Es tan cíclico lo de resucitar a los clásicos que ya ni nos sorprende: cada década parece necesitar su propio Frankenstein y su propio Drácula, como si Hollywood y Europa compitieran por ver quién levanta antes al muerto. Y mientras Guillermo del Toro presenta su versión de Frankenstein en 2025, Luc Besson estrena en pocos días un nuevo Drácula. Sí, Luc Besson, el de El quinto elemento, porque claro, el conde transilvano necesitaba urgentemente una persecución con neones y música electrónica. En fin, el eterno retorno de los monstruos.
Pero volviendo a Frankenstein: lo de Del Toro no es una simple resurrección, sino una misa fúnebre con orquesta, lluvia perpetua y alma de tragedia romántica. Visualmente es un festín, un delirio gótico que solo él podría firmar, lleno de texturas húmedas, luces doradas y ecos de pintura flamenca. Jacob Elordi, con esa mezcla de belleza y extrañeza, da vida (literalmente) a la criatura más humana que se ha visto en mucho tiempo, y Oscar Isaac compone un Víctor Frankenstein atormentado, un hombre que juega a ser dios y acaba convertido en su propio monstruo. La película tiene esa atmósfera de cuento moral y de ruina moral que Del Toro maneja como nadie. Todo suena, se ve y se siente como una tragedia de gran pantalla. Y sin embargo, aquí viene la ironía: la mayor película gótica del año se estrena, salvo por escasos días en algunos días, directamente en Netflix.
Frankenstein no es una película para ver en casa con el móvil vibrando al lado: es para verla en una sala oscura, con el sonido retumbando y el rostro de la criatura iluminado por un rayo. Pero nada, aquí estamos, reviviendo la épica de Shelley en el sofá, mientras Netflix te sugiere “ver también Emily in Paris”. Da un poco de pena, no por la película, que es magnífica, sino porque el rito se ha perdido.
Y si comparamos esta versión con las clásicas, el ejercicio se vuelve aún más interesante. Frente al hierático y trágico monstruo de Boris Karloff en la joya de James Whale (1931), el de Elordi es más introspectivo, más sensible, casi un ángel caído que se sabe víctima de la ambición ajena. Donde Whale construía horror y piedad en blanco y negro, Del Toro añade lirismo, carne y culpa. Frente al delirio visual de Kenneth Branagh en 1994, aquella Mary Shelley’s Frankenstein que era tan ampulosa como fascinante, esta versión resulta más contenida, más melancólica y más fiel al espíritu filosófico del original. Del Toro no busca el susto ni el exceso romántico, sino la poesía de lo maldito.
En conjunto, es una película enorme, hermosa, barroca y emocional. Y aunque algún purista pueda decir que el barroquismo de Del Toro roza lo excesivo, lo cierto es que pocos directores contemporáneos filman con tanto respeto por la materia del mito. Si Whale dio forma al monstruo, Branagh lo vistió de tragedia, y Del Toro lo ha envuelto en alma y conciencia.
Así que sí, otra vez Frankenstein. Pero esta vez, el monstruo respira. Y, por desgracia, lo hace frente a la pantalla de tu televisor, cuando debería rugir en la oscuridad de un cine.

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