Quiero escribir esto como un pequeño homenaje, y también para mí, para recordar cómo cambió mi visión del cine gracias a él.
Tenía trece años cuando vi “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and the Sundance Kid). No sé si aún entendía del todo qué era un género, ni qué era ese encanto que tiene lo viejo, lo lejano. Pero recuerdo la primera vez que apareció Redford en pantalla: aquel gesto tranquilo, la mezcla de rebeldía y melancolía, la forma en que desafía al mundo y al destino, sabiendo que quizá no puede más que huir, que la libertad siempre duele un poco. Fue como una puerta que se abrió: entendí que el cine no era sólo entretenerse, sino sentir, añorar, comprender el paso de los héroes, de los gestos, de las voces que perduran.
Ver a Robert Redford en esa película fue ver algo posible: un ideal de valentía suave, de poesía rodada, no de explosiones, sino de miradas y silencios. Fue la primera vez que supe lo que podía ser admirar sin reservas.
Ahora, al enterarme de su muerte, me invade una tristeza dulce, nostálgica. Porque con su partida sentimos que se va una parte de aquello que nos hizo soñar siendo jóvenes. Los ídolos, los héroes, estos que tan pronto parecen inmortales, envejecen, se apagan, se marchan. Y con ellos se van las noches en que todo parecía posible, la magia de creer que lo grandioso puede comenzar con una voz, una canción, una película.
El tiempo es inmisericorde. No pide permiso, ni espera. Y sin darnos cuenta, nos vemos más cerca de esa edad de la que pensábamos, y de los mismos finales que alguna vez sólo existían fuera de nosotros. Pero también, y esto lo quiero creer, el legado de quienes amamos no se apaga. Mientras alguien recuerde su sonrisa, su voz, su estilo, seguirá vivo.
Robert Redford fue más que ese actor de peliculas bélicas, de vaqueros o de historias épicas: fue símbolo de que la elegancia puede ser silenciosa, que el carácter puede implicar ternura, que la protesta no necesita gritar (aunque a veces lo haga), que el cine puede ser testigo del paso del tiempo, de nuestros miedos, de nuestras esperanzas desbordadas.
Hoy lo lloramos, lo recordamos, lo celebramos. Porque de algún modo, aunque se haya ido, su presencia permanece, en mis recuerdos, en las películas, en cada mirada adolescente que alguna vez lo vio y pensó: “Así me gustaría ser también”.
Y me consuela creer que los héroes no mueren del todo. Se convierten en parte del tejido de lo que somos.
Descansa en paz, Butch Cassidy.
Como en aquella última imagen congelada de "Dos hombres y un destino", sales una vez más con la pistola en la mano y la sonrisa en los labios, avanzando hacia la eternidad en un salto que ya no es huida, sino triunfo. El eco de tus disparos seguirá resonando en nuestras memorias, y aunque el polvo del tiempo intente cubrirlo todo, siempre quedará esa estampa inmortal: dos hombres, un destino… y tú, cabalgando hacia la leyenda.

No hay comentarios:
Publicar un comentario