Hoy termina el Tour. Ese ritual de julio que huele a siesta, a café con hielo, a pies descalzos sobre las baldosas. Este año ha sido un desfile más que una batalla: Pogacar ha volado por encima de todos, como si el pelotón fuera de otra época y él de otro planeta. Demasiada facilidad. Casi no ha habido suspense. Ni siquiera un susto. Y sin embargo, aquí estamos, viendo la última etapa como quien se despide del verano antes de que termine.
Pedro Delgado llegaba al Tour de 1989 como el vigente campeón, tras su gloriosa victoria en 1988. Era el ídolo de una afición entregada, el abanderado del ciclismo español, carismático, valiente y espontáneo. Todo estaba dispuesto para que revalidara su corona. Pero el Tour comenzó de la peor manera imaginable: Perico llegó 2’40” tarde a tomar la salida en el prólogo, debido a un inexplicable despiste logístico. Aquel error le costó casi tres minutos… y, con ellos, prácticamente todas sus opciones de triunfo final. El país entero se quedó boquiabierto.
Aun así, Perico no se rindió. Protagonizó ataques, escaló con bravura en los Pirineos y los Alpes, e incluso llegó a ocupar los primeros puestos de la general. Finalmente, logró un meritorio tercer puesto, detrás de Greg LeMond y Laurent Fignon. Pero el público español sentía que, sin aquel desastre inicial, Perico podría haber ganado aquel Tour. Esa frustración aumentó la tensión emocional con los
Días antes de la contrarreloj final, durante una etapa de montaña, Laurent Fignon protagonizó un episodio que desató la ira de la afición española. En un gesto de visible enfado, escupió hacia una cámara de Televisión Española que lo estaba filmando. Aunque hay versiones que apuntan a que fue más un gesto de hartazgo general que algo dirigido específicamente a España, el escupitajo fue interpretado como un acto de desprecio hacia los medios y el público español.
Desde ese momento, Fignon pasó a ser el villano para muchos. En los bares, en las redacciones y en las casas, se hablaba de él con un tono encendido. No solo se le veía como el rival de Perico, sino como alguien arrogante, soberbio y ahora también irrespetuoso. Era fácil posicionarse: LeMond encarnaba la humildad, la superación personal tras su accidente de caza, y la modernidad; Fignon, para los españoles, representaba lo opuesto.
Cuando llegó la contrarreloj final el 23 de julio, España estaba más pendiente que nunca, no solo porque Perico pudiera asegurar el podio, sino por lo que se jugaba entre LeMond y Fignon. La prensa española apoyaba abiertamente a LeMond, y el espectador medio deseaba una única cosa: que Fignon perdiera.
Y ocurrió.
La emoción fue tan intensa como el alivio: Fignon, el enemigo, el del escupitajo, el que representaba el Tour perdido por Perico, fue derrotado por solo 8 segundos. En muchos hogares españoles se celebró casi como una victoria nacional. No había camisetas amarillas, pero sí sonrisas vengativas, brindis espontáneos y frases como: “¡Eso le pasa por cabrón!” o “¡Toma, por lo del escupitajo!”
Aquel Tour de 1989 fue inolvidable por muchas razones: por su final histórico, por la increíble remontada de LeMond, y por la amarga epopeya de Perico Delgado. Pero también dejó un episodio muy español: ese extraño y poderoso vínculo emocional con un Tour que no ganamos, pero que sentimos como si fuera nuestro. Y en el que, por un momento, la derrota de otro fue casi tan dulce como una victoria propia.
El Tour termina hoy. El verano, todavía no. Pero tengo la sensación, de que aunque aún queda bastante para que finalice, hay quien ya intuye el final detrás de las persianas. Como aquel 1989. Como todo lo que vale la pena.
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