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14.10.25

Federico y Lanjarón

 Desde tiempos antiguos, el nombre de Lanjarón ha estado unido al rumor del agua. Entre las montañas que anuncian la Alpujarra, este pueblo blanco y vertical parece nacido de las fuentes que lo atraviesan. Sus manantiales, la Capuchina, el Salado, el San Vicente, el Capilla, el Capuchino,

han sido cantados por poetas, visitados por reyes y recetados por médicos. No hay en toda Granada un lugar donde el agua suene tan pura ni donde la piedra conserve con tanta fidelidad la memoria de los pasos que la han pisado. Las aguas de Lanjarón, mineralizadas y generosas, fueron consideradas desde el siglo XIX un remedio casi milagroso para los males del cuerpo y del espíritu. Quien bebía de ellas, decían los antiguos, rejuvenecía, y quien las escuchaba encontraba un poco de paz.

Por eso, no es extraño que Federico García Lorca, alma de aguas profundas, hallara allí un refugio para su sensibilidad.

La primera vez que fui a Lanjarón fue en 2019. No buscaba solo un destino, sino una presencia: la de Federico. Me llevó hasta allí la curiosidad por ese lugar que tantas veces aparece entre las sombras luminosas de su biografía, entre los rumores del agua y las palabras que aún parecen flotar en el aire. Nos alojamos en el Hotel España, el mismo donde la familia García Lorca pasaba sus temporadas de descanso.

Aquel edificio, con sus galerías antiguas y su aroma de piedra húmeda, parecía conservar la respiración del poeta. Desde la ventana, el rumor constante de las fuentes llegaba como una música remota, y entendí por qué Lorca llamó a Lanjarón “Puerta de la Alpujarra”: porque allí uno siente que el alma se abre, como si el agua fuera capaz de lavar no solo el cuerpo, sino también el tiempo.

Federico decía escribiendo a sus amigos: «Lanjarón en otoño es precioso». La madre de Federico, Vicenta Lorca, estaba enferma de una afección hepática y un médico le recetó un tratamiento con aguas de la fuente Capuchina del pueblo, famosa por sus propiedades curativas. Desde 1917 hasta 1934 la familia Lorca pasó unas semanas al año en Lanjarón, en el Hotel España, que se mantiene hasta el día de hoy.

Durante aquellas estancias en el balneario y en el hotel, Lorca conoció en 1917 a una aristócrata, María Luisa Nétera Ladrón de Guevara, con quien, al parecer, mantuvo una relación amorosa «no consumada». En Lanjarón escribió algunos poemas del Romancero Gitano, realizó varios dibujos, y parte de su correspondencia con Ana María Dalí está datada en el pueblo. En 1924 escribe a su amigo, el diplomático cubano Melchor Fernández Almagro:

«Qué lugar tan admirable. Deberías venir a visitar este paraíso. He encontrado romances y cuentos curiosos».

Fue entonces cuando Lorca bautizó a Lanjarón como la Puerta de la Alpujarra, una denominación que se ha convertido en el eslogan turístico del municipio. En otra carta a su hermano, hablando de la Alpujarra, escribió:

«Vi una reina de Saba desgranando maíz sobre una pared color betún y violeta, y vi a un niño de rey disfrazado de hijo de barbero».

Compartió su atracción por la Alpujarra con su amigo Manuel de Falla. Ambos se fotografiaron junto a un alcornoque, que hace poco se secó, en el Haza del Lino, en el término de Polopos. Recorrieron juntos Órgiva, Soportújar, Carataunas, Pampaneira, Bubión, Capileira o Pitres. Lorca, a veces, se aventuraba solo, otras en compañía de Falla. Tenían un chófer , taxista de profesión, Paco Murillo, con quien la familia Lorca mantenía una relación entrañable. El padre de Federico incluso le pagaba la letra del coche. Murillo los llevaba a la Alpujarra, en ocasiones a escondidas del patriarca.

Una hija de este chofer, que aún acude a las excursiones de Isacio, cuenta que conserva el último paquete de tabaco de la marca Lucky que tuvo Lorca antes de ser fusilado; faltan varios cigarrillos, pero el recuerdo, dice, sigue intacto.

En algunos pueblos de la Alpujarra, el poeta observó con dolor cómo la Guardia Civil imponía su ley con brutalidad. Supo que en Carataunas un cabo arrancaba un diente con unas tenazas a cada gitano que le molestaba, y que en Cañar un muchacho de catorce años fue paseado por el pueblo con un madero atado a los brazos, recibiendo correazos y obligado a cantar. Aquellas historias inspiraron sus versos del Romancero Gitano y del Romance de la Guardia Civil Española.

Y Lorca no fue el único fascinado por Lanjarón. Pedro Antonio de Alarcón visitó la Alpujarra en 1872 y lo plasmó en su célebre libro La Alpujarra. Dijo: «Lanjarón es un sueño de poetas». Al llegar a la altura de la Fuente de las Adelfas, a la entrada del pueblo, exclamó, palabras hoy reproducidas en cerámica sobre la fuente—:«¡Alto y parada! Dejemos la pluma y tomemos los pinceles, olvidemos las enfermedades físicas y morales que se curan en esta villa y volvamos a la Madre Naturaleza ante el edén que se presenta a nuestra vista».

Años más tarde, Isabel García Lorca, en su libro de memorias Recuerdos míos, evocó también aquellas temporadas en Lanjarón como una de las etapas más felices de su infancia:

«Recuerdo el murmullo del agua, las tardes de paseo por el balneario y a mi madre tomando las aguas con la serenidad de quien se siente mejor. Federico parecía otro: escribía, dibujaba, reía con una alegría que solo allí, entre los chopos y el aire puro, se le veía».

Y quizás sea eso lo que convierte a Lanjarón en algo más que un lugar: en un estado del alma. Un sitio donde el tiempo se disuelve en agua y poesía, donde las montañas se abren como un libro, y donde, como escribió Manuel Vicent,

«el enigma de la existencia consiste en que el tiempo entero se acumula en el presente… El pasado y el futuro bailan en la punta de una aguja de nieve que es el alma».

Han pasado ya siete veranos desde aquella primera vez que llegué a Lanjarón buscando a Federico. Siete veranos de agua, de silencio y de regreso. Cada año, el pueblo me recibe con la misma luz oblicua sobre los tejados, el mismo aroma a piedra mojada y a eucalipto, y la sensación, cada vez más cierta, de que en sus calles algo del poeta sigue respirando.

He recorrido una y otra vez el camino hasta el Hotel España, como quien vuelve a visitar una memoria que no le pertenece pero le ha adoptado. En su galería principal todavía se siente el eco de las risas, las tertulias familiares, los versos a medio escribir. A veces pienso que Federico sigue allí, apoyado en la baranda, mirando cómo el agua cae, cómo el tiempo pasa y se renueva, igual que el rumor de las fuentes que nunca se detiene.

Lanjarón se ha convertido para mí en un lugar de fidelidad: al paisaje, a la palabra y al misterio. Durante siete veranos he aprendido que uno no vuelve al mismo sitio, sino a la misma emoción. Que el agua que corre es también la vida que se escapa, y que en cada visita el poeta me susurra lo mismo: que el alma se renueva solo si escucha.


Este año, además, hemos tenido el placer de conocer a Soledad Ramos López y su asociación cultural +Q2, que con entusiasmo y dedicación promueven la literatura y la cultura en Lanjarón. Se puede redescubrir los rincones del pueblo a través de la mirada colectiva de quienes trabajan para que la poesía y la memoria histórica encuentren su lugar en la vida cotidiana de la localidad. Su labor hace sentir que la presencia de Federico no solo se conserva en los libros, sino también en la conciencia cultural viva del pueblo.

Y así, entre montañas y manantiales, entre pasado y presente, Lorca ha sido mi guía invisible. Cada año he ido a su encuentro, sin buscarlo del todo y sin dejar de encontrarlo nunca. Porque Lanjarón, al final, no es solo un lugar en el mapa: es un estado del alma donde el agua y la poesía se confunden, donde la literatura se cultiva, y donde el tiempo, como escribió Manuel Vicent,  parece caber entero en una sola gota.

Lanjarón es hoy, como lo fue para Lorca, un lugar donde los manantiales susurran versos, donde cada rincón guarda un eco de historia y cada paso invita a beber del agua que, milagrosamente, hace perdurar la memoria del poeta y de quienes cultivan su legado.

17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.