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1.7.25

Sombras de infancia en la arena de Bolonia

En el vasto entramado de la existencia, entre miles de rostros y caminos cruzados, rara vez aparece alguien capaz de escuchar el susurro oculto de nuestro espíritu. No es una cuestión de palabras pronunciadas ni de gestos evidentes, sino de una sintonía silenciosa que traspasa la superficie y alcanza las profundidades más recónditas de nuestro ser. Encontrar a esa alma afín es un regalo tan escaso como precioso, un instante suspendido en el tiempo donde se disuelven las barreras y el entendimiento se torna absoluto.

Así, cuando Blanca me dijo que iríamos a El Puerto de Santa María, esperaba un puente del doce de octubre tranquilo, envuelto en la familiaridad de un destino cercano y algo conocido. Pero justo cuando nos acercábamos, con el murmullo del mar y el sol acariciando el horizonte, me susurró al oído que siguiéramos en dirección a Bolonia, en Cádiz, ese rincón vacacional de mi infancia, ese lugar al que se aferran tantos de mis recuerdos más puros y entrañables.

La sorpresa me alcanzó como la brisa fresca del mar, y pronto nos encontramos aparcando junto al Hostal Ríos, con la vista puesta en las dunas, esas montañas de arena dorada que se alzan imponentes, cambiantes, vivas bajo el viento.  Era el alojamiento donde mi familia y yo nos alojamos en los veranos de los años 80. Entonces, éramos muchos, siempre riendo, con sombrillas mal plegadas, padres jóvenes aún, hermanos corriendo por el pasillo con las chanclas arrastradas y la sal pegada a la piel.

Ahora volvíamos. Pero la familia de entonces ya no estaba. Volver al Hostal Ríos era también una forma de regresar a ellos, de abrir una puerta cerrada durante demasiado tiempo. Nada más llegar y dejar las cosas en el bungalow, comenzamos una caminata lenta, casi reverente, ascendiendo con cuidado sobre la arena que se desliza bajo nuestros pies, sintiendo el calor que aún guarda la tierra tras el día, y el perfume salado que nos envuelve. Desde la cima, la vista se abre hacia un océano inmenso, donde el cielo se funde con el agua en un azul profundo y sin fin. Era como volver a un pasado que nunca se fue, una conexión entre ayer y hoy, un puente entre la infancia y el presente.

Durante ese paseo, recordé las tardes de verano de antaño, las risas que se perdían con el viento, y la libertad que sólo se siente cuando uno se sabe dueño del tiempo y del espacio. Blanca, a mi lado, parecía comprender sin palabras la emoción que me embargaba. La sencillez del momento nos bastaba. No hacía falta más para saber que algo raro y maravilloso estaba sucediendo: dos almas encontrando un lenguaje común más allá del ruido del mundo.

Más tarde, al atardecer, nos dirigimos hacia el "chorrito de la teja", un rincón casi secreto en aquellos años, donde la tierra y el agua dialogan en murmullos. Caminamos lentamente por senderos entre matorrales y rocas, mientras el sol se despedía pintando el cielo con tonos cálidos de naranja y rosa, iluminando las olas que rompían suavemente en la costa. Allí, sentados en silencio, contemplando ese paisaje efímero y eterno a la vez, comprendí que estos instantes son los que moldean la memoria y dan sentido a la vida. En la quietud compartida, en esa belleza simple y profunda, hallamos ese raro milagro del entendimiento mutuo, esa empatía que no exige explicaciones ni palabras.

Al caer la tarde, nos trasladamos a Tarifa, donde pasamos un par de noches envueltos en la brisa marina y el aroma a salitre. La ciudad, pequeña pero vibrante, con sus calles encaladas y su historia milenaria, nos ofreció un refugio para seguir explorando no sólo el paisaje, sino también esa conexión íntima que crecía entre nosotros. Paseamos por el puerto, observando los barcos mecerse con el ritmo pausado del mar, y nos perdimos por callejuelas donde el tiempo parecía detenerse.

Cada noche, bajo el manto estrellado de aquel cielo limpio, compartíamos conversaciones que rozaban el alma, momentos en que el ruido cotidiano quedaba lejos y sólo quedaba la esencia de lo que somos, despojada de máscaras y apariencias. Fue en Tarifa donde entendí, más que nunca, que encontrar a alguien con quien conectar en ese nivel es un don extraordinario, un refugio seguro en medio del caos del mundo.

La playa era un escenario de descubrimientos. La arena nos quemaba los pies y las olas nos recibían como viejas amigas. Pero había algo más: los toros. No como en los festejos, no encerrados en una plaza ni rodeados de griterío. Eran toros libres, que pastaban mansamente en las laderas y, en ocasiones, bajaban hasta la playa, cruzando la carretera sin miedo, dejando su silueta imponente recortada contra la espuma del mar. Aquello nos fascinaba y asustaba a partes iguales. Verlos allí, caminando junto a las dunas, era como si el mundo antiguo aún respirara entre nosotros.

Y luego estaban los pescadores. De madrugada, cuando aún no habíamos abierto los ojos, ellos ya faenaban con sus barcas encalladas en la orilla, desenredando las redes con manos curtidas. El murmullo de sus voces, la madera crujiendo bajo sus pies, se mezclaba con el ruido lejano de los cargueros, cuyas sirenas retumbaban desde la oscuridad del estrecho como voces de otro mundo.

Recordé que en aquéllos veranos de la infancia, a veces me despertaba en mitad de la noche, empapado en el sudor del agosto gaditano, y oía romper las olas. Era un sonido redondo, infinito, como el corazón del mar latiendo contra la orilla. Me asomaba a la ventana y veía, allá a lo lejos, las luces rojas y verdes de los barcos moviéndose como luciérnagas de hierro. Entonces me acurrucaba de nuevo, sabiendo que, aunque pasaran los años, ese ruido quedaría siempre en mí.

Las dunas de Bolonia se alzaban ante mí como un vasto desierto de oro vivo, donde cada grano de arena parecía susurrar historias antiguas al viento incansable que las moldea sin tregua. Caminando entre esas montañas efímeras, sentía cómo la arena tibia se deslizaba entre mis dedos, una caricia fugaz que el tiempo no podrá retener.

El horizonte se abre en un lienzo azul profundo, donde el océano Atlántico se funde con el cielo en un abrazo infinito. Las olas, eternas y poderosas, rompen con furia en la orilla blanca, como si quisieran reclamar cada palmo de arena que el viento le ha arrebatado. A lo lejos, el pueblo de Bolonia aparece dormido, con sus casas encaladas que parecen custodiar silenciosas las leyendas del mar y la tierra.

En lo alto de estas dunas, el mundo se hace pequeño y mis pensamientos se expanden con la inmensidad del paisaje. Aquí, el tiempo se diluye, y cada paso es un viaje a través de memorias guardadas en el aire salado, en el susurro del viento y en la eternidad del océano. Caminar por estas arenas es tocar lo intangible, sentir la vida que fluye en ciclos invisibles, y reencontrarme con aquella parte de mí que sólo el mar y el desierto conocen. En esa escapada, al volver a Bolonia, con otros pasos, con otros ojos, esas postales se despliegaron una a una. No necesitan explicación ni orden. Son mi herencia secreta. La memoria no necesita fechas, sólo emoción. Y Bolonia, siempre, la trae de vuelta.

El viento de levante en la playa de Bolonia era un susurro poderoso y antiguo, un aliento del mar que atravesaba las dunas con la fuerza de mil secretos desatados. Se colaba entre los cabellos de Blanca, haciendo que pareciera flotar, como si los hilos invisibles del aire la elevaran en un lento y delicado vuelo.

Era un viento que no golpeaba, sino que acariciaba con dedos etéreos, meciendo la arena y los pensamientos, dibujando en el aire figuras invisibles y melodías que sólo el alma puede escuchar. Levantaba los pliegues de su ropa como olas que bailan, y en sus ojos se reflejaba el azul profundo del cielo y el mar, un espejo donde el viento y ella se fundían en un mismo suspiro.

Aquel levante era un canto silencioso, un poema escrito en la brisa que envolvía la playa y a Blanca en un abrazo sutil, como si el mundo entero se hubiese detenido para contemplar su danza efímera con el viento, ligera, libre, suspendida en el instante eterno que sólo el levante sabe regalar.Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones hallamos a ese ser con quien podemos compartir no sólo nuestros pensamientos, sino también la esencia de nuestro ánimo, ese estado invisible y cambiante que muchas veces ni siquiera nosotros mismos entendemos. Es un milagro improbable, una suerte inesperada que escapa a la lógica de lo cotidiano. Muchos quizá parten de este mundo sin haberlo encontrado jamás.

Mientras caminábamos por aquellos senderos de arena y historia, rodeados de la belleza serena del lugar, sentí que ese encuentro, ese paseo inesperado hacia mi pasado, se convertía en un refugio secreto para el alma, un instante donde la verdad puede desplegarse sin máscaras ni artificios. Allí, en esa conexión silenciosa, el ruido del mundo se disolvía, y sólo quedaba la certeza de ser comprendido, acompañado y sentido.

Porque hallar a esa persona es encontrar un faro que ilumina incluso en las noches más oscuras, un vínculo que trasciende el tiempo y el espacio, como las huellas que dejamos en la arena, que la marea borra pero que el corazón conserva para siempre.