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6.7.25

Cáceres, donde las librerías bajan la persiana y la cultura la cabeza

 


Se cierra Agúndez, una librería con más de 40 años en Cáceres. Se baja la persiana sin fuegos artificiales, sin una placa, sin un acto. Como si fuera una papelería cualquiera. Como si en ese local no hubieran crecido generaciones enteras de escolares, padres, abuelos. Como si no se hubiera vendido cultura al peso, al detalle, al consejo.

Y no es la única. También están en el aire Cervantes, Eguiluz… y Figueroa lleva dos años cerrada. Lo llaman “jubilación” o “traspaso”, pero todos sabemos lo que es: la lenta desaparición de las librerías antiguas, las de verdad. Las que olían a papel, a tinta, a conversación. Las que conocían tus gustos antes que tú. Las que sabían recomendar, sin algoritmo, sin cookies, sin ofertas relámpago.

Ahora todo se pide por internet. Todo es inmediato, barato, sin alma. Compramos novelas como si fueran cepillos eléctricos. Y nos da igual. Porque hemos aceptado que leer ya no es un acto íntimo, ni un camino. Solo un producto más.

Las librerías de barrio, aquellas que resistían con dignidad, se están apagando una a una.

Y no porque no funcionen.

Sino porque ya nadie quiere hacerse cargo.

Porque ser librero exige pasión, tiempo y vocación. Y porque este sistema no premia nada de eso.

Mientras tanto, los responsables del  Ayuntamiento se hacen fotos en actos vacíos, presumen de estadísticas y cortan cintas en eventos culturales de escaparate, donde no hay más profundidad que el titular del día siguiente. ¿Dónde está el apoyo real? ¿Dónde está el plan para sostener el tejido cultural de la ciudad más allá del turismo y el postureo?

Cáceres no necesita más festivales con cantantes mediocres, ni más eventos olvidables. Ya tiene bastantes. Necesita librerías abiertas. Necesita cuidar a sus creadores, a sus libreros, a sus profesores, a sus artistas. No basta con nombrarlos en campaña.

Nos quieren hacer creer que la cultura sobrevive sola. Que no necesita raíces. Que basta con tres eventos al año y un autobús con poemas en las marquesinas.

Pero no. Lo que se va con cada librería que cierra es una forma de ser ciudad.

Un espacio que resistía la prisa, el olvido, el cinismo. Un sitio donde aún era posible hablar de un libro sin que nadie mirara el reloj.

La culpa no es solo de Amazon, ni del ebook, ni de la falta de relevo generacional.

La culpa también es política. Por no proteger lo esencial. Por invertir en lo superficial. Por dejar morir lo que nos hacía distintos.

Cuando desaparece una librería, no se pierde solo un local.

Se borra una historia. Se rompe un vínculo.

Y se apaga una luz que no volverá.

Y que nadie se engañe: lo que está en crisis no son los libros. Lo que está en crisis es la cultura

19.6.25

El guardian del silencio

A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.

La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.

Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.

Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.

—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.                                                  

 Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.

En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.

Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.

Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."

Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.

25.5.20

Mis libros en tu librería




En defensa de las librerías, para que sientan el apoyo de los lectores, necesitamos ayudarlas y ellas necesitan de los lectores. La mejor defensa y promoción para las librerías es la creación del hábito de lectura en niños, jóvenes y adultos. Compra tus libros en tu librería de toda la vida, o apuesta por las nuevas, cerca de tu casa.
Más de una treintena de escritores han participado en esta campaña de apoyo a las librerías. Rosa Montero, Fernando Aramburu, Almudena Grandes, Isabel Allende y Bernando Atxaga entre otros.
Esta fantástica iniciativa ha partido de Elvira Sastre y Beatriz Luengo con el objetivo de concienciar a la gente de la importancia que tiene comprar los libros en las librerías de siempre para evitar que terminen desapareciendo.