Amaneció con el cielo encapotado. No del todo, que eso sería un escándalo, pero lo suficiente como para que los vecinos de Villafresno del Río salieran al umbral de sus casas a mirar arriba como quien espera a los Reyes Magos, o al butanero con regalo. El aire olía a polvo húmedo, a barro dormido y levemente despertado. Y la atmósfera tenía ese espesor sospechoso de que algo gordo podía pasar... o no. En los pueblos, la lluvia no se anuncia: se intuye.
En el bar de Nines, don Isidro ya estaba desayunando su café con hielo (más hielo que café, a esas alturas), y mirando al horizonte como si fuera un marinero esperando el regreso de su barco.
—Hoy cae —dijo, con solemnidad bíblica y un leve temblor en el bigote.
—¿Lluvia? —preguntó Nines mientras exprimía medio limón en el cuello de su camiseta, a falta de climatización.
—Una gota. Pero con dignidad.
Y lo dijo con esa autoridad rural que no necesita estudios de meteorología, sino reuma en las rodillas y experiencia en tormentas que no llegaron.
El bar se llenó de murmullo crédulo. La señora Casilda pidió una rebanada de pan para “esperar con sustancia”. El panadero se acercó con cara de póker: “yo he olido barro”, confesó. Y la boticaria entró sin saludar, como quien teme que el silencio rompa el milagro.
A eso de las doce, se escuchó un murmullo por encima del del ventilador de barra. Como cuando en misa alguien carraspea antes del Amén. Cayó la primera.
Una gota.
Gorda, solitaria y valiente.
Impactó contra el parabrisas del coche del alcalde Cipriano y dejó una marca redonda que duró ocho segundos antes de evaporarse con un pchssss digno de película muda.
Pero fue suficiente.
Las campanas repicaron, no por liturgia, sino porque el sacristán, Mateo, se puso nervioso y quiso colaborar con la emoción colectiva. El grupo de WhatsApp del pueblo —“Villafresno Informa y Riega”— entró en combustión:
🔔 ¡LLUEVE!
🌧️ Una gota me ha caído en el brazo. Confirmo.
🧺 El toldo de la Plaza ya huele a mojado.
📷 Foto adjunta del charco más pequeño de la provincia, al lado de una colilla y un mosquito flotando.
Y entonces, como por arte de magia o por acumulación de fe rural, llovió.
Poquito. Una especie de sirimiri fatigado, como si el cielo estuviera sudando la camiseta. Pero llovió.
Y Villafresno se desató.
Los niños salieron en estampida con camisetas del revés y cubos vacíos, gritando “¡Guerra de barro!” sin barro. Los perros se echaron en los charcos como si fuesen spas de cinco estrellas.
Y la señora Alfonsa, la viuda más ilustre del pueblo, sacó las sábanas directamente al suelo, bailando en zapatillas y gritando:
—¡Esto es suavizante natural! ¡Y no contamina!
Cipriano, el alcalde, apareció con un paraguas del Carrefour que no abría desde la boda de su hermana en 1997. Lo abrió como quien despliega un estandarte nacional y lo llevó por la plaza con gesto ceremonial.
El cura, que había salido a ver qué pasaba, con un salmo en la mano por si se ponía serio el cielo, soltó:
—Hoy creo más en el cielo que nunca.
El sacristán lloró un poco. Nadie le juzgó.
Durante veinte gloriosos minutos, Villafresno fue otro pueblo:
Un lugar donde las promesas se cumplían, el cielo respondía, y hasta los goterones parecían bendiciones en formato líquido.
Los ventanales se abrieron. Las terrazas se llenaron. Hasta la farola del paseo volvió a parpadear como si dijera “¡eh, qué alegría, coño!”
En el bar de Nines, se sacó una ronda de botellines “por cuenta de la atmósfera”. Una vecina, Flora, pidió su gazpacho sin hielo, “que hoy no hace falta”.
Don Isidro, aún emocionado, anunció:
—Voy a plantar tomates otra vez.
—¿Ahora? —le preguntaron.
—¡Ahora, con esta humedad, agarran mejor!
Y lo dijo mientras se ponía la gorra de faena como quien se alista en una cruzada vegetal.
Y entonces, como vino, se fue. A las dos de la tarde, ya no quedaba ni rastro de agua. El calor volvió con la dignidad herida, como diciendo:
—Vale, os dejo jugar, pero ahora vais a sudar por listos.
El cielo volvió a su azul bofetada. El polvo alzó el vuelo. Y el termómetro volvió a marcar 41,9, con ese medio grado de desprecio tan característico.
Pero nadie se quejó.
Porque durante esos veinte minutos, en Villafresno del Río, llovió.
Poquito.
Pero lo justo para recordarnos que a veces los milagros no hacen ruido. Solo dejan un olor a tierra mojada y una historia que contar para siempre.
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