Por eso, no es extraño que Federico García Lorca, alma de aguas profundas, hallara allí un refugio para su sensibilidad.
La primera vez que fui a Lanjarón fue en 2019. No buscaba solo un destino, sino una presencia: la de Federico. Me llevó hasta allí la curiosidad por ese lugar que tantas veces aparece entre las sombras luminosas de su biografía, entre los rumores del agua y las palabras que aún parecen flotar en el aire. Nos alojamos en el Hotel España, el mismo donde la familia García Lorca pasaba sus temporadas de descanso.
Aquel edificio, con sus galerías antiguas y su aroma de piedra húmeda, parecía conservar la respiración del poeta. Desde la ventana, el rumor constante de las fuentes llegaba como una música remota, y entendí por qué Lorca llamó a Lanjarón “Puerta de la Alpujarra”: porque allí uno siente que el alma se abre, como si el agua fuera capaz de lavar no solo el cuerpo, sino también el tiempo.
Durante aquellas estancias en el balneario y en el hotel, Lorca conoció en 1917 a una aristócrata, María Luisa Nétera Ladrón de Guevara, con quien, al parecer, mantuvo una relación amorosa «no consumada». En Lanjarón escribió algunos poemas del Romancero Gitano, realizó varios dibujos, y parte de su correspondencia con Ana María Dalí está datada en el pueblo. En 1924 escribe a su amigo, el diplomático cubano Melchor Fernández Almagro:
«Qué lugar tan admirable. Deberías venir a visitar este paraíso. He encontrado romances y cuentos curiosos».
Fue entonces cuando Lorca bautizó a Lanjarón como la Puerta de la Alpujarra, una denominación que se ha convertido en el eslogan turístico del municipio. En otra carta a su hermano, hablando de la Alpujarra, escribió:
«Vi una reina de Saba desgranando maíz sobre una pared color betún y violeta, y vi a un niño de rey disfrazado de hijo de barbero».
Compartió su atracción por la Alpujarra con su amigo Manuel de Falla. Ambos se fotografiaron junto a un alcornoque, que hace poco se secó, en el Haza del Lino, en el término de Polopos. Recorrieron juntos Órgiva, Soportújar, Carataunas, Pampaneira, Bubión, Capileira o Pitres. Lorca, a veces, se aventuraba solo, otras en compañía de Falla. Tenían un chófer , taxista de profesión, Paco Murillo, con quien la familia Lorca mantenía una relación entrañable. El padre de Federico incluso le pagaba la letra del coche. Murillo los llevaba a la Alpujarra, en ocasiones a escondidas del patriarca.
Una hija de este chofer, que aún acude a las excursiones de Isacio, cuenta que conserva el último paquete de tabaco de la marca Lucky que tuvo Lorca antes de ser fusilado; faltan varios cigarrillos, pero el recuerdo, dice, sigue intacto.
En algunos pueblos de la Alpujarra, el poeta observó con dolor cómo la Guardia Civil imponía su ley con brutalidad. Supo que en Carataunas un cabo arrancaba un diente con unas tenazas a cada gitano que le molestaba, y que en Cañar un muchacho de catorce años fue paseado por el pueblo con un madero atado a los brazos, recibiendo correazos y obligado a cantar. Aquellas historias inspiraron sus versos del Romancero Gitano y del Romance de la Guardia Civil Española.
Y Lorca no fue el único fascinado por Lanjarón. Pedro Antonio de Alarcón visitó la Alpujarra en 1872 y lo plasmó en su célebre libro La Alpujarra. Dijo: «Lanjarón es un sueño de poetas». Al llegar a la altura de la Fuente de las Adelfas, a la entrada del pueblo, exclamó, palabras hoy reproducidas en cerámica sobre la fuente—:«¡Alto y parada! Dejemos la pluma y tomemos los pinceles, olvidemos las enfermedades físicas y morales que se curan en esta villa y volvamos a la Madre Naturaleza ante el edén que se presenta a nuestra vista».
Años más tarde, Isabel García Lorca, en su libro de memorias Recuerdos míos, evocó también aquellas temporadas en Lanjarón como una de las etapas más felices de su infancia:
«Recuerdo el murmullo del agua, las tardes de paseo por el balneario y a mi madre tomando las aguas con la serenidad de quien se siente mejor. Federico parecía otro: escribía, dibujaba, reía con una alegría que solo allí, entre los chopos y el aire puro, se le veía».
Y quizás sea eso lo que convierte a Lanjarón en algo más que un lugar: en un estado del alma. Un sitio donde el tiempo se disuelve en agua y poesía, donde las montañas se abren como un libro, y donde, como escribió Manuel Vicent,
«el enigma de la existencia consiste en que el tiempo entero se acumula en el presente… El pasado y el futuro bailan en la punta de una aguja de nieve que es el alma».
Han pasado ya siete veranos desde aquella primera vez que llegué a Lanjarón buscando a Federico. Siete veranos de agua, de silencio y de regreso. Cada año, el pueblo me recibe con la misma luz oblicua sobre los tejados, el mismo aroma a piedra mojada y a eucalipto, y la sensación, cada vez más cierta, de que en sus calles algo del poeta sigue respirando.He recorrido una y otra vez el camino hasta el Hotel España, como quien vuelve a visitar una memoria que no le pertenece pero le ha adoptado. En su galería principal todavía se siente el eco de las risas, las tertulias familiares, los versos a medio escribir. A veces pienso que Federico sigue allí, apoyado en la baranda, mirando cómo el agua cae, cómo el tiempo pasa y se renueva, igual que el rumor de las fuentes que nunca se detiene.
Lanjarón se ha convertido para mí en un lugar de fidelidad: al paisaje, a la palabra y al misterio. Durante siete veranos he aprendido que uno no vuelve al mismo sitio, sino a la misma emoción. Que el agua que corre es también la vida que se escapa, y que en cada visita el poeta me susurra lo mismo: que el alma se renueva solo si escucha.
Este año, además, hemos tenido el placer de conocer a Soledad Ramos López y su asociación cultural +Q2, que con entusiasmo y dedicación promueven la literatura y la cultura en Lanjarón. Se puede redescubrir los rincones del pueblo a través de la mirada colectiva de quienes trabajan para que la poesía y la memoria histórica encuentren su lugar en la vida cotidiana de la localidad. Su labor hace sentir que la presencia de Federico no solo se conserva en los libros, sino también en la conciencia cultural viva del pueblo.
Y así, entre montañas y manantiales, entre pasado y presente, Lorca ha sido mi guía invisible. Cada año he ido a su encuentro, sin buscarlo del todo y sin dejar de encontrarlo nunca. Porque Lanjarón, al final, no es solo un lugar en el mapa: es un estado del alma donde el agua y la poesía se confunden, donde la literatura se cultiva, y donde el tiempo, como escribió Manuel Vicent, parece caber entero en una sola gota.
Lanjarón es hoy, como lo fue para Lorca, un lugar donde los manantiales susurran versos, donde cada rincón guarda un eco de historia y cada paso invita a beber del agua que, milagrosamente, hace perdurar la memoria del poeta y de quienes cultivan su legado.