Se habló en este blog de...

18.11.25

Atilano Coco


 En Guarrate, un pequeño pueblo de Zamora, cuando aún las campanas marcaban las horas como si cosieran el tiempo, nació un niño de nombre suave: Atilano, nombre de santo antiguo, de campo húmedo y trigo recién cortado. Nadie imaginó entonces que su destino sería como esas luces discretas que alumbran sin reclamar aplausos, como un farol en una esquina donde casi nadie se detiene.

Desde pequeño aprendió que la fe no es un ejercicio de estruendo, sino una lumbre mínima, un rescoldo que se cuida con la mano ahuecada. Cuando escuchó por primera vez la palabra metodista, no sintió la extrañeza de lo desconocido, sino la cercanía de algo que parecía ya escrito en su interior. Y así, con esa mezcla de timidez y determinación que acompaña a los que creen sin vanidad, emprendió camino a Inglaterra, donde el viento olía a libros abiertos y a iglesias sin oro, donde la oración era un murmullo y no un desfile.

Allí, en las capillas de madera oscura, supo que su misión no sería cambiar el mundo, sino estar en él con una dignidad silenciosa. Aprendió que, a veces, la fe solo consiste en sentarse al lado del que está solo.

Regresó a España con la modestia de los que no vuelven a casa para exhibir títulos, sino para sembrar esperanza. Volvió a Salamanca, a esas calles que parecen hechas para que los pasos resuenen, y allí levantó su pequeña iglesia, abierta como un libro cotidiano. Predicaba como quien habla con un vecino: sin altivez, sin dogma de piedra, sin temor a la duda. Y muchos, incluso los que no creían, reconocían en él la rara virtud de la coherencia.

Fue entonces cuando Miguel de Unamuno lo miró con interés. El rector, hecho de preguntas abrasadoras, de tempestades internas, veía en Coco algo que en él mismo escaseaba: la serenidad de quien ha elegido un camino y lo recorre sin ira. Atilano, por su parte, veía en Unamuno un alma contradicha que buscaba, como él, un refugio en la conciencia.

Solían caminar juntos por el casco viejo. Uno era incendio; el otro, brasa. Uno preguntaba; el otro escuchaba. Dos hombres tan distintos que parecían necesarios el uno para el otro.

Llegó el verano del 36 como llega un viento que arranca techumbres. Y a ese viento lo llamaron Guerra Civil. Las palabras se volvieron armas, la fe un campo de batalla, y la diferencia un delito.

Para un pastor protestante, en una España que exigía uniformidad espiritual, el peligro se volvió cotidiano. Pero Atilano no quiso esconderse. Siguió visitando enfermos, consolando familias, predicando con voz baja mientras por la ciudad resonaban otras voces que pedían pureza, obediencia, silencio.

Una noche lo apresaron. No hubo gritos ni resistencia; solo la firmeza de quien sabe que la violencia no entiende de razones, pero que aun así no renuncia a ellas. Lo acusaron de masonería, esa palabra mágica que entonces servía para encender hogueras, y también de ideas subversivas. Que un pastor hablase de libertad de conciencia ya era subversión suficiente para tiempos que exigían sumisión.

Unamuno intercedió. Lo hizo con la desesperación del que ve cómo la historia, esa bestia ciega, se lleva por delante a los justos y deja indemnes a los crueles. Pero su voz llegó tarde o llegó a oídos sordos, que en esos meses era lo mismo.

En prisión, Atilano escribía pequeñas notas en los márgenes de cualquier papel que encontraba. No pedía clemencia ni justificaba nada. A veces solo anotaba un versículo, o los nombres de su esposa y sus hijas, como quien escribe salmos personales para que no se los devore la memoria del miedo.

Los presos decían que tenía una paciencia extraña, casi luminosa. Mientras otros lloraban o maldecían, él parecía habitar un silencio suyo, como si protegiera a los demás del ruido interior.

La madrugada del 9 de diciembre de 1936 lo condujeron hacia la tapia donde tantos otros habían sido llevados. El frío era un espejo. El cielo, un pozo oscuro. Nadie anotó sus últimas palabras; no hubo testigos que quisieran recordarlas. Pero se dice que su mirada, antes del disparo, no tenía rencor.

Murió joven, demasiado joven, apenas un hombre que empezaba a construir futuro.

Después, como sucede con los hombres sin poder, su historia quedó enterrada bajo papeles oficiales, bajo silencios familiares, bajo la costumbre española de olvidar lo incómodo. Pero la memoria tiene la costumbre obstinada de volver, igual que una raíz atraviesa la piedra.

Y así, con los años, su nombre volvió a escucharse en templos protestantes, en libros, en estudios universitarios, en manos que buscaban justicia para quienes la guerra convirtió en sombra.

Hoy, Atilano Coco no es solo un pastor protestante ni solo un fusilado. Es una figura de luz tenue, de esas que no ciegan, pero acompañan. Una presencia que nos recuerda que hay vidas que, sin ruido, sin gestos teatrales, se convierten en ejemplos. Que la integridad, esa virtud que tanto escasea, puede vivirse de forma callada y firme, como un canto que solo escucha quien quiere escuchar.

Es, en definitiva, la historia de un hombre que eligió ser fiel a sí mismo, aun cuando el mundo se volvió en su contra.

Un hombre humilde. Un creyente tranquilo.

Un nombre que vuelve.


No hay comentarios: