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10.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX): Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX)

Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa

Abril había llegado a Villafresno del Río con una luz suave, casi tímida, como la de un niño que entra descalzo en una habitación donde duermen los mayores. Las mañanas traían ese frescor efímero que sabía a pan tostado, a brasero todavía encendido, a conversación reposada. Los almendros, que se resistían a morir de viejos, salpicaban de blanco las lindes de la carretera, y los vencejos cruzaban el cielo como pensamientos alegres.

En la plaza mayor, bajo el viejo olivo centenario —torcido, pero invicto—, Don Isidro se sentaba en su banco de siempre. Llevaba una boina algo deshilachada, las gafas colgando del cuello, y un bastón que más que ayudar, marcaba el ritmo de su dignidad. A su lado, Mari Pepa desplegaba un abanico estampado con la Virgen de Guadalupe y hablaba con esa cadencia de quien tiene el alma hecha de sobremesas largas.

—¿Sabes qué he soñado esta noche, Isidro? —preguntó ella, abriendo más el abanico como si espantara recuerdos—. Que Villafresno salía en los mapas del tiempo. Que decían: “Hoy, cielos despejados en Villafresno del Río, y posibilidad de abrazo con final feliz”.

—¿Y qué temperatura daban? —dijo Isidro con media sonrisa.

—Veintitrés grados y viento de pueblo que acaricia —respondió ella, sin vacilar.

Rieron. Esa risa entre ellos dos era ya un lenguaje propio. Como el sonido de la campana de la iglesia que daba las horas incluso cuando nadie la escuchaba.

Frédéric apareció por la esquina de la farmacia. Llevaba la cámara colgada del cuello, una libreta llena de garabatos bajo el brazo, y una bufanda que le daba un aire de poeta despistado.

—Buenos días, poetas del banco —saludó con tono ceremonioso.

—Mira, ya llegó el forastero que se nos quedó enredado entre las raíces del olivo —dijo Mari Pepa.

—¿Vas a escribirnos otro capítulo? —preguntó Don Isidro—. ¿O ya nos diste por amortizados?

Frédéric sonrió con la ternura de quien ha sido adoptado sin pedirlo.

—Estoy escribiendo el final de esta parte —dijo—. Pero un final no es más que una esquina desde donde mirar lo que viene.

—Pues apunta esto —dijo Mari Pepa, con aire de musa rural—: En este pueblo las historias no se terminan, se sestean.

Los tres se quedaron en silencio un instante. El tipo de silencio que en Villafresno no es vacío, sino pausa sonora.

En el bar, Nines limpiaba el mostrador con el trapo de siempre, el mismo con el que había recogido lágrimas, cerveza y confidencias durante años. Aquel mediodía no había prisa. Fuera, el sol dibujaba sombras cortas y nítidas. Dentro, la radio sonaba bajita con un bolero antiguo.

Don Cipriano llegó como cada día a la misma hora. Su bastón golpeó el suelo de terrazo como una firma.

—Nines, hija, ponme el vermú y esa alegría que le echas al hielo —dijo.

—Hoy el hielo viene con ganas de bailar, Cipri —respondió ella, con una sonrisa de labios rojos.

Mientras Nines le servía, Don Cipriano echó un vistazo al bar. Las fotos antiguas en la pared. La pizarra con las tapas del día. El reflejo de su copa en el cristal de la vitrina. Todo le parecía parte de un cuadro que no quería terminar nunca.

—¿Sabes lo que estuve pensando anoche? —dijo—. Que si este bar tuviera libro de visitas, habría que ponerlo en verso.

—Y tú firmarías como alcalde emérito y cronista sentimental —le respondió Nines—. Pero yo solo pido que no nos falte salud, brasero y conversación.

—Y sombra, hija. Que en este pueblo, la sombra es un bien común —añadió él, alzando la copa—. A este pueblo, a su alma, a los que se fueron y a los que quedamos. Que nunca se nos apague la risa, ni se nos enfríe el corazón.

A esa hora, las campanas de la iglesia dieron las doce. En el porche de su casa, Frédéric escribía:

"Villafresno del Río: donde el tiempo no corre, acompaña. Donde el calor es argumento, el fresco es anécdota y la gente, novela viva. Aquí aprendí que no todo lo que importa hace ruido, y que un café en la plaza puede cambiar más que mil discursos."

Se detuvo un instante. Desde su rincón, veía a Don Isidro despedirse de Mari Pepa con un leve movimiento de bastón, como si sellara un pacto invisible. Vio a Nines apoyada en la puerta del bar, mirando al horizonte como quien no tiene prisa por llegar. Y vio al propio Don Cipriano ajustándose la chaqueta como si fuera a recibir un premio invisible.

A veces los lugares no son geografía, sino refugio. Villafresno del Río no es solo un punto entre carreteras comarcales y campos de cereal. Es una forma de vivir el tiempo sin pelearse con él. Es un idioma que mezcla el “¿qué tal?” con el “¿te quedas un rato?”. Es esa resistencia callada que tienen los pueblos para sobrevivir a todo, incluso al olvido.

Quizás no saldrá en los telediarios. Quizás nadie lo marque como destino en una guía turística. Pero aquí, bajo este cielo que ya huele a primavera, hay vida. De la buena. De la que no se compra. De la que se brinda.

Epílogo:

Esa noche, tras cerrar las persianas, apagar las luces y guardar el cuaderno, Frédéric volvió a la plaza. La luna llena flotaba sobre el campanario como una lámpara antigua. El olivo parecía dormitar, y todo estaba en calma.

Se sentó en el banco de siempre, con la cámara en el regazo y una manta sobre las rodillas. Grabó un pequeño audio con su voz:

—Esto no es el final. Es un hasta luego con brasero y sonrisa. Gracias, Villafresno.

Guardó el cuaderno, acarició el banco como quien despide a un amigo y caminó hacia su casa.

A la mañana siguiente, en el bar de Nines, encontraron un sobre encima del mostrador. Dentro había una foto en blanco y negro de la plaza, vacía pero viva, y una nota:

“Volveré cuando la sombra pese menos y el brasero se eche de menos. Mientras tanto, seguid contando.”

—Este francés está más extremeño que nosotros —dijo Don Cipriano.

—No es francés. Es de aquí. Ya no hay vuelta atrás —sentenció Mari Pepa, guiñando un ojo.

Y así, como los buenos cuentos, la historia se quedó abierta. Porque hay lugares que no se terminan. Se recuerdan.

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