Ayer sábado, Madrid volvió a ser corazón y garganta. Me sumé, junto a 10.000 compañeros llegados de todos los rincones del país, a una marcha que no era solo protesta, sino afirmación, memoria y esperanza. Desde Cibeles hasta la Puerta del Sol, ese trayecto ya mítico de tantas luchas, los pasos resonaban como tambores antiguos que recordaban que la dignidad no se negocia y que la justicia social, aunque postergada, no se olvida.
Fue emocionante. Y también, en cierta forma, reconfortante. Saber que no estamos solos, que la rabia tiene eco, que la lucha no es la quijotada de unos pocos, sino la voz coral de muchos. Compañeros de ayer y de siempre, miradas que reconoces aunque los años hayan cambiado los rostros, abrazos que borran la distancia de los calendarios.
Hubo también espacio para la decepción —siempre la hay— al comprobar cómo hay quienes, por miedo o por rutina, agachan las orejas y tragan con todo. Pero incluso eso sirve de impulso, de motor para seguir. Porque cada paso que damos nosotros, lo damos también por los que aún no se atreven.
Tuve la fortuna de reencontrarme con viejos compañeros de mi etapa laboral en la capital, allá por el 2004, y aunque el tiempo fue breve, como un paréntesis robado a la velocidad de los días, fue suficiente para compartir memoria y convicciones.
Esta vez no hubo paseo por Malasaña, ni caña tranquila al atardecer, ni mirada perdida por los escaparates de Fuencarral. Cuatro horas escasas no dan para mucho en la capital, pero sí para lo que importa: para alzar la voz, para volver a sentir el pulso colectivo, para recordar que el compromiso no se oxida.
Os dejo algunas imágenes de la jornada, sin más intención que la de compartir un trozo de historia personal y colectiva. Porque, al fin y al cabo, de eso se trata: de no caminar solos. De no callar. De seguir.