verte -Lisboa y Tajo y todo-
                    transeúnte inútil de ti y de mí,
                    extranjero aquí como en todas partes,
                    tan casual en la vida como en el alma....(Fernando Pessoa)

 Otra vez vuelvo a verte, Lisboa, aunque sea en fotografía, en este tiempo suspendido donde ni los GPS ni las brújulas sirven de nada. Nos orientábamos antes con mapas y estrellas; hoy, basta con perdernos dentro de nuestros propios hogares para entender que hay laberintos más íntimos y profundos que los del mundo exterior. En estos días de encierro, verte, aunque solo sea en papel satinado, duele y consuela a partes iguales. Qué sed de ti tengo, Lisboa, ciudad del susurro y la saudade.

Anoche soñé que regresaba. Tal vez fue mi subconsciente, herido por todas esas escapadas truncadas por la pandemia, el que decidió hacer las maletas sin pedirme permiso. En el sueño, no sabía si viajaba en tren, en avión o en coche: sólo sabía que llegaba. Y al llegar, la ciudad me hablaba. Con tu voz de piedra y marea, me reclamabas:
—Oye, nos has dejado tiradas… prometiste volver, y no lo has hecho.

Y uno, sumido en la quimérica narcosis del sueño, no sabe si sentir alegría por el reencuentro o remordimiento por el abandono. Despierto en la oscura tenebrosidad de la noche, con el corazón encogido por un leve cargo de conciencia, como quien ha incumplido un juramento sagrado.

Pero aún me dura el sueño. Porque en él, volvíamos a montar en aquel tranvía amarillo que sube jadeando por las cuestas de Alfama, serpenteando entre fachadas desconchadas y ropa tendida al viento. Volvíamos al castillo de San Jorge, donde la ciudad se despliega a nuestros pies como un tablero de azulejos vivos, y comíamos bacalao entre acordes de fado, esas canciones que lloran los desengaños del alma con la dignidad de los que saben perder. Qué bien nos entiende el fado en estos días grises: canta lo que no sabemos decir.

Y aún más: regresábamos a la torre de Belém, centinela del tiempo, y al Monumento a los Descubridores, que sigue oteando el horizonte con los ojos anclados en África y América, como si esperara noticias de carabelas que ya nunca volverán. Caminábamos por la orilla del Tajo, y la plaza del Comercio se abría ante nosotros como un teatro dorado donde el sol se despedía en una ovación de fuego. La puesta de sol sobre el río era tan perfecta que parecía irreal. Pero no lo era. Era Lisboa, en su estado puro: decadente, hermosa, fiel a su tristeza luminosa.

Al despertar, el sueño y los recuerdos se mezclaban como cartas agitadas en una baraja. Todo era confusión hasta que el primer sorbo de café comenzó a poner orden en mi memoria, como un bibliotecario sabio que recoloca los tomos en sus estantes. Entonces supe que no había sido solo un sueño: era también una promesa.

Lisboa, te lo juro con la tinta de estas palabras y el alma del viajero que aún vive en mí:
volveremos.
Y no será un regreso cualquiera. Será un reencuentro con todo lo que fuimos y todo lo que aún podemos ser.

1.5.20

Abdesalam Ben Arrabat


En el pintoresco y apacible pueblo de Benarrabá, uno de esos lugares por donde serpentea el río Genal, en la serranía malagueña de Ronda, aún se cuenta una leyenda vinculada directamente a las aguas que lo cruzan.

La fábula relata la historia de los tejidos que se elaboraban en esta villa, y que gozaron de gran fama tanto en la corte musulmana de Córdoba como en las de Málaga y Granada. El color carmín con que teñían las telas causaba auténtica admiración, por su brillo y viveza inusitados.

El artífice de esta maravilla era Abdesalam Ben Arrabat, tintorero y alquimista consumado, conocedor de todos los tintes y secretos de la época. Su pigmento mágico lo extraía de un insecto llamado “qármaz”, en realidad la cochinilla Hermes ilicia, que se posaba en las coscojas de pinos, encinas y alerces.

El secreto permaneció celosamente guardado hasta que, para desgracia de su linaje, uno de sus hijos reveló la fórmula: cochinilla, ácido sulfúrico y ácido nítrico, destilados con agua del río Genal.

Parece que, para algunas cosas, tener hijos no sale rentable…

22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.