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24.9.25

El James Bond de Nuestra Infancia: Recordando a Roger Moore


Cuando Roger Moore fue anunciado como el nuevo James Bond en 1972, el escepticismo era palpable. Sean Connery había dejado una marca indeleble con su carisma rudo, su mirada fría y una masculinidad directa que definió la primera etapa del personaje. Moore, en cambio, llegaba con una imagen más pulida, popular por interpretar al carismático Simon Templar en la serie "El Santo". Su reto no era solo llenar los zapatos de Connery, sino reinterpretar al agente 007 para una nueva generación de espectadores.

Inicio de la Era Moore (1973-1974): Un Bond Más Sofisticado

Su debut en "Vive y deja morir" (1973) marcó un punto de inflexión. Desde los primeros minutos se notaba el cambio: Moore no intentaba imitar a Connery. Su Bond era más elegante, más irónico, menos agresivo. La película fue un éxito comercial, y con ella comenzó una nueva etapa para la franquicia.

"Vive y deja morir" también introdujo a 007 en una estética más influenciada por la cultura pop de la época, con toques del cine blaxploitation y escenas de acción más alocadas, incluyendo la famosa persecución en lanchas por los pantanos de Luisiana.

Le siguió "El hombre de las pistolas de oro" (1974), donde enfrentó a uno de los villanos más carismáticos de la saga: Scaramanga, interpretado por Christopher Lee. Aunque esta entrega recibió críticas mixtas, consolidó la idea de que Moore daría un giro más ligero y entretenido al personaje.

Consolidación y Éxito Global (1977-1981): El Bond de la Aventura Global

Moore alcanzó su punto más alto con "La espía que me amó " (1977), considerada por muchos como una de las mejores películas de la franquicia. Con una mezcla perfecta de acción, espionaje, humor y romance, esta cinta presentó a uno de los villanos icónicos: Jaws, el asesino de dientes metálicos.

Luego llegó "Moonraker" (1979), llevándolo literalmente al espacio. La película fue una respuesta al fenómeno de Star Wars, pero también fue criticada por su tono excesivamente fantástico. A pesar de ello, fue uno de los mayores éxitos comerciales de la saga en su momento.

"Solo para sus ojos" (1981) representó un intento de volver a una narrativa más realista, alejada de la extravagancia espacial. Moore mostró aquí una faceta más seria de Bond, que recibió elogios por su tono más sobrio y la intensidad emocional de ciertas escenas.

Declive y Últimos Años como Bond (1983-1985)

En los años 80, Moore continuó en el papel con "Octopussy" (1983), una mezcla exótica de acción, comedia y ambientación en la India. Aunque entretenida, empezaban a notarse señales de agotamiento en el enfoque de la saga.

Su última película, "Panorama para matar" (1985), fue probablemente la menos lograda de su etapa. A sus 57 años, Moore ya no podía ocultar que estaba muy por encima de la edad del personaje. Él mismo bromeó que se sentía “como el tío de las chicas Bond”. A pesar de contar con Christopher Walken como villano, y con Duran Duran en el tema musical (éxito en los rankings), la película marcó el final de una era.

El Estilo Moore: Un Bond a su Manera

A diferencia del Bond de Connery, que era letal, seductor y con cierto grado de crueldad, el Bond de Roger Moore era un caballero británico de espíritu ligero. Prefería el ingenio al músculo, el comentario mordaz al puñetazo, y siempre tenía un gesto de galantería incluso en las situaciones más peligrosas.


Algunas características clave de su Bond fueron: Elegancia sin esfuerzo: Siempre impecablemente vestido, incluso en medio de explosiones o peleas.


Humor constante: Ironía británica, frases ingeniosas y la famosa ceja levantada que se volvió su sello personal.

Pacifismo personal: Moore odiaba la violencia. Rechazaba la idea de glorificar la brutalidad y, aunque mataba como Bond, lo hacía con una sonrisa y lo justo necesario.

Aventuras exóticas: Su Bond fue el más viajero, con localizaciones que incluían Egipto, Brasil, India, Siberia, París, entre otros.

Anecdotario de la Producción

Inseguridad inicial: Moore reconoció en varias entrevistas que al principio tenía miedo de no ser aceptado. Sabía que Connery era adorado, pero decidió no imitarlo.

Problemas físicos en las escenas de acción: A medida que pasaban los años, el uso de dobles se volvió cada vez más evidente. En su última película, se decía en tono de broma que tenía “doble hasta para subir escaleras”.

Relación con sus coprotagonistas: Fue muy querido por sus compañeras de reparto. Aunque la diferencia de edad con algunas actrices fue tema de debate, Moore se mostraba siempre respetuoso y bromista.

Solidaridad con el equipo: Moore era conocido por su amabilidad con los técnicos y el equipo de producción. No se comportaba como una estrella distante, sino como un compañero más.

Despedida del Rol y Vida Posterior

Tras abandonar el papel de Bond, Moore se alejó de los grandes papeles de acción. Dedicó buena parte de su vida a la filantropía, convirtiéndose en embajador de buena voluntad de UNICEF, lo que él mismo consideró su labor más importante.

Mantuvo siempre una relación afectuosa con la saga de Bond, asistiendo a eventos, convenciones y hablando abiertamente de su etapa con gratitud y humor. Su autobiografía y entrevistas están llenas de anécdotas divertidas y reflexiones humildes.

Roger Moore falleció en 2017, a los 89 años, dejando un legado no solo como actor, sino como hombre de principios, sentido del humor y una figura entrañable del cine británico.

Conclusión: El Legado del Bond Más Encantador

Roger Moore no fue el Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, ni el más duro ni el más moderno. Pero sí fue el más encantador, el que supo adaptarse al espíritu de su tiempo, el que convirtió al espía en una figura pop internacional y eterna.

Su interpretación, marcada por la ligereza y la elegancia, ayudó a que la franquicia sobreviviera a los cambios culturales de los años 70 y 80, manteniéndola relevante y divertida.

Para muchos, Roger Moore fue el Bond que les abrió las puertas al mundo del agente 007, y eso, en sí mismo, es un legado imborrable.

30.7.25

El Drácula de la Hammer: la sombra inmortal de Christopher Lee

En el panteón del cine de terror, pocos rostros son tan inconfundibles como el de Christopher Lee enfundado en la capa del Conde Drácula. Alto, imponente, con una mirada hipnótica y una voz cavernosa que parecía surgir desde el mismo ataúd de la literatura gótica, Lee redefinió al vampiro más famoso de todos los tiempos en una saga que marcó un antes y un después en el género: el ciclo de Drácula de la Hammer Films.

Drácula ha tenido muchas caras a lo largo del siglo XX, pero pocas tan memorables como la de este actor británico, que convirtió al conde transilvano en una figura erótica, brutal y trágica. La suya fue una interpretación que mezclaba el instinto animal con la elegancia, el sadismo con la seducción. Lee no solo interpretó a Drácula: lo encarnó con tal intensidad que su sombra todavía tiñe la mitología vampírica del cine contemporáneo.

Cuando Hammer Films decidió resucitar a Drácula en 1958, el personaje llevaba décadas enmohecido entre los pliegues del cine clásico. La interpretación de Bela Lugosi había quedado fijada como un icono, sí, pero también como un cliché. Aquel conde de acento húngaro, medido y teatral, empezaba a parecer más una figura de museo que una amenaza real.

La Hammer apostó por una reinvención radical: Horror of Dracula, título internacional de Dracula, dirigida por Terence Fisher, reescribía el mito con colores vivos, sexualidad insinuada y una violencia sin ambages. Era la Inglaterra de posguerra, una sociedad que reprimía por un lado y deseaba liberarse por otro. El nuevo Drácula era, en ese sentido, un símbolo perfecto: la pulsión oscura que acecha bajo la superficie de la respetabilidad victoriana.

Y en medio de ese torbellino, apareció él: Christopher Lee, 1,96 de estatura, ojos como cuchillas, mandíbula de mármol y una presencia que llenaba el plano sin necesidad de hablar. En su primera aparición como Drácula, solo pronuncia 13 palabras. Pero bastaron.

Lee no llegó al personaje por azar. Su físico, su porte aristocrático y su mirada gótica eran perfectos para encarnar al vampiro más célebre de la literatura. Pero detrás de esa máscara había mucho más. Nacido en Londres el 27 de mayo de 1922, Christopher Frank Carandini Lee descendía de nobleza italiana por parte de madre y de oficiales militares británicos por parte de padre. Esa mezcla de linaje y disciplina marcó toda su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lee combatió como parte de la Royal Air Force y fue miembro del SOE (el servicio secreto británico), participando en misiones en los Balcanes y el norte de África. Nunca reveló detalles: decía que, si lo hiciera, tendría que matarte. Esa aura de misterio le acompañó siempre.

Tras la guerra, decidió dedicarse al cine. Su estatura fue inicialmente un problema: demasiado alto, decían, para los papeles convencionales. Pero en los años 50 conoció a los productores de Hammer Films y todo cambió. Su primera colaboración con Peter Cushing fue The Curse of Frankenstein (1957), donde interpretaba al monstruo. Al año siguiente, sería Drácula. Y el resto es historia... teñida de rojo brillante.

El de Lee no era un vampiro de salón, sino una fiera. Su Drácula no conversaba: acechaba. No seducía con florituras verbales, sino con la mirada y el instinto. Sus ojos inyectados en sangre, sus garras crispadas, su andar felino... Todo en él era físico, brutal, urgente. Un depredador sexual envuelto en terciopelo negro.

El uso del color por parte de la Hammer fue clave. La sangre, roja, intensa, provocadora, se convirtió en firma estética. A esto se sumaban los escotes sugerentes de sus víctimas, los candelabros en penumbra, los castillos empapados de niebla. Era el gótico llevado al límite, más cerca de Mario Bava que de Tod Browning. Y el conde, en medio de ese carnaval siniestro, reinaba.

Pero interpretar al conde no fue un camino de rosas para Lee. Tras el éxito de la primera película, Hammer lo ató a la franquicia durante más de quince años, rodando una secuela tras otra con guiones cada vez más pobres y tramas más delirantes. En Scars of Dracula (1970), el conde trepaba por las paredes como Spider-Man. En Dracula A.D. 1972, aparecía en el Londres de Carnaby Street, rodeado de hippies y rock psicodélico.

Lee, cada vez más frustrado, amenazaba con abandonar. De hecho, en algunas secuelas llegó a negarse a decir sus frases por considerarlas absurdas, obligando a los guionistas a convertirlo de nuevo en un monstruo mudo. Pero el público seguía acudiendo a las salas, hipnotizado por su presencia. Y Hammer, asfixiada económicamente, no podía dejarle marchar.

A pesar del agotamiento del personaje, Lee jamás renegó de su importancia. Drácula le abrió las puertas del cine internacional. A partir de los 70, su carrera se diversificó: fue el villano de James Bond en El hombre de la pistola de oro (1974), participó en joyas como The Wicker Man y se reinventó en el siglo XXI como Saruman en El Señor de los Anillos y el Conde Dooku en Star Wars. En paralelo, grabó discos de heavy metal sinfónico, era fan de Rhapsody of Fire,
y trabajó hasta pocos años antes de su muerte.

Murió el 7 de junio de 2015, a los 93 años, con una filmografía de más de 275 títulos. Un récord Guinness. Un caballero con capa y colmillos.

Sería injusto hablar del Drácula de Lee sin mencionar al Van Helsing de Peter Cushing. Mientras uno encarnaba la amenaza, el otro representaba la inteligencia, el deber moral, la ciencia como antídoto frente a lo irracional. Cushing era cerebral, rápido, atlético, pero también sensible. Su amistad con Lee trascendió lo profesional: cuando murió la esposa de Cushing, Lee interrumpió un rodaje en España para consolarlo en persona. Eran, como se decía en tono afectuoso, "enemigos íntimos".

La saga de Drácula para la Hammer se extinguió en los años 70, víctima de la saturación y los cambios en el gusto del público. Pero su legado permanece. El vampiro ya no volvió a ser el mismo. La elegancia depredadora de Lee, su dominio absoluto de la pantalla, sus silencios cargados de tensión, definieron para siempre al monstruo romántico del siglo XX.

Quizás por eso, aunque él insistiera en que Drácula le encadenó durante años, nosotros seguimos celebrando esa condena. Porque de todos los actores que se han acercado al ataúd, ninguno ha salido con más estilo, más furia ni más inmortalidad que Christopher Lee, el conde definitivo.