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9.7.17

El suspense llevado a su paroxismo



En Phoenix, Arizona, Marion Crane, una secretaria bella y decidida, se encuentra con su amante Sam Loomis en la habitación de un motel, aprovechando la hora del almuerzo para estar juntos a escondidas. La precariedad económica que ambos sufren les impide contraer matrimonio, y es ese peso lo que empuja a Marion a un acto desesperado: roba 40.000 dólares que su jefe le ha confiado para depositar en un banco. Sin pensarlo dos veces, huye de la ciudad conduciendo su coche.

El pánico la consume, la paranoia la acecha, y para evitar ser descubierta, decide dormir en el automóvil. Pero el destino no está de su lado: un policía sospechoso la sigue hasta un garaje donde, utilizando parte del dinero robado, cambia de coche para tratar de despistar. La noche la encuentra finalmente en el Motel Bates, un lugar solitario y casi olvidado. Allí, conoce a Norman, el joven y reservado gerente que cuida con esmero a su madre enferma, quien vive en la casa contigua al motel.

Después de una breve conversación con Norman, Marion se retira a su habitación. En un momento de aparente tranquilidad, decide tomar una ducha que quedará para siempre grabada en la historia del cine. Mientras el agua corre, es apuñalada brutalmente hasta morir. Norman, en un acto tan perturbador como calculador, culpa a su madre de la tragedia, limpia meticulosamente la sangre de la escena, coloca el cadáver de Marion en el maletero del coche y lo hunde en un pantano cercano, como tratando de enterrar también sus propios secretos.

La hermana de Marion, Lila, inquieta por su ausencia, visita a Sam. A ellos se une Arbogast, un detective privado encargado de recuperar el dinero robado. La investigación de Arbogast le lleva hasta el Motel Bates, donde interroga a Norman. Sin embargo, la búsqueda de la verdad tendrá un precio: Arbogast es asesinado cuando intenta contactar con la enigmática madre de Norman.

Decididos a descubrir qué ocurre, Sam y Lila se hospedan en el motel. Mientras Lila explora la casa y siente que algo siniestro se oculta tras sus muros, Norman intenta distraer a los visitantes con su habitual amabilidad. Lo que sucede a continuación cambiará para siempre el significado del suspense en el cine.

Alfred Hitchcock explicó en su día su forma de dirigir Psicosis con una sencillez asombrosa: “Usé cine puro para conmover al público. Todo lo hice con intención visual, dirigida por todos los caminos posibles al espectador. Por eso el asesinato en el cuarto de baño es tan violento. En esta historia, me importaba poco el tema o los personajes; me interesaba remover al público a través de todos los elementos del filme: la fotografía, la planificación, la banda sonora... Porque lo que intriga al público no es el mensaje ni una interpretación, ni siquiera una novela muy apreciada, sino la existencia de una película pura”.

El largometraje costó apenas 800.000 dólares, una cifra modesta incluso para la época. Fue rodado con un equipo de televisión para economizar, lo que obligó a filmar la mayoría de las escenas con rapidez. Pero cuando Hitchcock decidía otorgar un carácter verdaderamente cinematográfico a alguna escena, imprimía un ritmo mucho más lento y calculado. Así fue con la célebre escena de la ducha, que tardó siete días en rodarse, y que se convertiría en uno de los momentos más impactantes y estudiados de la historia del cine.

A pesar de estas limitaciones presupuestarias y técnicas, Psicosis recaudó más de 16 millones de dólares, convirtiéndose no solo en una obra maestra del suspense, sino en uno de los filmes más rentables de Hitchcock.

Más allá de la icónica escena de la ducha —que conmocionó al público al matar a la protagonista a los pocos minutos de comenzar la película—, hay otra escena que ha quedado grabada en la memoria colectiva: el asesinato del detective Arbogast mientras sube una escalera, magistralmente construido y ejecutado.

Otro pilar fundamental de esta obra es la banda sonora, un elemento crucial que, junto al juego de miradas y silencios, mantiene hipnotizado al espectador en un suspense constante.

El guion se basa en una novela de Robert Bloch, inspirada en un caso real de un joven psicótico, calvo y regordete, que vivía obsesionado con su madre en una mansión victoriana del medio oeste americano. Aunque el aspecto físico del personaje de la novela poco tiene que ver con el Norman Bates que interpretó Anthony Perkins, Hitchcock escogió la novela principalmente por el impacto inesperado del asesinato en la ducha. Y con su genialidad, transformó una historia vulgar y mediocre en un clásico absoluto, alabado por la crítica y considerado una joya que mezcla elementos fantásticos, melodramáticos, psicoanalíticos y de terror.

Rodada en blanco y negro, en una época en la que el color ya era estándar para los grandes estrenos, Psicosis ha resistido la prueba del tiempo como un film indispensable, un hito imprescindible en la historia del cine.



6.7.17

Borg contra McEnroe


El cine es ante todo un arte que, mediante fotogramas  en continuo movimiento y sonido consigue plasmar sobre todo la vida del  ser humano en todas sus circunstancias y todo lo que le acontece, le preocupa y le divierte e interesa, siempre bajo la visión de un director, que acertadamente o no, guía a una serie de actores en la labor de escenificar cualquiera de esas circunstancias. En la ya algo larga historia de la humanidad hay algunas historias que permanecen con el transcurrir del tiempo, ya sean siglos, décadas o años. Historias que en cierta medida les permiten identificarse con ellos mismos y que en la mayoría de las ocasiones, suelen servir de ejemplo a futuras generaciones. Las historias legendarias tratan generalmente de aspectos sobre nuestra vida, la cultura y en general la literatura ha tenido o debería tener al menos cierto peso en las personas y en la sociedad.  La literatura y el cine, por tanto,  son artes que tienen como principal objetivo narrar historias. Debería escribir algo sobre la fotografía, o de la película que trata la historia entre dos personajes tan opuestos como el Sueco Borg y el Estadounidense John McEnroe, pero como aún no se ha estrenado ahí queda la historia real y esos fotograbas en continuo movimiento que pretenden contarnos su historia o al menos una parte de ella. 

5.7.17

De proverbios, dichos, refranes y máximas

Se pueden decir muchas cosas. Se pueden lanzar mil frases al aire. Podemos decirlas porque sí, porque nos apetece, para adoctrinar o simplemente para aconsejar. Podemos soltar tonterías sin sentido ni lógica, sin tener ni puta idea de lo que hablamos.

Podemos soltar algo como: “Mira siempre las estrellas, pero nunca olvides encender la luz”. O podemos darle la vuelta: “Enciende la luz siempre, pero tampoco te olvides de mirar hacia las estrellas”. Frases bonitas, proverbios con su lado positivo, esos mantras que repetimos como si fueran la fórmula mágica.

Pero hay una que siempre me ha parecido especialmente brillante: “Al fin hemos encontrado a nuestro enemigo, y resulta que nuestro enemigo somos nosotros mismos.”

Hace mucho tiempo escuché una frase latina (latina de la de verdad, no de la de alguna canción de reggaetón) que decía: “Nec amor nec tussis celatur”, o lo que en nuestro lenguaje de andar por casa y zapatillas viene a ser: “Ni el amor ni la tos se pueden esconder.”

Esa verdad hoy está un poco pasada de moda. Porque ahora hay algo que no se puede ni quieren esconder: el poder.

Cuando escucho a alguien entonar el “Gaudeamus igitur, iuvenes dum sumus”, ese clásico “alegrémonos pues aún somos jóvenes”, ya no me suena igual.

Recuerdo un libro viejo que circulaba hace años, del que no logro recordar el título, pero que básicamente nos enseñaba a triunfar en la vida. Decía que si no puedes vencerlos, únete a ellos. Maquiavelo, ese filósofo renacentista cuya escultura seguramente os mira desde algún rincón, ya avisaba: no castigues a la fiera que no podrás aniquilar.

Camus lo dijo y muchos le creyeron: “El hombre rebelde es el que dice siempre no.” Lo que Camus jamás dijo, o al menos yo no he leído, es que algunos de esos que ayer se proclamaban rebeldes, diciendo no a todo, son hoy los déspotas de siempre. Y lo más curioso es que siguen diciendo que no. Por decir, o por no.


4.7.17

La punta del sebo



En la misma ría de Huelva, donde el rojo intenso del río Tinto se funde con el verdoso misterio del Odiel, donde ambos colores se abrazan y desaparecen para siempre en las aguas saladas del Atlántico, hay un lugar cargado de historia y de silencios. Un lugar que los choqueros conocen bien y llaman con un nombre tan evocador como extraño: la Punta del Sebo.

Allí, en esa punta que parece desafiar al tiempo y al viento, se alza una enorme estatua: el monumento a Cristóbal Colón. El navegante, eterno vigía, con la mirada fija en el horizonte, en dirección sudoeste cuarta sur —exactamente por donde, en aquel lejano 1492, partieron las tres carabelas que cambiaron para siempre el mundo.

He pasado por aquel sitio en varias ocasiones. Recuerdo una en particular, cuando frené el coche, bajé despacio y me acerqué a la base del monumento. No sé si leí aquella inscripción o me la contaron, pero recuerdo claramente que si sigues la línea de la mirada de Colón, más allá, casi rozando el límite de la vista, puedes imaginar la silueta tenue de las tres naves surcando el océano, buscando la ruta que las llevaría a las Indias… o a lo que luego supimos que era otro mundo.

Colón permanece allí, en la Punta del Sebo, silencioso y solitario, como un guardián que ha visto pasar siglos de historias y olvidos. Aunque el estruendo de aquel conmemorativo centenario de mediados del siglo XX todavía resuena en la memoria de quienes lo vivieron, él sigue ahí, inmóvil, como si el tiempo no le afectase.

Más de cinco siglos han pasado ya desde aquel viernes cinco de agosto, cuando un puñado de hombres, con poco más que coraje y esperanza, se lanzaron a la mar en aquellas embarcaciones frágiles, sin garantía de regreso. Sin saber que su viaje cambiaría para siempre el destino del planeta.

Y hoy, en la Punta del Sebo, en ese rincón donde los ríos se funden y la historia susurra, Colón sigue mirando. Quizá no hacia el pasado, ni siquiera hacia el futuro, sino hacia ese infinito que tanto nos fascina, donde se mezclan sueños, esperanzas y el misterio eterno de lo desconocido.


3.7.17

De las infelicidades y otros demonios



De vez en cuando me detengo a pensar en las felicidades e infelicidades que forman parte de nuestras rutinas. Y llego a sospechar que la infelicidad, en realidad, es sólo una cuestión de fe. De fe en nosotros mismos. Al final, somos tan desgraciados como decidamos permitirnos serlo.

Si alguien insiste en que no veamos las cosas como deberían ser, al menos veámoslas como realmente son. No como les gustaría que las viéramos. Tal vez, al final, la mejor opción sea convertirnos en cínicos. Pero no de los amargados, sino de los lúcidos.

Puede que sea cierto eso de que la vida verdadera es la que nunca vivimos. Pero siempre nos queda un recurso: soñarla. Imaginarla. Y eso, para según qué días, puede ser casi lo mismo que vivirla.

Nadie podrá decir que no eres una persona sensata, moderada, dialogante… si eres capaz de llegar a un completo acuerdo con cualquiera. Siempre que te dé la razón, claro.

La convivencia es esencial. Fundamental. Necesaria para mantener en pie este delicado equilibro que llamamos sociedad. Deberíamos, por tanto, llevarnos bien con todo el mundo. O al menos hasta que alguno nos venda… o nos clave el puñal por la espalda.

Hay quien dice que existe una fórmula, más o menos efectiva, para acercarse a algo parecido a la humildad: imaginar que somos una simple mota de polvo flotando —brillante, si quieres— en el aire de una mañana soleada. Vamos, ni más ni menos que lo que somos.

Como suele repetir alguien que conozco: si tomas un círculo y lo acaricias demasiado, se vuelve vicioso. Quizá, entonces, sea mejor ser cuadrado que redondo.

Y para cerrar, un diálogo de sabios… o de espabilados de la vida:

—Yo, con muy poquito, me contento. Aunque siempre deseo mucho.

—No hay hombre tan contento que, teniendo novecientos noventa y nueve, no quiera llegar a los mil.


1.7.17

La araña de Penón

Han pasado más de ochenta años desde aquella madrugada trágica en la que Federico García Lorca fue arrebatado a la vida, un asesinato injusto y cruel que se clavó en la memoria de Granada y de España entera. Más allá de los rumores, las leyendas y las medias verdades, hoy tenemos un mapa, aunque imperfecto, de aquellos días oscuros en que la guerra civil española empezó a devorar a su propia gente. Sabemos quiénes fueron, más o menos, los protagonistas de aquella tragedia; conocemos los hechos, por muy difíciles que sean de asimilar; y tenemos el corazón apretado al pensar en la carretera de Alfacar a Víznar, ese camino polvoriento y abandonado que se convirtió en tumba y en símbolo de una barbarie sin nombre.

Durante décadas, hablar de aquel asesinato fue como pisar una mina: peligroso y prohibido. La España franquista se encargó de enterrar la verdad bajo un silencio cómplice, un tabú que no sólo censuró a periodistas y escritores, sino que intimidó a cualquier ciudadano que osara levantar la voz. Y así, la voz de Federico fue silenciada por mucho tiempo, su cuerpo permaneció desaparecido y su recuerdo casi olvidado dentro de nuestras propias fronteras, mientras fuera de ellas la admiración y el respeto por su obra crecía imparable.

Fue un extranjero, Gerald Brenan, quien rompió el hielo en 1950 con La faz de España, al señalar por primera vez, aunque con prudencia, lo que había ocurrido en Granada. Pero no fue hasta los años sesenta cuando Ian Gibson, un irlandés obstinado y paciente, se sumergió en el laberinto de mentiras, secretos y silencios que rodeaban el caso. Entrevistó a casi todos los que, directa o indirectamente, tuvieron algo que ver con la muerte de Lorca, sin miedo a incomodar ni a remover cenizas que muchos preferían que permanecieran frías.

En esos días, casi siempre surgía un nombre que parecía una sombra escondida entre las historias: Agustín Penón. Un hombre que ya había intentado, años atrás, hacer lo que Gibson apenas comenzaba a desentrañar. Penón era un barcelonés de familia emigrada a Costa Rica, que más tarde se trasladó a Nueva York y forjó una amistad con el escritor William Layton. Juntos crearon una serie radiofónica de éxito, cuyos ingresos les permitieron financiar un viaje a España en 1955 con un objetivo claro: esclarecer la verdad sobre el asesinato de Lorca, un tema que en el país natal del poeta era aún impensable tratar.

Durante más de un año, Penón recorrió Granada y sus alrededores con la tenacidad de un detective novelista. Recogió testimonios, fotografías, documentos y hasta logró localizar el certificado de defunción del poeta. Se entrevistó con personajes que vivieron aquella noche de verano, y con el principal responsable del asesinato, en una hazaña que parecía más un acto de valentía que una mera investigación. Sin embargo, su trabajo quedó relegado al olvido: la famosa maleta donde guardó todo ese material se perdió en el tiempo, y Penón, acosado por el miedo y las amenazas, tuvo que huir de Granada para acabar sus días en Costa Rica, en 1976.

No fue hasta 1995 cuando aquella maleta y la historia que contenía llegaron a manos de Marta Osorio, escritora de cuentos infantiles y amiga de Penón, quien guardó y protegió ese legado. Y es precisamente esa historia, ese viaje íntimo y valiente, la que Enrique Bonet ha convertido en un cómic que es mucho más que un simple relato dibujado. La araña del olvido es una obra maestra, una ventana a un pasado oscuro y complejo, un testimonio vivo que invita a adentrarse en uno de los episodios más turbios de la Granada conservadora y reaccionaria de entonces.

Porque contar la historia de Federico García Lorca es mucho más que rememorar al poeta; es enfrentar la memoria de un país, es desenterrar las sombras y mirar de frente la verdad, por dolorosa que sea.


27.6.17

DIRTY DANCING 2017



Pues resulta que en una de esas tardes desapasionadas, en las que uno ha perdido cierto gusto por el cine —no por nada en particular, simplemente porque la cartelera rara vez logra tentarme— me topo con un remake de Dirty Dancing. ¿En serio? ¿Tan escasos de ideas andan en la Meca del cine?

No es que la original fuera una obra maestra absoluta, ni en argumento ni en ejecución, pero ya ha adquirido ese estatus de clásico ochentero con su banda sonora icónica. Y, en una tarde como ésta, sin nada mejor que hacer, uno se deja llevar por la historia —aunque manida— de la chica remilgada y el animador pendenciero y hortera de un complejo turístico.

Hay que aclarar que se trata de un telefilme, estrenado directamente en televisión —supongo que en alguna plataforma de pago— es decir, que por fortuna ni pisó la gran pantalla.

El resultado de esta nueva versión es para reír, pero más por desesperación: interpretaciones absurdas de actores rematadamente malos; coreografías que, modestia aparte, en las fiestas de mi barrio lucen mucho mejor; y ni siquiera la presencia del veterano Billy Dee Williams —sí, el mismísimo Lando Calrissian para los fans de Star Wars— logra aportar un mínimo de magia a este despropósito.

Para colmo, el metraje sobra más de media hora —y siendo benévolos—, porque, francamente, habría que prescindir casi de todo.

En definitiva, si esperáis un viaje nostálgico a través del tiempo, el baile y la música, preparaos para un buen batacazo. Avisados quedáis.

10.5.16

Cama roja


Las voces del pasado dicen que nos integremos
 en una opción política
y que esta juventud casquivana se disipa a sí misma
 entre el alcohol y la melancolía.

Yo quisiera luchar en contra del capitalismo
 pero veo al pueblo comunista.
 Tantos años pasando el hambre de la esperanza
 para rendirse al becerro de oro.

Cuando veo tus ojos son mis 68.
 Lo demás ya no existe, tú lo haces mentira.
 Son demasiado hermosos
 para ser de derechas.
 Compromiso político y amor adolescente,
que más da…

 Con hacer roja la cama
creo que será suficiente.
 Así serán nuestros sueños
 tan rojos que un día seremos valientes.

La sábana en la ventana
 para que todos la vean
y nuestra cama tan roja,
 la cama tan roja, …
 El ocaso sobre la marea.

Tan solamente creo en la belleza de tu cuerpo
 que se marchita al ritmo de la caja del reloj.
No empuñaré más rifle que mi sexo tan pequeño
 para traerte de nuevo a mi lado.

Ojalá no pienses que mi desengaño es pereza.
 Mi memoria me demuestra
 lo estéril de la lucha burocrática.

Pienso que tras las grandes revoluciones racionales
 se restaura sonriendo el orden anterior
y los que murieron a manos de rebeldes
 pudieron engendrar a ese Mesías que no viene,
 así que déjame decirte
que entre lo malo y lo peor
 yo no elijo nada y sigo soñando.

Cuando veo tus ojos son mis 68.
 No pueden hacer nada frente a un colt 45.
 Tengo unas figurillas que no se venden nada
pero son tan hermosas que ya no me da miedo
 y tampoco a ti.

 Con hacer roja la cama
 creo que será suficiente.
Así serán nuestros sueños
 tan rojos que un día seremos valientes.
La sábana en la ventana
para que todos la vean
 y nuestra cama tan roja,
 la cama tan roja, …
 El ocaso sobre la marea. (Juan Antonio Castillo)

28.4.16

2006-2016

Hoy este blog cumple diez años. Nada más que añadir.

22.4.16

Waiting

En su breve estancia en este bajo mundo, sólo había recibido desengaños, desencantos, fracasos y burlas, así que tan cabreado y encrespado se encontraba, que a partir de aquel momento sólo se dedicó a esperar en lo alto del monte a que regresaran a buscarle para volver a sentir en su planeta todo lo que en la tierra le habían negado.

18.4.16

En busca de su historia

Después de pensarlo en exceso, decidió marcharse por la ventana que a diario dejaba entornada para ventilar los malos aires que respiraba allí dentro.
 -¿Dónde vas? le preguntó el hijo del vecino nada más pisar el suelo.
 -Voy en busca de mi historia, respondió algo desconcertado.
 - De acuerdo, pero no olvides que esa historia tenga un final feliz.

28.3.16

Carlos Alonso

 Hacía más de una década que no lo veía. Tal vez dos, no sabría decirlo con exactitud. Ahora veo a Carlos casi todas las mañanas, con su manera de andar, medida y sincrónica. Hace ya mucho que dejó de ser el niño que conocí, pero parece un buen hombre. Me saluda, pensaba yo, con un cierto aire de cortedad y modestia. La vida lo habrá formado así; a todos nos modifica y nos esculpe de una manera diferente. Ya no es aquel gamberrete sin maldad que mis recuerdos me dibujan difuminado.

Día tras día, durante casi un año, la misma cortés y educada rutina:
—¡Buenos días, Alberto!
—¡Buenos días, Carlos! ¿Qué tal?
—Bien, bien.

Y sigue su camino de cada mañana: a comprar el pan, o a entrar o salir del portal de su casa para hacer lo que buenamente tenga que hacer.

Hace un par de semanas, tras su afable y cordial saludo, de repente se detiene y me pregunta:
—Oye, Alberto, ¿a ti te gusta la poesía?

—Pues sí, Carlos, me gusta la poesía —le respondo, sin extenderme más.

Me cuenta que ha escrito un libro de poesía. Bueno, en realidad, que ha recopilado las poesías que lleva escribiendo desde hace más de 25 años, y que por fin ha logrado publicarlas. Me pregunta si quiero uno de los ejemplares que tiene.
—¡Por supuesto! —le respondo—. Pero me lo tienes que dedicar, cual escritor de éxito que se precie.
—Eso está hecho, ahora mismo bajo uno.

A los pocos minutos aparece con un ejemplar en la mano. Rumbo a la frontera, se titula.

Carlos me cuenta que en ese libro narra su lucha desde los 16 años con una enfermedad: la esquizofrenia. Como voy apurado de tiempo, como casi siempre, le doy las gracias y sigo con mi trabajo, no sin antes prometerle que por la tarde, en casa, comenzaré a leerlo. Y eso hice.

En ese libro conozco al niño que nunca conocí, aunque durante años compartiéramos aula en la desaparecida EGB del colegio Salesianos. Cuenta que desde los 13 años empezó con los primeros síntomas; de lo infeliz que fue, de sus ingresos en el hospital, de las medicaciones a las que fue sometido, de su breve etapa laboral en la que fue víctima de un jefe “jeta” que contrataba empleados con minusvalías para recibir subvenciones, pero que después los explotaba hasta 16 horas al día. De sus amores imposibles, de su profunda fe religiosa, de su familia y de algunas ilusiones truncadas, muchas de las cuales ya nunca podrá realizar, pero siempre con ganas de seguir adelante.

Carlos desea que se tenga una mayor y mejor conciencia de su enfermedad. Que no por ser esquizofrénico se es una persona violenta o peligrosa. Lo cuenta en su libro entre poemas que dedica a cada uno de los momentos y personas clave de su vida. Y termina siendo consciente de los fallos que pueda haber en el libro, pero afirmando que todo lo que hay en él es lo que sale de su interior, porque lo vive así, a golpe de verso y prosa.

Y uno se queda, tras la lectura, algo absorto y meditabundo. Es ahora cuando comprende —haciendo un enorme esfuerzo de memoria— algo de aquella infancia de Carlos.

Amigo Carlos, compañero del colegio, que María Auxiliadora siempre te proteja, y que la vida, a partir de ahora, siempre, siempre te trate bien.
Carlos Alonso. Carlos. Carlitos. Carlos.


14.3.16

Ütopya

Durante muchos años no hizo otra cosa que caminar buscando utopías.
 Una mañana, sin advertirlo, una de ellas le había encontrado a él, cuando ya empezaba a dudar de su existencia.
 - Elige una. – Le dijo la utopía.
- ¿Una? ¿una qué?.
- Una utopía, ya sabes, algo imaginario o imposible.
- No puedo. Si consiguiera elegirla o imaginarla, dejaría de ser una utopía. Busco utopías, pero no tengo ninguna.
- Eso es imposible.Todo el mundo tiene una utopía. Todo es una utopía. La vida es una utopía.
-¿Y tú, utopía?, ¿tienes alguna utopía?
-Tú eres mi utopía, llevo años caminando buscándote.

8.3.16

Todos y nadie


 Todos creían discurrir criterios.
 Nadie se nutría de subsistencia.
 Todos creían fascinarse en un cortejo apasionado.
 Nadie gimoteaba lamentos afligidos.
 Todos se desgañitaban abroncando.
 Nadie se ocultaba tras la persiana.
 Todos miraban riendo a los que lloraban.
 Nadie miraba llorando a los que reían

5.3.16

El hijo del trapero

 
Hay tardes en las que me dedico a hojear, casi al azar, antiguos libros que conservo en mi modesta, algo desordenada, pero querida biblioteca. Hoy, sin una razón aparente, porque no he visto últimamente ninguna de sus películas, ni siquiera una escena fugaz en esos programas, páginas web o blogs de cine que suelo frecuentar, me he acordado de Kirk Douglas.

Y como un resorte, mi memoria me ha llevado directamente a su autobiografía, El hijo del trapero, que efectivamente aún conservo, apilada en una de las estanterías más bajas, esas que acumulan polvo, sí, pero también afecto. Aunque fue publicada hacia 1989, creo que la leí unos ocho o nueve años más tarde, en una edición de bolsillo del Grupo Zeta que entonces pululaba por las librerías con cierto encanto humilde y accesible.

En esta autobiografía, que él mismo firma con sinceridad y sin demasiados adornos, descubrimos al verdadero Kirk Douglas, nacido Issur Danielovitch, hijo de un trapero judío ruso que emigró junto a su esposa a Estados Unidos a principios del siglo XX. A lo largo del libro, Douglas insiste, con un orgullo sin cinismo, en que nunca ha dejado de ser aquel humilde muchacho que leía a Byron mientras crecía entre privaciones, y que llegó a la universidad montado en un camión de estiércol. Esa imagen se me quedó grabada: una metáfora involuntaria, pero poderosa, del esfuerzo y la determinación.

Formado como actor teatral, acabó sucumbiendo a las promesas doradas de Hollywood, no tanto por ambición como por necesidad, para poder sostener a su familia. Allí, sin embargo, no se dejó amedrentar por los grandes estudios: fundó su propia productora, Bryna Productions, desafiando la tiranía de los magnates del celuloide, lo cual no era frecuente en los años 50.

Fue entonces cuando el público lo abrazó con entusiasmo tras su interpretación en El ídolo de barro (1949), donde encarnó a un boxeador tan ambicioso como atormentado. Fue una de esas películas que definen carreras. La fama, por supuesto, trajo consigo sus propias sombras. Una conocida columnista de la época —de esas que con una frase podían alzar o hundir una reputación— escribió: “La fama se le ha subido a la cabeza; se ha convertido en un hijo de puta”. A lo que Douglas, en un posterior encuentro, respondió con ironía y desparpajo: “Yo ya era un hijo de puta antes de ser famoso”.

En el libro, se adentra no solo en su carrera, sino en su proceso personal: lo escribió —según dice— tanto para entenderse a sí mismo como para comprender mejor a los personajes que interpretó. Entre ellos, destacan dos que han quedado marcados en la historia del cine: Espartaco, donde no solo protagonizó la cinta, sino que también produjo y se enfrentó abiertamente al sistema al contratar a Dalton Trumbo, guionista incluido en la lista negra del macartismo; y El loco del pelo rojo (Lust for Life), por el que ganó un Globo de Oro y fue nominado al Óscar en 1956 por su inolvidable interpretación de Vincent van Gogh.

En uno de los capítulos más honestos del libro, Douglas confiesa que siempre ha entendido mejor a los débiles que a los poderosos, pese a que Hollywood se empeñara en encasillarlo como temperamental o incluso arrogante. Entre las muchas anécdotas que relata, hay una especialmente simpática: en una ocasión, tras firmar un autógrafo a una joven que él creía impresionada por su fama, ella le dijo con naturalidad: “Tenía muchas ganas de conocer al padre de Michael Douglas”.

Y es que los tiempos cambian.

A sus 99 años, cuando aún se dejaba ver ocasionalmente en actos benéficos u homenajes, Kirk Douglas seguía siendo, al menos en espíritu, aquel muchacho de mirada intensa, capaz de enfrentarse al sistema, a sí mismo y a cualquier personaje que le pusieran por delante.

Mira por dónde, después de este pequeño ejercicio de memoria y relectura, me han entrado ganas de volver a deleitarme con uno de sus clásicos. Tal vez Cautivos del mal, o esa joya olvidada que es Senderos de gloria. Quizá solo necesite volver a escuchar su voz grave, ver esa mirada decidida y recordar que, de vez en cuando, el cine también sirve para entender mejor la vida.

1.3.16

George Kennedy, el caballero de azul

 

George Kennedy, un actor curtido en más de doscientas películas, una presencia inconfundible que siempre supo estar donde había que estar, sin aspavientos pero dejando huella. Ganador del Oscar al mejor actor secundario por su trabajo en aquel mítico film La leyenda del indomable, protagonizado por otro gigante del cine, Paul Newman, Kennedy fue mucho más que un rostro de apoyo: fue un pilar imprescindible para toda una generación de actores que hicieron que sentarse frente al televisor fuera un acto casi sagrado.

Porque en aquellos tiempos —donde las tardes y las noches se iluminaban con historias que traspasaban la pantalla— George Kennedy encarnó un personaje que se grabó a fuego en la memoria colectiva: Bumper, un policía de oficio, pero con alma de vecino. Un tipo que rechazó ascensos, despachos y oficinas porque prefería sentir bajo sus pies el asfalto de la calle, las aceras y los parques del barrio. No necesitaba desenfundar jamás el arma; su única defensa era la porra, la firmeza de sus convicciones y el respeto que se ganó con hechos, no con palabras.

Bumper era el caballero de azul que caminaba sin prisa pero sin pausa, que conocía a cada habitante de su distrito, que formaba parte natural de aquel vecindario en el que patrullaba, convirtiéndose en un personaje entrañable y real, ese tipo de figura que hace que uno confíe y se sienta seguro.

George Kennedy fue mucho más que un secundario más en las películas: fue la voz baja, el rostro de la honestidad, el equilibrio que tantas veces sostuvo la trama, el héroe silencioso que no necesitaba brillar en primera línea para ser recordado para siempre.

Hoy, que ya no quedan tantas figuras así, vale la pena recordar a George Kennedy, y con él, a Bumper, el policía bueno, firme y humano, que dejó en pantalla un legado imperecedero.

Descanse en paz, caballero de azul.

29.2.16

Le quería tanto

¡Te quiero tanto!,¡Te quiero con toda mi alma!,¡Te quiero tanto que daría mi vida por tí¡ ¡Te prometo que te quiero, de verdad, créeme! ¡Te quiero! No hago otra cosa durante todo el día que pensar en tí y jamás te dejaría por otro...¡pero no me pegues más, por favor te lo pido!

27.2.16

Ramón Tosas "Ivá" en el recuerdo.

Hoy, mientras repasaba algunos viejos cómics que conservo como verdaderos tesoros, me vino a la cabeza el gran “Ivá”. Quizá para las nuevas generaciones o para quienes no vivieron su época dorada, Ramón Tosas, su nombre real, pueda parecer un dibujante de culto para una minoría, pero la verdad es que su legado artístico y cultural ha conseguido perdurar más allá de su tiempo, alcanzando incluso a aquellos que nacieron cuando él ya no estaba.

Ramón Tosas nació en abril de 1941 en Manresa, y aunque podría extenderme en una biografía larga y detallada sobre su obra, sus personajes más populares y las múltiples adaptaciones que sus historias tuvieron en cine, teatro y televisión, prefiero quedarme con el recuerdo de su humor directo, irreverente y atemporal.

Sus historietas de “Makinavaja” y “Historias de la puta mili” siguen provocándome carcajadas, incluso ahora, cuando el panorama cultural está tan condicionado por lo políticamente correcto y la sensibilidad a prueba de bomba. Seguro que muchas de sus viñetas habrían sido objeto de escándalo en esta época de redes sociales y tribunales de opinión rápida. Menos mal que no le tocó vivir estos tiempos modernos, porque habría sido un blanco perfecto para la caza implacable de los más carcas y conservadores, que abundan en estos lares.

Dicen que la vida de Ivá estaba llena de anécdotas tan mordaces como sus dibujos, y que muchas de ellas alimentaban la filosofía y la ética alocada de sus personajes, que repartían leña con un estilo único y un ojo crítico afilado contra cualquier sistema o moral preestablecida.

Una historia que siempre me ha hecho gracia tiene que ver con sus problemas de peso. Ramón era un tipo orondo, y eso le traía sus problemillas de salud. Un día, al subirse a la báscula, la aguja superó los 130 kilos, y en su casa decidieron que había que hacer algo. Así que, a regañadientes, Ivá acudió a un dietista que le impuso una dieta estrictísima. Pasaron las semanas y, aunque cumplía con todo, su mujer notaba que no perdía ni un solo gramo.

Lo insólito ocurrió cuando Ivá pilló una gripe y, claro, no pudo sacar a su perro a pasear. Lo hizo su mujer y notó algo curioso: el perro se paraba frente a todos los bares de la zona, y los camareros, al verlo acompañado por alguien que no era Ramón, preguntaban preocupados qué le pasaba al dueño, que ese día no había bajado a tomarse la cerveza y la tortilla de patatas que le ponían de aperitivo diario.

Así era Ivá, un tipo enorme —en todos los sentidos—, no solo por su físico, sino por la grandeza de su humor y la fuerza de su mirada crítica. Un hombre que sigue vivo cada vez que hojeamos sus cómics, porque la risa y la irreverencia no envejecen.



24.2.16

Inesperadamente

La humanidad se había extinguido. Ya no quedaba absolutamente nadie vivo sobre la faz de la tierra salvo ella. El desastre, el vandalismo, el caos y la ruina total habían derivado en una autodestrucción masiva que poco a poco fue desplomando a todo tipo de sociedades del planeta. Ya no habitaba nadie más que ella. Su único deseo era desaparecer también. Desvanecerse en un sueño eterno. Sucumbir de pena, de hambre, de frío, de pesadumbre, aflicción y amargura.

Y entonces, inesperadamente, lo vio aparecer en el horizonte.

Era una silueta solitaria, a lo lejos, como un espejismo trazado por el sol poniente. Al principio pensó que era una ilusión, un juego cruel de la mente cansada que luchaba por mantenerse despierta en un mundo muerto. Pero la figura avanzaba con paso firme, con la cadencia pausada de quien sabe hacia dónde va. Su corazón, apagado durante tanto tiempo, comenzó a latir con una mezcla de esperanza y temor.

Quizá no estaba destinada a ser la última. Quizá había alguien más.

El aire, antes pesado y muerto, pareció respirar con ella, como si el mundo entero quisiera darle una nueva oportunidad. Lentamente, se levantó, dejando atrás el peso de la soledad, y avanzó hacia aquel punto en el horizonte donde la sombra prometía un renacer, o quizás, un último adiós compartido.

Porque, después de todo, incluso en el silencio más absoluto, la esperanza puede ser la chispa que encienda la luz.

23.2.16

El último acto

Siempre supieron dónde estaban las fosas. Dieron carta blanca para que fueran destrozadas por excavadoras, aplanando el terreno y levantando sobre ellas esos adosados feos, de esos que ningún arquitecto querría firmar, y esos parques antiestéticos, llenos de columpios y bancos oxidados. Parques por los que ahora paseamos sin pensar demasiado, donde los niños corren, juegan al fútbol, gritan, sin imaginar que tal vez bajo sus pies yacen los restos de sus propios antepasados, enterrados bajo una gruesa capa de hormigón y olvido.

Callaron y permitieron. Víctimas y verdugos, unos para olvidar, otros para ocultar. Sabían que aún quedaban muchos cuerpos sin encontrar, muchos nombres sin pronunciar, muchos silencios que merecían una digna sepultura. Pero nunca quisieron reavivar odios ni reabrir heridas, esas heridas que aún supuraban en la memoria colectiva. Solo querían dar un último acto de dignidad a sus padres, a sus abuelos, a esos familiares a quienes les arrebataron la vida solo por una forma de pensar, una convicción, una idea que fue condenada al exilio... y a la muerte.

Y así, bajo parques y adosados, bajo la tierra removida y el cemento, el pasado sigue ahí, esperando, silencioso y persistente, que algún día lo recordemos con respeto.

22.2.16

Triste y breve historia del libro que perdió todas sus palabras.

Érase una vez un libro tan encantador, atractivo, fascinante, seductor, educador, divertido, gracioso, tentador y sugestivo, que de tanto prestarlo y tanto leerlo una y otra vez por todas y cada una de las personas por las que fue cayendo en sus manos, perdió todas las palabras que tenía impresas hasta quedar totalmente en blanco.

Desde entonces, dediqué mi vida a buscar esas palabras perdidas.

He viajado por bibliotecas abandonadas donde los libros lloran de polvo, he preguntado a ancianas que recitan de memoria versos olvidados, he interrogado a poetas con resaca y a cuentacuentos que viven en furgonetas, he rastreado márgenes garabateados, dedicatorias manuscritas, esquinas dobladas como señales secretas… pero jamás he encontrado ninguna.

Y sin embargo, sé que están ahí. Tal vez en el suspiro que lanza alguien al cerrar un buen libro. En la pausa exacta entre dos frases de una conversación que importa. En las lágrimas de quien recuerda un capítulo querido. O quizás —y esto lo sospecho mucho—, se escondieron para siempre en los ojos de quienes alguna vez leyeron aquel libro y, sin saberlo, lo memorizaron con el alma.

Sigo buscando. Porque si alguna vez las encuentro, no pienso volver a escribirlas en papel.

Esta vez, las contaré al oído

.

21.2.16

Man in the mirror

Me despierto temprano, aún de madrugada. Como casi siempre que pretendo dormir un poco más por ser día de descanso, el cuerpo me traiciona. No hay piedad para los que madrugan incluso sin despertador.

Paso una hora en la cama, dando vueltas hacia un lado y hacia el otro, como si algún rincón del colchón escondiera el secreto del sueño. Cambio de postura, cambio de pensamiento, intento cambiar el ritmo de mi respiración, como si pudiera engañarme a mí mismo.

Otra vuelta. Y otra.

Resignado, enciendo la lámpara de la mesilla. El clic suena más fuerte de lo esperado. Tomo uno de los libros apilados. No estoy seguro de haberlo visto antes. ¿De dónde ha salido? No recuerdo haberlo puesto aquí. Leo dos páginas. Quizá tres. Las palabras entran y salen sin dejar huella. O no son horas de leer o aún no me he despejado del todo. Me parece que necesito un café bien cargado para aclararme.

Me levanto al fin y me dirijo a la cocina, pero algo raro sucede.

Este no es mi pasillo.

Parpadeo.

No. Definitivamente no es mi pasillo. La alfombra es otra. El tono de la pintura no coincide. Y al fondo hay una puerta que nunca ha estado ahí.

El cuadro colgado a la derecha, una escena marina con pescadores, me resulta familiar… pero no cuelga en mi casa. Esa foto en blanco y negro, de una familia en pose seria, también me suena. ¿Dónde la he visto antes? ¿En casa de mis abuelos? ¿En algún sueño?

Estoy aturdido. Asustado.

Pero no puedo quedarme aquí, de pie. El aire es denso. Siento un leve zumbido en las sienes. Como si el silencio pesara.

Me acerco a la puerta del fondo.

Dudo.

No me atrevo a abrirla, pero tampoco puedo quedarme quieto. Algo se mueve, aunque no sé si dentro o fuera de mí. Me armo de valor. Respiro hondo. Grito mentalmente un “ahora” que sólo yo escucho y abro la puerta.

Oscuridad total.

Negra. Absoluta. Silenciosa, salvo por un goteo irregular que parece proceder de un grifo mal cerrado. Avanzo con cuidado, los pies descalzos sobre el suelo helado. El aire huele a humedad y metal. Busco a tientas un interruptor. Mis dedos tocan azulejos fríos, mojados. Finalmente, encuentro algo: un botón, un clic.

La bombilla parpadea al fondo, y entonces lo veo.

No hay nada. Nada salvo un viejo espejo, sucio y empañado, colgado en la pared opuesta. Avanzo. Cada paso suena hueco, ajeno. Me detengo frente al espejo. No me veo. Sólo niebla y sombras. Con la palma temblorosa limpio parte del cristal. El vaho cede. Y entonces...

Lo que refleja no soy yo.

Es mi habitación.

Mi cama.

Vacía.

Y en ese momento, justo antes de que pueda gritar, juraría que alguien —algo— se acuesta en ella.

Me quedo paralizado frente al espejo, sin poder apartar la mirada de esa escena imposible. La habitación al otro lado del cristal es idéntica a la mía, y sin embargo, vacía. O tal vez no. Porque en el borde del colchón, alguien —o algo— parece moverse. Una sombra. Un leve temblor. Un suspiro ahogado.

El corazón me late a un ritmo frenético, queriendo escapar de mi pecho. Toso, intentando calmarme, pero la tos se convierte en un nudo que me atraganta. La habitación real, aquí donde estoy, parece encogerse, hacerse más fría, más oscura.

El reflejo me muestra ahora otra cosa: un rostro que no es el mío, cubierto de sombras, con ojos vacíos que parecen mirarme a través del espejo, o quizá a través de mí. Y me sonríe. Una sonrisa torcida, imposible, ajena, que me llena de un miedo ancestral, primitivo.

De repente, la bombilla titila, y la habitación del reflejo se desvanece como humo. Me quedo en la penumbra, solo con mi respiración acelerada y el silencio roto solo por el goteo constante.

Un golpe seco me sobresalta. Giro el rostro hacia el origen del ruido. La puerta tras de mí está cerrada. No la he cerrado. No he oído que nadie entrara.

Intento abrirla, pero está clavada. Como si una fuerza invisible la sujetara. Golpeo, llamo, grito, pero nada responde. Solo el eco de mi voz me devuelve un murmullo lejano, irreal.

Vuelvo al espejo, como en un trance. Ahora ya no refleja nada más. Está roto, una grieta en forma de rayo que se extiende de arriba abajo. Por esa grieta, oigo un susurro: una voz quebrada que me llama por mi nombre. No puedo resistirlo y me acerco más.

Al tocar la grieta, un frío intenso me recorre el cuerpo. Un mareo, una caída hacia atrás. Mis ojos se cierran, y cuando los abro de nuevo, no estoy en ninguna habitación.

Estoy en un campo abierto, bajo un cielo gris, con el viento helado azotando mi cara. Delante de mí, a lo lejos, una figura camina lentamente hacia mí. No distingo si es hombre o mujer, solo que lleva un abrigo largo y su paso es seguro, firme.

La figura se detiene a pocos metros. Y me dice, con una voz que parece venir de un lugar muy lejano: “Has estado buscando palabras perdidas, ¿no es así?”

Intento responder, pero no salen sonidos de mi boca. Ella —o él— sonríe, y extiende una mano que brilla con una luz tenue, cálida.

“Ven. No todo está perdido.”

Doy un paso hacia adelante, y el mundo se disuelve en una niebla blanca.

Cuando despierto, estoy de nuevo en mi cama, con el sol colándose por la ventana. El libro sigue en la mesilla, abierto en blanco.

Pero dentro de mí, sé que las palabras han vuelto. No impresas en tinta, sino grabadas en la memoria del alma.

Ahora sólo queda aprender a escucharlas.


20.2.16

La luz prodigiosa

  Diez años pueden ser un océano de tiempo.
Una eternidad o un suspiro, según desde dónde se mire. Los años, esas unidades de medida que llevamos a cuestas, como si fueran una advertencia permanente, pero que en realidad no perdonan jamás. No se detienen. No esperan. Son esas dimensiones a veces invisibles, otras palpables, que se marcan con tinta en los calendarios y que nos gustaría poder detener en ciertos momentos o hacer volar cuando el alma pesa. Quisiéramos que esa luz que marca el paso del tiempo fuese prodigiosa, capaz de alargar los instantes felices y borrar los amargos.

A veces, un día cualquiera, cuando vuelves del trabajo, te quitas los zapatos, te sirves algo, te sientas en el sofá… y entonces llega, sin avisar, ese pensamiento punzante: el tiempo. Su paso implacable. Su manera de reírse de nuestras agendas y nuestras certezas. El tiempo ,a veces con muy mala follá, como decimos por aquí, nos hace creer que lo tenemos dominado, como si pudiéramos congelarlo en una fotografía, en una canción, en una tarde perfecta. Pensamos que ciertos momentos son eternos, que ciertas personas lo serán. Pero el tiempo, testarudo, nos demuestra lo contrario. Siempre se escapa, como un pez entre las manos, como un trozo de jabón que se desgasta con cada uso, con cada día.

Y un buen día, sin apenas darte cuenta, miras a tu alrededor y ves que todo ha cambiado. Que todos han cambiado. Que esa persona que cruzaba contigo la calle a la misma hora ya no tiene el mismo paso ni la misma mirada. Que al camarero que te servía el café con una sonrisa ágil ahora le cuesta más moverse y hasta su voz suena distinta, más cansada. El pelo de muchos se ha cubierto de escarcha. Y tú, que sigues ahí, percibes con claridad que el calendario también te ha dejado sus marcas.

El tiempo ,ese hijo de puta, permítaseme la expresión, también nos arrebata. Nos obliga a despedirnos de quienes creíamos eternos. Nos rompe, nos pone a prueba. Pero al mismo tiempo, nos enseña. Nos moldea. Nos hace más sabios, o al menos más conscientes. A veces más cautos, a veces más temerarios, porque confundimos la experiencia con invulnerabilidad. Y de pronto, en medio de todo, aparece esa luz. Esa luz prodigiosa. Un destello que te recuerda que sigues aquí, que has vivido, que incluso en la rutina más simple, ver anochecer desde tu sofá, escuchar una canción vieja, escribir unas líneas, hay aprendizaje. Hay vida.

Diez años de blog. En breve. Y más de tres en dique seco. Silencio largo, necesario tal vez. Hoy regreso con esta entrada, con el deseo de retomar la costumbre de volcar en palabras lo que me venga en gana, sin más pretensión que la de crear un pequeño refugio en este rincón virtual que es mío. Dicen que las redes sociales mataron a los blogs. No lo creo. Son simplemente lenguajes distintos. Lo inmediato frente a lo pausado. El trino fugaz frente al párrafo reflexivo. Me alegra ver que algunos de aquellos compañeros de viaje en la vieja blogosfera siguen ahí, escribiendo con la misma constancia y entusiasmo de entonces. Resisten. Resistimos.

Este regreso, de momento, es una edición limitada. Un tanteo. Una prueba de hasta dónde me llevan las ganas de volver a este olvidado hábito. Veremos si la llama se mantiene o si solo ha sido el brillo fugaz de esa luz prodigiosa.

Hoy ya no me importan tanto los vientos como hace diez años. Ahora importa más el ser y el estar. Que soplen como quieran. Yo ya aprendí a resguardarme. Y si me tumban, al menos sabré cómo volver a levantarme. O cómo escribirlo.

13.8.12

La memoria colectiva (II)

¿Quién fue el primero en decir que la memoria colectiva de un país se mide en sus monumentos? Quizá fue un historiador, o un poeta que sabía que las piedras y las estatuas no son sólo arte o arquitectura, sino señales que una sociedad alza para no olvidar. Para que los ecos del pasado sigan resonando en el presente. Pero la memoria es más compleja, más líquida y menos estática que una estatua.

Desde finales del siglo XIX, la memoria empezó a desbordar las plazas y los parques para instalarse en los periódicos, en la radio, en las imágenes en movimiento, y finalmente en ese torrente incesante de voces y rostros que son los medios de comunicación. Ya no hacía falta reunirse en torno a una plaza para contar una historia, porque las historias se colaban en las casas por la caja mágica.

La memoria colectiva, entonces, se volvió un collage de sensaciones, olores, sonidos y colores. Es el café que se huele en la mañana, la voz quebrada de un cantante en un viejo tocadiscos, la mirada fija en un televisor en blanco y negro, la cinta de cassette que pasaba de mano en mano, las tardes en el cine de barrio con olor a palomitas y humo.

Es también la imagen fugaz de un telediario, una noticia que marcó el pulso de una época, el grito de una generación que pedía libertad, la historia que se repite para que no se olvide.

Esa memoria colectiva no está sólo en los libros o en los monumentos, sino en la piel misma de quienes la vivieron y la transmitieron, a veces con la voz entrecortada, a veces con risas y lágrimas, a veces con silencio y con nostalgia.

Memoria colectiva es Curro Jiménez cabalgando en la llanura, es el eco de un cante jondo en una noche de verano, es el balón que rueda en la calle, es el abrazo de un padre y un hijo al final del día.

La memoria colectiva somos nosotros, jugando, recordando, viviendo.

Y mientras tanto, yo me pido Curro.