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21.10.25

No me toquéis el reloj

 Yo creo que lo tenemos claro: si alguien intenta volver a cambiar la hora, nos encadenamos al reloj de la Puerta de la villa o a el de el Ayuntamiento en la plaza de España de Mérida. Que sí, que los expertos dirán lo que quieran, pero el cuerpo no entiende de ciencia ni de husos horarios: en este país, el cuerpo entiende de terrazas, de cañas al sol y de no salir de trabajar a oscuras como si fueras el conde "Brácula".

El horario de verano es la versión buena del año, como el colega guay, el que fue a Erasmus, el que no se deprime por la luz. En cambio, el horario de invierno es gris, melancólico y con olor a brasero de picón. ¿De verdad alguien quiere eso todo el año? Yo no. Quiero salir por la tarde y que todavía quede claridad para dudar si salir a andar por la isla o directamente al pestorejo.

Dicen que con el horario de verano dormimos peor. Mentira. Dormimos igual de mal, pero con la conciencia más tranquila, porque al menos sabemos que no estamos desperdiciando la vida entre penumbras. Y si el precio por tener sol hasta las nueve es un poco de ojeras, pues se lleva con dignidad: mejor ojeras con sol que alma apagada.

Además, pensemos en la economía: más horas de luz, más tiempo para consumir cerveza, raciones y gasolina. España se mantiene sobre tres pilares: el bar, la playa y la siesta. El horario de invierno solo favorece a uno de los tres. ¿Y así cómo vamos a levantar el país?

Yo digo sí al horario de verano eterno. Que se quede para siempre, como los chiringuitos que no cierran y las canciones de los 80 que vuelven cada año. Queremos días largos, noches suaves y la ilusión de que siempre es casi agosto.

Porque si nos quitan la luz, nos quitan la alegría. Y sin alegría, esto se nos queda en horario de Bélgica. Y sinceramente, yo a Bélgica la respeto, pero no quiero vivir con su clima ni con su reloj, ni con su comida.


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