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27.10.25

La burbuja de la tarta de queso

 Vivimos en la era dorada de la tarta de queso. Da igual a dónde vayas: restaurante fino, tapería de toda la vida, gastrobar con bombillas colgando, mesón con mantel de cuadros, hamburguesería “artesana”, cafetería con nombre en inglés o bar de polígono con menú a 12,50. En todos lados, ahí está, agazapada en la carta como si fuera un requisito legal: tarta de queso. Y claro, siempre “casera”. Todo es “casero”. Da igual que venga envuelta en plástico individual, que lleve más horas en la nevera que la momia de Tutankamón, o que tenga el mismo sabor que el envase. Tú preguntas con inocencia:

—¿Es casera?

Y el camarero responde sin pestañear:

—Claro, hombre. La hace una señora que conocemos.

Sí, la señora… La Señora de las Tartas Industriales, la misma que surte a 400 bares y cuya receta secreta se guarda en un pendrive de Mercadona.

Luego está el sirope, ese charco rojo fosforito que parece un accidente de pintura. Lo echan por encima como si quisieran borrar las pruebas del crimen. “Sirope de frutos del bosque”, dicen. Pero ni un fruto ni un bosque: pura química con sabor a chicle barato. Y cuidado con el azul, que ese ya es directamente radiactivo.

Por si fuera poco, coronan el desastre con nata de spray. Un suspiro de gas propulsor que dura lo mismo que la ilusión del primer bocado. La ponen al lado de la tarta como si fuera un acompañamiento gourmet, y tú piensas: esto no es nata, es espuma de afeitar con complejo de postre.

Y así vamos, atrapados en la burbuja de la tarta de queso. Nadie se atreve a pedir otra cosa por miedo a quedar como raro. El flan ya es arqueología culinaria, el arroz con leche está en peligro de extinción y el tocino de cielo solo sobrevive en conventos o en recuerds de abuela. Pero cuidado, que toda burbuja explota. Y el día que lo haga, habrá bares con cámaras llenas de tartas sin dueño, camareros llorando sobre el sirope y chefs buscando desesperados en Google cómo se hace un flan.

Mientras tanto, seguiremos comiendo “tarta de queso casera” que viene en camión refrigerado, sonriendo y diciendo:

—Está buena, ¿eh?

Y sí… está buena, como todas. Porque, sinceramente, ya ni distinguimos si estamos comiendo queso, nata o nostalgia con sabor a estafa.

Y cuando llegue el Apocalipsis, ese de verdad, con fuego, langostas y reguetón, no quedarán ni los bancos ni los políticos… pero ahí seguirá ella: la tarta de queso, intacta, con su sirope brillante y su nata de spray todavía aguantando el tipo.

Porque si algo es eterno en este país, no es la fe ni el amor: es la tarta de queso “casera” del menú del día.

17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.