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10.7.25

El último destello de amplificadores


Anoche, al apagar la luz, sentí el eco de aquellas guitarras que forjaron mis noches de adolescencia: el zumbido grave de los amplificadores, el rasgueo preciso que hacía vibrar el corazón, y ese compás compartido con miles de voces unidas en un solo grito. Recordé cómo rebobinábamos cintas con un boli Bic para atrapar un solo perfecto, cómo cada vinilo crujía con la promesa de un descubrimiento, y cómo, al cerrar los ojos, el mundo entero parecía girar al ritmo de un riff. Hoy, con las estanterías llenas de discos amontonados y las plataformas digitales dictando nuestro gusto a un clic, me asalta la nostalgia de una era en la que la música se vivía, no se consumía. Y es esa nostalgia, esa melancolía por los viejos titanes del rock y el latido primigenio de cada acorde, lo que me impulsa a rescatar estas palabras antes de que el silencio sea definitivo.

Hubo un tiempo en que el mundo rugía con guitarras eléctricas. Bastaba con los primeros acordes de una canción para saber que ibas a levantar el puño, sacudir la cabeza o sentir que pertenecías a algo más grande que tú. Eran tiempos de vinilos rayados, y de tardes enteras delante del radiocasete esperando que sonara esa canción para grabarla. Bandas como Queen, Nirvana, Led Zeppelin, AC/DC, Guns N’ Roses, Héroes del Silencio o Extremoduro no solo llenaban estadios, también llenaban huecos en el alma de los adolescentes que aprendimos a sobrevivir entre riffs.

En aquellos años dorados, los ochenta, otros titanes del rock y el pop marcaron el rumbo: The Police llevó su reggae‑rock a estadios con la gira Synchronicity Tour (1983–84), U2 convirtió The Joshua Tree Tour (1987) en himno generacional, Depeche Mode reinventó el pop oscuro en la inolvidable Music for the Masses Tour (1987–88), Metallica desató el thrash con la demoledora Damaged Justice Tour (1988–89), Iron Maiden arrasó continentes con su imponente World Slavery Tour (1984–85), The Cure envolvió a millones en la atmósfera gótica de la Prayer Tour (1989), Bruce Springsteen, “The Boss”, llevó el corazón de la América obrera a la carretera con la inolvidable Born in the U.S.A. Tour (1984–85), y Michael Jackson, el Rey del Pop, redefinió la espectacularidad en directo con su Bad World Tour (1987–89), un terremoto de coreografías, efectos de luz y una conexión instantánea con cuatro millones de fans alrededor del planeta.

Ahora, todo eso parece un eco lejano. Muchas de esas bandas se disolvieron, algunos de sus miembros ya no están, y los que siguen lo hacen con giras nostálgicas que suenan más a despedida que a revolución. El rock, que un día fue juventud y furia, se ha ido marchitando en los márgenes, convertido en rareza para melómanos o fondo sonoro en anuncios de coches.

Los gustos han cambiado. Lo que antes era rebeldía ahora es algoritmo. El trap, el reguetón, la electrónica… dominan las listas y las pistas. No es que esté mal, es que ya no es lo mismo. Las letras ya no hablan de cambiar el mundo, sino de contar billetes o exhibir una vida perfecta en Instagram. Donde antes había guitarras y sudor, ahora hay autotune y coreografías virales. Y el público, más que escuchar, salta de canción en canción como quien pasa stories: rápido, sin compromiso, sin dejarse tocar de verdad.

También cambió la manera de consumir la música. Antes un disco se escuchaba de principio a fin, como quien lee un libro. Hoy se consumen singles, playlists creadas por algoritmos, hits de treinta segundos para TikTok. Las canciones no tienen tiempo de crecer, de doler, de curar. La música se ha vuelto efímera, como un suspiro que se borra en el siguiente scroll.

Y sin embargo, uno sigue creyendo. Porque aún hay quien se emociona cuando suena el solo de “Stairway to Heaven”, quien no puede evitar gritar cuando entra el estribillo de “Smells Like Teen Spirit”, quien se estremece con la potencia de “Born to Run”, el himno de Springsteen, o con el inolvidable “Beat It” de Michael Jackson. Porque el rock, y el pop, no están muertos, pero sí están en retirada, como un viejo lobo que ya no aúlla, pero que aún vive en alguna parte del bosque.

A veces, por las noches, me pongo esos discos viejos. Los que crujen al principio. Cierro los ojos, subo el volumen y, por un rato, el mundo vuelve a ser ese lugar donde todo era posible con una guitarra, tres acordes y una verdad a gritos.

Y entonces me acuerdo: el rock no se fue. El rock somos nosotros. Solo que ahora, a veces, cuesta más escucharlo entre tanto ruido.

Y así termino este viaje de memoria entre acordes ya lejanos. Cierro los ojos y vuelvo a sentir el crujido inicial del vinilo, el instante exacto en que la aguja despierta al silencio, y me dejo envolver por la tibia resonancia de un solo que parece surgir desde el fondo de un tiempo que ya no volverá. Sé que el mundo ha cambiado, que las plazas hoy laten al compás de otros latidos, pero en mi interior sigue ardiendo la hoguera de aquellos riffs, la llama que encendimos juntos en noches interminables. Porque aunque los grandes titanes se hayan ido apagando, sus sombras, y nuestras voces,
perviven en cada eco, en cada susurro de guitarra que se cuela en la memoria. Y mientras haya quien recuerde, quien levante el puño al alba de un acorde verdadero, el espíritu indómito del rock seguirá vivo, latiendo suave bajo el polvo de las canciones.