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22.7.25

La bodega, el vino y el susurro de Miranda del Castañar


 Decían en la novela Doctor Zhivago que, cuando la necia y obtusa charlatanería de los hombres se vuelve un estrépito insoportable, el alma siente un ardiente deseo de fuga. Un ansia de abandonar el mundo que habla sin sentido, que disuelve las palabras en ruido vacío y que, con su constante parloteo, desgasta y agota la esencia misma de la existencia. Entonces, solo queda una vía: escapar hacia el silencio más puro, hacia la naturaleza, esa presencia antigua y eterna que no conoce discursos ni engaños.

Ese refugio, esa “muda cárcel” donde el tiempo parece plegarse y las horas fluyen con la lentitud de un suspiro, puede encontrarse en un lugar como Miranda del Castañar. Pueblo colgado entre los pliegues de la Sierra de Francia, en Salamanca, donde las calles adoquinadas serpentean con calma bajo los muros de piedra que han resistido siglos. Sus casas de granito, coronadas por tejados rojos y chimeneas que alguna vez avivaron hogares humildes, parecen custodiar secretos y nostalgias de tiempos remotos.

En Miranda, el aire se llena del aroma a tierra mojada, a madera envejecida y a piedras que susurran al viento historias que el hombre moderno olvidó escuchar. Allí, cada piedra, cada rincón, se impregna de un silencio denso y sagrado, un silencio que no es ausencia, sino presencia. Es la naturaleza la que habla con la voz callada de los pájaros, con el murmullo del río  Francia que corre entre las rocas, con el crujir suave de las hojas secas bajo los pies.

En ese entorno, el largo y obstinado trabajo no es un castigo ni una rutina vacía, sino una comunión. La labor de cuidar la tierra, de atender el huerto, de observar el lento paso del día, se convierte en un rito que conecta al hombre con el latido profundo del mundo. Y es en esa entrega silenciosa donde brota la verdadera música, no la de los instrumentos ni las palabras, sino aquella melodía invisible que nace del encuentro callado del corazón con los sentimientos más hondos.

Esa música interior es un lenguaje sin voz, una melodía sin notas, una armonía que llena el vacío y hace enmudecer de plenitud. Es el eco de un sueño profundo, nacido en la soledad elegida, en el contacto íntimo con la esencia del ser. Una música que trasciende el ruido mundano y las voces huecas, que no necesita explicaciones ni discursos, porque su verdad se siente sin palabras.

Y en el corazón de Miranda, custodiada tras su vieja fortificación, se encuentra la Bodega La Muralla, una joya que parece detenida en el tiempo, como un santuario donde la memoria y la tradición se entrelazan con la vida cotidiana. Allí, entre barricas centenarias y paredes de piedra centelleante, el visitante puede detenerse a contemplar el pasado y a saborear el presente. La bodega no es solo un lugar de vinos, sino un refugio para el alma.

En sus estantes reposan los frutos nobles de la tierra: el vino Rufete, emblemático de la Sierra de Francia salmantina, que ofrece en cada sorbo un paisaje embotellado, con aromas a frutos rojos silvestres, un ligero toque especiado y una acidez viva que despierta los sentidos. Un vino que habla del terruño, del sol y de la brisa que acaricia las viñas en las laderas. Junto a él, se exhiben productos  ibéricos de la zona, cuyo aroma profundo y textura sedosa parecen contar historias de encinas y tiempo lento. La artesanía local, finamente elaborada con manos sabias, completa este pequeño universo: cerámicas que guardan el calor del horno, tejidos que hilan la tradición y madera trabajada con amor.

Entrar en La Muralla es penetrar en un mundo donde el tiempo se pliega en sí mismo, donde el bullicio de afuera queda muy lejos y solo queda espacio para el encuentro sereno con la tradición y la esencia. Al probar un trago de Rufete, uno siente cómo el vino danza en la boca, cómo evoca el aroma de la tierra, el murmullo de los bosques y el sol que filtra entre las hojas. Es una experiencia sensorial que invita a la pausa, a la contemplación, a escuchar la música callada del alma.


Y no hay momento que capture mejor ese silencio fecundo y esa plenitud interior que una Nochevieja desde la terraza del apartamento. Allí, bajo un cielo limpio y despejado, se recibe el año nuevo mientras el frío nocturno se mezcla con el calor tenue que emana de la piedra centenaria. La vista se extiende sobre un mar de nubes que, en ocasiones, se desliza lentamente por debajo del pueblo, envolviendo el valle en un manto níveo que parece suspendido entre el sueño y la vigilia. Es un espectáculo etéreo, donde el mundo parece haberse detenido, y solo el latir sereno del corazón acompaña la cuenta atrás.

Alzando la mirada, la torre única y majestuosa del castillo que gobierna el pueblo domina la escena, recortada contra la inmensidad del firmamento, testigo silencioso de siglos y guardiana de historias que se confunden con las estrellas. En ese instante, la música interior que brota del alma se funde con el susurro del viento, con el aroma del vino Rufete que calienta la garganta y con la quietud sagrada que envuelve Miranda del Castañar. Así, en ese encuentro de tiempo, paisaje y sentimiento, se celebra no solo la llegada de un nuevo año, sino la eterna búsqueda de ese silencio pleno donde el hombre encuentra su auténtica libertad.

Pasar unos días en Miranda del Castañar es dejarse envolver por una tranquilidad profunda, una serenidad que se instala en cada gesto, en cada pensamiento, y que permanece mucho después de partir. Es como si el tiempo, rendido ante la sencillez y la belleza del lugar, desacelerara su paso para permitir que el alma respire con calma, sin prisas ni ruidos. Esa paz que regala el pueblo no es solo la ausencia de bullicio, sino la presencia delicada de lo esencial, esa serenidad que nace del contacto con la tierra, con la historia y con uno mismo. Volver de Miranda es regresar un poco más ligero, más atento a la música callada que siempre habita en el corazón, y con la certeza de que, en algún lugar, ese refugio existe, esperando a quien quiera escuchar.





9.6.25

Mojácar



 Hay lugares que no nos vieron nacer, pero nos han visto vivir y sonreír.  Rincones donde el sol tiene otro brillo y el aire parece hablarnos en un idioma que no sabíamos entender, hasta que lo aprendimos sin darnos cuenta. Esos lugares que, sin tener nuestra sangre, abrazan nuestro espíritu como si siempre nos hubiera esperado.

 No son el hogar de la infancia ni guardan las primeras memorias del corazón, pero con el paso del tiempo se vuelven refugio, escenario y testigo, ya sea temporalmente presencial, o en la distancia. Playas, calles, cafés y plazas que aprendimos a recorrer con asombro primero, con cariño después, hasta hacerlas, un poco nuestras.

 Todo empieza siendo ajeno, pero poco a poco se convierte en cotidiano, en íntimo. Y uno ama esos lugares con una ternura distinta, porque no estaban obligados a acogernos, y sin embargo, de alguna manera, lo hicieron.  Porque no los elegimos por herencia, sino por encuentro. Y ese encuentro, fortuito, misterioso, o buscado, se revela como algo profundo: uno no solo pertenece a donde nace, sino también a dónde se transforma. Los lugares que uno visita y que terminan por formar parte de su historia son una forma de hogar que no tiene raíces en la tierra, sino en la experiencia. Son tierras adoptivas del alma. Y merecen toda nuestra gratitud.

 Encaramada en la falda de la sierra frente al azul infinito del Mediterráneo, Mojácar se alza como un poema escrito en cal y luz. Villa Almeriense, de raíces moriscas y alma andaluza, es un rincón que seduce con la serenidad de su paisaje, la calidez de su gente y la magia intacta de su historia.

Sus casas encaladas, alineadas con armoniosa desorden, se funden con el cielo y el mar en una danza de blancos y azules que hipnotiza al visitante. Pasear por sus calles estrechas y empedradas es viajar en el tiempo: cada rincón, cada arco de piedra, cada maceta colgada con flores, parece susurrar relatos de antiguas culturas que convivieron bajo su sol ardiente.

Mojácar no solo cautiva por su estética; es un pueblo que late con una energía singular. Su símbolo, el Indalo, emblema de protección y fortuna, habla de un pueblo que honra su pasado mientras camina con dignidad hacia el futuro. Los Mojaqueros, orgullosos custodios de sus tradiciones, reciben al visitante con hospitalidad genuina, mezclando modernidad y autenticidad en una convivencia admirable.

El contraste entre la villa y su costa, Mojácar Pueblo y Mojácar Playa, ofrece lo mejor de dos mundos: la tranquilidad mística del casco antiguo y la vitalidad luminosa del litoral. Sus playas, extensas y algunas vírgenes, conservan un carácter natural que invita al descanso, al disfrute, y a la contemplación.

Y cuando cae la tarde, y el sol se despide tiñendo de oro las montañas de Sierra Cabrera, Mojácar se transforma en un escenario casi irreal, donde el tiempo se detiene y la belleza se impone sin esfuerzo.

Mojácar no se visita, se vive. Es un lugar que se graba en la memoria como un suspiro feliz, un refugio donde la historia, la naturaleza y el arte de vivir se abrazan con elegancia y orgullo.

Hemos tenido la dicha de visitar Mojácar en ocho ocasiones: seis maravillosas  y luminosas vacaciones de verano, y dos fines de año mágicos que dejaron huella en el alma. Cada verano fue un reencuentro con la luz, con las calles, bares, restaurantes y cafeterías que parecían esperarnos, en atardeceres que se funden en el horizonte como si el tiempo se detuviera para que pudieramos contemplarlos sin prisas. 

El rumor del mar
o del viento, o de la vida misma , es como una canción que conoces, un susurro que nos dice: "estás en casa"

Las visitas veraniegas nos regalaron risas interminables, caminatas al amanecer bajo un sol, generoso, sabores que evocamos el resto del año, como si los llevásemos en el paladar, y momentos tan simples como perfectos. Un paseo al atardecer, una larga siesta, una noche de luna llena sobre el mar. Allí, cada verano ha sido distinto, pero todos han compartido ese aire de libertad que solo respiras en los lugares que aprecias de verdad.

Después vinieron también dos fines de año, tal vez más íntimos, más pausados todavía, pero igual de intensos. Un clima nocturno más frío dibujaba en el aire una calma distinta, un descanso , a veces necesario para mirar hacia atrás y también hacia adelante. El mismo lugar, pero un tono distinto, casi sagrado, como si ese lugar supiera, que en ocasiones se cierran ciclos y se sueñan futuros.

Ahora, en la distancia pero cercanía del verano el corazón nos tira hacia allá, y volvemos todos los días con la memoria, pero no nos basta. Deseamos pisar esas playas y calles otra vez, mirar ese cielo y respirar ese aire. Porque ocho veces no han sido suficientes, y porque los lugares que uno quiere de verdad nunca se terminan de recorrer.

Volveremos, porque nos llama, y a veces el alma necesita regresar.