Diciembre llega lento,
como un susurro frío en la cristalería del alba,
con las manos cargadas de bruma
y un olor a leña que despierta a los tejados
que sueñan con echar a volar.
En sus bolsillos guarda
los últimos restos del año:
un reloj que late fuera de hora,
tres copos que cantan en coro
y un deseo dormido dentro de una nuez.
Hay un silencio nuevo en las calles,
un rumor de luces que tiemblan
como si el viento quisiera apagarlas
para dibujar con ellas un mapa secreto
sobre las ventanas empañadas.
Diciembre sabe a hogar,
a regreso de sombras amistosas,
a pasos que crujen sobre la noche
como si el suelo fuese una vieja postal
que decide contarnos su historia.
Y mientras el mundo se recoge
en el borde de un sueño,
él nos recuerda que el tiempo también se extravía,
que a veces el frío es solo un pájaro blanco
posado en el hombro del día.
Porque diciembre, en el fondo,
es la despedida más dulce del año:
esa en la que uno mira hacia atrás
y ve cómo los recuerdos bailan
con abrigos demasiado grandes,
y entiende, sin prisa,
que aún queda luz por encender
en los cajones donde duermen las horas.
