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31.7.25

Reflexión ligeramente desesperada sobre el mes de julio

Julio. Ay, julio. Mes de los calendarios sudorosos, del aire acondicionado convertido en tótem sagrado y de la existencia suspendida como una toalla húmeda en el perchero del alma. Julio es el martes eterno del año: no tiene el exotismo optimista de junio, ni el desenfreno mediterráneo de agosto. Julio es la antesala de algo mejor. Una sala de espera, pero sin aire, sin revistas, con mosquitos y con 40 grados a la sombra.

Porque julio, para quien tiene, como yo, las vacaciones programadas el 12 de agosto, no es solo largo. Es bíblico. Es como el desierto del Éxodo, pero sin Moisés, sin zarzas ardientes y sin tablas. Julio es una especie de purgatorio laboral donde uno sobrevive a base de cafés fríos, duchas tibias y sueños húmedos de tumbonas.

Qué paradoja tan refinada, además: el sol está en su cenit, las terrazas se llenan de risas ajenas, las calles huelen a after sun, y uno ahí, con el gesto torcido y el alma en countdown. Porque cuando sabes que el 12 de agosto te espera como una promesa escrita en las tablas del Sinaí, cada día de julio es un peldaño más en una escalera oxidada. Un mes entero convertido en lista de espera, donde el teléfono suena solo para cosas irrelevantes y el tiempo avanza al ritmo de una fotocopiadora vieja.

Y claro, uno intenta engañar al calendario con planes los fines de semana, ya sea aquí en Cáceres o en Mérida, con cenas, terrazas, con helados nocturnos, pero julio te observa con sorna. Es como ese profesor que alarga la clase justo antes del recreo. Tú, con la toalla mental ya extendida, los libros de bolsillo en la cabeza y la maleta preparada desde San Fermín, pero él, julio, tirano solar, aún tiene, el muy cabrón, 31 días para jugar contigo y torturarte.

Pero (¡ay, pero!), hay algo que alivia julio del colapso definitivo. Algo que, como los limones al gintonic, lo equilibra. Un consuelo ritual, una tradición veraniega que le da al sufrimiento un sentido casi poético.

El Tour de Francia.

Porque mientras tú te derrites en la silla del curro y marcas los días en el calendario como un presidiario con acceso a rotuladores fluorescentes, hay hombres (de piernas imposibles y pulmones de acero) que están subiendo el Tourmalet con 40 grados, la cara desencajada y la lycra pegada como papel film. Y eso, amigo, da paz.

Julio sin el Tour sería como julio sin ventilador: un crimen contra la humanidad. Nada iguala el placer de llegar a casa sudado, abrir una cerveza fría y ver a tipos que llevan 180 kilómetros pedaleando mientras tú te debates entre si comer ensalada o volver a pedir comida china. El Tour te recuerda que hay quien lo está pasando peor, pero con honor y dopaje leve. Te da épica. Te da drama. Te da excusa para no ir a la piscina porque “están en la etapa reina”.

Así que sí: julio es eterno, pero al menos tiene el Tour. Y ese Tour es tu París, tu Champs-Élysées interior. El sprint final hacia el 12 de agosto, que ya se atisba en el horizonte como un oasis de hamacas, cervezas en el Cosmo Beach club y paseos al amanecer.

Sin embargo, y he aquí la parte culta, nos salva el estoicismo. Séneca ya lo decía (probablemente mientras sudaba en una domus sin persianas): “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.” Y tú piensas: “Claro, Séneca, pero tú no tenías instagram ni grupos de WhatsApp con el tema de las vacaciones en bucle desde mayo.”

El 31 de julio no quiere irse. Se agarra a la pantalla como un gato a la cortina. Mira al 1 de agosto con el desprecio de quien aún no ha terminado su turno. El calendario digital parpadea. Suspira. Sabe que pronto cederá… pero no sin dar la guerra.

Así que resistamos. Que cada amanecer nos acerque a ese 12 de agosto, día glorioso, punto de fuga, oasis en esta travesía ardiente. Llegará. Y el 12, cuando el mundo siga funcionando sin ti, brindarás con horchata o con gin-tonic por haber sobrevivido al más largo de los meses.

Julio: te estamos viendo. Y aunque parezcas eterno, ya has empezado a morir.

17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.