Se marchó en septiembre de 1994, sin alardes, sin ruido, como quien apaga la lámpara antes de salir de una habitación conocida. Se fue con la misma discreción con la que había vivido durante 86 años, sin pretensiones ni grandes gestos, con la dignidad silenciosa de quien ha cumplido su parte en la historia, en la vida y en la memoria de los suyos.
José López del Olmo no fue famoso. No llenó titulares ni dio discursos. Su nombre no aparece en las enciclopedias. Pero fue uno de esos hombres que sostienen el mundo sin que nadie lo sepa. De los que madrugan más que el sol, de los que se manchan las manos para que sus hijos puedan soñar limpios. Ferroviario de profesión, padre de ocho hijos, testigo de los vaivenes del siglo XX desde el andén de la vida. De esos padres que enseñan sin palabras y que aman sin condiciones, aunque a veces lo disimulen tras un gesto serio o un silencio largo.
Vio nacer a sus hijos, y también —con ese dolor que no cabe en ninguna biografía— vio morir a cuatro de ellos antes de irse él. Y aún así siguió adelante. Porque había que seguir. Porque los trenes no esperan, y la vida tampoco.
Hoy, dos de febrero de 2008, José López del Olmo habría cumplido cien años. Un siglo. Y aunque ya no está entre nosotros, hay algo que sigue aquí: su ejemplo, su recuerdo, su forma de estar en el mundo. Porque hay ausencias que, con el paso del tiempo, no se hacen más pequeñas: se hacen más hondas, más esenciales, más nuestras.
A ti, Pepe, abuelo, hombre de raíles y silencios, de manos firmes y mirada limpia, te envío hoy este pequeño homenaje. No con flores ni discursos, sino con estas palabras que salen del corazón y que ojalá viajen lejos, allá donde estés ahora, tal vez montado en algún tren eterno entre estaciones de luz.
Felicidades, Pepe. Donde quiera que estés.