Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVII): Primavera, estornudos y pasiones anticipadas
El primer día de primavera en Villafresno del Río no se anunció con flores, sino con estornudos. A las 7:30, Don Isidro salió al portal, aspiró profundo —con esa costumbre de oler el aire como si fuera vino nuevo— y soltó con solemnidad:
—¡Ya está aquí! ¡La traidora!
Nines lo miró desde la acera de enfrente, con bata de entretiempo, rulos y un café con leche de los que hacen historia, y respondió con tono de sentencia:
—La primavera no entra. Se cuela. Como los rumores. Y siempre deja las puertas abiertas.
Y así empezó la estación más contradictoria del año.
En el campo, las margaritas brotaban sin pedir permiso, las abejas se organizaban en escuadrones suicidas, y las ovejas estaban más nerviosas que en vísperas de encierro. El tío Matías decía que las cabras “andan raras, como con pensamientos”, y eso en el pueblo era motivo suficiente para preocuparse.
En Villafresno el cambio se notaba en todo. Las mujeres empezaban a sacar los visillos, los hombres se afanaban en lavar el coche “por si acaso” y los adolescentes reaparecían tras meses de hibernación digital, tomando las esquinas como si fueran territorios a reconquistar.
Se salía con chaquetón por la mañana y con camiseta de tirantes por la tarde. Las terrazas se llenaban de valientes y las farmacias de víctimas del polen.
Se abrían las ventanas “para que corra el aire”, y luego se cerraban “porque ha corrido demasiado”.
Se retomaban los debates anuales sobre si en Semana Santa iba a llover.
—Como todos los años —decía la señora Agripina—, pero esta vez con mala leche.
Frédéric vivía la primavera como un despertar filosófico. Empezó a madrugar más, a pasear por los caminos con un cuaderno bajo el brazo y a escribir haikus con la seriedad de un samurái jubilado:
Brota el almendro.
Mi alma se despereza.
Me pica todo.
Aunque nadie los entendía, Mari Pepa los colgaba en el tablón del bar junto a los carteles de “SE VENDE remolque de mula” y “SE BUSCA gato con bigote (responde al nombre de Bigotes)”.
Don Cipriano, viendo que el clima mejoraba, propuso en el pleno municipal:
—Vamos a hacer la Semana Cultural de la Primavera. Talleres, poesía, rutas… y si podemos, una paella popular.
—¿Y si llueve? —preguntó alguien.
—Se hace bajo techo, y la paella se convierte en sopa —respondió, con visión política y mucha fe.
Hubo aplausos tímidos. Luego más estornudos.
Los amores, claro, también salían del letargo. En primavera en Villafresno:
Se nota más quién mira al otro con cariño,
Se rumorea más en la peluquería,
Y los solteros históricos limpian el coche sin motivo aparente.
Nines empezó a poner canciones románticas en el bar: boleros de los que duelen, canciones italianas de cuando el amor era en blanco y negro.
Don Isidro, que se resistía incluso a pagar el pan exacto, dejó propina dos veces en la misma semana.
Frédéric empezó a sonrojarse cada vez que Almudena (la de la papelería, con ojos de tormenta y risa de vendimia) le comentaba un haiku.
Y Mari Nieves, mientras hacía punto en el banco del Ayuntamiento, soltó con tono de misterio:
—Este año huele a boda… o a alergia, pero algo se está cociendo.
Los adolescentes organizaban botellones con nombre: “Bienvenida al polen”, “El regreso de las mangas cortas”, “El calor me confunde”.
Los tractores pasaban más despacio por delante de la tienda de ropa, como si esperaran que alguien saliera a saludar desde el escaparate.
Las cigüeñas, recién llegadas, ocupaban su nido con indiferencia burocrática. Y en el corral de Mari Pepa, una gallina se negaba a poner huevos porque, según decía su dueña, “está descompensada por el cambio de hora”.
Incluso el cura, Don Apolinar, dedicó la homilía del domingo a los peligros de la pasión primaveral. Citó a San Agustín, a las hormonas y al polen en una mezcla extraña pero efectiva, que provocó varios codazos discretos entre bancos.
Y así, entre nubes de polen, declaraciones a medias, y abrigos que iban y venían como relaciones de verano mal cerradas, Villafresno del Río abría sus ventanas al mundo. Con más polvo que glamour, sí.
Pero con un encanto que no se quita ni con antihistamínico ni con agua de azahar.