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7.10.25

La última ovación

 El cielo de agosto se abría como un telón inmenso sobre Knebworth Park. Desde el centro del escenario, las luces parecían querer perforar la noche, extenderse más allá de los límites del parque, llegar a todos los lugares donde alguna vez sonó una canción suya. Freddie entrecerró los ojos un segundo; no para huir de la intensidad de los focos, sino para grabar cada instante en la memoria.


El rugido de las ochenta mil gargantas era un océano. No tenía principio ni fin. Era un oleaje que subía y bajaba con cada gesto suyo, como si el público respirara al compás de su pecho. Durante un instante —mínimo, invisible para cualquiera— Freddie sintió el peso de la historia sobre sus hombros. No era un peso triste. Era el vértigo de saber que estaba tocando la cima. Y que las cimas, por definición, no se repiten muchas veces.

La música arrancó con fuerza, y él volvió a ser ese dios terrenal que había construido a base de coraje y talento. A su izquierda, Brian May hacía rugir su Red Special como si cada acorde abriera un portal al cielo; su melena ondeaba como un estandarte bajo los focos, y cada solo era una conversación íntima entre guitarra y multitud. Detrás, Roger Taylor marcaba el pulso con precisión quirúrgica, convirtiendo el aire en ritmo; sus baquetas eran los latidos de aquel corazón colectivo. Y a su derecha, John Deacon, silencioso y firme, sostenía con su bajo la arquitectura invisible sobre la que se alzaba toda la emoción. Juntos eran más que una banda: eran un fenómeno, una sinfonía humana.

Cada paso, cada nota, cada sonrisa amplia de Freddie era una llamarada. Se movía con la seguridad de quien domina su arte, pero en el fondo, una brizna de melancolía le rozaba el corazón: una intuición suave pero persistente de que esa noche, de algún modo, era distinta.

Entre canción y canción, cuando la banda afinaba y Brian lanzaba un arpegio, Freddie miraba al público y pensaba: “Esto es más grande que nosotros. Esto quedará cuando todo lo demás se apague.” No pensaba en la enfermedad —todavía secreta, silenciosa—, ni en el futuro incierto. Pensaba en lo que había construido con sus compañeros, en las noches infinitas en las que soñaron ser escuchados. Y allí estaban: una multitud respondiendo como un solo cuerpo, cantando “Radio Ga Ga” con las manos alzadas, como si saludaran al propio destino.

Freddie no temía al final. Le temía, más bien, al olvido. Pero esa noche, viendo las luces parpadear como estrellas sobre una constelación humana, comprendió que no sería olvidado. No él. No su voz. No Brian, ni Roger, ni John. No esa manera única que tenían los cuatro de desafiar la gravedad de la vida con música.

Cuando llegó el último bis, “We Are the Champions”, su garganta ardía, pero no por el esfuerzo, sino por la emoción. Alzó los brazos y escuchó cómo el público devolvía cada sílaba multiplicada por miles. A su lado, Brian soltaba los acordes finales como si fueran fuegos artificiales; Roger cantaba con fuerza tras la batería, y John sonreía discretamente, sabiendo que aquello era irrepetible. En ese instante, Freddie sintió que ya no era un hombre frente a una multitud, sino un alma fundida con muchas otras. Era música. Era energía. Era una verdad compartida.

Y en medio del clamor, una certeza luminosa lo atravesó: “Cuando no pueda cantar, otros cantarán por mí. Cuando no esté aquí, seguiré en cada voz que se atreva a levantar la suya sin miedo.”

Entonces sonrió. No con tristeza, sino con la serenidad de quien ha amado su vida sin reservas. Dio un último giro, extendió los brazos como alas, y dejó que la ovación lo envolviera como un abrazo final. No sabía si volvería a estar allí, pero sí sabía algo con absoluta claridad: había vivido intensamente cada compás, junto a aquellos tres hombres que fueron su familia sobre el escenario.

La última ovación no fue un adiós. Fue una promesa: la de seguir resonando más allá del tiempo.


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