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6.5.20

Fátima. La película.




 La productora Diamond Films ha lanzado el primer tráiler de "Fátima", dirigida por el italiano Marco Pontecorvo película que en principio debería estrenarse en los cines el próximo 16 de octubre, si las circunstancias lo permiten en esa fecha.
La historia, lógicamente está inspirada en los célebres hechos acontecidos en la ciudad portuguesa de Fátima en 1917, donde nos narra la historia de Lucía y sus primos Jacinta y Francisco, quienes presuntamente fueron testigos de varias apariciones de la Virgen. Según los testimonios y escritos de la época, la última aparición de la Virgen, el 13 de octubre de ese mismo años, fue presenciado por más de 70.000 personas, entre ellos, periodistas y personalidades importantes que dieron fe de ello en la prensa escrita.
 Su director ha declarado que" La película contiene un  gran mensaje universal de paz: La idea de que todos debemos cambiar nuestro comportamiento para terminar con la violencia y la guerra. Pero también es una historia humana acerca de una pequeña niña, la relación con su madre y cómo el cuestionamiento sobre la fe puede llevar a una fe aún mayor".

Aunque he tenido la oportunidad de visitar este lugar en varias ocasiones, aún no me he decidido a hacerlo. De hecho, uno de esas escapadas previstas para este 2020 y jorobadas por el COVID19 era pasar unos días en Portugal, cerca de esa localidad y visitarla brevemente uno de los días. Habrá que esperar, pero como lugar histórico de uno de los hechos más controvertidos del siglo XX, he de confesar que me pica bastante la curiosidad. Portugal está llena de lugares mágicos y maravillosos. No podían faltar los que están cargados de una dimensión espiritual y de fe que han perdurado durante más de un siglo.


5.5.20

Demolition Man. Otra secuela tardía que se avecina.



Menuda racha lleva Stallone! No parece que el tiempo ni los guionistas de Hollywood puedan con él. Tras haber desempolvado a sus dos personajes más icónicos,Rocky, con un dignísimo regreso en Creed y Creed II, y Rambo, con una violenta despedida en Last Blood, el incombustible Sly apunta ahora al regreso de una de sus películas más peculiares y queridas por los fans: Demolition Man.

La cinta original, dirigida por Marco Brambilla en 1993, mezclaba acción, sátira y ciencia ficción en un futuro distópico donde las palabrotas están prohibidas, el sexo es virtual, y nadie sabe cómo se usan las tres conchas. En ese mundo tan aséptico como absurdo, el policía John Spartan (Stallone), un tipo de la vieja escuela, era descongelado para enfrentarse al psicótico Simon Phoenix (Wesley Snipes), también salido de la criogenia con todo su salvajismo intacto. Por el camino, el personaje de Sandra Bullock, Lenina Huxley, aportaba ingenuidad, cultura pop de los 90 y mucha química con el protagonista.

Ahora, más de tres décadas después, y en pleno parón de rodajes por culpa del COVID-19, Stallone ha dejado caer que Demolition Man 2 es más que un simple rumor. Según sus propias palabras, las negociaciones con Warner Bros están "más que avanzadas", y el guion promete. ¿Volverán también Snipes (cuya carrera ha tenido altibajos y polémicas) y Bullock (ahora consagrada actriz y productora)? Esa es la gran incógnita. Stallone no ha confirmado nada, pero los fans cruzan los dedos.

Mientras tanto, su otra película en marcha, The Samaritan, una historia de superhéroes veteranos, está congelada (nunca mejor dicho) por la pandemia. Y por si fuera poco, tiene en el horno otra entrega de Los Mercenarios, ese festival de testosterona, frases lapidarias y explosiones donde se reúnen los tipos duros más curtidos de los 80 y 90. Vamos, que Stallone sigue siendo el último héroe de acción... incluso en un mundo que parece escrito por un guionista de Demolition Man.

No sabemos si en esta secuela usaremos las conchas, si Taco Bell volverá a ser el restaurante de élite, o si la sociedad será aún más "ordenada" que en la primera entrega. Pero una cosa sí es segura: cuando John Spartan despierta, las cosas se ponen en marcha.

4.5.20

Trailer de Perry Mason




Perry Mason no es, como podría pensar algún despistado, un personaje sacado de un chiste de Chiquito de la Calzada. Aunque el nombre suene a vaquero con bufanda o a pianista de salón de los años 40, lo cierto es que se trata del protagonista de una de las sagas de novelas policíacas más influyentes del siglo XX. Nacido de la pluma de Erle Stanley Gardner en los años 30, Perry Mason era, y sigue siendo, un abogado criminalista que resolvía los casos más enrevesados con temple, ingenio y una ceja siempre arqueada en modo “lo tengo todo controlado”.

Los más veteranos —esos que aún distinguen entre Raymond Burr y Marlon Brando sin necesidad de Wikipedia— lo recuerdan por la mítica serie de televisión que arrasó en la pequeña pantalla entre finales de los años 50 y mediados de los 60. Raymond Burr se metió en la toga de Mason con la naturalidad de quien ha nacido para ello: serio, sobrio, y con una mirada que podía reducir al silencio al fiscal más lenguaraz. Más adelante, en los años 80, ya entrado en carnes y con ese aire de abuelo resolutivo, Burr retomó el papel en una serie de telefilmes que mantenían el espíritu clásico del personaje, aunque ya sin tanto ritmo como en su época dorada.

Pero, como suele pasar con los iconos, Perry Mason no podía quedarse en blanco y negro.
Ahora, en plena era de plataformas, cuando uno ya no sabe si está viendo cine, serie o tráiler eterno de algo que jamás comenzará, HBO ha decidido resucitar al mítico abogado. Eso sí, con nueva cara: Matthew Rhys, que viene de demostrar su solidez en The Americans, es quien se pone esta vez en el pellejo de Mason. Y al volante de la producción ejecutiva, ni más ni menos que Robert Downey Jr., en modo “industrial del entretenimiento” tras colgar el traje de Iron Man.

La nueva versión no es un simple “remake” con filtro de Instagram. Se trata de una reinterpretación más oscura, más psicológica, ambientada en un Los Ángeles de los años 30 que huele a sudor, polvo, corrupción y whisky barato. Es decir, el caldo de cultivo perfecto para un abogado que aún no lo es del todo, y que carga más con traumas que con jurisprudencia. Un Perry Mason más humano, más roto, y por lo tanto, más moderno.

Su estreno está previsto para el próximo 22 de junio, y en un mundo donde las salas de cine languidecen como videoclubs sin luz y la pandemia del COVID-19 ha dejado tocado al sector audiovisual, no queda otra que seguir apostando por el streaming… o volver a leer. Yo apuesto por ambas.

Veremos si esta nueva encarnación está a la altura del mito, o si simplemente se queda en otra de esas revisiones con estética cuidada pero alma escasa.
Perry Mason no necesita fuegos artificiales. Le basta con un buen caso, una sala de juicios, y esa última pregunta certera, lanzada justo antes del fundido a negro.


3.5.20

Living In A Ghost Town



Living In a Ghost Town, primera canción publicada por los eternos e incombustibles Rolling Stones en ocho años. El título y la letra de la canción conecta perfectamente con estos inusuales días que nos ha tocado vivir. Ciudades fantasmas, personas de aspecto espectral, políticos que parecen más una triste aparición que gestores o opositores al gobierno. Nosotros mismos, que ya no discernimos entre lo que es real y lo que es imaginario. Y una letra que nos hace creer aún más en lo apocalíptico y dantesco. Pero son los Rolling y tienen licencia para eso y para lo que les venga en gana.
                     
                     “Los predicadores estaban predicando, 
                       las organizaciones benéficas suplicando, 
                       los políticos haciendo tratos, 
                       los ladrones felices robando y las viudas llorando.
                       No nos quedan camas para dormir.
                      Siempre tuve la sensación de que todo se vendría abajo

Lo sé, es sólo Rock and roll, but I like it...

1.5.20

Abdesalam Ben Arrabat


En el pintoresco y apacible pueblo de Benarrabá, uno de esos lugares por donde serpentea el río Genal, en la serranía malagueña de Ronda, aún se cuenta una leyenda vinculada directamente a las aguas que lo cruzan.

La fábula relata la historia de los tejidos que se elaboraban en esta villa, y que gozaron de gran fama tanto en la corte musulmana de Córdoba como en las de Málaga y Granada. El color carmín con que teñían las telas causaba auténtica admiración, por su brillo y viveza inusitados.

El artífice de esta maravilla era Abdesalam Ben Arrabat, tintorero y alquimista consumado, conocedor de todos los tintes y secretos de la época. Su pigmento mágico lo extraía de un insecto llamado “qármaz”, en realidad la cochinilla Hermes ilicia, que se posaba en las coscojas de pinos, encinas y alerces.

El secreto permaneció celosamente guardado hasta que, para desgracia de su linaje, uno de sus hijos reveló la fórmula: cochinilla, ácido sulfúrico y ácido nítrico, destilados con agua del río Genal.

Parece que, para algunas cosas, tener hijos no sale rentable…

28.4.20

Michael Robinson


.Hace apenas unos días, en una de esas tardes que el confinamiento nos regala, me topé con un magnífico reportaje en YouTube titulado “Yo vi jugar a Nate Davis”. En él se narra la historia de un jugador de baloncesto afroamericano que recaló en Ferrol a principios de los años ochenta. Pero, atención, no se trata solo de su espectacular carrera deportiva ni de sus revolucionarios números, mucho antes de que los Gasol, Ricky Rubio o Calderón pusieran a España en el mapa NBA, ni siquiera cuando Fernando Martín aún soñaba con cruzar el charco.

Este documental, parte del programa Informe Robinson, nos muestra el lado más humano del deporte, esa otra cara que a menudo parece sacada de la más pura ficción. Nate Davis lo tuvo todo a su alcance, pero la vida es una autopista con desvíos inesperados que te arrastran sin previo aviso hacia destinos inciertos.

El artífice de esta historia televisiva fue Michael Robinson, fallecido tristemente hace poco, a los 61 años. Con él, en 1990, dejamos atrás las retransmisiones soporíferas del fútbol para descubrir que antes, durante y después de cada partido había un mundo fascinante por explorar.

Con su inglés marcado y un vocabulario castellano breve pero certero, Robinson nos enseñó que lo importante no siempre es lo que te cuentan, sino cómo te lo cuentan. Y siempre con esa sonrisa elegante y esa ironía sutil que lo convirtieron en una voz y una sonrisa inolvidables para toda una generación.

Un hombre que no era periodista, ni falta que le hacía, porque lo suyo fue puro talento y carisma. Y así, con Michael Robinson, el deporte dejó de ser solo deporte para convertirse en algo mucho más divertido e interesante.


24.4.20

Castillo de Feria

 En el año 1394, el rey Enrique III entregó la villa a Gomes Suárez de Figueroa, maestre de la Orden de Santiago, concediéndole el título de Conde de Feria. Poco después, sería otro monarca, Felipe II, quien otorgaría a Lorenzo Suárez de Figueroa, hijo del anterior,  el título de Duque de Feria. Fue en esa época cuando el Señorío de Feria alcanzó su máximo esplendor, floreciendo tanto en influencia como en patrimonio. En este contexto se erigió la mayor parte de lo que hoy conocemos como el Castillo de Feria, una imponente fortaleza que corona la localidad y que he tenido la fortuna de visitar en varias ocasiones. Siempre me ha fascinado la sobriedad de su arquitectura, pero sobre todo las impresionantes vistas que regala de la comarca, extensas y abiertas como un libro antiguo que uno nunca termina de leer del todo.

La última vez que estuvimos allí fue en enero de 2019. No sabría decir por qué esta imagen ha regresado ahora, en esta inerte tarde de viernes, gris y un tanto perezosa. Quizá sea la melancolía o el simple deseo de volver a disfrutar de aquellas miniescapadas improvisadas de sábado, sin rumbo fijo ni reloj, cuando aún era posible subirse al coche y dejarse llevar por la carretera sin mayor propósito que el de cambiar de aire. Hoy, esa libertad nos parece lejana, casi irreal, como si perteneciera a otra vida o a un sueño apenas recordado.

También me viene a la memoria aquella tabla de quesos que devoramos sin remordimientos en uno de los escasos bares del pueblo. No era nada sofisticado, pero el sabor y el momento quedaron grabados con una intensidad inesperada. A veces, las cosas más sencillas, una conversación tranquila, una copa de vino, el sol de invierno en la cara, bastan para hacer feliz a este ingenuo fantaseador que aún cree en la magia de lo cotidiano.

22.4.20

Tan cerca y tan lejos



Ahora que todo nos parece tan inusual, que nos estamos desacostumbrando a todo lo que formaba parte de lo que antes llamábamos rutina o hábito, que las cosas que creíamos más asequibles y elementales forman ya parte de una miscelánea de imposibles, que incluso hemos llegado a el punto de añorar lo que antes nos resultaba monótono y aburrido. Ahora que los recuerdos bonitos recientes nos parecen remotos y tenemos la obtusa sensación de que el tiempo ha detenido su inmisericorde trayectoria y que nos vamos a congelar en este 2020 que con tanta confianza y determinación habíamos iniciado.

Ahora que vivimos un poco de esos recuerdos, los inmediatos. Los viejos se van diluyendo, como se diluye una sombra al atardecer y ya no sabemos distinguir muchos de ellos, si los hemos vivido, si los hemos soñado, nos los hemos autoinventado o alguien nos los relató con o sin detalles y al final los creemos propios. Ahora que he recordado una escena de la película "Rebeca" de Alfred Hitchcock en la que la protagonista quisiera que se inventara algo para embotellar los recuerdos, igual que los perfumes, y que nunca se desvaneciesen. Y que cuando quisieran pudieran, destapando una botella, volver a revivirlos tal y como eran.

En mi botella, una imagen, de esas miles que recopilo,
un lugar,  podría ser otro, un momento especial, de tantos. 8 de junio de 2018. Tan cerca y tan lejos.

21.4.20

Días como estos

Hasta hoy he sobrellevado el confinamiento con la entereza que permite una rutina impuesta por las circunstancias, aunque no sin cierta dificultad para calibrar con precisión el alcance de todo lo que veo, escucho y , sobre todo,  siento. No ha sido fácil encontrar el equilibrio en medio del estruendo informativo, de las cifras, del miedo sordo y de esa sensación difusa de intemporalidad que convierte los días en un todo homogéneo. Y, sin embargo, puedo decir que he "resistido" , sí, en el sentido más estoico del término, durante casi mes y medio.
Hoy, sin embargo, ha sido diferente. Ese limbo que se abre entre un día laborable y otro, una especie de grieta en la rutina, me ha golpeado con una melancolía inesperada. Era previsible, por supuesto. Ningún confinamiento es inmune a las grietas emocionales. Y este ha sido uno de esos días en los que hasta acertar se convierte en error y en los que la realidad pesa como una losa demasiado concreta.
No escribía aquí desde hacía más de dos años. Este blog, que en otro tiempo fue confidente y espejo, ha ido quedando arrinconado, como una vieja cinta VHS que sabes que guarda tesoros, pero que rara vez te detienes a rebobinar. Pensé, al inicio de esta clausura global, en escribir un diario del confinamiento. Pensé que, quizás, pudiera servir de catarsis o de huella para el futuro. Me imaginé contando con detalle mis lecturas, películas, series, las peripecias del cocinillas improvisado en que uno se convierte cuando la nevera y el tiempo se confabulan, y también esas conversaciones con Blanca, que, con una paciencia más digna de estudio que de elogio, ha aguantado mis oscilaciones anímicas y mis recurrentes tormentas interiores.
He caminado por casa. Literalmente. Hasta 12 kilómetros en una jornada, emulando —salvando distancias metafóricas y literales— mis paseos por la isla, aunque sin árboles, sin patos, sin Guadiana. Solo yo, mi sombra, y ese reencuentro diario en el pasillo en el que, cruzándonos sin mirarnos del todo, nos reconocemos en la inercia. Ella me observa, incrédula, entre la sonrisa y el tedio, mientras yo intento hacer deporte en 90 metros cuadrados con la torpeza de un ermitaño moderno.
Y sin embargo, el blog quedó mudo. Lo relegué, como tantos otros hábitos, por la inmediatez de las redes sociales, por la efímera descarga de dopamina que ofrecen los likes, y por esa falsa sensación de haber compartido algo sin haber dicho realmente nada.
Leo las noticias, casi con un automatismo malsano. Y sé que no me hace bien. Lo sé. Pero uno se obstina en la sobreinformación como quien escarba en una herida para comprobar si sigue doliendo. Y claro que duele. Y claro que todo esto va para largo. A veces nos envuelve un espejismo de optimismo, una corriente superficial que nos invita a creer que todo pasará pronto, que despertaremos de esta pesadilla y que el mundo seguirá girando como antes. Pero ya intuimos que no será así. Que la normalidad que conocimos está, al menos por ahora, en suspenso. Que tal vez no regrese del todo jamás.
Si algo hemos aprendido —y no es poco— es la futilidad de los planes a medio o largo plazo. La renuncia forzada a nuestras pequeñas certezas. No poder ir esta Semana Santa a Miranda del Castañar, ese refugio de paz, de piedra y de silencios limpios, fue el primer golpe de realidad que me hizo comprender que la vida, ahora, debe vivirse en formato breve. El día a día como horizonte. El presente como única certeza.
No sabemos si volveremos a Lanjarón, a Benarrabá, a Estoril, a Losar de la Vera o a Mojácar. Si pisaremos de nuevo La Lola, B-Nomio, La Carbonería o El Trece Uvas. Si habrá cañas en El Pestorejo o churros en el Sanarra. Si se alzará el telón en el Gran Teatro o si Ipiña cantará para los suyos en una de esas noches que parecen abrazar al mundo. Todo eso, hoy, es literatura de la memoria.
Vivimos días insólitos, pensamientos extraordinarios, emociones atípicas. El mundo, como lo concebíamos, ha virado en un eje invisible, y nosotros con él.
Y pese a todo, pese a la incertidumbre, el cansancio, el encierro y la nostalgia, que no nos falte un canto de esperanza. Que no nos falte la promesa de un nuevo amanecer, como los de Miranda del Castañar vistos desde la terraza del apartamento de la muralla, cuando el sol asoma entre los tejados y uno cree, aunque sea por unos minutos, que todo encaja.
Hay que resistir. Porque quien resiste, al final, vence.

1.3.18

Berlín 1933. El incendio del Reichstag


Soy de los que en ocasiones se detienen a pensar quién puede ser el verdadero beneficiado cuando ocurre una desgracia de grandes proporciones. Y es que sucede con demasiada frecuencia: incendios forestales, conflictos bélicos en países subdesarrollados, brotes de virus o pandemias… Siempre hay alguien que sale ganando, a costa del sufrimiento ajeno.

El otro día hojeaba un libro sobre los orígenes, auge y caída del nazismo en Alemania y, cómo no, en sus páginas se relata el célebre incendio del Reichstag, la sede del parlamento alemán, ocurrido el 28 de febrero de 1933. En aquel momento, Adolf Hitler apenas llevaba un mes en el poder, elegido democráticamente por el pueblo alemán.

Según la versión oficial, un albañil comunista desempleado fue el responsable de prender fuego al edificio. Sin embargo, esta tragedia se convirtió en el pretexto perfecto para que el flamante canciller suspendiera todos los derechos civiles y, en un abrir y cerrar de ojos, hiciera caso omiso a la constitución.

Ese mismo día, cuando aún humeaban las ruinas del Reichstag, Hitler promulgaba un decreto que suspendía libertades fundamentales como la de expresión, reunión y prensa, y que permitía encarcelar sin juicio previo a cualquiera que se opusiera al partido nazi, fuesen cuales fuesen sus ideas. Más de cinco mil comunistas fueron detenidos en cuestión de horas.

¿Quién podía atreverse a denunciar el tufillo de manipulación que desprendía todo aquello? ¿Acaso fueron los propios nazis quienes idearon el incendio y buscaron un chivo expiatorio conveniente?

La rapidez con que Hitler y sus acólitos reaccionaron aquella noche fue, en definitiva, el pistoletazo de salida para la maquinaria terrorífica que se desplegaría durante los años siguientes, hasta el fatídico final de la Segunda Guerra Mundial en 1945.

Se suspendieron siete artículos constitucionales que protegían los derechos humanos más básicos, dando vía libre para encarcelar a cualquiera que osara disentir. En menos de un mes, Alemania se convirtió en una prisión gigantesca y, ante el colapso de las cárceles, comenzaron a surgir los oscuros campos de concentración, donde ya había más de 25,000 presos apenas tres meses después del incendio.

Un triste recordatorio de cómo, en ocasiones, las grandes catástrofes son hábilmente manipuladas para que unos pocos se alzen con el poder y muchos terminen pagando el precio más alto.Y mientras la terrible sombra del régimen nazi se extendía implacable, Europa, distraída o quizá incrédula, apenas se percataba de la gravedad de lo que ocurría. Marinus van der Lubbe, el albañil desempleado y presunto autor del incendio del Reichstag, fue ejecutado en la guillotina tres días antes de cumplir 25 años.

Hubo que esperar más de siete décadas para que, finalmente, el 10 de enero de 2008, se anulara su sentencia. La decisión judicial se amparó en una ley de 1998 que permitió la rehabilitación de aquellos condenados injustamente por la justicia nazi entre 1933 y 1945. El tribunal dictaminó que la condena original se había basado en conclusiones claramente injustas, impregnadas de la ideología nacionalsocialista, lejos de cualquier mínimo rigor legal o moral.

Así, 74 años después del incendio que cambió la historia de Alemania y del mundo, se hizo un tímido intento de justicia histórica. Lamentablemente, demasiado tarde para Marinus van der Lubbe, y demasiado tarde para muchos otros que pagaron con sus vidas y libertad el precio de aquel terrible ardid político.

Un recordatorio cruel de cómo la verdad puede tardar en abrirse paso, pero que al final, como el río Genal en Benarrabá, busca siempre su cauce.

22.2.18

Forges

Es curioso. Ayer hablaba de las sugerencias literarias de Juan Cruz, y hoy vuelve a aparecer su nombre. Fue precisamente aquel día, sí. Aquel en el que regresaba caminando desde el Retiro, después de haber disfrutado de una fantástica jornada en la Feria del Libro de Madrid. Año 2016. Entre los muchos stands de editoriales, me topé con Juan Cruz, el periodista canario, brillante y prolífico, que me regaló una breve y amena charla sobre el servicio de correos en su juventud. Con toda la amabilidad del mundo, me firmó su libro Toda la vida preguntando, una recopilación de entrevistas a figuras como Francisco Ayala, María Zambrano, Vargas Llosa, García Márquez, Caro Baroja o Günter Grass, entre muchos otros.

Ver la feria a fondo requiere tiempo. Me quedaron muchos puestos por recorrer, pero las horas pasaron volando, como pasa siempre cuando uno lo está disfrutando de verdad.

Fue justo al pasar por Cibeles cuando ocurrió. Me lo crucé. No puede ser… ¡es Forges! Nada más y nada menos. Paseaba en solitario por la acera, tranquilo, sin prisas, como si nada ni nadie le apremiara. Tal vez rumiando su próxima viñeta, quién sabe. ¿Cómo me dirijo a él?, pensé. Señor, caballero, perdone… Pero al llegar a su lado, sin pensarlo más, solté:
—Antonio, buenas tardes. ¿Me permite una foto con usted?
—Claro que sí, faltaría más —respondió, con esa amabilidad desarmante.

Madrid es enorme, y un viernes por la tarde, junto a la Cibeles, suele estar abarrotada. Le pedí a un señor mayor que pasaba con su esposa que nos hiciera la foto. Aceptó con toda la gentileza del mundo.
—¿Cómo va esto?
—Pues mire, enfoque la pantalla y pulse ahí, donde está la camarita.
—OK, ya está.
Me devolvió el teléfono y... ¡horror! Solo se ve el dedo del caballero, plantado justo en el centro del objetivo.

¿Cómo no voy a tener una foto con Forges, si unos días antes me hice una con el Risitas en Punta Umbría?
—Perdone, Antonio… es que no ha salido bien. ¿Le importa otra?
—Por supuesto, hombre, tranquilo.

Le expliqué de nuevo al caballero cómo sostener el móvil sin tapar el objetivo, y disparó otra. Esta vez sí salíamos Forges y yo… aunque su dedo seguía asomando a un lado. Bueno, pensé, edito y fuera.

Y fue en ese instante, creo, cuando el señor que hizo la foto se dio cuenta de quién estaba fotografiando. Con una sonrisa de oreja a oreja le dijo:
—Sepa usted que ha sido un honor hacerle una foto.

Le estreché la mano a Forges y me despedí con un simple:
—A seguir bien.
Él siguió su camino. El matrimonio, el suyo. Y yo me quedé editando la foto, orgulloso del encuentro inesperado con un referente del humor gráfico en este país. Un hombre que supo criticar la injusticia desde la ternura, el ingenio y la inteligencia.

Hoy, Forges ha muerto en Madrid, a los 76 años, víctima de un cáncer de páncreas. Juan Cruz le ha dedicado un bonito y emotivo artículo en El País. Estoy convencido de que aquel señor que nos hizo la foto se ha acordado también de ese momento.

Yo me quedo con el recuerdo imborrable de haberle dado la mano a alguien que nos ayudó —a carcajada limpia y con humanidad desbordante— a mirar con otros ojos este país.

 
“Todas las generaciones nos creemos que somos importantísimas para la inteligencia de la humanidad. Siempre tendemos a ver el mundo desde nuestro punto de vista. Yo no me siento emigrado a una nueva cultura, yo soy parte de esa nueva cultura. A mí la tecnología no me da miedo y creo que es una de las ventajas que tenemos en la búsqueda de la libertad”. (Forges)

21.2.18

El dulce sabor de la venganza

 Ocurrió una mañana del pasado verano, en una terraza onubense, a la hora sagrada del desayuno. El sol se colaba entre los toldos a rayas mientras el camarero, con una precisión casi ceremonial, depositaba sobre la mesa un zumo de naranja recién exprimido y un café expreso bien cargado, digno del mismísimo comisario Maigret.
—El dulce sabor de la venganza —dijo él, sin apartar los ojos del periódico, como si citara a Séneca o estuviera dando comienzo a un tratado moral.

—Esa satisfacción —continuó, con tono doctoral y cucharilla en mano— es lo que mueve el mundo, reconócelo. Es lo que ha empujado a emperadores, villanos de opereta y hasta a tuiteros en horas bajas a tomar la justicia por su cuenta mientras se deleitan con el infortunio ajeno. Ponte un clásico policíaco, de esos que ahora sólo ves si te los descargas por canales turbios, porque ya ni en La 2 a las tres de la mañana se dignan a emitirlos. Y verás que siempre es lo mismo: la venganza como motor, como obsesión, como la gasolina del antihéroe. Ese personaje al que la vida le ha ido tan mal que ya sólo le queda el consuelo de ajustar cuentas. Los nacidos para perder, los que saben que ni Dios, ni la Justicia, ni ese ente vaporoso al que llamamos ‘el tiempo’ van a poner nada en su sitio. Yo llevo treinta y cinco años esperando que el tiempo actúe en mi favor y lo único que ha hecho es darme canas, colesterol y una factura de gas desorbitada.

Su amigo, que hasta entonces había estado sorbiendo su café con aire distraído, levantó una ceja, mitad en broma, mitad en serio.
—Pero vamos a ver... A tu edad, ¿te crees James Cagney en Contra el imperio del crimen?

—Hombre, no. En todo caso, me vería más como Cliff Robertson en Bajos fondos, pero con menos presupuesto. Lo que pasa es que nadie quiere reconocer que la venganza está en todas partes. Dicen que potencia el crimen, que está detrás de asesinatos, tiroteos, puñaladas traperas y sesiones de control al gobierno. Mira a Trump. ¿Por qué crees que llegó al poder? ¿Por carisma? No. Por venganza. No suya, ojo, sino de esa América profunda, con la bandera pinchada en el césped del jardín y la escopeta detrás de la puerta. Una venganza silenciosa, con gorra de béisbol.

Y no te vayas muy lejos: DiCaprio. ¿Sabes por qué le dieron el Óscar por El Renacido? Por venganza, también. Estaba hasta los bemoles de que la gente dijera que en la tabla del Titanic cabían los dos. Que si Rose esto, que si Jack lo otro. Pues ahí lo tienes, cruzando montañas, sobreviviendo a osos y saltando cascadas para vengar a su hijo… y, de paso, zanjar el asunto de la maldita tabla. Que sí, que cabían los dos, que hay estudios en Internet. ¡Infografía y todo!

—Y Edmundo Dantès —intervino su amigo, con un brillo de erudición—. Eso sí que fue una venganza en condiciones. Lo demás, coña marinera.

—¿Edmundo Dantès? ¿El del Baile del pañuelo?

—No, hombre, ese era Leonardo. Leonardo danés. Que por cierto, conozco a un primo suyo que vive en San Vicente de Alcántara.

—¡Claro! Es que entre Leonardos, DiCaprios y daneses, me estoy haciendo un lío de tres pares…

—Edmundo Dantès. El Conde de Montecristo. ¿Habrás leído el libro de Dumas?

—Pues no sé… creo que vi una miniserie hace años. Un tipo al que meten en una mazmorra hasta que le crece la barba como a un profeta del Antiguo Testamento, ¿no?

—Esa misma. Y luego escapa, se hace rico, guapo, cultísimo, compra medio París y se venga de todos. Una oda al rencor bien gestionado.

—Hombre… no sé. No deja de ser una novela. Ficción, como MasterChef.

—Ficción o no, la venganza está inscrita en nuestro ADN. En muchas culturas antiguas, la familia de un asesinado tenía derecho a matar al asesino. Era el método disuasorio por excelencia. Nada de juicios ni recursos. Diente por diente. Literal.

—Puede que tengas razón —dijo su amigo, encogiéndose de hombros—. Puede que sea algo muy humano eso de querer devolver el golpe, encontrar un placer casi orgásmico en ver cómo el otro paga por lo que hizo. Pero también creo que hay algo aún más humano en perdonar. En mirar hacia otro lado, soltar el lastre y seguir caminando. Quizá más difícil, pero más humano.

Se levantaron de la mesa y, sin decir mucho más, pusieron rumbo a la playa, con las toallas al hombro y el sol ya picando con ganas. Nunca supe de qué venganza hablaban ni si llegó a consumarse. Y, por supuesto, no volví a verlos durante el resto del verano. Aunque, por lo que oí aquel día, tampoco me sorprendería encontrarlos en la sección de sucesos de algún periódico local... o en la cola del Carrefour, discutiendo por unas natillas caducadas.

20.2.18

La presbicia de mi memoria

Resulta que un buen, o mal,  día te ves obligado a aceptar lo que llevas tiempo dejando pasar por alto. Algo que has ignorado con la habilidad de un político en campaña o, directamente, has preferido negar con la fe ciega del que se cree inmortal. ¿Yo, problemas de visión? ¡Por favor! Si he tenido desde chiquillo la vista de un lince de Doñana en plena temporada de celo, de águila imperial oteando el Tajo desde lo alto de Toletvm, de buitre leonado haciendo guardia en el Salto del Gitano en Monfragüe, de gato callejero saltando chimeneas en un tejado londinense, de Nosferatu detectando una gotera en plena noche, de Clark Kent leyendo matrículas desde el ático del Daily Planet o de Robinson Crusoe divisando un barco entre la niebla desde lo alto de una palmera. Así de fino era mi ojo. Así de orgullosa mi retina.

Pero llega el día. Siempre llega. Te sientas en un restaurante con tu chica, mesa para dos, luz tenue de ambiente —esa que llaman “acogedora” pero que más bien parece diseñada por un topo con vocación de interiorista—, y el camarero, amable y trajeado, te ofrece la carta. Una carta elegante, minimalista, con letra tamaño sudoku nivel imposible. La agarras con firmeza, la alejas disimuladamente a la altura del sobaco del camarero, y musitas: “Es la luz... qué tenue está hoy la luz, ¿verdad?”. Y ahí estás tú, entrecerrando los ojos como Clint Eastwood en un duelo en el desierto, intentando descifrar si ese plato que tanto te apetece es ceviche de atún o cebiche de atún con uvas pasas. Por suerte, logras enfocar (más o menos) el arroz salvaje con verduras al pimentón de la Vera, las carrilleras ibéricas con dátiles y chutney de mango, y esa pasión roja del Jerte con merenguitos que suena más a pecado venial que a postre. Todo ello regado, como manda la tradición y la patria chica, con un “Habla de la Tierra”, ese tinto que uno ya empieza a necesitar para todo: para comer, para pensar... y para leer la cuenta sin llorar.

Y claro, la noche siguiente continúas con tu ritual de leer un poquito en la cama. Algo de historia, algún ensayo sesudo, un rato con la última de Care Santos, o algún poema de Federico, que nunca falla: Ay qué trabajo me cuesta, quererte como te quiero, aunque ahora lo que me cuesta es leerlo sin entrecerrar los ojos como un espía soviético revisando microfilmes. Así que decides que es momento de invertir en iluminación. Te compras un flexo LED, de esos futuristas, con brazo articulado, tres intensidades, temporizador y, por lo que cuesta, esperas que te lea el libro solo. Lo colocas, lo enchufas, intensidad tres, y... nada. El texto sigue borroso. Las letras bailan. “Será el cansancio”, te dices. O será que ya no tienes 30. Ni 35. Ni siquiera 40. Porque los 40 pasaron como el deseo: veloces, fugaces, intensos... tan intensos como efímeros. Como el primer sorbo de vino. Como aquel verano que prometía eternidad y terminó en dos domingos.

Y entonces, lo escuchas. La palabra maldita. Presbicia.

Suena a personaje de tragedia griega, a emperador caído o enfermedad victoriana. Pero no: es una condena oftalmológica. Es el aviso de que tus ojos, tan fieros antaño, ahora son unos jubilados que se niegan a enfocar de cerca. Y tú, claro, lo niegas. “Yo veo bien”, te repites. “Es la luz. Es el papel. Es el tipo de letra. Es Mercurio retrógrado”.

Pero no. Es la presbicia.

Una anomalía que te obliga a mirar el móvil con el brazo extendido, como si estuvieras en la pista de aterrizaje guiando un Boeing 747. Que te hace levantar las cejas con gesto de asombro perpetuo al intentar leer la letra pequeña del champú. Que convierte cada prospecto en un jeroglífico egipcio escrito por un farmacéutico con mala leche.

Y entonces, en ese punto de resignación lúcida, me doy cuenta: creo que también tengo presbicia en la memoria. Pero no en la memoria inmediata, no; esa aún va tirando. Es en la otra, en la memoria más profunda, la de largo recorrido. Esa que se va emborronando con los años como la tinta vieja, esa que empieza a reescribirse a su manera, con lo que uno habría querido vivir en lugar de lo que realmente pasó. La que dulcifica lo amargo, glorifica lo mediocre y, a veces, transforma una caída en bici en una hazaña épica con banda sonora de Ennio Morricone.

La presbicia de mi memoria no se cura con gafas. No hay óptica que la salve. Pero, ¿sabes qué? Tal vez, en algunas cosas, me esté haciendo un favor.

14.1.18

El corazón de Auschwitz

En mi reciente visita a la exposición sobre Auschwitz en Madrid, entre tantas historias tremendas de supervivencia y horror, me encontré entre los más de 600 objetos originales que componen la muestra, testigos directos de uno de los hechos de la humanidad más terribles y oscuros, con este librito en forma de corazón, todo un símbolo de la unión entre las prisioneras en aquel campo de la muerte. Fue elaborado, a pesar de los pocos medios y materiales de que disponía por Zlatka Pitluk, de nacionalidad Bielorrusa. En sus escasas páginas aún hoy puede apreciarse la firma y los buenos deseos, en polaco, alemán, francés y hebreo de otras 19 prisioneras en el cumpleaños de otra prisionera de nombre Fauna Fainer. Zlatka logró sobrevivir, de Fauna Fainer no se volvió a saber nada.
De los más de 1.3 millones de personas que fueron deportadas a Auschwitz-Birkenau desde diferentes puntos de Europa por el régimen nazi de Hitler, apenas se registró e internó en el campo a 400.000. Casi 1000.000 de prisioneros restantes fueron asesinados en la cámara de gay quemados en los hornos crematorios del campo en un plazo de apenas unas horas desde su llegada en tren dentro de vagones para el transporte de ganado.

17.10.17

De todos los seres vivos que he conocido.


De todos los seres vivos que he conocido, Federico es el primero. No hablo ni de su teatro ni de su poesía, hablo de él. La obra maestra era él. Me parece, incluso, dificil encontrar alguien semejante. Ya se pusiera al piano para interpretar a Chopin, ya improvisara una pantomima o una breve escena teatral, era irresistible. Podía leer cualquier cosa, y la belleza brotaba siempre de sus labios. Tenía pasión, alegría, juventud. Era como una llama. Cuando lo conocí, en la Residencia de Estudiantes, yo era un atleta provinciano bastante rudo. Por la fuerza de nuestra amistad., él me transformó, me hizo conocer otro mundo. Le debo más de cuanto podría expresar.
Jamás se han encontrado sus restos. Han circulado numerosas leyendas sobre su muerte, y Dalí, innoblemente, ha hablado incluso de un crimen homosexual, lo que es totalmente absurdo.
En realidad, Federico murió porque era poeta. En aquella época, se oía gritar en el otro bando: ¡Muera la inteligencia!
En Granada, se refugió en casa de un miembro de la Falange, el poeta Rosales, cuya familia era amiga de la suya. Allí se creía seguro. Unos hombres (¿de qué tendencia? Poco importa) dirigidos por un tal Alonso fueron a detenerlo una noche y le hicieron subir a un camión con varios obreros.
Federico sentía un gran miedo al sufrimiento y a la muerte. Puedo imaginar lo que sintió, en plena noche, en el camión que le conducía hacia el olivar en que iban a matarlo.
Pienso con frecuencia en ese momento.
Luis Buñuel. Mi último suspiro. (Memorias) 1982.

7.8.17

Narcos. Temporada 3



Una de las mejores y más exitosas series de los últimos años vuelve con una nueva temporada. Finiquitada la tremenda historia de Pablo Escobar, esta vez la trama de la serie se centra en el cartel de Cali, por lo que sigue situada en la siempre turbia Colombia. Algunos de los protagonistas que ya vimos en las dos temporadas enteriores vuelven a aparecer  como Pedro Pascal que interpreta al agente Peña y a Boyd Holbrook que da vida al agente de la DEA Steve Murphy. Al mismo tiempo hay nuevas incorporaciones y sobre todo, conocidos del cine y la televisión en nuestro país como las de Alberto Ammann o Javier Cámara y Miguel Ángel Silvestre, que interpretarán a miembros del famoso cártel de la droga Colombiana. Netflix, después del exitazo de las dos primeras entregas, ha vuelto a apostar por la historia de los narcotraficantes más célebres y sus circunstancias llenas de excesos y ya se anuncia una cuarta. El estreno será el próximo 1 de septiembre y para ir abriendo boca el espectacular trailer en el que nos avisa que "El día que Pablo murió, el cártel de Cali se convirtió en el enemigo público número uno. Se hicieron llamar los caballeros de Cali, los capos más grandes de la droga".

3.8.17

12+1

Siete títulos mundiales en la categoría de 125 cc y otros seis en 50 cc. Doce más uno, que no es lo mismo que trece, en honor a su propia superstición, pero sí un legado insuperable. Ángel Nieto nos ha dejado a los 70 años.

Resulta irónico, y quizá cruel, que quien durante décadas batalló a lomos de una moto, jugándose la vida en cada curva, derrapando en la delgada línea entre el riesgo y la gloria, haya perdido la suya en un accidente fuera de las pistas. Esta vez, no con dos ruedas, sino a bordo de un vehículo de cuatro.

La historia del motociclismo español, que en tiempos recientes vive su época dorada, debe mucho a un pionero, a un precursor, a un hombre que allanó el camino para que generaciones posteriores consiguieran la gloria que hoy disfrutamos. Ángel Nieto fue más que un campeón; fue un símbolo de pasión, sacrificio y talento.

Su nombre seguirá resonando en los circuitos y en el corazón de quienes aman este deporte.


2.8.17

Lorca: Un poeta en Nueva York


"Poeta en Nueva York" debería ser considerado patrimonio de la humanidad, o al menos patrimonio cultural de este país, que con frecuencia menosprecia a sus grandes poetas y escritores o el reconocimiento les llega demasiado tarde, tan tarde que en la mayoría de los casos esos autores no viven para verlo. El caso de Federico, durante cuarenta años, más reconocido y leído en el extranjero que en España, es otro de los muchos que a día de hoy, a pesar de la trascendencia de su figura y legado, sigue sin tener esa difusión que con orgullo deberíamos propagar por cada rincón de este país. El cómic "Lorca, un poeta en Nueva York" nos muestra una particular y excelente visión sobre la estancia de Federico García Lorca en esta ciudad Estadounidense. A través de los testimonios de sus allegados y de las cartas que el poeta Granadino escribía desde la gran manzana, seremos partícipes de todas las pasiones, inquietudes y obsesiones de Federico.
Fue un 25 de junio de 1929 cuando desembarcó del transatlántico Olympic, con la compañía de su amigo y mentor Don Fernando de los Ríos.
"Pararé en América seis o siete meses y regresaré a París para estar el resto del año. Nueva York me parece horrible, por eso mismo me voy allí", le escribió  algunos días antes de partir a Carlos Morla Lynch, añadiendo, "Tengo además un gran deseo de escribir, un amor irrefrenable por la poesía, por el verso puro que llena mi alma todavía estremecida como un pequeño antílope por las últimas brutales flechas". Federico llegó a la cosmopolita ciudad con la sana intención de reparar cierto desengaño amoroso y del rechazo de sus amigos Buñuel y Dalí, tras su extraordinario éxito en España de su "Romancero gitano"
 Aquellos días de Lorca en Nueva York, ciudad con mil diferencias tanto culturales como sociales a la España y más en concreto a la Granada de finales de los años veinte del pasado siglo otorgará a nuestro poeta de una visión de la vida sensiblemente distinta a la que había vivido hasta entonces.
Los sueños del nuevo mundo, la multiculturalidad de los emigrantes, los negros de Harlem, el Jazz...
Cuando Federico regresó a España, todos pensaron que parecía otro, nuevo, renovado, y hay quien dice que aquella luz especial de ese viaje a Nueva York, le acompañó hasta aquella madrugada de agosto entre Víznar y Alfacar.

EL autor: Carlos Esquembre (Valencia, 1985) músico y dibujante formado en la Escola Joso de Barcelona. Ha trabajado como ilustrador freelance y realizado storyboards para producciones audiovisuales en Dacsa producciones, Timelapse creative Agency y Rimores Factory.
Su primera incursión en el cómic tuvo lugar en 2013, cuando se autopublicó "The body", un tebeo de ciencia ficción donde unos diminutos sanitarios son introducidos en el interior de un cuerpo humano enfermo. Además de eso, también ha participado en la antología "Visiones del fin", publicada por Aleta en 2015, pero "Lorca: un poeta en Nueva York"es su primera novela gráfica.

1.8.17

Mis infames favoritos del cine. Hoy: Apollo Creed


   Hoy comienzo una serie de publicaciones dedicadas a unos personajes que siempre me han fascinado: los malos de la película.

Porque no hay historia memorable sin un buen antagonista. El cine, como reflejo de nuestras pasiones, miedos y contradicciones, ha dado vida a una galería inagotable de villanos que, con sus sombras, muchas veces eclipsan la luz del protagonista.

Los hay de todos los tipos y colores. Están los malos perversos, que disfrutan del daño que causan; los atormentados, cuya maldad nace del dolor; los sádicos, que se deleitan en el sufrimiento ajeno; los terroríficos, que habitan nuestras pesadillas; los torpes, que en las comedias provocan más risa que miedo; los redimidos, que encuentran la luz en el último momento; y los ángeles caídos, cuya caída nos conmueve tanto como su poder.

No hay película que se precie sin su némesis. De hecho, en no pocas ocasiones, es el villano quien sostiene el conflicto, quien da profundidad a la trama y quien, paradójicamente, despierta mayor interés que el héroe. Hay villanos que se han convertido en leyendas del séptimo arte, dejando una huella más profunda que el protagonista mismo.

Y seamos sinceros: en más de una ocasión hemos soñado con ser el malo. Con tener su carisma, su inteligencia, su capacidad para romper las reglas. Nos ha indignado verlo fracasar cuando estaba a punto de cumplir su diabólico plan, y nos ha dolido que muera justo en el momento en que más disfrutábamos de su maldad. Otras veces, claro está, lo hemos odiado con todo nuestro ser. Hemos deseado que su final sea cruel, justo y definitivo… y sin embargo, el protagonista, con su sentido de la justicia y su buen corazón, lo perdona o le ofrece una salida digna, frustrando así nuestras ganas de venganza.

Porque el villano no solo existe para ser derrotado. Existe para hacer crecer al héroe, para poner a prueba su moral, para hacernos reflexionar sobre los límites del bien y del mal. El villano, en el fondo, también somos nosotros.

Con esta serie quiero rendir homenaje a esos personajes que, aun siendo los “malos”, muchas veces se roban la película. Analizaré sus motivaciones, su evolución, su impacto en la cultura popular, y cómo a veces nos resultan más humanos —o más interesantes— que los propios protagonistas.

Bienvenidos al lado oscuro del cine.
Aquí comienza el homenaje a los grandes villanos de la gran pantalla.


 Y Y comienzo hoy, en referencia al post de ayer, con una figura que, aunque no lo parezca a simple vista, encarna muchos de los rasgos del “malo de la película”: Apollo Creed.

Conviene, eso sí, aclarar que el personaje de Creed sufre una evolución notable a lo largo de la saga Rocky. Su transformación es uno de los elementos más interesantes de su arco narrativo.

En su primera aparición, en la mítica Rocky (1976), dirigida por John G. Avildsen, Apollo se nos presenta como un tipo arrogante, narcisista, ambicioso, provocador, burlón y claramente prepotente. No duda en utilizar su posición de campeón mundial de los pesos pesados para organizar un combate que le sirva como espectáculo mediático y maniobra publicitaria. En un gesto que mezcla cálculo y falsa generosidad, le ofrece una oportunidad por el título a un completo desconocido: un boxeador de segunda categoría de Filadelfia llamado Rocky Balboa.

En esa primera entrega, todo en Apollo lo convierte en el antagonista: su actitud altiva, su desprecio hacia el rival, su confianza excesiva. No es un villano en el sentido estricto, pero sí un claro oponente. Todos deseamos, de una forma u otra, que Rocky le dé una lección, que lo derrote. Y aunque en ese primer combate el desenlace no llega a ser una victoria para el potro italiano, sí es una victoria moral que cambia el rumbo de ambos personajes. La verdadera derrota de Creed llega in extremis, en la segunda parte de la saga (Rocky II, 1979), cuando Balboa lo vence en un combate épico.

A partir de ahí, Apollo Creed deja de ser un “malo” y pasa a ocupar un lugar completamente distinto. La rivalidad se transforma en respeto, el respeto en amistad, y finalmente, en hermandad. Tras la muerte de Mickey, el viejo entrenador de Rocky, es el propio Apollo quien se convierte en su mentor, consejero, entrenador y aliado. Lo ayuda a recuperar el espíritu combativo y a reinventarse como boxeador.

Apollo Creed estuvo interpretado por el actor Carl Weathers en las cuatro primeras películas de Rocky. Hace un par de años, una especie de Spin off, aunque yo no la llamaría así, nos presentaba a el hijo ilegítimo del campeón de los pesos pesados siguiendo la estela de su padre en el mundo pugilístico y contando con la inestimable ayuda de, ¿quien si no? Rocky Balboa, continuando así el legado del apellido Creed que según parece tendrá una continuación más, de momento, en la gran pantalla. Estaremos atento a Adonis Creed Johnson, heredero además de sus dotes como boxeador, del orgullo irracional de su padre que no le lleva a buen puerto en ocasiones.

31.7.17

Rocky


“Rocky” tal vez sea una de esas películas que, con el paso del tiempo, se ha visto injustamente arrinconada en el baúl de las cintas “populares”, como si eso fuera un insulto.

Salvo que seas uno de esos fieles que no se pierde ni un guiño de Stallone, ni una escena de tiros, ni una de esas frases guturales que hay que subtitular incluso en inglés, es probable que no la menciones cuando hablas de “cine con mayúsculas”.

Y sin embargo…
Reconocer que “Rocky” es una obra maestra cuesta. Cuesta porque lleva el sello de Sylvester Stallone, un hombre que, para muchos, representa la testosterona de videoclub, el héroe de acción de camiseta ajustada y frases de una línea. Pero antes de que fuera Rambo, Cobra o ese señor de mandíbula de granito que colecciona mercenarios en películas numeradas, Stallone fue un tipo con hambre. Hambre real. De la que suena en el estómago y se nota en la cuenta del banco.

Corría la mitad de los años 70, una época en la que el cine aún se arriesgaba, y en la que Stallone era un perfecto desconocido. Un actor italoamericano que aceptaba lo que le echaran: papeles breves, muchos sin frase, algunos olvidables. Su cara empezaba a sonar en los círculos de casting, pero su futuro en Hollywood era, siendo generosos, una incertidumbre.

Y entonces ocurrió.
Una noche, sin más planes que sobrevivir al fin de semana, se sentó a ver un combate de boxeo en televisión. En la pantalla, Muhammad Alí, el más grande, se enfrentaba a un desconocido: Chuck Wepner, un púgil de tercera al que pocos daban más de dos asaltos. Pero Wepner no leyó ese guion. No solo no hizo el ridículo, sino que aguantó los quince asaltos, encajó golpes imposibles y puso contra las cuerdas a Alí. No ganó, pero se ganó el respeto del público. Y eso, a veces, vale más.

A Stallone se le encendió una luz.
Aquella pelea fue su “Eureka” de sudor y guantes. Se puso a escribir como un poseso. En tres días tenía el primer borrador de Rocky, la historia de un tipo normal, trabajador, con cara de que la vida no le ha dado tregua pero con un corazón que no cabe en su chándal de terciopelo. Un boxeador de barrio al que, de repente, la vida le ofrece una oportunidad imposible.
No para ganar. Sino para demostrar que no es un don nadie.

Lo curioso es que Stallone ya había escrito más de veinte guiones antes. Todos acababan en la misma papelera de las productoras: la que huele a promesas rotas. Pero esta vez era distinto. Este guion tenía alma. Tenía puños, pero también ternura. Tenía músculo, sí, pero también poesía.
Cuando lo presentó, muchas productoras quisieron comprarlo… siempre y cuando él no actuara. Querían a un actor conocido. Él, con un puñado de dólares en la cuenta y un perro que alimentar, se negó. Si la historia era suya, él sería Rocky.
Y lo fue. De pleno derecho. Con esa mezcla de torpeza entrañable, dignidad obrera y mirada de perro apaleado.

“Rocky” se estrenó en 1976. Costó menos de un millón de dólares y recaudó más de 225 millones en todo el mundo. Ganó el Óscar a la mejor película, mejor director y mejor montaje. El guion de Stallone también estuvo nominado.
Lo que había empezado como una historia pequeña, casi una carta desesperada de un tipo con fe en sí mismo, se convirtió en leyenda cinematográfica.

Y sí, luego vinieron las secuelas. Algunas brillantes, otras innecesarias. Rocky se enfrentó a soviéticos, a músculos imposibles y hasta a sí mismo. La saga fue mutando, como lo hacen los mitos. Pero esa primera película, esa original, sigue siendo una de las grandes.
No porque ganara un combate, sino porque nos enseñó que, a veces, lo verdaderamente heroico es aguantar de pie hasta el final. Que se puede perder por puntos y aun así salir victorioso. Que se puede venir de abajo, muy abajo, y decirle al mundo: “¡Eh, estoy aquí!”

“Rocky” no es solo cine. Es el reflejo de todos los que alguna vez hemos querido demostrar que valemos, aunque nadie apostara por nosotros.
Y eso, señores, no lo supera ni el mejor plano secuencia de autor.


El guion de “Rocky” no nació en una gran oficina ni en un retiro de escritores con vistas al mar.

Nació en tres días, con prisas, con hambre —literal y metafóricamente— y con un tipo llamado Sylvester Stallone que lo apostó todo a una idea que para otros era solo “una peli más de boxeo”.

Aquel combate entre Muhammad Alí y Chuck Wepner había encendido algo en su interior. Stallone escribió sin parar durante 72 horas. Lo que puso sobre la mesa de los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff no era solo una historia de golpes y sudor. Era la vida misma: la de un hombre al borde del fracaso, al que el destino le lanza una última oportunidad. Y ese tipo no se llama Chuck, ni Muhammad, ni Sylvester. Se llama Rocky Balboa. Un don nadie con corazón de campeón.

Winkler y Chartoff no eran unos novatos. Sabían reconocer una buena historia cuando la veían. El guion les gustó. Pero, claro, había condiciones. Se podía hacer con bajo presupuesto, en poco tiempo, y con algún actor conocido para asegurar taquilla. Barajaron nombres: Burt Reynolds, Ryan O’Neal, incluso Robert Redford. Estrellas. Caballos ganadores. Pero Stallone no soltaba el papel. Quería ser él. Él o nada.

No fue fácil. Los productores se lo pensaron. Durante semanas. Pero algo en esa convicción —la misma con la que Rocky aguanta en el ring— los convenció. Finalmente, dijeron sí.
Sí a una historia pequeña con alma gigante.
Sí a un actor sin carrera que hablaba raro pero escribía como quien se juega la vida.

La dirección se confió desde el principio a John G. Avildsen, que venía de firmar Salvad al tigre con Jack Lemmon y Un caradura simpático con Burt Reynolds. Avildsen comprendió que Rocky no era una película sobre boxeo. Era una película sobre dignidad.

El rodaje fue casi un combate en sí mismo. En febrero y marzo de 1976, durante poco más de un mes, rodaron la película en Filadelfia y algunas localizaciones de Los Ángeles. El presupuesto apenas rozaba el millón de dólares.
Stallone no había pisado un gimnasio de boxeo en su vida. Aprendió con Jimmy Gambina, entrenador profesional y coreógrafo de los combates. Fue él quien diseñó desde la pelea inicial en la parroquia hasta el épico combate final contra Apollo Creed, interpretado por un carismático Carl Weathers.

Por si fuera poco, Rocky marcó un hito técnico: fue la primera vez que se utilizó el Steadycam en una película de boxeo. Gracias a ese invento, el operador podía moverse con fluidez entre las cuerdas del cuadrilátero, acercándonos como nunca a la respiración entrecortada, al sudor en las cejas, al corazón latiendo fuerte en el pecho del púgil.

Y luego vino el milagro.
La historia del “sexto italiano” de Filadelfia conquistó al mundo. Recaudó más de 60 veces lo que costó, se convirtió en la película más taquillera de 1976, y ganó los Oscar a mejor película, mejor director y mejor montaje.
Stallone, el tipo que había vendido a su perro porque no podía alimentarlo, fue nominado a mejor actor y mejor guion. Hasta ese momento, solo lo habían conseguido mitos como Charles Chaplin con El gran dictador y Orson Welles con Ciudadano Kane.

Rocky convirtió a Stallone en estrella. Pero no fue una estrella fugaz.
Más de 40 años después, sigue siendo una figura indiscutible de Hollywood. Porque Rocky no es una película: es un símbolo. De los perdedores que no se rinden. De los que no nacieron con padrino pero se ganaron el respeto a base de agallas.

Y no se puede hablar de Rocky sin mencionar a sus secundarios, que dieron forma a ese universo humano y entrañable:

  • Burgess Meredith, el entrenador Mickey, con su voz de lija y sus frases de amargo sabio.

  • Talia Shire, como Adrian, tímida, dulce, el ancla emocional de Rocky.

  • Y Burt Young como Paulie, cuñado, amigo, lastre y reflejo de la vida dura de barrio.

Los productores vieron el filón, claro. Y llegó Rocky II, y luego Rocky III, IV, V… hasta la nueva saga con Creed. Pero ninguna como la primera. Esa que se rodó con prisas, sin dinero, pero con el corazón latiendo en cada plano.
Esa que no habla de ganar, sino de aguantar. De resistir. De no caer sin dar pelea.


La música de “Rocky”, compuesta por el maestro Bill Conti, no solo acompañó a una película: acompañó a toda una generación.
Con su mezcla de épica y emoción, el tema principal —“Gonna Fly Now”— fue nominado al Oscar y se coló en nuestros oídos para no marcharse nunca más. ¿Quién no ha subido una cuesta, trotado por el paseo del pueblo o hecho flexiones en casa mientras la tarareaba (aunque fuera desafinado y con la respiración al borde del colapso)?
El poder de esa melodía es universal. Te levanta. Te empuja. Te hace creer que puedes, aunque no tengas escaleras monumentales a mano ni un chándal gris con capucha.

Rocky no es solo un personaje. Es casi un amigo que ha estado ahí en las distintas etapas de nuestras vidas.
En la infancia, cuando soñábamos con ser fuertes y valientes como él.
En la adolescencia, cuando nos sentíamos incomprendidos y él nos enseñaba que, con perseverancia, se puede llegar lejos aunque vengas de abajo.
En la juventud, cuando empezamos a pelear nuestros propios combates: laborales, emocionales, interiores.
Y en la madurez… cuando entendemos que no todo va de ganar, sino de seguir en pie después del golpe.

“Gonna fly now!”, gritamos por dentro —o a veces por fuera, cuando no hay vecinos cerca—, mientras nos enfrentamos al lunes, a la rutina, a la vida.
Y es que Rocky no nos enseñó a boxear. Nos enseñó a levantarnos. A creer, incluso cuando todo parece perdido.
Es por eso que esta historia, esta música, y este personaje, han traspasado el tiempo y las fronteras.

Este post va dedicado, con cariño y una sonrisa nostálgica, a mi primo Joserra.
A quien, sin querer —o queriendo un poco, lo reconozco— le metí en vena la saga completa hace ya unos cuantos años. Desde entonces, cada vez que escuchamos esa fanfarria de trompetas, sabemos que estamos de nuevo en el ring.
Y que vamos a luchar.
Como siempre.
Como Rocky.


30.7.17

El tiempo acaba con todo




-¿Era bueno?
-¿Quién?,¿Apollo? Fantástico, el boxeador perfecto, no ha habido nadie mejor.
-¿Y cómo le ganó?
-El tiempo le ganó, el tiempo acaba con todo, es implacable.


Creed, La leyenda de Rocky (2015) Dirigida por Ryan Coogler