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3.7.25

Balas en Mojácar, polvo en Tabernas


Tabernas, Almería. Octubre de 1881.

El forastero apareció por la rambla como quien baja a por pan y se encuentra con el fin del mundo. Venía a pie, con la gabardina gris rebozada en polvo, una sombra alargada por el sol y un andar lento que parecía una amenaza educada. No arrastraba los pies, pero tampoco los ponía deprisa. Caminaba como si lo estuvieran esperando desde hacía años.

En Tabernas, aquel año, hacía tanto calor que hasta las lagartijas se tumbaban boca arriba pidiendo sombra. El reloj de la iglesia llevaba tres semanas marcando las doce y cuarto. El cura decía que era una señal divina. Los vecinos sabían que era vagancia municipal.

El forastero se paró frente al saloon "El Palmeral", se sacudió la chaqueta con un golpe seco, como si espantara recuerdos, y entró sin decir palabra. Dentro, la penumbra olía a sudor, serrín, aguardiente barato y conversación a medio terminar. Al fondo, en la mesa redonda de los que mandan sin uniforme, estaban los hermanos Earp, Wyatt, Virgil y Morgan, con los sombreros calados hasta la nariz, fichando cada movimiento. En la barra, con su pañuelo de lunares, su revólver plateado y una tos de ultratumba, Doc Holliday bebía a tragos lentos.

El camarero, que había servido a más de un difunto en vida, lo miró con desconfianza.

—¿Qué le pongo, forastero?
—Una caña. Y si tiene tapa, que no muerda.

Le sirvió un vaso tibio y un cuenco con tres pepinillos y una loncha de chorizo seca como el párroco. El forastero lo miró. Luego se lo comió. Sin comentarios. Doc lo observó con esa expresión que se le ponía cuando algo no cuadraba en su mundo maltrecho.

—¿Y tú quién demonios eres? —preguntó sin girarse.
—Depende. Para algunos soy un error. Para otros, una solución.
—Bien —dijo Doc, tosiendo una carcajada—. Ya tenemos filósofo.

Fue esa misma tarde cuando llegó la noticia, traída por un chaval descalzo desde el cortijo de la Cañada Honda: seis forajidos estaban bajando desde Mojácar, armados hasta los dientes y con ganas de hacer del pueblo una finca propia. Los llamaban "los Hombres del Cabezo", y eran famosos por su puntería, su falta de modales y un acento tan cerrado que a veces ni entre ellos se entendían.

—Han robado dos cabras, una mula y el honor de la hija del herrero —dijo el alguacil, que exageraba con una soltura que rozaba lo poético.

—¡Y se han bebido el agua del pozo de la escuela! —gritó una señora.

—Eso sí que no —dijo Morgan Earp—. Los niños necesitan su agua... pa’ que no les dé el solano.

La decisión fue rápida. Al día siguiente, a mediodía en la plaza, los Earp, Doc y el forastero se plantarían frente a ellos. No por venganza, ni por justicia. Por principios. Y por aburrimiento, que en Tabernas siempre ha sido letal.

A la hora de más calor, cuando hasta las cigarras suenan tristes, la plaza estaba vacía salvo por cuatro hombres y una mula dormida. El reloj, milagrosamente, volvió a sonar: doce campanadas oxidadas como la conciencia de un político.

Los forajidos bajaron en fila, con sus pañuelos rojos y una cara de no haber desayunado legal en semanas. Iban seguros, confiados. Hasta que vieron al forastero.

Él, mientras, sacó su revólver como quien se quita una piedra del zapato. Disparó una vez, y uno de los Hombres del Cabezo cayó redondo como un botijo mal puesto. A partir de ahí, la cosa se volvió rápida: Doc disparó dos veces, Morgan una, y Virgil se agachó a recoger la gorra de un niño que se había colado entre las balas por error.

Los dos últimos bandidos huyeron como alma que lleva el tren a Almería. Uno de ellos, Zacarías el Mojacarero, juró venganza. El forastero, al verle correr, se encogió de hombros y dijo:

—Si se va para Mojácar, habrá que hacerle una visita.

Tres días después, el forastero cabalgaba, esta vez sí, prestado un burro viejo con nombre de alcalde jubilado, hacia Mojácar, donde el sol se vuelve rojo al atardecer y las casas blancas te devuelven la mirada como si escondieran secretos.

Allí, entre calles empinadas, geranios ofendidos y gatos con más vidas que remordimientos, Zacarías se escondía en una venta ilegal, disfrazado de cantaor flamenco.

Pero el forastero lo encontró.

—¿Y tú qué quieres ahora? —preguntó Zacarías, guitarra en mano, voz temblorosa.
—Nada. Solo escuchar un buen fandango… y que no desafines.

El disparo se perdió entre el eco de las paredes. La guitarra cayó. Y el pueblo siguió con su vida.

Desde entonces, hay quienes juran haber visto al forastero sentado en el mirador de Mojácar, al caer la tarde, con su gabardina gris, una copa de vino y un cuenco con pepinillos. Observa el horizonte como quien espera algo que quizá no venga… o que ya llegó y se fue.

Los niños le preguntan si fue verdad lo del duelo. Él sonríe. A veces dice que sí, otras que fue un sueño. Y hay días, muy pocos, en los que responde:

—Eso fue cuando Tabernas ardía, y yo aún no tenía sed.


17.5.20

El tío Frasquito, la bruja de Mojácar y los polvos pichirichis


 El pasado verano, en uno de aquellos fantásticos días de vacaciones en los que el tiempo parece detenerse y la brisa del mar arrulla los pensamientos, nos contaron en Mojácar algunas historias tan antiguas como fascinantes. Relatos de brujas, chamanes y curanderos, transmitidos de generación en generación, que aún sobreviven en la memoria oral de sus gentes como un susurro del pasado que se niega a desaparecer.

Entre esas leyendas, una de las que más nos impactó fue la del tío Frasquito, un curandero muy conocido en la zona que aseguraba que, cada noche al caer el sol, veía cómo varias brujas sobrevolaban el cielo de Mojácar montadas en sus escobas. Aseguraba que, desde el porche de su casa, podía distinguir sus siluetas recortadas contra la luna, deslizándose en dirección a las sierras. Su mujer, aunque reconocía ciertas habilidades misteriosas en algunas mujeres del pueblo —como la capacidad de quitar el mal de ojo o curar verrugas con rezos—, no daba crédito a las visiones de su marido. Decía que ninguna de esas señoras tenía la pericia ni los medios para volar, y menos aún sobre una escoba. “Delirios de viejo”, murmuraba, “o tal vez efecto secundario de los dos o tres vasos de vino que se tomaba antes de cenar”.

Sin embargo, Frasquito no era tomado a broma por todos. Gozaba de cierta fama en la comarca por sus supuestos poderes curativos. Decían que había sanado casos de tuberculosis, aliviado males del corazón, e incluso devuelto la vista a un hombre que había quedado ciego tras una insolación. Y lo más sorprendente: jamás cobraba nada por sus servicios. Aunque no faltaba quien insinuara que una de sus hijas, discreta pero diligente, se encargaba de recoger generosos donativos “a voluntad” de quienes acudían a la casa con la esperanza de encontrar remedio a sus males.

Tal fue la notoriedad que alcanzó el tío Frasquito, que hubo quien hizo su agosto organizando viajes en mula, burro o en viejas camionetas, llevando y trayendo a enfermos y curiosos desde Mojácar, Garrucha, Turre y otras localidades cercanas. A veces varias veces al día.

En aquellos años de la posguerra, en un tiempo de carencias y supersticiones, la figura de la bruja —o, más bien, la curandera, la sanadora, la “curalotodo”— era algo habitual en los pueblos de la zona. Mojácar no era una excepción. La medicina oficial llegaba con cuentagotas, y en su lugar florecían los saberes antiguos: infusiones, ungüentos, rezos, y conjuros que se murmuraban al oído, casi como secretos que no debían escribirse nunca.

Bien entrado el siglo XX, ya en una época en la que el turismo comenzaba a transformar poco a poco el perfil de este rincón apartado del Cabo de Gata, surgió otra figura inolvidable: la tía Rosa, más conocida como La Cachocha. Mujer de fuerte carácter, mirada penetrante y sabiduría campesina, era célebre por preparar unos misteriosos “polvos mágicos” que todos conocían como los polvos pichirichis. Según se decía, estos polvos eran capaces de dotar a cualquier varón en edad de merecer del vigor, la seguridad y el atractivo necesario para conquistar a la mujer de sus sueños. Si el mozo no tenía encantos, los polvos suplían lo que la naturaleza no le había dado; y si los tenía, los multiplicaban.

Pero lo más curioso era que también funcionaban al revés. Si era la moza la interesada en camelarse a un muchacho, bastaba con esparcir una pizca del polvo en la bebida del pretendido y, según contaban, éste caía rendido a sus pies como por arte de magia.

Tal era la fe en estos polvos, que muchos jóvenes de la zona empezaron a mostrarse recelosos a la hora de aceptar una copa en casa ajena. Si no conocían bien a la anfitriona, preferían abstenerse, no fuera que la bebida viniera “aderezada” con los famosos pichirichis.

¿Verdad o fantasía? Lo cierto es que Mojácar tiene algo de embrujo, algo difícil de explicar. Tal vez sean sus calles blancas colgadas del monte, su aire marino cargado de leyendas o la forma en que el tiempo parece diluirse al atardecer. Quizá, solo quizá, aún quede algo de ese hechizo antiguo flotando en el ambiente. Y nunca mejor dicho.