
Este pasado jueves, festivo para el calendario y enmudecido para el alma, me encontré solo en casa, sin obligaciones ni compromisos, sin el vaivén constante de voces y presencias que suelen llenar los días con su grato (y a veces abrumador) alboroto. La trupe, tanto la de sangre como la de afectos, había puesto tierra de por medio: unos entregados a las vacaciones, otros atrapados en los rigores del trabajo, y algunos ausentes desde hace ya demasiado tiempo, como si el tiempo mismo se los hubiese tragado sin avisar.
Y en ese silencio, en esa soledad elegida y agradecida, decidí rendirme un homenaje. De los buenos. De los que ya casi no se hacen. Un maratón visual, largo, denso, sin prisas ni relojes, como en los viejos tiempos. De esos en los que te quedas sin noción del tiempo, hipnotizado por las imágenes, por las palabras, por la historia que se despliega ante ti como un tapiz antiguo que aún conserva su fulgor.
Hace un par de años adquirí por un precio irrisorio, casi simbólico, una de esas joyas escondidas que el tiempo guarda en un estante polvoriento de la memoria audiovisual: Lorca, muerte de un poeta. Aquella serie emitida por Televisión Española en 1988, con dirección de Juan Antonio Bardem, que supo captar la luz y la sombra de un hombre que fue voz, sangre y palabra. Apenas había vuelto a ver alguna escena suelta, rescatada por televisión con motivo del 70 aniversario del asesinato de Federico. Pero el otro día la vi entera. De un tirón. Como quien bebe un vino añejo, con respeto y deleite, sabiendo que cada sorbo tiene algo sagrado.
Porque si hay dos poetas españoles por los que siento no solo admiración, sino algo más hondo, más visceral —casi una devoción laica, si se me permite la expresión—, son Antonio Machado y Federico García Lorca. Y me pregunto, sinceramente, quién puede no admirarlos. Machado, con su andar cansino y profundo, con su verso como camino. Federico, con su duende eterno, con esa forma de escribir que parecía surgida de la tierra y del cielo al mismo tiempo.
La serie me devolvió a aquel Federico niño en Fuente Vaqueros, al joven apasionado por la música, al poeta que supo mirar la tragedia y cantarla con belleza. Me llevó al Nueva York que le desgarró, a la Residencia de Estudiantes, a los cafés de Madrid, al amor, al miedo, a la muerte. Me recordó, una vez más, que hay figuras que no mueren porque ya pertenecen al aire, al pueblo, a la palabra.
Y así pasé el día. En silencio. En comunión con una voz que los fusiles no pudieron callar. Porque hay ausencias que llenan más que muchas presencias. Y Federico, como Machado, sigue aquí, en cada palabra bien dicha, en cada emoción verdadera, en cada gesto de belleza rebelde.

A lo que iba. Pues eso, que con la casa en silencio, la tarde en calma y el corazón pidiendo refugio, me calé casi de un tirón las seis horas de metraje de Lorca, muerte de un poeta, acompañadas de sus extras, documentales, fichas, entrevistas y todo lo que una edición cuidada y respetuosa puede ofrecer como tributo a un alma tan inmensa como la de Federico. Y no exagero si digo que terminé la jornada completamente sobrecogido, como quien ha asistido no a una simple proyección televisiva, sino a una ceremonia, a un rito íntimo donde la historia se convierte en memoria viva, y la memoria, en latido presente.
Me maravilló, y me conmovió, esta joya de la televisión pública que supo narrar con un raro equilibrio entre la pasión y el rigor, entre el dolor y la belleza, no solo los hechos que rodearon el injusto, infame y cobarde asesinato de Federico García Lorca, sino el camino luminoso, alegre, contradictorio y trágico que fue su vida entera. La serie no se limita al retrato estático de un mártir cultural. Nos muestra al joven inquieto de Fuente Vaqueros, al estudiante brillante y disperso, al pianista frustrado y al dramaturgo visionario. Al amigo entrañable de Buñuel, al hermano artístico de Dalí, al creador que abrazó el teatro como quien abraza una trinchera, y que entendió la poesía no como un adorno, sino como un arma cargada de futuro.
Pero es en los últimos capítulos donde el relato se vuelve carne, donde la belleza se hace herida. La serie ahonda sin morbo, pero sin concesiones, en los días oscuros de su detención, en la cobardía con que se le entregó, en las venganzas miserables que se tejieron entre sombras. En ese paredón sin nombre, en esa tapia sin cruz, donde lo mataron creyendo que así lo harían callar para siempre.
Y sin embargo, qué ironía, cuánto fracaso para los verdugos: porque no hay día en que no resucite su voz, su acento andaluz lleno de luna y sangre, su palabra que aún arde como un clavel encendido entre las páginas, en los escenarios, en las aulas, en los corazones.
Terminé el visionado con los ojos nublados, lo confieso. No solo por el destino de Lorca, sino por todo lo que sigue representando. Por todo lo que aún queda por contar, por reparar, por recuperar. Porque cuando un país entierra a sus poetas, empieza a enterrar también su conciencia.

El proyecto, dirigido en 1987 por el cineasta Juan Antonio Bardem —una de esas figuras que supieron ser incómodas en tiempos cómodos— y emitido al año siguiente, tiene la hondura de las cosas hechas con convicción, con una necesidad casi ética.
En su momento, lo recuerdo bien, hubo cierta controversia por la elección de Nickolas Grace, un actor británico, para encarnar a Federico. En los cafés de la época, en los foros cultos y hasta en los pasillos del conservadurismo más rancio, se preguntaban por qué no un actor español, como si la nacionalidad fuese lo que da voz al alma. Pero bastan unos minutos de interpretación para comprender que Grace no solo entendió a Lorca, sino que supo habitarlo. Su acento extranjero se diluye pronto bajo el peso poético y vital de un personaje tan universal como local. Su mirada —melancólica, ardiente, perdida a ratos— logra traspasar la pantalla y hacernos creer, por momentos, que es él, el propio Federico, quien se despide de nosotros.
Y qué decir del reparto coral, casi legendario, que rodea al protagonista: Núria Espert, José Manuel Cervino, Diana Peñalver, Pilar Bardem, Amparo Baró, María Luisa Ponte, Mario Pardo, Lola Gaos, Ángel de Andrés, Fernando Valverde... Un reparto que es, en sí mismo, un mapa de la interpretación española de la época, una sinfonía de voces que construyen los ecos del pasado con el respeto de quien está tocando la historia con los dedos.
Pero es en los capítulos finales donde la serie adquiere una intensidad que desgarra. No se regodea en la tragedia, pero tampoco la evita. Muestra con crudeza contenida el ambiente enrarecido de la Granada de 1936, las delaciones miserables, los silencios cómplices, la pasividad disfrazada de orden. Lorca, ya sin la protección de sus apellidos ni de sus amigos influyentes, camina hacia la tapia del cementerio como quien camina hacia el mito. Y lo hace con los ojos abiertos, sin plegarse, sin renunciar a su palabra.
Terminé esa jornada conmovido, exhausto, sobrecogido. Porque la serie no solo reconstruye la vida y muerte de un poeta. También nos recuerda —nos grita— que hay vidas que siguen doliendo, que hay muertes que aún claman justicia, y que hay voces que, por mucho que se intenten silenciar, seguirán resonando mientras haya alguien dispuesto a escucharlas.

La serie está, además, magistralmente acompañada por los textos del hispanista Ian Gibson, cuyas investigaciones rigurosas y pasión por la figura del poeta granadino aportan un pulso documental excepcional. No se trata solo de contar la vida de Lorca, sino de escarbar en la tierra —en la misma tierra que cubrió su cuerpo— para rescatar no solo su historia, sino la de todos aquellos que, como él, fueron arrancados del mundo por la barbarie.