Se habló en este blog de...
24.4.20
Castillo de Feria
22.4.20
Tan cerca y tan lejos
Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.
Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.
En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar, podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.
21.4.20
Días como estos
1.3.18
Berlín 1933. El incendio del Reichstag
Soy de los que en ocasiones se detienen a pensar quién puede ser el verdadero beneficiado cuando ocurre una desgracia de grandes proporciones. Y es que sucede con demasiada frecuencia: incendios forestales, conflictos bélicos en países subdesarrollados, brotes de virus o pandemias… Siempre hay alguien que sale ganando, a costa del sufrimiento ajeno.
El otro día hojeaba un libro sobre los orígenes, auge y caída del nazismo en Alemania y, cómo no, en sus páginas se relata el célebre incendio del Reichstag, la sede del parlamento alemán, ocurrido el 28 de febrero de 1933. En aquel momento, Adolf Hitler apenas llevaba un mes en el poder, elegido democráticamente por el pueblo alemán.
Según la versión oficial, un albañil comunista desempleado fue el responsable de prender fuego al edificio. Sin embargo, esta tragedia se convirtió en el pretexto perfecto para que el flamante canciller suspendiera todos los derechos civiles y, en un abrir y cerrar de ojos, hiciera caso omiso a la constitución.
Ese mismo día, cuando aún humeaban las ruinas del Reichstag, Hitler promulgaba un decreto que suspendía libertades fundamentales como la de expresión, reunión y prensa, y que permitía encarcelar sin juicio previo a cualquiera que se opusiera al partido nazi, fuesen cuales fuesen sus ideas. Más de cinco mil comunistas fueron detenidos en cuestión de horas.
¿Quién podía atreverse a denunciar el tufillo de manipulación que desprendía todo aquello? ¿Acaso fueron los propios nazis quienes idearon el incendio y buscaron un chivo expiatorio conveniente?
La rapidez con que Hitler y sus acólitos reaccionaron aquella noche fue, en definitiva, el pistoletazo de salida para la maquinaria terrorífica que se desplegaría durante los años siguientes, hasta el fatídico final de la Segunda Guerra Mundial en 1945.
Se suspendieron siete artículos constitucionales que protegían los derechos humanos más básicos, dando vía libre para encarcelar a cualquiera que osara disentir. En menos de un mes, Alemania se convirtió en una prisión gigantesca y, ante el colapso de las cárceles, comenzaron a surgir los oscuros campos de concentración, donde ya había más de 25,000 presos apenas tres meses después del incendio.
Un triste recordatorio de cómo, en ocasiones, las grandes catástrofes son hábilmente manipuladas para que unos pocos se alzen con el poder y muchos terminen pagando el precio más alto.Y mientras la terrible sombra del régimen nazi se extendía implacable, Europa, distraída o quizá incrédula, apenas se percataba de la gravedad de lo que ocurría. Marinus van der Lubbe, el albañil desempleado y presunto autor del incendio del Reichstag, fue ejecutado en la guillotina tres días antes de cumplir 25 años.Hubo que esperar más de siete décadas para que, finalmente, el 10 de enero de 2008, se anulara su sentencia. La decisión judicial se amparó en una ley de 1998 que permitió la rehabilitación de aquellos condenados injustamente por la justicia nazi entre 1933 y 1945. El tribunal dictaminó que la condena original se había basado en conclusiones claramente injustas, impregnadas de la ideología nacionalsocialista, lejos de cualquier mínimo rigor legal o moral.
Así, 74 años después del incendio que cambió la historia de Alemania y del mundo, se hizo un tímido intento de justicia histórica. Lamentablemente, demasiado tarde para Marinus van der Lubbe, y demasiado tarde para muchos otros que pagaron con sus vidas y libertad el precio de aquel terrible ardid político.
Un recordatorio cruel de cómo la verdad puede tardar en abrirse paso, pero que al final, como el río Genal en Benarrabá, busca siempre su cauce.
22.2.18
Forges
Ver la feria a fondo requiere tiempo. Me quedaron muchos puestos por recorrer, pero las horas pasaron volando, como pasa siempre cuando uno lo está disfrutando de verdad.
Fue justo al pasar por Cibeles cuando ocurrió. Me lo crucé. No puede ser… ¡es Forges! Nada más y nada menos. Paseaba en solitario por la acera, tranquilo, sin prisas, como si nada ni nadie le apremiara. Tal vez rumiando su próxima viñeta, quién sabe. ¿Cómo me dirijo a él?, pensé. Señor, caballero, perdone… Pero al llegar a su lado, sin pensarlo más, solté:
—Antonio, buenas tardes. ¿Me permite una foto con usted?
—Claro que sí, faltaría más —respondió, con esa amabilidad desarmante.
Madrid es enorme, y un viernes por la tarde, junto a la Cibeles, suele estar abarrotada. Le pedí a un señor mayor que pasaba con su esposa que nos hiciera la foto. Aceptó con toda la gentileza del mundo.
—¿Cómo va esto?
—Pues mire, enfoque la pantalla y pulse ahí, donde está la camarita.
—OK, ya está.
Me devolvió el teléfono y... ¡horror! Solo se ve el dedo del caballero, plantado justo en el centro del objetivo.
¿Cómo no voy a tener una foto con Forges, si unos días antes me hice una con el Risitas en Punta Umbría?
—Perdone, Antonio… es que no ha salido bien. ¿Le importa otra?
—Por supuesto, hombre, tranquilo.
Le expliqué de nuevo al caballero cómo sostener el móvil sin tapar el objetivo, y disparó otra. Esta vez sí salíamos Forges y yo… aunque su dedo seguía asomando a un lado. Bueno, pensé, edito y fuera.
Y fue en ese instante, creo, cuando el señor que hizo la foto se dio cuenta de quién estaba fotografiando. Con una sonrisa de oreja a oreja le dijo:
—Sepa usted que ha sido un honor hacerle una foto.
Le estreché la mano a Forges y me despedí con un simple:
—A seguir bien.
Él siguió su camino. El matrimonio, el suyo. Y yo me quedé editando la foto, orgulloso del encuentro inesperado con un referente del humor gráfico en este país. Un hombre que supo criticar la injusticia desde la ternura, el ingenio y la inteligencia.
Hoy, Forges ha muerto en Madrid, a los 76 años, víctima de un cáncer de páncreas. Juan Cruz le ha dedicado un bonito y emotivo artículo en El País. Estoy convencido de que aquel señor que nos hizo la foto se ha acordado también de ese momento.
Yo me quedo con el recuerdo imborrable de haberle dado la mano a alguien que nos ayudó —a carcajada limpia y con humanidad desbordante— a mirar con otros ojos este país.
“Todas las generaciones nos creemos que somos importantísimas para la inteligencia de la humanidad. Siempre tendemos a ver el mundo desde nuestro punto de vista. Yo no me siento emigrado a una nueva cultura, yo soy parte de esa nueva cultura. A mí la tecnología no me da miedo y creo que es una de las ventajas que tenemos en la búsqueda de la libertad”. (Forges)
21.2.18
El dulce sabor de la venganza
20.2.18
La presbicia de mi memoria
14.1.18
El corazón de Auschwitz
De los más de 1.3 millones de personas que fueron deportadas a Auschwitz-Birkenau desde diferentes puntos de Europa por el régimen nazi de Hitler, apenas se registró e internó en el campo a 400.000. Casi 1000.000 de prisioneros restantes fueron asesinados en la cámara de gas y quemados en los hornos crematorios del campo en un plazo de apenas unas horas desde su llegada en tren dentro de vagones para el transporte de ganado.
17.10.17
De todos los seres vivos que he conocido.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
7.8.17
Narcos. Temporada 3
Una de las mejores y más exitosas series de los últimos años vuelve con una nueva temporada. Finiquitada la tremenda historia de Pablo Escobar, esta vez la trama de la serie se centra en el cartel de Cali, por lo que sigue situada en la siempre turbia Colombia. Algunos de los protagonistas que ya vimos en las dos temporadas enteriores vuelven a aparecer como Pedro Pascal que interpreta al agente Peña y a Boyd Holbrook que da vida al agente de la DEA Steve Murphy. Al mismo tiempo hay nuevas incorporaciones y sobre todo, conocidos del cine y la televisión en nuestro país como las de Alberto Ammann o Javier Cámara y Miguel Ángel Silvestre, que interpretarán a miembros del famoso cártel de la droga Colombiana. Netflix, después del exitazo de las dos primeras entregas, ha vuelto a apostar por la historia de los narcotraficantes más célebres y sus circunstancias llenas de excesos y ya se anuncia una cuarta. El estreno será el próximo 1 de septiembre y para ir abriendo boca el espectacular trailer en el que nos avisa que "El día que Pablo murió, el cártel de Cali se convirtió en el enemigo público número uno. Se hicieron llamar los caballeros de Cali, los capos más grandes de la droga".
3.8.17
12+1
Siete títulos mundiales en la categoría de 125 cc y otros seis en 50 cc. Doce más uno, que no es lo mismo que trece, en honor a su propia superstición, pero sí un legado insuperable. Ángel Nieto nos ha dejado a los 70 años.
Resulta irónico, y quizá cruel, que quien durante décadas batalló a lomos de una moto, jugándose la vida en cada curva, derrapando en la delgada línea entre el riesgo y la gloria, haya perdido la suya en un accidente fuera de las pistas. Esta vez, no con dos ruedas, sino a bordo de un vehículo de cuatro.
La historia del motociclismo español, que en tiempos recientes vive su época dorada, debe mucho a un pionero, a un precursor, a un hombre que allanó el camino para que generaciones posteriores consiguieran la gloria que hoy disfrutamos. Ángel Nieto fue más que un campeón; fue un símbolo de pasión, sacrificio y talento.
Su nombre seguirá resonando en los circuitos y en el corazón de quienes aman este deporte.
2.8.17
Lorca: Un poeta en Nueva York
"Poeta en Nueva York" debería ser considerado patrimonio de la humanidad, o al menos patrimonio cultural de este país, que con frecuencia menosprecia a sus grandes poetas y escritores o el reconocimiento les llega demasiado tarde, tan tarde que en la mayoría de los casos esos autores no viven para verlo. El caso de Federico, durante cuarenta años, más reconocido y leído en el extranjero que en España, es otro de los muchos que a día de hoy, a pesar de la trascendencia de su figura y legado, sigue sin tener esa difusión que con orgullo deberíamos propagar por cada rincón de este país. El cómic "Lorca, un poeta en Nueva York" nos muestra una particular y excelente visión sobre la estancia de Federico García Lorca en esta ciudad Estadounidense. A través de los testimonios de sus allegados y de las cartas que el poeta Granadino escribía desde la gran manzana, seremos partícipes de todas las pasiones, inquietudes y obsesiones de Federico.
Fue un 25 de junio de 1929 cuando desembarcó del transatlántico Olympic, con la compañía de su amigo y mentor Don Fernando de los Ríos.
"Pararé en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año. Nueva York me parece horrible, por eso mismo me voy allí", le escribió algunos días antes de partir a Carlos Morla Lynch, añadiendo, "Tengo además un gran deseo de escribir, un amor irrefrenable por la poesía, por el verso puro que llena mi alma todavía estremecida como un pequeño antílope por las últimas brutales flechas". Federico llegó a la cosmopolita ciudad con la sana intención de reparar cierto desengaño amoroso y del rechazo de sus amigos Buñuel y Dalí, tras su extraordinario éxito en España de su "Romancero gitano"
Aquellos días de Lorca en Nueva York, ciudad con mil diferencias tanto culturales como sociales a la España y más en concreto a la Granada de finales de los años veinte del pasado siglo otorgará a nuestro poeta de una visión de la vida sensiblemente distinta a la que había vivido hasta entonces.
Los sueños del nuevo mundo, la multiculturalidad de los emigrantes, los negros de Harlem, el Jazz...
Cuando Federico regresó a España, todos pensaron que parecía otro, nuevo, renovado, y hay quien dice que aquella luz especial de ese viaje a Nueva York, le acompañó hasta aquella madrugada de agosto entre Víznar y Alfacar.
EL autor: Carlos Esquembre (Valencia, 1985) músico y dibujante formado en la Escola Joso de Barcelona. Ha trabajado como ilustrador freelance y realizado storyboards para producciones audiovisuales en Dacsa producciones, Timelapse creative Agency y Rimores Factory.
Su primera incursión en el cómic tuvo lugar en 2013, cuando se autopublicó "The body", un tebeo de ciencia ficción donde unos diminutos sanitarios son introducidos en el interior de un cuerpo humano enfermo. Además de eso, también ha participado en la antología "Visiones del fin", publicada por Aleta en 2015, pero "Lorca: un poeta en Nueva York"es su primera novela gráfica.
1.8.17
Mis infames favoritos del cine. Hoy: Apollo Creed
Hoy comienzo una serie de publicaciones dedicadas a unos personajes que siempre me han fascinado: los malos de la película.
Porque no hay historia memorable sin un buen antagonista. El cine, como reflejo de nuestras pasiones, miedos y contradicciones, ha dado vida a una galería inagotable de villanos que, con sus sombras, muchas veces eclipsan la luz del protagonista.
Los hay de todos los tipos y colores. Están los malos perversos, que disfrutan del daño que causan; los atormentados, cuya maldad nace del dolor; los sádicos, que se deleitan en el sufrimiento ajeno; los terroríficos, que habitan nuestras pesadillas; los torpes, que en las comedias provocan más risa que miedo; los redimidos, que encuentran la luz en el último momento; y los ángeles caídos, cuya caída nos conmueve tanto como su poder.
No hay película que se precie sin su némesis. De hecho, en no pocas ocasiones, es el villano quien sostiene el conflicto, quien da profundidad a la trama y quien, paradójicamente, despierta mayor interés que el héroe. Hay villanos que se han convertido en leyendas del séptimo arte, dejando una huella más profunda que el protagonista mismo.
Y seamos sinceros: en más de una ocasión hemos soñado con ser el malo. Con tener su carisma, su inteligencia, su capacidad para romper las reglas. Nos ha indignado verlo fracasar cuando estaba a punto de cumplir su diabólico plan, y nos ha dolido que muera justo en el momento en que más disfrutábamos de su maldad. Otras veces, claro está, lo hemos odiado con todo nuestro ser. Hemos deseado que su final sea cruel, justo y definitivo… y sin embargo, el protagonista, con su sentido de la justicia y su buen corazón, lo perdona o le ofrece una salida digna, frustrando así nuestras ganas de venganza.
Porque el villano no solo existe para ser derrotado. Existe para hacer crecer al héroe, para poner a prueba su moral, para hacernos reflexionar sobre los límites del bien y del mal. El villano, en el fondo, también somos nosotros.
Con esta serie quiero rendir homenaje a esos personajes que, aun siendo los “malos”, muchas veces se roban la película. Analizaré sus motivaciones, su evolución, su impacto en la cultura popular, y cómo a veces nos resultan más humanos —o más interesantes— que los propios protagonistas.
Bienvenidos al lado oscuro del cine.
Aquí comienza el homenaje a los grandes villanos de la gran pantalla.
Y Y comienzo hoy, en referencia al post de ayer, con una figura que, aunque no lo parezca a simple vista, encarna muchos de los rasgos del “malo de la película”: Apollo Creed.
Conviene, eso sí, aclarar que el personaje de Creed sufre una evolución notable a lo largo de la saga Rocky. Su transformación es uno de los elementos más interesantes de su arco narrativo.
En su primera aparición, en la mítica Rocky (1976), dirigida por John G. Avildsen, Apollo se nos presenta como un tipo arrogante, narcisista, ambicioso, provocador, burlón y claramente prepotente. No duda en utilizar su posición de campeón mundial de los pesos pesados para organizar un combate que le sirva como espectáculo mediático y maniobra publicitaria. En un gesto que mezcla cálculo y falsa generosidad, le ofrece una oportunidad por el título a un completo desconocido: un boxeador de segunda categoría de Filadelfia llamado Rocky Balboa.
En esa primera entrega, todo en Apollo lo convierte en el antagonista: su actitud altiva, su desprecio hacia el rival, su confianza excesiva. No es un villano en el sentido estricto, pero sí un claro oponente. Todos deseamos, de una forma u otra, que Rocky le dé una lección, que lo derrote. Y aunque en ese primer combate el desenlace no llega a ser una victoria para el potro italiano, sí es una victoria moral que cambia el rumbo de ambos personajes. La verdadera derrota de Creed llega in extremis, en la segunda parte de la saga (Rocky II, 1979), cuando Balboa lo vence en un combate épico.
A partir de ahí, Apollo Creed deja de ser un “malo” y pasa a ocupar un lugar completamente distinto. La rivalidad se transforma en respeto, el respeto en amistad, y finalmente, en hermandad. Tras la muerte de Mickey, el viejo entrenador de Rocky, es el propio Apollo quien se convierte en su mentor, consejero, entrenador y aliado. Lo ayuda a recuperar el espíritu combativo y a reinventarse como boxeador.
Apollo Creed estuvo interpretado por el actor Carl Weathers en las cuatro primeras películas de Rocky. Hace un par de años, una especie de Spin off, aunque yo no la llamaría así, nos presentaba a el hijo ilegítimo del campeón de los pesos pesados siguiendo la estela de su padre en el mundo pugilístico y contando con la inestimable ayuda de, ¿quien si no? Rocky Balboa, continuando así el legado del apellido Creed que según parece tendrá una continuación más, de momento, en la gran pantalla. Estaremos atento a Adonis Creed Johnson, heredero además de sus dotes como boxeador, del orgullo irracional de su padre que no le lleva a buen puerto en ocasiones.31.7.17
Rocky

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.
Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.
Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.
Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.
A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.
Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.
“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.
Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”
“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.
Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.
Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.
Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.
No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.
La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.
El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.
Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.
Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.
Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.
Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:
-
Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.
-
Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.
-
Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.
Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.
La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.
Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.
“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.
Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.
30.7.17
El tiempo acaba con todo
-¿Era bueno?
-¿Quién?,¿Apollo? Fantástico, el boxeador perfecto, no ha habido nadie mejor.
-¿Y cómo le ganó?
-El tiempo le ganó, el tiempo acaba con todo, es implacable.
Creed, La leyenda de Rocky (2015) Dirigida por Ryan Coogler
28.7.17
Siempre nos quedará Casablanca
Ha sobrevivido a los proyectores de bobina y a los televisores de tubo, al VHS y al láser disc, al DVD, al Blu-Ray, al streaming, a la nostalgia y a la sobreexposición. Y sigue ahí, incólume, intacta, como si se hubiera estrenado ayer. Porque cuando se visiona por primera vez —y se conoce de antemano algo de su aura legendaria— se accede a una especie de templo invisible donde cada plano es un rito y cada frase, una letanía.
Ver Casablanca es sentirse en casa. Uno cree haber estado ya allí, en ese café mítico de paredes cargadas de humo, entre exiliados, espías y soldados perdidos en el tiempo. Junto a Rick, observando el mundo a través de un vaso de bourbon y una mirada entre irónica y herida.
La película lo tiene todo: un guion que roza la perfección —escrito a múltiples manos, pero de alma única—, interpretaciones que han trascendido a sus actores, una fotografía que convierte la penumbra en poesía, una puesta en escena de teatral sobriedad y una música que no acompaña la emoción: la provoca. Drama, romance, espionaje, humor, tragedia y redención. Todo ello en un metraje contenido que no da respiro, ni tregua.
Fue a principios de los años 40 cuando Hal B. Wallis, figura clave en la maquinaria creativa de la Warner Bros., recibió en su despacho una obra teatral aún sin estrenar, titulada Everybody Comes to Rick’s, firmada por Murray Burnett y Joan Alison. Aquella pieza condensaba ya buena parte de la tensión dramática y de los arquetipos morales que luego definirían a Casablanca. Wallis, con olfato de productor clásico, supo de inmediato que tenía entre manos un relato con posibilidades. Su idea original fue confiar la dirección a William Wyler, responsable de joyas como Cumbres borrascosas o Jezabel, y contar con Ronald Reagan y Ann Sheridan en los papeles principales. Por entonces, la película no era sino una producción menor, rodada en blanco y negro y con un presupuesto modesto. Nadie imaginaba aún que estaban a punto de hacer historia.
El guion atravesó numerosos borradores, y ni siquiera cuando arrancó el rodaje estaba completamente cerrado. La historia avanzaba, pero el final seguía sin resolverse. Fue entonces cuando Wallis pensó en Michael Curtiz, un artesano refinado, húngaro de nacimiento, que ya había demostrado su talento para narrar con intensidad y ritmo sin perder elegancia visual. Y fue también él quien tomó una decisión crucial: sustituir a la pareja protagonista por dos gigantes en estado de gracia. Humphrey Bogart, el rostro del desencanto romántico, y una joven actriz sueca de talento deslumbrante: Ingrid Bergman, cedida por el productor David O. Selznick, en uno de esos préstamos entre estudios que hoy nos suenan más propios del fútbol que del cine clásico.
El rodaje comenzó el 25 de mayo de 1942 en los estudios de Burbank, en plena Segunda Guerra Mundial. A menudo sin guion definitivo, con escenas que se reescribían el mismo día y actores que memorizaban sus líneas minutos antes de entrar en escena. Curtiz, con su habitual seriedad y su economía de palabras, gestionó con eficacia la incertidumbre y convirtió el caos en una virtud narrativa. Ingrid Bergman, desconcertada por no saber con cuál de los dos hombres debía mostrar más afecto en pantalla —si con Rick o con Laszlo— preguntó desesperada a uno de los guionistas: “¿A cuál de los dos amo más?”. La respuesta fue honesta: “No lo sabemos aún. Decide tú”.
La filmación concluyó el 3 de agosto de 1942, aunque aún se grabaron algunas tomas sueltas semanas después. Fue el propio Wallis, cuentan, quien improvisó el final más célebre del cine con una frase convertida en epitafio emocional: “Louis, presiento que este es el comienzo de una hermosa amistad”.
El éxito fue inmediato. El público quedó rendido ante la historia de amor imposible entre Rick e Ilsa, ambientada en una ciudad que se convirtió en símbolo de tránsito, de huida y de esperanza. Se habló incluso de una secuela, que jamás se concretó. David O. Selznick se negó a volver a ceder a Bergman, y sin ella, nada tenía sentido. Décadas más tarde, a comienzos de los años 90, se rumoreó un proyecto de continuación con Alain Delon como nuevo Rick. Afortunadamente, la idea nunca prosperó. Algunas historias no deben tocarse. Son perfectas en su inacabado.
Casablanca está hecha de escenas ya mitificadas, de frases que han entrado en el lenguaje común, de una canción —As Time Goes By— que ya no pertenece a su compositor, sino a la historia de todos. Y de un "Tócala otra vez, Sam", que, como tantas leyendas del cine, jamás fue pronunciado exactamente así.
Hay quien afirma que es la mejor película de todos los tiempos. Yo sólo sé que, cada vez que la vuelvo a ver, espero que el final sea otro. Que Ilsa se quede. Que Rick olvide. Pero no. Porque Casablanca no se limita a contar una historia: enseña a vivir con la melancolía. Nos recuerda que hay amores que salvan, precisamente porque no pueden quedarse.
27.7.17
El Bar
Con más de veinticinco años a sus espaldas, Álex ha dado a luz algunas de las películas más divertidas y desmesuradas del cine español: desde el alocado debut de Acción Mutante, pasando por la inolvidable El día de la bestia, hasta La comunidad, que a mi juicio son sus tres obras cumbre. Como todo creador prolífico, ha tenido sus altibajos: Crimen Ferpecto, Las brujas de Zugarramurdi, Balada triste de trompeta o Mi gran noche no alcanzaron la misma acogida que sus clásicos, pero tampoco representan una mancha en su filmografía, sino más bien episodios curiosos en su carrera.
El bar se presenta como una película coral que atrapa a un grupo de personajes, algunos desconocidos entre sí, dentro del típico bar madrileño que podría estar en cualquier esquina de la capital. Todo comienza tras el asesinato de un cliente en la puerta, y a partir de ahí, Álex desata un ritmo frenético, plagado de situaciones imprevisibles, hasta llegar a un final donde prima, por encima de todo, la supervivencia humana… o la versión menos glamurosa de ella.
Blanca Suárez, Secun de la Rosa, Terele Pávez, Mario Casas y Jaime Ordóñez —quien, en mi opinión, ofrece la mejor interpretación— llenan casi dos horas de un thriller trepidante que, al fin y al cabo, cumple con creces su cometido: entretener y ofrecer una velada amena y vibrante. Y a veces, en el cine, eso es más que suficiente.
26.7.17
El gabinete del doctor Caligari
El gabinete del doctor Caligari, dirigida por Robert Wiene en 1920, es una de esas joyas cinematográficas imprescindibles que todo amante del cine debería conocer. Esta película marcó la llegada de un nuevo estilo dentro del cine alemán, el expresionismo, aunque, para ser sinceros, confieso que yo nunca he tenido del todo claro qué demonios es eso del expresionismo.
¿Expresar exageradamente? ¿Una expresión subjetiva que se impone sobre la representación objetiva? ¿O quizá una especie de distorsión onírica de la realidad? Habría que sumergirse en estudios psicológicos profundos para, probablemente, acabar sin una conclusión definitiva.
Sea expresionista o no, lo cierto es que casi cien años después, Caligari sigue siendo un faro que ilumina la cinematografía de su época. El guion, firmado por Hans Janowitz y Carl Mayer en el convulso periodo posterior a la Primera Guerra Mundial, nos sumerge en una historia de terror sobre un loco, un sonámbulo y una serie de asesinatos sin resolver. La película se estructura en seis actos, donde conocemos al enigmático Dr. Caligari (Werner Krauss) y a su inquietante compañero Cesare, el sonámbulo (Conrad Veidt), en un pequeño pueblo alemán sacudido por la llegada de una feria y al mismo tiempo aterrorizado por recientes asesinatos.
Erich Pommer, el productor que se convertiría en una figura clave del expresionismo, financió la película y quiso que Fritz Lang la dirigiera. Lang declinó la propuesta, aunque dejó una sugerencia brillante: un marco narrativo en el que, al final, se revela que toda la historia es producto de la mente perturbada de un loco.
Esa atmósfera de demencia se refleja en la iluminación de alto contraste, los decorados de formas retorcidas, las interpretaciones intensamente expresivas y, por supuesto, en el maquillaje tan característico. Veidt llegó a decir que los actores expresionistas se movían con la misma tensión y contorsión que los decorados que los rodeaban.
Quizá, hoy en día, la película no cause el mismo terror que en su estreno. Tal vez ese miedo reflejaba, más que una historia sobrenatural, el temor real del pueblo alemán en un tiempo convulso entre guerras, marcado por la crisis social, económica y la sombra creciente del fascismo.
El gabinete del doctor Caligari: sugestiva, siniestra y eternamente inolvidable.
25.7.17
Freddie y Monserrat nunca cantaron juntos en Barcelona 92
Se cumplen nada menos que 25 años de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Un cuarto de siglo. Más de media vida vivida. Y aunque el tiempo pasa a veces con sigilo y otras veces como un vendaval, este aniversario me ha llevado inevitablemente a la evocación. Atrás han quedado vivencias, amores que se fueron y otros que llegaron, fracasos que nos enseñaron y triunfos que aún celebramos, lugares que visitamos, personas que marcaron una etapa o se convirtieron en parte de nuestra vida, canas que nos asoman, trabajos que nos moldearon y años que, sin darnos cuenta, nos han ido madurando.
24.7.17
Le Tour de France
Sigo el Tour de Francia con puntual devoción cada mes de julio desde aquel ya lejano 1983. Ha sido, desde entonces, una cita sagrada con la épica, una peregrinación inmóvil a través de montañas, llanuras y sueños. Me convoca su leyenda, su crudeza, su antigua belleza. Porque el Tour no es sólo una carrera: es un relato en marcha, una odisea moderna tallada en asfalto y sudor.
Me fascina porque es inmisericorde. Porque somete a los ciclistas a una liturgia de sufrimiento que ellos mismos han elegido. Y, sin embargo, parecen gozar en esa penitencia de veintiún días, como si pedalear fuese su forma de redención.
Lo disfruto porque aún veo, en cada ascensión y en cada curva, los fantasmas gloriosos de aquellos que lo engrandecieron: Perico Delgado, Marino Lejarreta, Anselmo Fuerte... Y también el recuerdo doliente de aquel joven Antonio Martín, truncado por la imprudencia en una carretera cualquiera, eternamente detenido en el umbral de lo que pudo ser.
Imagino, como en un sueño recurrente, que estoy en una cuneta del Tourmalet, del Alpe d’Huez, de la Croix de Fer. En una tarde calurosa, entre multitudes enfervorecidas, alentando a un héroe que no sabe de mi existencia, pero que representa algo muy profundo y muy antiguo: la voluntad de resistir.
Todos empujamos a Indurain en aquellas etapas míticas de los años noventa. Desde el salón de casa, desde el alma. Era una comunión nacional, un clamor mudo. Y aún hoy, cada tarde de julio, me acompaña el rumor del helicóptero francés, ese zumbido casi litúrgico que parece entonar un salmo aéreo sobre los valles.
He seguido el Tour incluso cuando el sueño amenaza con derrumbarme tras largas jornadas laborales. Porque sé que, al otro lado de la pantalla, alguien lucha contra sí mismo en una cuesta interminable. Y eso, en esta época descreída, sigue siendo admirable.
Disfruté con Alberto Contador, en sus victorias y en sus derrotas. Y soporté con resignación la farsa que fue Lance Armstrong, cuya caída fue tan grandilocuente como su impostura. Nunca olvidé la injusticia con Joseba Beloki, que mereció un reconocimiento que jamás llegó.
Y cuando concluye el Tour, queda el vacío. Una sensación extraña, como si nos faltara el sentido del verano. Pero también la certeza de que, al cabo de un año más en nuestras vidas, volverá.
Y con él regresará la leyenda.
La lucha primitiva entre el hombre y la montaña.
La belleza atávica del sacrificio.
Y el rumor eterno de las ruedas rozando la historia.
23.7.17
Brooklyn Follies
"La gente siente lo que siente. ¿Quién soy yo para decir si aciertan o se equivocan?"
Brooklyn Follies (Paul Auster)