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25.7.25

Mi nombre es Thomas: Terence Hill, el silencio y la redención del alma errante

Hay películas que no buscan deslumbrar, ni impresionar, ni gritar. Películas que, como ciertas personas, aparecen tarde en la vida y lo hacen en voz baja, como pidiendo permiso. Mi nombre es Thomas, dirigida y protagonizada por Terence Hill, es una de ellas. No pretendía competir en el mercado, ni colarse en listas de lo mejor del año 2018. Su aspiración es otra: ser un acto de honestidad, una elegía íntima, una pequeña confesión filmada con modestia y afecto.

La trama, en su aparente sencillez, encierra una hondura inesperada. Thomas (Terence Hill), un hombre maduro y solitario, se lanza en moto al desierto andaluz con la única intención de leer en calma un viejo libro espiritual: una recopilación sobre los evangelios apócrifos que le obsesionan. No busca redención, ni siquiera consuelo; busca una suerte de retiro interior, algo que en su rostro cansado pero sereno se intuye necesario.

En su camino se cruza Lucía (Veronica Bitto), una joven desorientada, frágil e imprevisible, que huye de sí misma. El encuentro no es casual, pero tampoco forzado: el guion, coescrito por el propio Hill, se permite el lujo de no forzar los símbolos, de dejar respirar a los personajes. Así, lo que podría haber sido una historia de redención tipo "road movie", se convierte en una suerte de cuento moral, lento, áspero y, sin embargo, esperanzador.

Es imposible ver esta película sin pensar en quién es Terence Hill. El eterno compañero de Bud Spencer. El rostro de tantos westerns paródicos, de tantas tardes de televisión. Pero aquí, con más de setenta años, nos ofrece otra versión de sí mismo. Un actor contenido, reflexivo, capaz de transmitir con un gesto lo que antes resolvía con un puñetazo certero y una sonrisa de pícaro.

No se trata sólo de que Hill actúe bien, que lo hace, con el peso de los años y la sabiduría de quien no tiene nada que demostrar, sino de que su sola presencia da sentido a toda la película. Mi nombre es Thomas no es sólo una ficción, es también un autorretrato, una despedida parcial, un testamento emocional. Se nota que el proyecto le pertenece en cuerpo y alma. La dedicatoria final a Bud Spencer lo confirma: más que un guiño, es una oración por una amistad que marcó generaciones.

Visualmente, Mi nombre es Thomas bebe del cine espiritual, pero no cae en el misticismo impostado. Los paisajes del desierto de Tabernas, con su belleza áspera y abierta, funcionan como metáfora del viaje interior de Thomas: un lugar de tránsito, de prueba, de revelación. La cámara se mueve con lentitud, sin artificios. No hay prisas en la puesta en escena; hay voluntad de contemplación.

Uno de los aspectos más significativos de la película es su localización. Mi nombre es Thomas fue rodada en parte en Almería, concretamente en los parajes áridos del desierto de Tabernas y en las inmediaciones del Cabo de Gata, con sus cielos despejados y su mar tranquilo. No es una elección casual. Ese paisaje no sólo aporta belleza, sino también un peso simbólico innegable: Terence Hill regresa a la cuna del spaghetti western, al mismo suelo polvoriento donde rodó tantas películas en los años setenta junto a Bud Spencer y otros íconos del género.

Pero esta vez, el desierto no es telón de fondo para el duelo ni para la comedia física. Es el escenario de una búsqueda interior, de un viaje espiritual. El polvo, la luz, el viento, las carreteras vacías y los horizontes abiertos configuran un espacio de silencio y reflexión. El Cabo de Gata, con su pureza casi mística, funciona aquí como una frontera entre el pasado y el futuro, entre la huida y el regreso.

La música, delicada y ambiental, acompaña sin imponerse. Es cine que apuesta por el silencio, por el murmullo de lo esencial. En tiempos dominados por el vértigo narrativo, esta quietud puede desconcertar, pero también consolar.

Mi nombre es Thomas no es una obra maestra ni lo pretende. Tiene algunos diálogos algo naïf, ciertos momentos que podrían pulirse o simplificarse. Pero todo eso se perdona, incluso se agradece, cuando se entiende que su propuesta es radicalmente honesta. Hill ha querido contar una historia que hable de bondad sin cinismo, de redención sin milagros, de escucha y compañía como formas de salvación.


En una época en la que incluso el cine de autor parece obligado a justificar su existencia con premios o polémicas, Mi nombre es Thomas opta por lo esencial: una historia sencilla, narrada con dignidad, y contada por alguien que ha vivido mucho y quiere regalar una última historia sin artificios.

Ver Mi nombre es Thomas es hacer un alto en el camino. Es permitir que una historia pequeña nos hable de cosas grandes: del dolor, de la huida, del perdón, del encuentro inesperado con alguien que, sin quererlo, nos devuelve a nosotros mismos. Y es, sobre todo, un recordatorio de que todavía hay cineastas, como Terence Hill,  capaces de rodar con el corazón.

Una película crepuscular, sí, pero también luminosa. De esas que no buscan dejar huella, y sin embargo se quedan con uno mucho tiempo después.