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28.7.25

La historia del spaghetti western en España



En el sur abrasado de Europa, allí donde los olivares se extienden hasta confundirse con el horizonte y la calima parece derretir las campanas de las iglesias al mediodía, germinó uno de los episodios más singulares, extravagantes y gloriosos del cine europeo del siglo XX: el spaghetti western. Un subgénero fronterizo y desacomplejado, que encontró en España no solo un plató privilegiado, sino el alma terrosa y curtida de sus imágenes más icónicas. Esta es su historia, entre el polvo del desierto de Tabernas y el eco de unos revólveres que hoy sólo disparan nostalgia.


I. El germen en Italia, la raíz en España

El spaghetti western, como todo buen forastero cinematográfico, nació lejos de la tierra que lo haría inmortal. En la Italia de los años 60, asediada por las modas foráneas y en plena efervescencia industrial del cine popular, productores como Sergio Corbucci, Duccio Tessari o el legendario Sergio Leone buscaron reinventar un género ya agotado en Hollywood: el western. Pero lo harían a su manera: más violento, más estilizado, más operístico. Y, sobre todo, más económico.

España apareció en ese contexto no sólo como un decorado barato, sino como una revelación. Las áridas sierras de Almería, especialmente los parajes de Tabernas, Sorbas, Níjar o el desierto de Los Colorados, ofrecían un paisaje visual idéntico —si no más bello y auténtico— que los polvorientos escenarios del Lejano Oeste. A eso se sumaba una legislación permisiva, costes de producción ínfimos, una mano de obra cualificada (extras, técnicos, especialistas) y un sol que, como un director de fotografía celestial, garantizaba luz durante casi todo el año.


El primer gran hito fue Por un puñado de dólares (1964), el explosivo debut de Sergio Leone y Clint Eastwood, rodada en gran parte en Almería y en Hoyo de Manzanares (Madrid). Aquel filme —una reinterpretación del Yojimbo de Kurosawa— no solo redefinió el western, sino que hizo que todos los caminos del género conducieran, durante más de una década, a Andalucía.


II. El auge: Tabernas como Hollywood del sur

Lo que siguió fue una fiebre del oro cinematográfica. Entre 1964 y 1973, se rodaron más de 200 spaghetti westerns en suelo español. Las productoras italianas, a menudo en colaboración con socios españoles y alemanes, levantaron pueblos enteros de madera prefabricada, construyeron fuertes, diligencias, saloons, prisiones y cementerios falsos con una autenticidad engañosa. El decorado más célebre, el Mini Hollywood —hoy convertido en parque temático— se convirtió en la Meca del subgénero.

Directores de toda Europa peregrinaron a España con sus equipos, sus estrellas venidas a menos y sus guiones plagados de venganza, traición, redención y pólvora. Las películas compartían una estética sucia y crepuscular, una moral ambigua, una violencia estilizada y una iconografía tan potente como absurda: cowboys europeos con ponchos mejicanos, rifles Winchester y rostros impasibles. Los nombres eran rimbombantes: El bueno, el feo y el malo (1966), La muerte tenía un precio (1965), Django (1966), El gran silencio (1968). Sus títulos lo prometían todo, y a menudo lo cumplían.

Los actores españoles —como Aldo Sambrell, Fernando Sancho o José Manuel Martín— se convirtieron en rostros habituales de bandidos y sicarios. También hubo técnicos de primer nivel que aprendieron el oficio en esos rodajes maratonianos y caóticos, como el director de fotografía Alejandro Ulloa o el montador Eugenio Alabiso. Incluso Ennio Morricone, desde Roma, componía las partituras que harían inmortales aquellas películas: silbidos, guitarras eléctricas, campanas, coros desgarrados que acompañaban los duelos bajo el sol con una poética sin palabras.


III. La simbiosis cultural y el alma mestiza

España no fue sólo una localización; fue parte esencial del ADN del spaghetti western. Los paisajes andaluces se fundieron con las historias de los forajidos. La luz del sur dotó de una épica melancólica a las escenas. Los figurantes locales —campesinos, albañiles, niños— dieron vida a un oeste mestizo que nunca existió, pero que parecía más real que el norteamericano. Hubo incluso westerns protagonizados por actores españoles, como Sancho Gracia o Carmen Sevilla, y algunos directores patrios como Joaquín Luis Romero Marchent y Eugenio Martín aportaron un sello propio al subgénero.

El cineasta catalán José María Zabalza rodó decenas de estos filmes en condiciones precarias, con resultados desiguales, pero con una pasión que lo elevó al rango de cine de culto. Mientras tanto, los habitantes de Almería vieron florecer una economía improvisada en torno al cine: los hoteles llenos de equipos de rodaje, los restaurantes rebosantes, las tiendas de alquiler de armas y vestuario, los jóvenes que soñaban con salir en una escena y quedarse en la moviola del recuerdo.


IV. La decadencia: un disparo en la niebla


Como todo oro, también el de Almería se agotó. A partir de 1973, el spaghetti western comenzó su lento declive. El público, hastiado de fórmulas repetidas, se volvió hacia otros géneros: el policiaco, el cine erótico, el terror. En Estados Unidos, el western tradicional se transformaba en autocrítica (Grupo salvaje, Sin perdón), mientras que en Europa el gusto cambiaba con la marea política y cultural.

Los decorados quedaron abandonados. El viento volvió a adueñarse de las calles falsas. El polvo se posó sobre los raíles oxidados y las puertas batientes. Tabernas se convirtió en una postal de sí misma, una cápsula del tiempo. Algunas producciones intentaron resucitar el género con parodias (Le llamaban Trinidad, 1970), con resultados comerciales pero también un aire de epitafio. España, mientras tanto, entraba en la Transición y el cine nacional tomaba otros derroteros más urbanos, más comprometidos, más reales.


V. El legado: ecos entre cactus

Hoy, mirar hacia el spaghetti western es mirar hacia un sueño compartido entre italianos, españoles y alemanes. Un sueño en celuloide donde la frontera era el idioma, pero el lenguaje universal era el de los rostros polvorientos, los silencios cargados de tensión y las bandas sonoras que aún resuenan en la memoria colectiva. El spaghetti western, pese a su nombre caricaturesco, dignificó el cine de género, rompió las reglas establecidas y dio voz a una Europa creativa y desobediente.

En España, especialmente en Almería, aún quedan trazas de aquel esplendor. Los parques temáticos, los festivales de cine western, los documentales que recuperan la memoria de los extras olvidados. Pero sobre todo queda el cine: cada plano de Eastwood caminando con paso lento por el desierto andaluz, cada disparo en el campanario de Los Albaricoques, cada silencio antes de la muerte.

El spaghetti western fue una flor salvaje que brotó en el terreno más insospechado. España, con su luz, sus piedras y su gente, fue el alma muda y profunda de ese milagro cinematográfico. Y aunque el tiempo haya pasado, aunque el género haya muerto mil veces, aún hay quienes, cuando el viento sopla desde el sur y suena una armónica lejana, creen ver la silueta de un forastero solitario, cabalgando hacia un horizonte que ya sólo existe en las películas.


3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.