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18.7.25

La superbanda: Traveling Wilburys

A finales de los 80, cuando el rock alternativo empezaba a desplegar nuevos caminos y las radios daban espacio a la intensidad cruda de Sonic Youth o la energía arrolladora de los Pixies, apareció algo distinto, casi por casualidad, desde el otro lado del Atlántico. Cinco leyendas con trayectorias vastas se unieron, no para cambiar las reglas, sino para disfrutar tocando juntos. Así nació The Traveling Wilburys, una de las alianzas musicales más sorprendentes y entrañables del siglo pasado.

George Harrison venía manifestando su deseo de crear una banda con un nombre singular: “The Traveling Wilburys”. A comienzos de 1988, lo que parecía una idea más de aquel ex Beatle comenzó a tomar forma. Tras su sólido regreso con Cloud Nine, Harrison colaboraba con Jeff Lynne, productor y músico con quien compartía una filosofía: hacer música sin presiones, sin egos, sólo amigos disfrutando. A esta propuesta se sumaron rápidamente Bob Dylan, Roy Orbison y Tom Petty.

Como sucede con las mejores historias, todo comenzó por azar. Harrison necesitaba un tema para la cara B del sencillo europeo “This Is Love”. La idea era juntar a unos amigos y grabar algo sencillo y rápido. Jeff Lynne no tardó en aceptar. Para convencer a Roy Orbison, Harrison tuvo que rogarle arrodillándose. Dylan, en una etapa creativa algo baja, cedió su garaje en Malibú como estudio improvisado. Y Petty, que había girado con Dylan, se unió casi sin dudar, animado por la libertad y el entusiasmo del grupo.

De esa reunión nació “Handle with Care”, una canción demasiado buena para relegarla a una simple cara B. Warner Bros. entendió enseguida que aquello merecía un álbum completo.

El nombre del grupo surgió de una broma durante la grabación. Harrison, hablando con Lynne sobre arreglar problemas técnicos en Cloud Nine, dijo: “We’ll bury ’em in the mix” (“los enterramos en la mezcla”). De ahí nació “Wilburys”. Al principio se llamaron The Trembling Wilburys, para luego simplificar a The Traveling Wilburys.

En sólo diez días de mayo de 1988, se grabó el álbum debut. Las bases eran básicas: guitarras acústicas formando un círculo, cajas de ritmos, letras que surgían entre bromas y charlas en la cocina de Dave Stewart (de Eurythmics). No había productor autoritario ni vocalista protagonista. Era un juego musical entre pares.

Harrison ejerció cierto liderazgo, no como jefe, sino como guardián del equilibrio. “Sólo quería cuidar la amistad”, dijo luego. Esa intención permeó todo el proyecto.

Terminadas las maquetas, Harrison y Lynne regresaron a Inglaterra para perfeccionar el sonido en el estudio FPSHOT, propiedad del ex Beatle. Allí, junto a músicos invitados —los “Sideburys”, como Jim Keltner, Jim Horn o Ray Cooper— dieron forma a un sonido que mezclaba rock, folk y pop con un aire vintage, un “skiffle noventero”, en palabras de Harrison.

Traveling Wilburys Vol. 1 salió el 18 de octubre de 1988. Además de la calidad musical, incluía un toque divertido: cada miembro adoptó un alias. Harrison era Nelson Wilbury, Lynne Otis, Orbison Lefty, Petty Charlie T. Jr., y Dylan Lucky. El disco fue un éxito inmediato, con varios sencillos en la cima y ventas millonarias. Fue también el regreso glorioso de Orbison, cuya voz conquistó nuevamente a nuevas generaciones.

Pero la felicidad duró poco. El 6 de diciembre, Orbison murió repentinamente de un infarto. En el video de “End of the Line”, su guitarra cuelga en una silla vacía junto a una foto en blanco y negro. Su voz, clara y eterna, permaneció. La pérdida fue profunda. Jeff Lynne lo resumió así: “Roy y yo teníamos muchos planes... su voz estaba en su mejor momento. Fue devastador.”

A pesar del golpe, la banda no desapareció. Harrison mantuvo la esperanza y prometió un segundo álbum. Dylan se enfocó en Oh Mercy. Sin embargo, en marzo de 1990, los cuatro restantes se reunieron de nuevo. Dylan grabó primero sus partes porque debía salir de gira, ganando más protagonismo. Harrison, además de tocar, asumió mayor responsabilidad en la producción.

El segundo disco, con el irónico título Traveling Wilburys Vol. 3, salió en octubre de 1990. Dedicado a Orbison, alias Lefty Wilbury, no tuvo la misma repercusión que el primero, pero dejó canciones memorables y un espíritu intacto. El último sencillo, “Wilbury Twist”, contó con un videoclip repleto de humoristas como Eric Idle y John Candy, una despedida acorde para una banda que nunca quiso ser eterna, pero sí inolvidable.

Nunca hubo sustituto para Orbison ni gira oficial, aunque Harrison lo imaginó. Sin embargo, su legado continuó en colaboraciones cruzadas: Jeff Lynne produjo a Tom Petty, trabajó con Del Shannon y participó en el proyecto Anthology de The Beatles. En 2007, la reedición de sus álbumes, acompañada de vídeos y documental, devolvió a The Traveling Wilburys a la memoria colectiva, como si el mundo aún los necesitara.

The Traveling Wilburys fueron un respiro gozoso en la historia del rock. Un grupo que nació de la amistad, el respeto y el amor por la música sin ataduras ni pretensiones. No buscaron contratos ni mercados, simplemente ocurrieron.

Y a veces, lo que ocurre sin plan... es lo que más permanece.



10.7.25

El último destello de amplificadores


Anoche, al apagar la luz, sentí el eco de aquellas guitarras que forjaron mis noches de adolescencia: el zumbido grave de los amplificadores, el rasgueo preciso que hacía vibrar el corazón, y ese compás compartido con miles de voces unidas en un solo grito. Recordé cómo rebobinábamos cintas con un boli Bic para atrapar un solo perfecto, cómo cada vinilo crujía con la promesa de un descubrimiento, y cómo, al cerrar los ojos, el mundo entero parecía girar al ritmo de un riff. Hoy, con las estanterías llenas de discos amontonados y las plataformas digitales dictando nuestro gusto a un clic, me asalta la nostalgia de una era en la que la música se vivía, no se consumía. Y es esa nostalgia, esa melancolía por los viejos titanes del rock y el latido primigenio de cada acorde, lo que me impulsa a rescatar estas palabras antes de que el silencio sea definitivo.

Hubo un tiempo en que el mundo rugía con guitarras eléctricas. Bastaba con los primeros acordes de una canción para saber que ibas a levantar el puño, sacudir la cabeza o sentir que pertenecías a algo más grande que tú. Eran tiempos de vinilos rayados, y de tardes enteras delante del radiocasete esperando que sonara esa canción para grabarla. Bandas como Queen, Nirvana, Led Zeppelin, AC/DC, Guns N’ Roses, Héroes del Silencio o Extremoduro no solo llenaban estadios, también llenaban huecos en el alma de los adolescentes que aprendimos a sobrevivir entre riffs.

En aquellos años dorados, los ochenta, otros titanes del rock y el pop marcaron el rumbo: The Police llevó su reggae‑rock a estadios con la gira Synchronicity Tour (1983–84), U2 convirtió The Joshua Tree Tour (1987) en himno generacional, Depeche Mode reinventó el pop oscuro en la inolvidable Music for the Masses Tour (1987–88), Metallica desató el thrash con la demoledora Damaged Justice Tour (1988–89), Iron Maiden arrasó continentes con su imponente World Slavery Tour (1984–85), The Cure envolvió a millones en la atmósfera gótica de la Prayer Tour (1989), Bruce Springsteen, “The Boss”, llevó el corazón de la América obrera a la carretera con la inolvidable Born in the U.S.A. Tour (1984–85), y Michael Jackson, el Rey del Pop, redefinió la espectacularidad en directo con su Bad World Tour (1987–89), un terremoto de coreografías, efectos de luz y una conexión instantánea con cuatro millones de fans alrededor del planeta.

Ahora, todo eso parece un eco lejano. Muchas de esas bandas se disolvieron, algunos de sus miembros ya no están, y los que siguen lo hacen con giras nostálgicas que suenan más a despedida que a revolución. El rock, que un día fue juventud y furia, se ha ido marchitando en los márgenes, convertido en rareza para melómanos o fondo sonoro en anuncios de coches.

Los gustos han cambiado. Lo que antes era rebeldía ahora es algoritmo. El trap, el reguetón, la electrónica… dominan las listas y las pistas. No es que esté mal, es que ya no es lo mismo. Las letras ya no hablan de cambiar el mundo, sino de contar billetes o exhibir una vida perfecta en Instagram. Donde antes había guitarras y sudor, ahora hay autotune y coreografías virales. Y el público, más que escuchar, salta de canción en canción como quien pasa stories: rápido, sin compromiso, sin dejarse tocar de verdad.

También cambió la manera de consumir la música. Antes un disco se escuchaba de principio a fin, como quien lee un libro. Hoy se consumen singles, playlists creadas por algoritmos, hits de treinta segundos para TikTok. Las canciones no tienen tiempo de crecer, de doler, de curar. La música se ha vuelto efímera, como un suspiro que se borra en el siguiente scroll.

Y sin embargo, uno sigue creyendo. Porque aún hay quien se emociona cuando suena el solo de “Stairway to Heaven”, quien no puede evitar gritar cuando entra el estribillo de “Smells Like Teen Spirit”, quien se estremece con la potencia de “Born to Run”, el himno de Springsteen, o con el inolvidable “Beat It” de Michael Jackson. Porque el rock, y el pop, no están muertos, pero sí están en retirada, como un viejo lobo que ya no aúlla, pero que aún vive en alguna parte del bosque.

A veces, por las noches, me pongo esos discos viejos. Los que crujen al principio. Cierro los ojos, subo el volumen y, por un rato, el mundo vuelve a ser ese lugar donde todo era posible con una guitarra, tres acordes y una verdad a gritos.

Y entonces me acuerdo: el rock no se fue. El rock somos nosotros. Solo que ahora, a veces, cuesta más escucharlo entre tanto ruido.

Y así termino este viaje de memoria entre acordes ya lejanos. Cierro los ojos y vuelvo a sentir el crujido inicial del vinilo, el instante exacto en que la aguja despierta al silencio, y me dejo envolver por la tibia resonancia de un solo que parece surgir desde el fondo de un tiempo que ya no volverá. Sé que el mundo ha cambiado, que las plazas hoy laten al compás de otros latidos, pero en mi interior sigue ardiendo la hoguera de aquellos riffs, la llama que encendimos juntos en noches interminables. Porque aunque los grandes titanes se hayan ido apagando, sus sombras, y nuestras voces,
perviven en cada eco, en cada susurro de guitarra que se cuela en la memoria. Y mientras haya quien recuerde, quien levante el puño al alba de un acorde verdadero, el espíritu indómito del rock seguirá vivo, latiendo suave bajo el polvo de las canciones.

14.7.17

Porque los viejos rockeros nunca mueren

Pues no, nunca mueren.
Como bien decía Miguel Ríos, el rock and roll no solo no ha muerto, sino que a veces resucita con más fuerza que nunca, justo cuando más lo necesitamos.
Y este año, que musicalmente se estaba deslizando hacia lo insustancial, hacia ese terreno blando del pop reciclado y los hits de usar y tirar, ha empezado a oler —por fin— a pólvora, a cuero, a escenario en llamas. A rock del bueno. A ROCK con mayúsculas.

Claro, es que después del año pasado, con los conciertos de Bruce Springsteen y Paul McCartney, parecía que cualquier intento de levantar el vuelo iba a quedarse a medio gas. Pero no. El rock, como los viejos samuráis, siempre tiene una sorpresa guardada en la manga.

Y vaya sorpresa: los Scorpions.
Sí, los mismísimos Scorpions, con su leyenda a cuestas y sus eternos himnos que han puesto banda sonora a tantas vidas.
¿Quién me lo iba a decir? Que los iba a ver en vivo, cuando llevan anunciando su retirada más veces que los Rolling Stones una gira mundial.
Y lo mejor: sin tener que ir a Madrid o a ninguna capital de esas que suelen acaparar a los dinosaurios sagrados del rock. No. Aquí. En esta Augusta ciudad.
Desde aquel evento de 2008 con Iron Maiden como cabeza de cartel, no se vivía algo así. Un terremoto eléctrico de esta magnitud.

Es verdad que en los últimos años hemos visto desfilar por aquí a grandes artistas. Sí. Pero en lo que a ROCK con alma y cicatrices se refiere, lo cierto es que el calendario ha estado más bien desnutrido.
Hasta ahora.

Porque no solo serán los Scorpions.
Medina Azahara —maestros en lo suyo, herederos del rock andaluz más genuino—, también estarán ahí. Y, por supuesto, nuestros Bucéfalo, incombustibles, irreverentes, más de 30 años pateando escenarios como quien respira.

Así que ya sabéis: pilas puestas y a pasarlo bien.
No solo por la música, sino por el ritual, por la liturgia del rock en directo, por los recuerdos que nos gritarán desde cada riff.
Porque los puretillas, sí, también tenemos derecho a vibrar con los nuestros. A gritar. A sudar. A recordar quiénes fuimos.

Porque I know, it’s only rock and roll… but I like it.
Vaya que sí.



Hoy la radio habló de aquellos tiempos 
En que el rock le dio a la juventud un sino nuevo.
Y siento que la historia se repite 
Pues los viejos rockeros nunca mueren...