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14.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (III): La noche en que bailaron los valientes

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (III): La noche en que bailaron los valientes

Cuando por fin cayó el sol, a eso de las diez y media, Villafresno del Río empezó a parecerse vagamente a un pueblo donde la vida es posible. El cielo aún echaba fuego por el horizonte, como si Extremadura estuviese asándose a fuego lento en una cazuela gigante de barro. Pero el reloj marcaba 34 grados, y eso, en términos locales, se traduce como "fresquito de manga corta y ganas de vivir otra vez".

La verbena se celebraba en la plaza mayor, entre la iglesia y la fuente que llevaba seca desde San Juan, cuando alguien se bañó en ella y se llevó el último litro de agua en la camiseta. La fuente ya no echaba agua, pero echaba memoria.

Una orquesta de tres miembros —“Los Tropicales de Miajadas”, aunque solo uno era tropical y el otro era de Esparragalejo— afinaba los instrumentos con resignación. El bajista, empapado en sudor y con una camiseta que decía “No sudes por mí, sudaré por los dos”, pidió una cerveza antes del primer acorde. Nines, del bar, le contestó desde la barra:

—¿Fría? Te la debo pa’ octubre.

Las luces de colores colgaban sobre la plaza como si alguien hubiera intentado adornar un horno con alegría. Algunas bombillas parpadeaban como si dijeran “yo ya he cumplido”, y otras directamente explotaban en un último suspiro de dignidad.
“Es el efecto bochorno-lúgubre”, dijo un profesor jubilado, Antonio “el de Ciencias”, que llevaba veinte minutos analizando el ambiente con un medidor de humedad casero hecho con una piña, una vela y una servilleta.

Y aún así, el pueblo se echó a la calle.

Los niños correteaban con polos derretidos que parecían crímenes de fresa, con las camisetas pegadas como etiquetas. Las madres se abanicaban como si intentaran despegar del suelo. Las parejas jóvenes buscaban sombra detrás de la cabina telefónica que ya solo sirve para besar sin testigos. Y los abuelos… los abuelos lo daban todo.

Don Isidro, el mismo que por la mañana murmuraba que esto era “una venganza bíblica”, pidió que le pusieran un pasodoble y sacó a la señora Alfonsa a bailar. Él con la camisa planchada por Lucifer, ella con su moño como corona de combate. Se movían despacio, pero con la firmeza de quien ha sobrevivido a olas de calor, a plagas de moscas y a tres alcaldes del mismo partido. La plaza los miraba como si fueran los últimos románticos de un mundo abrasado.

En un rincón, la tía Paquita repartía vasos de limoná casera, con receta secreta que incluía un dedo de coñac “para la tensión baja”, y los niños, ingenuos, se bebían el hielo antes de que se convirtiera en sopa.

A las doce y media, llegó el momento estrella de la noche: el bingo benéfico de la Asociación de Jubiladas Santa Teresita. El premio era un ventilador de torre marca "Zumbilux", con tres velocidades, oscilación y el respeto eterno del pueblo. Cuando la señora Herminia cantó línea, el silencio fue tan intenso que se oyó cómo se evaporaba un charco. Luego vinieron los aplausos, sinceros, y un grito colectivo:

—¡A ver si lo enchufas en la plaza!

A la una y cuarto, cuando aún hacía 31 grados y el aire tenía la textura de un guiso mal escurrido, alguien gritó:

—¡Esto es gloria!

Y nadie lo contradijo.

La verbena siguió con sus pequeñas heroicidades: una niña que no se derritió soplando pompas de jabón; un joven, Ricardo "el del butano", que le pidió bailar a Celia, su amor platónico del instituto, y ella, acalorada y magnánima, dijo que sí. Bailaron una bachata lenta mientras él sudaba por dentro y por fuera, y ella le confesaba, al oído:
—Con este calor, hasta tú me pareces buena idea.

A las dos de la mañana, apareció por fin el socorrista desaparecido. Salió del botiquín municipal como un héroe mitológico, con la camiseta arrugada y un polo de limón en la oreja. Fue recibido con vítores y una silla fresquita. Nadie le preguntó dónde había estado. En tiempos de calor, cada uno sobrevive como puede.

A las tres de la madrugada, los músicos tocaron su última canción: un bolero lentísimo, como si el calor también afectara al compás. La plaza se fue vaciando como un charco al sol. Las sillas se recogieron, los globos parecían más tristes que al principio, y los abanicos, agotados, pidieron la jubilación.

Y cuando los últimos vecinos se alejaban con las sandalias pegadas al asfalto y el estómago lleno de morcilla con pimientos, alguien dijo:

—Dicen que el jueves llueve.

Hubo un silencio largo. Y luego, la voz del tío Ramón, que lo sabe todo, respondió desde el umbral de su casa:

—¿Aquí? ¿O en el documental de La 2?

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