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9.7.25

Cáceres y los tiempos en que la noche mandaba

Antes de que el siglo XIX se hiciera del todo visible, cuando aún gobernaban los relojes de campana y el viento golpeaba en las tapias sin pedir permiso, Cáceres era un laberinto de piedra donde la noche tenía sus propias leyes. Las callejas, angostas y empinadas, se retorcían bajo un cielo sin faroles, y cada sombra era un mundo. Los rumores corrían más rápidos que los coches de caballos, y los silencios pesaban más que losas.

No había más luz que la que brotaba del hogar o de algún candil tembloroso que sostenía una mano temerosa. En cuanto el sol se retiraba tras los cerros, la villa entera parecía esconderse. Los vecinos se recogían pronto, no tanto por prudencia como por respeto: a los muertos, a los aparecidos, a lo que no se podía nombrar con claridad.

Era la época de los serenos, del toque de queda no escrito, del miedo vestido de mujer con sábana al hombro o de galán travieso disfrazado de espectro. Los límites entre la broma, la amenaza y lo sobrenatural se desdibujaban en la penumbra.

Fue en 1836 cuando todo empezó a cambiar. La ciudad, ya designada como capital de provincia, recibió los primeros faroles de aceite. Se colocaron en la Plaza Mayor y, poco a poco, se extendieron por otras calles. Con ellos vinieron los serenos: vigilantes de la noche, portadores de luz, de orden… y también de rumores nuevos. Porque si la oscuridad propiciaba fantasmas, la luz no tardó en revelar otros.

Aquella transformación no fue solo física, sino simbólica. Donde antes habitaba el espanto, ahora se instalaba la vigilancia. Donde reinaban los cuentos, comenzaron a circular los bandos municipales. Pero el alma antigua de Cáceres, tercamente adherida a sus piedras, resistía al olvido. Y aunque la ciudad se modernizaba a golpe de decreto, en los rincones más retorcidos de su trazado medieval aún se escuchaban susurros de otro tiempo.

Pero antes de eso, hubo una época, no tan lejana como a veces creemos, en la que la noche no era simplemente la ausencia del día, sino un territorio salvaje, imprevisible, con leyes propias y criaturas que no figuraban en los censos ni en los padrones municipales. En la villa de Cáceres, cuando el sol se retiraba tras las crestas del oeste y la piedra se enfriaba en los muros, la oscuridad se instalaba con la solemnidad de un poder antiguo.

Los vecinos, sabedores del pacto no escrito entre el silencio y el miedo, se recogían temprano. Las calles se volvían estrechos corredores de sombra, y en ellas surgían, sin más permiso que el sigilo, los llamados Aullones: seres indefinidos, a medio camino entre el tunante y el espectro, entre el galanteo y la amenaza.

También estaban ellas, las Marimantas, envueltas en sábanas como mortajas, deslizándose sin ruido por las esquinas. No hacían daño, pero helaban la sangre con su sola presencia. Eran utilizadas por madres y abuelas para doblegar voluntades infantiles, con versos recitados en voz queda, como hechizos:

Una fea amortajada,
con su sábana sin hilo,
cruza el cuarto si te ve
jugando fuera del nido.

Aquella era una ciudad gobernada por la penumbra, sin faroles ni guardianes, donde la única luz que cruzaba la noche era la de la luna y alguna candela clandestina que temblaba tras una celosía. Pero eso cambió, como cambian los tiempos y las costumbres, cuando el progreso decidió irrumpir de la mano de una orden estatal que imponía alumbrado público en las capitales de provincia.

Corría el año 1836 cuando los primeros faroles se instalaron en la Plaza Mayor. Eran modestos, de aceite y cristal biselado, pero suficientes para deshacer los velos de la oscuridad. Con ellos vinieron los serenos, cuatro hombres encargados de encender las lámparas, apagar los rumores y mantener la decencia nocturna. Subían con sus escaleras, portaban mechas, candiles y un chuzo, esa lanza breve que servía tanto para espantar a un maleante como para rescatar un gato subido al tejado.

Y con cada farol que se encendía, se apagaba un mito. Los Aullones fueron diluyéndose en la rutina, ya sin recodos donde esconderse ni doncellas a las que asustar. Las Marimantas perdieron poder: su reinado dependía de la sugestión, y la luz, como es sabido, tiene el mal gusto de dejarlo todo demasiado claro.

Sin embargo, el recuerdo permaneció. Como una humedad leve en las paredes de la memoria. Y aún a mediados del siglo XX, no faltaban voces que aseguraban haber visto algo, alguien, una figura blanca y errante, rondando por la antigua judería: un lugar de calles retorcidas y resonancias perdidas, donde el eco de siglos anteriores parecía susurrar a quien se atreviera a pasar a ciertas horas.

Quienes hablaban de ella decían que no hacía ruido, que ni siquiera caminaba: simplemente estaba, esperando, inmóvil bajo la luz intermitente de un farol mal alimentado. No iba tras nadie, pero su sola presencia bastaba para disuadir al más valiente. Los que la veían, al relatarlo después, se enredaban en frases como “parecía que miraba” o “sentí que me llamaba por dentro”.

Y así, el miedo volvió. No como antes, pero sí disfrazado de duda. La historia renació en los corros de madrugada, en las sobremesas eternas y en los cafés clandestinos. Algunos creían en la aparición, otros la atribuían al vino o a la imaginación. Nadie se atrevía a comprobarlo del todo.

Hasta que un joven panadero, de esos que empiezan su jornada cuando el mundo aún bosteza, decidió enfrentarse a la leyenda. Estaba harto de rodeos y sustos, y más harto aún de tener que alterar su ruta por temor a una sábana andante. Tomó su navaja de hoja bien afilada y se propuso encontrar aquello que tanto alboroto causaba.

Y lo encontró.

Una madrugada fresca, entre dos casas encaladas, la figura blanca surgió. Parecía no tener rostro, solo luz. El panadero se le plantó delante, sin temblor. La sombra se dio media vuelta y echó a correr. Él, más rápido, la alcanzó. Y cuando alzó el brazo para quitarle la máscara al miedo, la figura alzó los brazos, descubriendo un rostro conocido y una voz temblona:

—¡Ay, por lo que más quieras, no me hagas daño, que soy la señá Petra!

—¿Señá Petra? ¿Pero qué...?

—Ando vigilando al Joaquín, que me han dicho que se mete en casas que no son la suya...

El silencio que siguió fue espeso. El panadero bajó la navaja. La señora Petra recogió su sábana con la dignidad de quien ha sido pillada con las manos en el aire y los celos en el corazón. Y se marchó calle abajo, dejando tras de sí una estela de vergüenza y alivio.

Así terminó la historia.
La última Marimanta no era un alma sin paz, sino una esposa celosa con imaginación.
El último Aullón, si acaso, fue aquel panadero, valiente e ingenuo, que se atrevió a poner fin al cuento.

Desde entonces, la noche cacereña fue menos propensa al mito y más amiga del sueño. Y aunque el miedo ya no habita las calles, algo en las piedras, en esas esquinas donde el farol parpadea y nadie pasa,
parece decirnos que hay historias que no mueren, sino que esperan.
Pacientes.
Como la propia oscuridad.


17.5.20

El tío Frasquito, la bruja de Mojácar y los polvos pichirichis


 El pasado verano, en uno de aquellos fantásticos días de vacaciones en los que el tiempo parece detenerse y la brisa del mar arrulla los pensamientos, nos contaron en Mojácar algunas historias tan antiguas como fascinantes. Relatos de brujas, chamanes y curanderos, transmitidos de generación en generación, que aún sobreviven en la memoria oral de sus gentes como un susurro del pasado que se niega a desaparecer.

Entre esas leyendas, una de las que más nos impactó fue la del tío Frasquito, un curandero muy conocido en la zona que aseguraba que, cada noche al caer el sol, veía cómo varias brujas sobrevolaban el cielo de Mojácar montadas en sus escobas. Aseguraba que, desde el porche de su casa, podía distinguir sus siluetas recortadas contra la luna, deslizándose en dirección a las sierras. Su mujer, aunque reconocía ciertas habilidades misteriosas en algunas mujeres del pueblo —como la capacidad de quitar el mal de ojo o curar verrugas con rezos—, no daba crédito a las visiones de su marido. Decía que ninguna de esas señoras tenía la pericia ni los medios para volar, y menos aún sobre una escoba. “Delirios de viejo”, murmuraba, “o tal vez efecto secundario de los dos o tres vasos de vino que se tomaba antes de cenar”.

Sin embargo, Frasquito no era tomado a broma por todos. Gozaba de cierta fama en la comarca por sus supuestos poderes curativos. Decían que había sanado casos de tuberculosis, aliviado males del corazón, e incluso devuelto la vista a un hombre que había quedado ciego tras una insolación. Y lo más sorprendente: jamás cobraba nada por sus servicios. Aunque no faltaba quien insinuara que una de sus hijas, discreta pero diligente, se encargaba de recoger generosos donativos “a voluntad” de quienes acudían a la casa con la esperanza de encontrar remedio a sus males.

Tal fue la notoriedad que alcanzó el tío Frasquito, que hubo quien hizo su agosto organizando viajes en mula, burro o en viejas camionetas, llevando y trayendo a enfermos y curiosos desde Mojácar, Garrucha, Turre y otras localidades cercanas. A veces varias veces al día.

En aquellos años de la posguerra, en un tiempo de carencias y supersticiones, la figura de la bruja —o, más bien, la curandera, la sanadora, la “curalotodo”— era algo habitual en los pueblos de la zona. Mojácar no era una excepción. La medicina oficial llegaba con cuentagotas, y en su lugar florecían los saberes antiguos: infusiones, ungüentos, rezos, y conjuros que se murmuraban al oído, casi como secretos que no debían escribirse nunca.

Bien entrado el siglo XX, ya en una época en la que el turismo comenzaba a transformar poco a poco el perfil de este rincón apartado del Cabo de Gata, surgió otra figura inolvidable: la tía Rosa, más conocida como La Cachocha. Mujer de fuerte carácter, mirada penetrante y sabiduría campesina, era célebre por preparar unos misteriosos “polvos mágicos” que todos conocían como los polvos pichirichis. Según se decía, estos polvos eran capaces de dotar a cualquier varón en edad de merecer del vigor, la seguridad y el atractivo necesario para conquistar a la mujer de sus sueños. Si el mozo no tenía encantos, los polvos suplían lo que la naturaleza no le había dado; y si los tenía, los multiplicaban.

Pero lo más curioso era que también funcionaban al revés. Si era la moza la interesada en camelarse a un muchacho, bastaba con esparcir una pizca del polvo en la bebida del pretendido y, según contaban, éste caía rendido a sus pies como por arte de magia.

Tal era la fe en estos polvos, que muchos jóvenes de la zona empezaron a mostrarse recelosos a la hora de aceptar una copa en casa ajena. Si no conocían bien a la anfitriona, preferían abstenerse, no fuera que la bebida viniera “aderezada” con los famosos pichirichis.

¿Verdad o fantasía? Lo cierto es que Mojácar tiene algo de embrujo, algo difícil de explicar. Tal vez sean sus calles blancas colgadas del monte, su aire marino cargado de leyendas o la forma en que el tiempo parece diluirse al atardecer. Quizá, solo quizá, aún quede algo de ese hechizo antiguo flotando en el ambiente. Y nunca mejor dicho.


1.5.20

Abdesalam Ben Arrabat


En el pintoresco y apacible pueblo de Benarrabá, uno de esos lugares por donde serpentea el río Genal, en la serranía malagueña de Ronda, aún se cuenta una leyenda vinculada directamente a las aguas que lo cruzan.

La fábula relata la historia de los tejidos que se elaboraban en esta villa, y que gozaron de gran fama tanto en la corte musulmana de Córdoba como en las de Málaga y Granada. El color carmín con que teñían las telas causaba auténtica admiración, por su brillo y viveza inusitados.

El artífice de esta maravilla era Abdesalam Ben Arrabat, tintorero y alquimista consumado, conocedor de todos los tintes y secretos de la época. Su pigmento mágico lo extraía de un insecto llamado “qármaz”, en realidad la cochinilla Hermes ilicia, que se posaba en las coscojas de pinos, encinas y alerces.

El secreto permaneció celosamente guardado hasta que, para desgracia de su linaje, uno de sus hijos reveló la fórmula: cochinilla, ácido sulfúrico y ácido nítrico, destilados con agua del río Genal.

Parece que, para algunas cosas, tener hijos no sale rentable…