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8.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!

Todo empezó con un cartel pegado a la puerta del ayuntamiento, escrito en tipografía de casting profesional y entusiasmo mal disimulado:


🎬 SE BUSCAN EXTRAS
Para largometraje nacional con actores conocidos.
Gente con rostro interesante (y papeles en regla).
Se valoran bigotes, arrugas con historia y saber caminar por caminos de tierra.


Lo vieron al mismo tiempo Don Isidro, Frédéric y Nines. Se miraron como quien descubre que el apocalipsis va a ser televisado y encima con merienda.

—Esto es señal de algo —dijo Frédéric, con solemnidad mística—. El destino quiere que nos inmortalicemos.

—¿Extras? A mí eso me suena a trabajo de figurante sin frase —refunfuñó Don Isidro—. Y si no se habla, ¿para qué ir?

—Para salir en los créditos y que te reconozcan en la carnicería, Isidro —le soltó Nines—. Además, dicen que pagan dieta.

Don Cipriano confirmó la noticia durante su habitual ronda de vino blanco matutina en el bar:

—Van a rodar aquí una película de época. Se llama La tierra que calla.
Sale uno que estuvo en una serie de médicos —el del flequillo— y otra que hizo de monja psicópata en Netflix.
El director es moderno, pero majete. Le gusta el queso de oveja.

El pueblo se revolucionó.

Doña Alfonsa fue la primera en apuntarse, alegando con firmeza:

—Tengo una cara muy de posguerra. Y no necesito maquillaje.
Mari Pepa se apuntó por acompañarla, pero advirtió:

—Yo salgo, pero que me peinen bien. No voy a quedar como una loca del visillo en pantalla grande.

Frédéric, por su parte, presentó su candidatura de forma artística:

—Figurante emocional disponible para rodajes con mensaje. Dominio de miradas intensas y silencios expresivos.

Al llegar el equipo técnico, con gafas de sol, walkie-talkies y gorras negras con palabras en inglés como "crew" y "focus", el desconcierto fue inmediato.

—¿Dónde está el punto de control de producción? —preguntó un técnico, con acento de Madrid capital.

—¿Si te refieres al bar, está ahí —respondió Nines, sin inmutarse—. La máquina de tabaco también está operativa.

El director eligió como escenario principal la era vieja, la calle del cementerio y una casa con las paredes desconchadas donde vivió la tía Eustolia, por su “estética melancólica y un potencial narrativo que te mueres”.

A Don Isidro le tocó caminar solo por la calle, con aire de hombre abatido.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó escéptico.

—Como si fueras tú mismo —le dijo el ayudante de dirección.

Clavó la escena en la primera toma.
Le aplaudieron.

A Mari Nieves le pusieron un vestido negro de viuda y un cántaro de barro.

—Esto pesa más que mi cuñada —murmuró.

A Julián, el de la gasolinera, le tocó hacer de carabinero mudo. Se le olvidaba que no podía hablar y soltaba frases como “¡Tira pa’ dentro, Antonia!” en medio del plano. Hubo que repetir varias veces.

Frédéric apareció vestido con camisa remendada, gorra republicana y mirada intensa.

—¿Nombre del personaje? —le preguntaron.

—Soy un testigo de la injusticia. Un alma exiliada.

El director se lo quedó mirando con admiración.

—Me encanta tu aura. No hables. Solo observa el horizonte como si recordaras a alguien que perdiste.

Y eso hizo, durante dos días. Se sentó en un poyo mirando al infinito, sin pestañear. Lo confundieron con un personaje clave. Él no desmintió nada. Incluso pidió una silla con su nombre.

El caos total llegó con la escena del mercado. Había figurantes, burros, gallinas, ruido y hasta una cabra en celo que se encariñó con la actriz principal.

Y entonces, Don Cipriano, en plena grabación, apareció en plano con su carpeta de siempre, repartiendo octavillas:

—¡Se vota en octubre, votad con memoria! ¡Ni un paso atrás, ni en el metacrilato!

El ayudante de producción gritó:

—¡Corten, corten! ¿Quién es ese señor?

—Ese señor es el alcalde —respondió Nines desde la barra.

—¿Y por qué reparte panfletos?

—Porque es más fuerte que él. Y además, siempre ha sabido improvisar.

Tuvieron que repetir la toma seis veces.

Nines, convertida en proveedora no oficial de catering, servía cafés al equipo y soltaba opiniones como:

—Esa actriz es muy mona, pero necesita más solomillo en las mejillas, está muy pálida.

El último día rodaron una escena nocturna con lluvia artificial. Los aspersores funcionaban con agua del pozo, lo que añadió realismo y gastroenteritis.

Mari Pepa se echó a reír sin control cuando la actriz principal, empapada, gritó: “¡Padre, me llevan al monte!”.
Doña Alfonsa improvisó un llanto tan desgarrador que el director murmuró, entre lágrimas:

—Esa señora tiene más verdad que toda mi filmografía junta.
¿Quién es?

—La portera de la iglesia —respondió Frédéric—. Pero con alma de protagonista.

Al acabar, hubo cena en el bar. Ensaladilla, filetes empanaos y melón con moscas. El equipo regaló camisetas con el lema:
"Yo lloré en La tierra que calla".

Hubo brindis, lágrimas, selfies.

Frédéric subió a una silla y dijo emocionado:

—Villafresno no solo es paisaje. Es personaje. Es fotograma y es pulso.
Es tierra que grita, pero con cariño.

Don Isidro levantó su copa de vino y añadió:

—Y si esto lo nominan a los Goya… yo voy en alpargatas, pero con mi señora cogida del brazo.

Y todos aplaudieron. Incluso el director.

A la semana siguiente, en la peluquería, se comentaba que había rumores de una serie.
Doña Alfonsa ya se estaba dejando el pelo blanco “por si hacían de nuevo posguerra”.

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