Un niño de diez años sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial escuchando los partes informativos de una emisora de radio de nueva york. Su escasa edad le ha ayudado a integrarse en la realidad del exilio, habla bien inglés y disfruta de amistades forjadas en el colegio. Vive marcado por un sentimiento de extrañeza, pero ya hace suyas las siluetas de los grandes edificios Neoyorkinos y las palabras de una radio extranjera. Sus profesores han organizado una excursión en unos días a la que no va a poder ir, porque si se ausenta de casa nadie podrá traducir los partes de guerra durante varios días. A las personas de cierta edad les cuesta trabajo integrarse en la nueva situación, en el nuevo idioma, en las preguntas y respuestas formuladas por un mundo en constante movimiento.
El niño había oído murmurar a su abuelo "no quiero volver a este jodido país". Estaban subiendo al barco que iba a separarlos de España, y el abuelo se limpió el polvo de los zapatos que habían pisado una patria difícil y cruel. Los ancianos no llegan a integrarse nunca en las ciudades ajenas porque tienen demasiada memoria y sus muertos forman parte de su presente. El abuelo ha perdido en la guerra a un hijo y a un yerno, el tío y el padre del niño, ejecutados por los militares franquistas. Por eso no quiere volver a su jodido país, pero también por eso vive pendiente de España, sometido a unas ilusiones que son inseparables de sus recuerdos. Se pasa el día esperando los partes radiofónicos, pide al niño traducciones inmediatas, se alegra con los avances del ejército aliado y se enfada cuando el locutor no anuncia una conquista. El ejercicio de traducción llega a convertirse para el niño en una tarea de imaginación, porque se las arregla de hora en hora para inventarse una victoria o un síntoma del hundimiento definitivo de las divisiones de Hitler.
Abuelo y nieto deciden dibujar un gran mapa de Europa, extenderlo sobre una enorme mesa del comedor y colocar las banderas de los ejércitos sobre el paisaje de la batalla. En una hora no pueden cambiar mucho las realidades bélicas, pero el niño se impone la disciplina de encontrar en cada parte un motivo de esperanza. Cada vez que mueve hacia Berlín las banderas inglesas, soviéticas o norteamericanas, acelerando en lo posible las novedades militares, su abuelo sonríe y siente más cerca la liberación de España. Sería una crueldad irse de excursión, dejarlo abandonado a sus desconocimiento del inglés, privarlo de la radio neoyorkina que lo une a un jodido país al que se ha prometido no volver. El niño sabe que debe quedarse en casa para mover las banderas. Se siente cada vez más orgulloso de caminar sobre las avenidas de su futuro acompañado por los recuerdos de su abuelo.
Manuel Fernández-Montesinos publicó en el año 2008 sus memorias, "Lo que en nosotros vive". Se trata de un libro emocionante, escrito con una muy destacable capacidad narrativa. Empecé a leerlo buscando la memoria del sobrino de Federico García Lorca y del hijo de Manuel Fernández Montesinos, el alcalde socialista de Granada. Pero he acabado conmovido por las escenas compartidas entre un abuelo y un nieto, que suelen ser las que encierran el verdadero enigma de la memoria histórica. Escenas parecidas comparten en el libro un adolescente y un tío político llamado Fernando de los Ríos, catedrático y ministro socialista que tarda poco en comprender que la victoria del ejército aliado no iba a significar la derrota de Franco. Ni él, ni don Federico, podrían volver con vida a su jodido país.
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