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30.7.25

El Drácula de la Hammer: la sombra inmortal de Christopher Lee

En el panteón del cine de terror, pocos rostros son tan inconfundibles como el de Christopher Lee enfundado en la capa del Conde Drácula. Alto, imponente, con una mirada hipnótica y una voz cavernosa que parecía surgir desde el mismo ataúd de la literatura gótica, Lee redefinió al vampiro más famoso de todos los tiempos en una saga que marcó un antes y un después en el género: el ciclo de Drácula de la Hammer Films.

Drácula ha tenido muchas caras a lo largo del siglo XX, pero pocas tan memorables como la de este actor británico, que convirtió al conde transilvano en una figura erótica, brutal y trágica. La suya fue una interpretación que mezclaba el instinto animal con la elegancia, el sadismo con la seducción. Lee no solo interpretó a Drácula: lo encarnó con tal intensidad que su sombra todavía tiñe la mitología vampírica del cine contemporáneo.

Cuando Hammer Films decidió resucitar a Drácula en 1958, el personaje llevaba décadas enmohecido entre los pliegues del cine clásico. La interpretación de Bela Lugosi había quedado fijada como un icono, sí, pero también como un cliché. Aquel conde de acento húngaro, medido y teatral, empezaba a parecer más una figura de museo que una amenaza real.

La Hammer apostó por una reinvención radical: Horror of Dracula, título internacional de Dracula, dirigida por Terence Fisher, reescribía el mito con colores vivos, sexualidad insinuada y una violencia sin ambages. Era la Inglaterra de posguerra, una sociedad que reprimía por un lado y deseaba liberarse por otro. El nuevo Drácula era, en ese sentido, un símbolo perfecto: la pulsión oscura que acecha bajo la superficie de la respetabilidad victoriana.

Y en medio de ese torbellino, apareció él: Christopher Lee, 1,96 de estatura, ojos como cuchillas, mandíbula de mármol y una presencia que llenaba el plano sin necesidad de hablar. En su primera aparición como Drácula, solo pronuncia 13 palabras. Pero bastaron.

Lee no llegó al personaje por azar. Su físico, su porte aristocrático y su mirada gótica eran perfectos para encarnar al vampiro más célebre de la literatura. Pero detrás de esa máscara había mucho más. Nacido en Londres el 27 de mayo de 1922, Christopher Frank Carandini Lee descendía de nobleza italiana por parte de madre y de oficiales militares británicos por parte de padre. Esa mezcla de linaje y disciplina marcó toda su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lee combatió como parte de la Royal Air Force y fue miembro del SOE (el servicio secreto británico), participando en misiones en los Balcanes y el norte de África. Nunca reveló detalles: decía que, si lo hiciera, tendría que matarte. Esa aura de misterio le acompañó siempre.

Tras la guerra, decidió dedicarse al cine. Su estatura fue inicialmente un problema: demasiado alto, decían, para los papeles convencionales. Pero en los años 50 conoció a los productores de Hammer Films y todo cambió. Su primera colaboración con Peter Cushing fue The Curse of Frankenstein (1957), donde interpretaba al monstruo. Al año siguiente, sería Drácula. Y el resto es historia... teñida de rojo brillante.

El de Lee no era un vampiro de salón, sino una fiera. Su Drácula no conversaba: acechaba. No seducía con florituras verbales, sino con la mirada y el instinto. Sus ojos inyectados en sangre, sus garras crispadas, su andar felino... Todo en él era físico, brutal, urgente. Un depredador sexual envuelto en terciopelo negro.

El uso del color por parte de la Hammer fue clave. La sangre, roja, intensa, provocadora, se convirtió en firma estética. A esto se sumaban los escotes sugerentes de sus víctimas, los candelabros en penumbra, los castillos empapados de niebla. Era el gótico llevado al límite, más cerca de Mario Bava que de Tod Browning. Y el conde, en medio de ese carnaval siniestro, reinaba.

Pero interpretar al conde no fue un camino de rosas para Lee. Tras el éxito de la primera película, Hammer lo ató a la franquicia durante más de quince años, rodando una secuela tras otra con guiones cada vez más pobres y tramas más delirantes. En Scars of Dracula (1970), el conde trepaba por las paredes como Spider-Man. En Dracula A.D. 1972, aparecía en el Londres de Carnaby Street, rodeado de hippies y rock psicodélico.

Lee, cada vez más frustrado, amenazaba con abandonar. De hecho, en algunas secuelas llegó a negarse a decir sus frases por considerarlas absurdas, obligando a los guionistas a convertirlo de nuevo en un monstruo mudo. Pero el público seguía acudiendo a las salas, hipnotizado por su presencia. Y Hammer, asfixiada económicamente, no podía dejarle marchar.

A pesar del agotamiento del personaje, Lee jamás renegó de su importancia. Drácula le abrió las puertas del cine internacional. A partir de los 70, su carrera se diversificó: fue el villano de James Bond en El hombre de la pistola de oro (1974), participó en joyas como The Wicker Man y se reinventó en el siglo XXI como Saruman en El Señor de los Anillos y el Conde Dooku en Star Wars. En paralelo, grabó discos de heavy metal sinfónico, era fan de Rhapsody of Fire,
y trabajó hasta pocos años antes de su muerte.

Murió el 7 de junio de 2015, a los 93 años, con una filmografía de más de 275 títulos. Un récord Guinness. Un caballero con capa y colmillos.

Sería injusto hablar del Drácula de Lee sin mencionar al Van Helsing de Peter Cushing. Mientras uno encarnaba la amenaza, el otro representaba la inteligencia, el deber moral, la ciencia como antídoto frente a lo irracional. Cushing era cerebral, rápido, atlético, pero también sensible. Su amistad con Lee trascendió lo profesional: cuando murió la esposa de Cushing, Lee interrumpió un rodaje en España para consolarlo en persona. Eran, como se decía en tono afectuoso, "enemigos íntimos".

La saga de Drácula para la Hammer se extinguió en los años 70, víctima de la saturación y los cambios en el gusto del público. Pero su legado permanece. El vampiro ya no volvió a ser el mismo. La elegancia depredadora de Lee, su dominio absoluto de la pantalla, sus silencios cargados de tensión, definieron para siempre al monstruo romántico del siglo XX.

Quizás por eso, aunque él insistiera en que Drácula le encadenó durante años, nosotros seguimos celebrando esa condena. Porque de todos los actores que se han acercado al ataúd, ninguno ha salido con más estilo, más furia ni más inmortalidad que Christopher Lee, el conde definitivo.