Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIX):
Alfombra azul, moqueta y orejas famosas
El día del preestreno en Villafresno del Río amaneció con el cielo despejado, una temperatura infernal y una excitación general que no se veía desde la final de la Eurocopa del 2012. Por la plaza del pueblo no cabía un alfiler ni una cháchara más: todos querían saber si se verían en la película, si se notaba la cicatriz de la tía Benita en plano corto, o si habían cortado la escena en la que el burro de Manolo se tira un cuesco monumental justo delante de la cámara.
La alfombra azul
, como tal, era una moqueta azul oscuro del polideportivo, cortada en tres tiras, pegadas con cinta americana y desplegada desde la entrada de la antigua Casa de la Cultura hasta el bordillo donde empieza la cuesta del callejón del Majuelo. Al principio parecía un camino majestuoso; al rato, con los tacones de las pocas valientes que los llevaban, se convirtió en una trampa de ondulaciones, pliegues y tropezones.
—¡Que la planchéis, leche! —gritaba Don Cipriano, alcalde, productor y maestro de ceremonias—. ¡Que esto parece la colada de los Rolling Stones!
Iba vestido con su mejor traje, que era el mismo que usó en el rodaje pero con la raya del pantalón reforzada a golpe de plancha, y una corbata heredada de su cuñado que tenía pingüinos. Nadie supo por qué.
La entrada del cine improvisado, es decir, la Casa de la Cultura reconvertida, estaba decorada con guirnaldas de Navidad que aún olían a polvorón rancio y luces intermitentes sacadas de los adornos del camión de la cabalgata de Reyes. Había un photocall entrañable, hecho con una sábana blanca sujeta con pinzas, delante de la cual se colocó una lona plastificada con el título de la película: La tierra que calla. A la izquierda, una imagen plastificada del Cristo del ayuntamiento miraba con resignación.
Los vecinos fueron llegando poco a poco, en desfile glorioso:
—Doña Alfonsa, con su bolso de la suerte, sus gafas con cadenita y su perfume “Maderas de Oriente” esparcido generosamente por todo el pasillo.
—Mari Pepa, con una peineta roja, un abanico con lentejuelas y un vestido que había cosido ella misma la noche anterior viendo Pasapalabra.
—Frédéric, el actor francés que decía frases como “el cine es un latido colectivo”, saludando a todos con reverencias exageradas. Al pasar junto a los niños les decía:
—Bonsoir, jeunes artistes.
Y los críos lo miraban como si viniera de otro planeta. Uno preguntó en voz alta:
—¿Este quién es? ¿Un cura nuevo?
—Don Isidro, que llegó tarde porque “estaba en el bar viendo la luz”.
—¿Qué luz, Isidro?
—La del amanecer emocional. Me pilló el carajillo.
Dentro, la sala estaba llena a reventar. Las sillas de plástico no eran iguales, pero estaban ordenadas por colores. Las primeras filas se reservaron para los figurantes principales: los que habían salido más de una vez, los que decían una frase o los que tenían familia que se pensaba que podría salir en la tele.
Cuando la película comenzó, el silencio fue absoluto… durante quince segundos. Después empezaron los comentarios, susurros y exclamaciones que convirtieron la proyección en una especie de partido de fútbol con ovejas y gallinas:
—¡Ahí está la oreja de mi primo Pepe!
—¡Me han cortao! ¡Con lo bien que salía yo sacando la manguera!
—¡Mira, la burra de Manolo! ¡Esa sí que es actriz!
—¿Y tanta gallina pa qué? ¡Si en este pueblo no hay más que cuatro!
La película, sin embargo, emocionó. Sobre todo la escena bajo la lluvia artificial, cuando Doña Alfonsa, en un primer plano, se abrazaba a una figura vestida de negro y soltaba un llanto desgarrador. La lluvia era una manguera perforada con agujas, sostenida por dos chavales en una escalera.
Doña Alfonsa, viéndose a sí misma, empezó a llorar de verdad.
—Ay, madre, si lo llego a saber me traigo pañuelos.
Y le pasó el Kleenex a Mari Pepa, que también tenía los ojos vidriosos:
—Es que te ves ahí… tan tú… y a la vez tan actriz…
Cuando terminaron los créditos —acompañados por la música de la banda municipal tocada con un teclado Casio—, la sala se vino abajo en aplausos, vítores, y algún grito espontáneo de:
—¡Bravo!
—¡Villafresno al Festival de San Sebastián!
—¡Esto hay que llevarlo a Netflix, hombre ya!
Acto seguido, el bar de Nines se convirtió en una especie de coloquio etílico y espontáneo.
—Yo creo que el director exagera el frío ese de las escenas. Aquí nunca hace tanto… —decía Nines mientras servía chatos de vino.
—A mí me ha faltado la sartén voladora. Lo digo —intervino el marido de Mari Pepa—. Si no salía, no era Villafresno.
—La burra de Manolo… eso sí que es talento natural —añadió alguien al fondo—. Ni se despeinó en toda la toma.
Frédéric, ya con la camisa medio fuera del pantalón y una copa en la mano, se puso de pie en una silla:
—¡Mes amis! Esta película es un canto a la tierra. A vuestra tierra. Y a vosotros. A vuestra nobleza rural. Vuestro silencio... dice más que mil guiones.
—¡Y tú di que sí! —gritó Don Cipriano desde la barra—. Y si no la nominan a los Goya, me encargo yo de hacer un remake con el móvil. Pero en vertical.
—Y con más burros —añadió Doña Alfonsa—, que se han quedado cortos.
La noche terminó entre brindis, abrazos y la propuesta de crear un Festival de Cine Rural de Villafresno, con sede en la Casa de la Cultura, proyecciones en el frontón, y talleres de interpretación para mayores de 60.
Y en medio de todo ese jolgorio, alguien gritó:
—¡El próximo año hacemos una serie! ¡Con capítulos! ¡Y salgo yo de alcalde!
—¡Y yo de alienígena! —dijo Isidro—, ¡que tengo una careta de Halloween en casa!
Porque, en Villafresno, el cine no es solo un arte. Es un milagro posible con moqueta de polideportivo, burros con carisma y un pueblo entero dispuesto a aplaudirse a sí mismo.
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