Se habló en este blog de...

Mostrando entradas con la etiqueta años 90. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta años 90. Mostrar todas las entradas

29.9.25

Milli Vanilli: La verdad desafinada detrás del éxito perfecto


En los últimos años de la década de los 80, cuando MTV dictaba la estética global y la música pop alcanzaba cotas de espectáculo visual sin precedentes, dos jóvenes irrumpieron en escena como si fueran el molde perfecto de una fantasía pop globalizada. Rob Pilatus y Fab Morvan formaban Milli Vanilli, un dúo franco-alemán que en apenas dos años pasó de actuar en discotecas de Múnich a llenar estadios en Estados Unidos, vender más de 30 millones de discos y ganar un Grammy. Su ascenso fue meteórico, brillante… y completamente construido sobre una mentira.

Su álbum debut, “Girl You Know It’s True” (1989), fue un bombazo: temas como “Blame It on the Rain”, “Baby Don’t Forget My Number” o la propia “Girl You Know It’s True” dominaron las listas de éxitos internacionales. Con rastas cuidadas al milímetro, movimientos coreográficos sincronizados y una imagen multicultural perfectamente diseñada, Rob y Fab encarnaban la juventud globalizada que la industria musical buscaba vender a finales de los ochenta. Eran fotogénicos, carismáticos y diferentes. Tenían todo… excepto la voz.

Detrás del fenómeno se encontraba Frank Farian, productor alemán con olfato comercial, que ya había ideado grupos como Boney M utilizando voces y rostros distintos. Repitió la fórmula: contrató a cantantes profesionales para grabar las canciones y reclutó a Rob y Fab para ser el rostro visible del proyecto. Lo que comenzó como un acuerdo puntual se convirtió en una maquinaria multimillonaria que giraba a un ritmo que los dos jóvenes apenas podían controlar. Ellos soñaban con cantar de verdad, pero la industria no quería su voz: quería su imagen.

El 21 de julio de 1989, en Bristol (Connecticut), durante un concierto retransmitido por MTV, ocurrió el incidente que cambió todo: la pista de playback se atascó y empezó a repetir en bucle “Girl you know it’s… Girl you know it’s…”. Rob entró en pánico y huyó del escenario. Aquel fallo técnico se convirtió en símbolo de lo que estaba por descubrirse: un fraude monumental. En 1990, tras meses de sospechas, Farian confesó públicamente que ni Rob ni Fab cantaban. El Grammy que les habían otorgado fue retirado , una medida sin precedentes, y el dúo se convirtió en objeto de burlas, demandas y desprecio mediático. En cuestión de semanas, pasaron de la cima a la humillación pública.

La película “Milli Vanilli” (2024), dirigida por Simon Verhoeven, no se limita a contar este escándalo como una anécdota de la historia pop. Construye, con sorprendente sensibilidad, un relato íntimo y complejo sobre dos jóvenes atrapados en una maquinaria cultural que los superó. Es una obra que equilibra con precisión la espectacularidad musical de la época con la dimensión humana de sus protagonistas.

Uno de los grandes aciertos de la cinta son sus intérpretes principales.

  • Tijan Njie, en el papel de Rob Pilatus, realiza una interpretación magnética y profundamente conmovedora. Con una presencia física imponente, Njie capta la dualidad de Rob: su ambición desbordante y su creciente vulnerabilidad. A lo largo del metraje, su mirada cambia: pasa de la euforia juvenil a un dolor silencioso y autodestructivo que el actor transmite con matices sutiles, evitando el melodrama fácil.

  • Elan Ben Ali, como Fab Morvan, es el contrapunto perfecto. Su interpretación destila calma y lucidez, construyendo un personaje más reflexivo, que observa cómo la situación se desborda sin poder evitarlo. Su relación con Rob es uno de los ejes emocionales del film: una amistad intensa, fraternal, pero también marcada por tensiones morales y caminos distintos frente al mismo engaño.

El reparto se completa con Matthias Schweighöfer, que da vida a Frank Farian. Lejos de interpretar un villano de opereta, Schweighöfer construye un personaje inquietante precisamente por su normalidad: un hombre encantador, seguro de sí mismo, que maneja las piezas del tablero con frialdad empresarial. Su interpretación evita clichés, mostrando cómo la industria puede ser despiadada sin necesidad de monstruos explícitos.

La película recrea con precisión quirúrgica la estética de finales de los 80 y principios de los 90. La fotografía utiliza luces de neón, brillos y encuadres característicos de la MTV dorada, pero también contrasta con tonos más fríos y oscuros en los momentos de caída. La dirección artística acierta al no caricaturizar la época: la reproduce con cariño, sin ironía.

Las secuencias musicales son vibrantes y espectaculares. Se reconstruyen videoclips y actuaciones icónicas con gran detalle, y el famoso momento de Bristol está filmado con tensión cinematográfica: el bucle sonoro del playback, la confusión del público, el rostro de Rob congelado en el pánico… Es el clímax perfecto de una historia que, aunque todos conocemos su desenlace, logra emocionar por su ejecución.

La banda sonora es, inevitablemente, un personaje más. Los éxitos de Milli Vanilli suenan con fuerza y nostalgia, recordándonos que, más allá de la mentira, eran canciones excelentes, parte indeleble de la cultura pop de su tiempo.


El guion se detiene en aspectos que muchas narraciones sobre este caso han pasado por alto: la dimensión psicológica y cultural de Rob y Fab. Dos jóvenes de orígenes inmigrantes —Rob era hijo de madre alemana y padre afroamericano, Fab nació en París y se crió en un entorno humilde— que buscaban un lugar en la industria. La película muestra cómo, en un mundo que valoraba la apariencia exótica pero no necesariamente las voces distintas, fueron utilizados como escaparate de un producto diseñado por otros.

Más que señalar culpables de forma simplista, el film propone una reflexión sobre la fabricación de ídolos en la era mediática. Rob y Fab no inventaron el fraude; fueron piezas vistosas en un sistema que antepuso la estética a la autenticidad. Y cuando la verdad salió a la luz, fueron ellos quienes cargaron con todo el peso del escándalo.

La parte final de la película es, sin duda, la más emocional. Rob Pilatus, tras la caída, nunca consiguió recomponer su vida. Intentó, junto a Fab, grabar un álbum en el que cantaban realmente, pero la industria y el público ya les habían dado la espalda. Entre problemas legales, aislamiento y adicciones, Rob entró en un declive personal que culminó con su muerte en 1998, a los 32 años, por sobredosis accidental en un hotel de Fráncfort. Su historia es la de un joven que soñó con brillar y acabó devorado por la presión de sostener una mentira global.

La película trata su final con respeto y sin morbo, enfocándose en el ser humano detrás del personaje. No hay glorificación ni sensacionalismo: hay un retrato doliente de alguien que no supo encontrar su voz,  literal y figuradamente, en un sistema que no se la permitió.

Milli Vanilli es, en última instancia, una película poderosa y necesaria. Brilla por sus interpretaciones, su rigor estético y su capacidad para narrar una historia archiconocida desde un ángulo humano y profundo. Es un biopic que entretiene, emociona y, sobre todo, reivindica la dimensión trágica y real de un fenómeno pop que se convirtió en sinónimo de fraude.

Tijan Njie y Elan Ben Ali logran que Rob y Fab no sean simples figuras mediáticas, sino seres humanos atrapados en un torbellino que los desbordó. La dirección de Simon Verhoeven equilibra espectáculo y reflexión con inteligencia, y el resultado es una obra que no solo revisita un episodio cultural, sino que lo resignifica.

La historia de Milli Vanilli no es solo la historia de una mentira musical. Es la historia de cómo la fama puede ser un espejismo cruel, de cómo la industria fabrica y destruye ídolos, y de cómo la búsqueda de autenticidad puede llegar demasiado tarde.
Y en el centro de todo, la figura de Rob Pilatus, un joven que soñó con cantar… y terminó convertido en el eco doloroso de una canción que no era suya.


10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

28.4.20

Michael Robinson


.Hace apenas unos días, en una de esas tardes que el confinamiento nos regala, me topé con un magnífico reportaje en YouTube titulado “Yo vi jugar a Nate Davis”. En él se narra la historia de un jugador de baloncesto afroamericano que recaló en Ferrol a principios de los años ochenta. Pero, atención, no se trata solo de su espectacular carrera deportiva ni de sus revolucionarios números, mucho antes de que los Gasol, Ricky Rubio o Calderón pusieran a España en el mapa NBA, ni siquiera cuando Fernando Martín aún soñaba con cruzar el charco.

Este documental, parte del programa Informe Robinson, nos muestra el lado más humano del deporte, esa otra cara que a menudo parece sacada de la más pura ficción. Nate Davis lo tuvo todo a su alcance, pero la vida es una autopista con desvíos inesperados que te arrastran sin previo aviso hacia destinos inciertos.

El artífice de esta historia televisiva fue Michael Robinson, fallecido tristemente hace poco, a los 61 años. Con él, en 1990, dejamos atrás las retransmisiones soporíferas del fútbol para descubrir que antes, durante y después de cada partido había un mundo fascinante por explorar.

Con su inglés marcado y un vocabulario castellano breve pero certero, Robinson nos enseñó que lo importante no siempre es lo que te cuentan, sino cómo te lo cuentan. Y siempre con esa sonrisa elegante y esa ironía sutil que lo convirtieron en una voz y una sonrisa inolvidables para toda una generación.

Un hombre que no era periodista, ni falta que le hacía, porque lo suyo fue puro talento y carisma. Y así, con Michael Robinson, el deporte dejó de ser solo deporte para convertirse en algo mucho más divertido e interesante.


25.7.17

Freddie y Monserrat nunca cantaron juntos en Barcelona 92


 Se cumplen nada menos que 25 años de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un cuarto de siglo. Más de media vida vivida. Y aunque el tiempo pasa a veces con sigilo y otras veces como un vendaval, este aniversario me ha llevado inevitablemente a la evocación. Atrás han quedado vivencias, amores que se fueron y otros que llegaron, fracasos que nos enseñaron y triunfos que aún celebramos, lugares que visitamos, personas que marcaron una etapa o se convirtieron en parte de nuestra vida, canas que nos asoman, trabajos que nos moldearon y años que, sin darnos cuenta, nos han ido madurando.

Y sin querer extenderme en todo lo que pueden dar de sí dos décadas y media, que ya iré desgranando en este resurgir del blog, que para eso lo creé un buen día como refugio contra el inmisericorde paso del tiempo, hoy quiero detenerme en una imagen, en una fecha, en una sensación: aquella inolvidable tarde del 25 de julio de 1992.

Muchos recordamos con nitidez dónde estábamos cuando vimos la ceremonia inaugural de los Juegos de Barcelona. Nos maravilló. Fue un espectáculo visual, artístico y técnico que supo fusionar lo mejor de la tradición mediterránea con la modernidad escénica del momento. Una suerte de ópera total bajo el cielo de Montjuïc. Los fuegos artificiales, el pebetero encendido con una flecha ¡aquella flecha!, los mosaicos humanos, la música, el color… Todo nos deslumbró.

Hubo, por supuesto, música en directo. Actuaron figuras de la ópera como José Carreras, Plácido Domingo, Teresa Berganza y Joan Pons, entre otros, interpretando piezas emblemáticas de El barbero de Sevilla, Rigoletto y otras obras del repertorio clásico. Y también, como no podía faltar, sonó Barcelona, el ya mítico tema que unió a Freddie Mercury y Montserrat Caballé en una colaboración que aún hoy estremece.

Y aquí viene el detalle que tantos recuerdan… mal.

Muchos, muchísimos, diría yo afirman haber visto a Freddie y Montserrat actuar en el Estadio Olímpico, cantando a dúo Barcelona en medio de la ceremonia. Algunos incluso aseguran emocionados que fue uno de los momentos más bellos de su vida. Y cuando uno, que ha sido siempre queenero empedernido, intenta aclarar que tal actuación no tuvo lugar esa noche, se encuentra con la mirada escéptica del interlocutor. “Que sí, que sí, que yo los vi… que está en YouTube”, responden, convencidos.

Y claro, sí, hay vídeo. Y sí cantaron. Pero no en la ceremonia de inauguración.

La realidad es otra, y no por ello menos interesante. La canción Barcelona sonó por megafonía en el estadio, instantes antes de la cuenta atrás que daría inicio al acto oficial, pero no hubo actuación en directo. Freddie Mercury había fallecido meses antes, en noviembre de 1991, tras una larga y reservada lucha contra el sida. Ya no estaba entre nosotros, aunque su música sí. Montserrat Caballé, presente en la ceremonia, tampoco interpretó el tema en vivo.

Lo que sí existió, y he aquí la confusión, fue una actuación (en playback) de Barcelona el 8 de octubre de 1988, cuatro años antes de los Juegos, en un concierto de gala titulado La Nit, celebrado en la avenida de María Cristina de Barcelona, dentro de los actos de presentación de la ciudad como sede olímpica. Un evento espectacular donde también actuaron Spandau Ballet, Eddie Grant, Jerry Lee Lewis y el bailarín Rudolf Nureyev (otro genio cuya vida también fue truncada por el sida en 1992). Fue allí donde Freddie y Montserrat compartieron escenario, envueltos en el ambiente mágico de una noche mediterránea que aún muchos conservan en la retina, o en la memoria prestada de la televisión.

Y sí, un año antes, en 1987, también interpretaron Barcelona en playback en el mítico club KU de Ibiza, cuando el tema empezaba a abrirse paso entre la incredulidad de los puristas y la admiración de quienes sabían que algo único había nacido. Freddie, ya enfermo en los últimos años de su vida, siguió trabajando en privado, grabando videoclips para el álbum Innuendo y dejando fragmentos de canciones que más tarde verían la luz en el disco póstumo Made in Heaven (1995).

Por eso, cuando alguien asegura con convicción que vio cantar juntos a Freddie y Montserrat en los Juegos Olímpicos del 92, uno tiene dos opciones: dar una pequeña clase de historia musical, arriesgándose a apagar un recuerdo hermoso, o simplemente asentir, sonreír y compartir el instante. Porque a veces, los recuerdos que no ocurrieron tal cual, también son parte de nuestra vida emocional. Porque hay algo de verdadero en lo falso cuando está sostenido por la emoción.

Y porque, sinceramente, ¿quién no habría querido que Freddie estuviera allí, cantando Barcelona en la cumbre de aquel sueño colectivo que fue Barcelona ‘92?