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12.6.25

El Vampiro del túnel de Santa Catalina (basado en hechos reales)

 EL VAMPIRO DEL TÚNEL DE SANTA CATALINA

Mérida, verano de 1978.

España estaba en plena Transición, ese limbo extraño entre una dictadura que se resistía a morirse del todo y una democracia que aún no sabía andar sola. La Constitución todavía era un borrador lleno de tachones, y mientras algunos aprendían a decir “libertades civiles”, otros seguían diciendo “sí señor” por inercia.

En los pisos del barrio, se vivía con lo justo: una radio en la cocina, una televisión en blanco y negro con interferencias galácticas, y mucha resignación heredada. Los hombres trabajaban en la RENFE, en talleres, de peones de obra, en la fabrica de Corcho, en el Matadero, en Correos o en la Policía Nacional; las mujeres sostenían el mundo con fregonas, cazuelas, llevando a los niños a la es escuela y el resto de vecinos solían ser gente que hablaban demasiado y miraban mucho detrás de las cortinas.


En Santa Catalina, uno de los barrios más sencillos y vivos de Mérida, la vida transcurría entre el barro de las calles aún no asfaltadas, el humo de las cocinas, los pregones a gritos de los vendedores ambulantes, y los chismes que cruzaban las calles antes que el panadero o el repartidor de la bombona.

Santa Catalina se asentaba junto al río Albarregas, que entonces no era más que un cauce sin canalizar, plagado de juncos, botellas, y algún zapato sin dueño. Para los chavales, aquello era un paraíso: pasaban las tardes cazando ranas con botes oxidados y cañas de pescar improvisadas, chapoteando entre fango y basura como si fueran en busca del Dorado.

Dominando gran parte del paisaje se alzaba el acueducto de San Lázaro, una reliquia de piedra reutilizada a base de retales del antiguo acueducto romano. Los niños lo trepaban como si fuera un fuerte medieval, y los mayores lo miraban con orgullo silencioso, como quien contempla una herida antigua que aún aguanta en pie.

En 1978, la televisión tenía el mismo poder que la misa del domingo, pero con más audiencia. Dos cadenas, muchas reposiciones y una programación que podía pasar de un reportaje de pastores de Soria a un episodio de Dallas sin previo aviso.

Ese verano, Starsky y Hutch causaba furor entre los chavales del barrio. Dos polis americanos, coches veloces y mucha chaqueta de ante. Y una noche fatídica del mes julio, TVE emitió un capítulo de Starsky y Hutch que dejó una marca profunda en la mente de muchos. Se titulaba “El Vampiro” (Temporada 2, episodio 6), y narraba cómo los detectives investigaban una serie de asesinatos atribuidos a un hombre disfrazado de vampiro. El asesino tenía delirios, creía ser inmortal y atacaba a mujeres para beber su sangre. Todo ello enmarcado en una atmósfera más tenebrosa de lo habitual, con neblina artificial, colmillos postizos y un villano tan ridículo como inquietante.

La estética gótica del episodio, combinada con la inquietante figura del asesino, que se movía por los tejados y aparecía de la nada, caló en la mente de más de un espectador impresionable.

Todo empezó una noche calurosa de julio, cuando en casa de Doña Engracia, una humilde vivienda prefabricada de la desaparecida barriada de La Paz, el televisor en blanco y negro —un Inter de 14 pulgadas con mando a distancia atado con un cordón— sintonizaba TVE 1, y la cortina del salón ondeaba perezosa por la corriente de aire.

Serafín Morales, su hijo, tenía entonces 38 años y un bigote a medio salir. Había dejado hace poco un trabajo de peón municipal “por estrés emocional” (se cayó de un andamio bajito), y pasaba los días entre la siesta, las radios locales y los paseos hasta el bar de Ciriaco, donde pedía una Mirinda y echaba una ojeada al Marca y al Hoy.

Aquella noche la programación no prometía gran cosa: una reposición de Los camioneros, seguida de una película rumana con subtítulos que nadie leía. Pero después, como si los astros se alinearan, anunciaron:

 Y a continuación: Starsky y Hutch. Episodio titulado ‘El Vampiro’.

Serafín, que había sido aficionado a los cómics de Colmillo Blanco y Zarpa de Acero, se relamió. Puso los pies sobre una silla de mimbre, se sirvió un vaso de gaseosa Zasil con anís del mono, y se preparó para lo que él pensó que sería “otra de polis americanos persiguiendo melenudos”.

Pero lo que vio fue otra cosa.

En la pantalla, un hombre vestido de negro salía de las sombras, con la cara blanca, capa al viento y colmillos brillantes. Acechaba a mujeres solas, se movía como una sombra sobre los tejados, y hablaba como si viniera del más allá.

Serafín se quedó hipnotizado. No por el miedo, sino por la estética. Por el misterio. Por el dramatismo innecesario. Por ese aire de película de terror barato que, sin saber por qué, le dio una idea.

—¿Y si yo…? No, no… ¿y si yo salgo por las noches… así… pero en el túnel de Santa Catalina?

—¡Hombre! No para atacar a nadie. ¡Para dar ambiente!

A la mañana siguiente, pidió a su madre que no tirara la cortina vieja del cuarto de costura. La recortó, la dobló, le cosió una cuerdecita y se la probó frente al espejo del baño. Se miró y pensó:

—Parezco una mezcla entre Drácula y Superman de andar por casa.

Pero eso no lo detuvo. Al contrario. Sintió que los del barrio de Santa Catalina necesitaban algo así. Un susto, una leyenda, una historia que contar.

Y así, con una vieja capa, unos colmillos hechos con una cuchara partida por la mitad, y mucha, mucha ilusión…

el Vampiro del Túnel bajó por primera vez al paso ferroviario de Santa Catalina, justo cuando caía la noche y las primeras bicicletas pasaban de vuelta del río.

Primero fueron unos niños que volvían tarde a casa de jugar al fútbol los que aseguraron que una figura “negra y altísima” había salido del túnel haciendo ruidos de murciélago con flemas. Luego, Doña Remedios, vecina de la calle Ancha, dijo haber visto a “un ser con capa negra que levitaba por la calle como si fuera en patines invisibles”.

En menos de una semana, el barrio ardía de teorías:

—Dicen que el vampiro mide dos metros y medio.

—Que bebe sangre de perros callejeros.

—Que se esconde bajo el acueducto de día y por la noche se sube a los tejados.

Las madres no dejaban a los niños salir. Los padres empezaron a ir al bar en grupo. Y los chavales ideaban planes de defensa con ajos, tirachinas y crucifijos de plástico.

Una madrugada, el vampiro decidió plantarse en medio del túnel con los brazos en cruz, esperando volver a a asustar al grupo de chavales que solían volver tarde de jugar al fútbol.

Pero el destino quiso que pasara antes un camión de reparto de La Casera, que al verlo quieto, con capa y colmillos, frenó de golpe y volcó dos cajas de sifones.

El conductor, un Cacereño con mucha mili hecha, no se asustó, sino que le lanzó una botella de litro al grito de ¡Payaso!.

El vampiro huyó tropezando con su propia capa, y esa noche el túnel olía a gaseosa durante horas.

Otra noche, una señora del barrio, Doña Milagros, harta de escuchar las historias  de los sustos, decidió salir una noche a pasear con su perro Napoleón, un caniche nervioso que llevaba la correa como un lazo de lazo rosa.

El Vampiro, creyéndose en Transilvania, apareció entre unos matorrales con un “¡Blaaaaah!”. Pero Napoleón, lejos de asustarse, le saltó al pecho y le mordió la pantorrilla con una furia que solo dan los lazos rosas y los dueños rencorosos.

El “vampiro” corrió gritando, perseguido por el perro hasta que pudo esquivarlo. A la mañana siguiente, la noticia ya corría:

—¡Lo acojonó el caniche de Doña Milagros!

—Dicen que ahora le tiene miedo a los lacitos.

Pero el momento cumbre llegó una noche en que el señor Ciriaco,  carnicero de profesión y algo corto de vista, escuchó un ruido en lo alto del túnel al regresar a casa después de una dura jornada de trabajo. Al ver una figura negra correteando sobre él, no dudó: le lanzó una pata de jamón curado, gritando:

—¡Pa que vuelvas, demonio!

La figura tropezó, chilló con voz muy humana (“¡Ay mi lumbago!”), y salió corriendo sin elegancia sobrenatural alguna.

Eso ya no era un vampiro. Eso era alguien haciendo el ridículo.

Corría ya finales de septiembre de 1978. Las noches empezaban a enfriar, los chavales volvían al colegio con mochilas de cuero y cuadernos Rubio, y los sustos en el túnel de Santa Catalina eran ya una costumbre tan habitual como el sonido de la máquina del tren pasando por encima. Había quienes incluso cambiaban de ruta solo por no cruzarse con “aquello que volaba” bajo el acueducto de San Lázaro.

La leyenda crecía: que si medía dos metros y medio, que si hablaba en latín, que si lo había visto un municipal y se le cayó el gorro del susto. Lo que nadie sabía —salvo Doña Engracia— era que el monstruo en cuestión dormía hasta las once, se comía dos magdalenas para desayunar y planchaba su capa con cuidado los miércoles.

Pero los vecinos ya estaban hartos. A uno se le cayó la compra del susto, a otro se le escapó el perro, y una señora mayor acabó en el ambulatorio con un esguince de risa nerviosa.

Así que una noche, la Comisaría de Mérida, en coordinación con dos patrullas de barrio y un cabo llamado Gómez de los Reyes, decidió tenderle una trampa.

Montaron vigilancia desde un Simca 1200 sin distintivos, aparcado a la entrada del barrio, y uno de los agentes, disfrazado de paisano, se ofreció como cebo: se vistió con pantalones de campana y camisa estampada, e iba paseando con una barra de pan bajo el brazo como quien viene de la tienda.

Serafín, mientras tanto, ya estaba en su escondite habitual, una caseta abandonada de un guarda de la RENFE junto al puente, ultimando detalles. Esa noche llevaba una mejora en el disfraz: dos murciélagos de plástico colgados de un hilo de pesca, que pensaba hacer bajar en el momento justo.

Cuando el agente disfrazado cruzó el túnel, Serafín se deslizó entre las sombras, dejó caer los murciélagos y gritó con toda su alma:

—¡Sangreeeee…!

Pero no llegó a terminar la palabra. Tres linternas se encendieron de golpe.

—¡ALTO! ¡POLICÍA NACIONAL!

—¡QUIETO, VAMPIRO!

Serafín, con los nervios, tropezó con su propia capa y cayó redondo al suelo. Uno de los murciélagos se le quedó enganchado en la oreja.

Los agentes lo rodearon. Uno le apuntó con la linterna, y el cabo Gómez de los Reyes, sin poder evitar la risa, murmuró:

—¿Pero qué demonios es esto, hombre…?

Serafín, desde el suelo, con voz grave, dijo:

—¡No soy un peligro! ¡Solo quería hacer ambientación!

—¿Ambientación dice usted…? ¿Con una cortina y murciélagos de plástico?

Lo subieron al coche patrulla con suavidad. No opuso resistencia. Solo pidió que no le pisaran la capa. Uno de los agentes, para calmarlo, le dijo:

—Tranquilo, Drácula. Te llevamos al castillo… pero con radiadores.

Ya en comisaría, entre risas y confusión, se dictaminó que el autor de los sustos era un pobre diablo sin maldad, con más imaginación que sentido práctico.

Le cayeron una multa simbólica, un tirón de orejas de su madre doña Engracia, y el apodo que ya no lo abandonaría jamás: “El vampiro de Santa Catalina”.

El barrio volvió a la normalidad: los niños a sus ranas, los padres al dominó, y las madres a la ventana. El túnel ya solo daba miedo por la humedad y el olor a pis.

Y aunque España avanzaba hacia la modernidad con Constitución, democracia y copas europeas perdidas, en Santa Catalina seguía flotando la historia del hombre que quiso ser vampiro… y acabó perseguido, entre otras cosas, por un caniche y un jamón volador.

Porque si algo sabían los vecinos era esto:la realidad española siempre ha sido una mezcla de tragedia, comedia… y un poco de serie americana mal entendida.

Han pasado casi cincuenta años desde aquellas noches absurdas y gloriosas en el túnel ferroviario de Santa Catalina. El río Albarregas ya baja canalizado, el viejo túnel se remodeló años después  con nueva iluminación, y donde antes había zarzas, ahora hay chalets adosados, bancos de hormigón y placas solares.

Y Serafín Morales, aquel chaval casi cuarentón que se disfrazaba de vampiro con una cortina y colmillos de plástico, vive hoy en una residencia de mayores de Mérida.

Comparte habitación con un ex policía municipal, Don Hilario, con quien se lleva regular porque este le apaga la tele justo cuando están echando reposiciones de Curro Jiménez. Aun así, Serafín no se queja. Tiene lo justo: su pensión, una foto antigua en la mesilla, y un bastón con el que se pasea por el patio como si aún llevara la capa negra al viento.

Conserva algunos recuerdos:

– Una dentadura postiza adaptada con dos colmillitos que se pone para reír a las enfermeras.

– Una réplica de su capa original, hecha por una sobrina que se la regaló por su 80 cumpleaños.

– Y un viejo DVD con capítulos grabados de Starsky y Hutch, entre ellos “El Vampiro”, que ve al menos una vez al mes.

Cada vez que alguien nuevo llega a la residencia, él se presenta así:

—Serafín Morales, antiguo Conde de Santa Catalina. Cazador de sustos, especialista en niebla de brasero y vampiro jubilado.

A veces se lo creen. A veces no. Pero todos acaban riéndose cuando cuenta lo del jamón volador y lo del perro de Doña Milagros. 

Por las tardes se sienta junto al ventanal, y mirando hacia el horizonte de la ciudad, recuerda en silencio aquellas noches en las que creyó, con toda el alma, que asustar con una capa vieja era una forma de darle un poco de magia y emoción al barrio.

Y a veces, muy de vez en cuando, algún nieto de los vecinos le pide:

—Serafín, cuéntame otra vez lo del vampiro que se asustaba a la gente en los años 70

Y él sonríe, se ajusta la manta en las piernas, y empieza a contar… como si fuera la primera vez.


11.6.25

Cantos Corales de discordia

 En un pequeño pueblo con nombre de canción olvidada, Santa Armonía del Castañar, coexistían, a duras penas, dos agrupaciones corales que alguna vez fueron hermanas de partitura y compás. Hoy, eran enemigas declaradas: el Coro Juan del olivo y la Schola Cantorum Tempus Fugit.

Ambos nacieron del mismo tronco musical: hace veinte años, un solo coro unía a los amantes del canto polifónico del pueblo. Pero tras una acalorada discusión sobre si interpretar el Miserere mei, Deus de Allegri con ornamentación barroca o sobria austeridad renacentista, la armonía se resquebrajó para siempre. Los seguidores de la fidelidad histórica fundaron la Schola Cantorum Tempus Fugit. Los demás, más flexibles y con gusto por la teatralidad, formaron el Coro Juan del olivo. Desde entonces, la música se volvió campo de batalla.

Ambas agrupaciones ensayaban en extremos opuestos del pueblo. Cuando una estrenaba una misa de Victoria, la otra programaba, a la misma hora, un motete de Palestrina con entrada gratuita, y hasta vino y jamón. Las campañas en redes sociales eran finas dagas de ironía: publicaciones sutiles con frases como “Donde hay verdadera polifonía, no hace falta un clavecín desafinado”. Los ensayos eran filtrados, espiados, y las partituras “extraviadas” misteriosamente antes de los conciertos importantes.

Pero lo más despiadado era la captura de voces. Ambas agrupaciones se disputaban a los mismos tenores y contraltos, los que escaseaban como trufas negras. No era raro que un barítono destacado cambiara de bando, tentado con viajes, becas de canto, cerveza gratis o, más de una vez, con los favores de alguna mezzosoprano ambiciosa.


Chus, soprano de la Schola, y Alejandro, bajo del Coro, vivieron una de las historias más turbulentas. Se enamoraron tras un encuentro fortuito en un festival coral en la capital, y durante meses ocultaron su romance. Pero cuando se filtró una foto de ellos besándose tras bastidores, el escándalo fue mayúsculo. Ella fue tildada de traidora, y él, de espía. Ambos fueron apartados de sus agrupaciones... pero fundaron un dúo vocal con mucho éxito en redes, lo que encendió aún más la mecha del rencor.

Las traiciones no se limitaban al amor. En una ocasión, durante la Semana de la Música Sacra, la Schola saboteó el concierto del Juan del olivo enviando un falso comunicado al director del auditorio, quien creyó que se había cancelado. El público llegó a tiempo, pero el coro no. En represalia, el Coro Juan del olivo filtró una grabación alterada del ensayo de la Schola, con desafinaciones digitales añadidas. El video se hizo viral bajo el título “Tempus Fugit, pero no entona”.

A pesar de los ruegos del ayuntamiento, que intentó organizar un Festival Coral de la Paz, ambas agrupaciones se negaron siquiera a saludarse. El evento terminó en un acto fallido: ambas corales cantaron Dona nobis pacem en la misma plaza, pero mirando en direcciones opuestas, como dos ejércitos que invocan la paz con cuchillos y pistolas escondidos bajo la túnica.

En Santa Armonía del Castañar no había paz, pero sí canto. El pueblo, dividido, elegía bando. Para algunos, la guerra coral era un teatro encantador. Para otros, una tragedia disfrazada de concierto. Y en medio de todo, las voces seguían elevándose, no hacia el cielo, sino unas contra otras, en un contrapunto de envidias, amores rotos y rivalidad sin fin.

La tensión entre Juan del olivo y la Schola Cantorun parecía haber alcanzado su clímax... hasta que murió el Maestro.

Don Julián Marquina, fundador del coro original , aquel que se había escindido años atrás, falleció a los 96 años en su casa, rodeado de partituras, vinilos, y una antigua carta que nunca había enviado. Era el único que había logrado mantener una línea de respeto entre los bandos, aunque ya sin poder. Su muerte fue anunciada por ambos coros con comunicados casi simultáneos... y ambos anunciaron su deseo de rendirle homenaje.

Pero había un problema: el testamento del Maestro era claro. Quería un único réquiem, cantado por ambos coros. Juntos. En la misma iglesia. Bajo una misma dirección. Si se negaban, sus archivos inéditos , que incluían arreglos nunca publicados y grabaciones de ensayos históricos, serían donados a una universidad extranjera. Nada para el pueblo.

La noticia cayó como un himno disonante.

Las reuniones para organizar el evento fueron un infierno afinado en do menor. Se pelearon por cada compás, por quién debía dirigir (terminaron aceptando a una joven exalumna del Maestro, ajena a los odios), por el orden de aparición, por las posiciones en el altar, e incluso por quién debía anunciar las lecturas litúrgicas. Pero el legado del Maestro pesaba más que el odio.

Ensayaron separados al principio, y luego en sesiones conjuntas forzadas. Las primeras veces fueron un desastre: entradas descoordinadas, solistas saboteados con miradas de muerte, e incluso un incidente con un laúd que "se cayó solo" sobre la cabeza del director invitado. Pero poco a poco, algo empezó a pasar.

Un día, en plena interpretación del Lacrimosa, una soprano del Juan del olivo se quebró emocionalmente. Fue consolada, sin pensarlo, por una contralto de la Schola con la que había discutido durante años. En otra sesión, el tenor más ácido del Tempus Fugit admitió, sin sarcasmo, que echaba de menos las bromas del barítono rival.

La música comenzó a hacer lo suyo: soldar.

El día del concierto, la iglesia estaba a reventar. El pueblo entero acudió, algunos por morbo, otros por esperanza. El ambiente era tenso, hasta que sonó el primer acorde del Réquiem de Fauré. Las voces, por primera vez en años, se entrelazaron sin guerra. Se miraban de reojo, sí, pero también con algo nuevo: respeto.

El momento cumbre llegó en el In Paradisum. Las voces se fundieron en un tejido delicado, aéreo, que hizo que incluso los más escépticos contuvieran la respiración. No era sólo un adiós al Maestro. Era un adiós a algo más profundo: al rencor.

Cuando se apagó el último acorde, el silencio fue absoluto. Luego, un aplauso largo, de pie. Algunos lloraban. Y entonces, espontáneamente, los dos coros, sin ensayar esto, cantaron juntos un canon sencillo, infantil, que el Maestro les había enseñado a todos en los primeros años: “Dona nobis pacem.”

No se reconciliaron de inmediato. Pero hubo intercambios de partituras. Charlas cruzadas. Incluso una invitación informal a cantar juntos en Navidad. Nadie sabía si eso marcaría el comienzo de una fusión, una tregua duradera o simplemente una pausa.

Pero Santa Armonía del Castañar, al menos por esa noche, hizo honor a su nombre.

Y en algún rincón invisible, el Maestro sonreía.




10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

9.6.25

Mojácar



 Hay lugares que no nos vieron nacer, pero nos han visto vivir y sonreír.  Rincones donde el sol tiene otro brillo y el aire parece hablarnos en un idioma que no sabíamos entender, hasta que lo aprendimos sin darnos cuenta. Esos lugares que, sin tener nuestra sangre, abrazan nuestro espíritu como si siempre nos hubiera esperado.

 No son el hogar de la infancia ni guardan las primeras memorias del corazón, pero con el paso del tiempo se vuelven refugio, escenario y testigo, ya sea temporalmente presencial, o en la distancia. Playas, calles, cafés y plazas que aprendimos a recorrer con asombro primero, con cariño después, hasta hacerlas, un poco nuestras.

 Todo empieza siendo ajeno, pero poco a poco se convierte en cotidiano, en íntimo. Y uno ama esos lugares con una ternura distinta, porque no estaban obligados a acogernos, y sin embargo, de alguna manera, lo hicieron.  Porque no los elegimos por herencia, sino por encuentro. Y ese encuentro, fortuito, misterioso, o buscado, se revela como algo profundo: uno no solo pertenece a donde nace, sino también a dónde se transforma. Los lugares que uno visita y que terminan por formar parte de su historia son una forma de hogar que no tiene raíces en la tierra, sino en la experiencia. Son tierras adoptivas del alma. Y merecen toda nuestra gratitud.

 Encaramada en la falda de la sierra frente al azul infinito del Mediterráneo, Mojácar se alza como un poema escrito en cal y luz. Villa Almeriense, de raíces moriscas y alma andaluza, es un rincón que seduce con la serenidad de su paisaje, la calidez de su gente y la magia intacta de su historia.

Sus casas encaladas, alineadas con armoniosa desorden, se funden con el cielo y el mar en una danza de blancos y azules que hipnotiza al visitante. Pasear por sus calles estrechas y empedradas es viajar en el tiempo: cada rincón, cada arco de piedra, cada maceta colgada con flores, parece susurrar relatos de antiguas culturas que convivieron bajo su sol ardiente.

Mojácar no solo cautiva por su estética; es un pueblo que late con una energía singular. Su símbolo, el Indalo, emblema de protección y fortuna, habla de un pueblo que honra su pasado mientras camina con dignidad hacia el futuro. Los Mojaqueros, orgullosos custodios de sus tradiciones, reciben al visitante con hospitalidad genuina, mezclando modernidad y autenticidad en una convivencia admirable.

El contraste entre la villa y su costa, Mojácar Pueblo y Mojácar Playa, ofrece lo mejor de dos mundos: la tranquilidad mística del casco antiguo y la vitalidad luminosa del litoral. Sus playas, extensas y algunas vírgenes, conservan un carácter natural que invita al descanso, al disfrute, y a la contemplación.

Y cuando cae la tarde, y el sol se despide tiñendo de oro las montañas de Sierra Cabrera, Mojácar se transforma en un escenario casi irreal, donde el tiempo se detiene y la belleza se impone sin esfuerzo.

Mojácar no se visita, se vive. Es un lugar que se graba en la memoria como un suspiro feliz, un refugio donde la historia, la naturaleza y el arte de vivir se abrazan con elegancia y orgullo.

Hemos tenido la dicha de visitar Mojácar en ocho ocasiones: seis maravillosas  y luminosas vacaciones de verano, y dos fines de año mágicos que dejaron huella en el alma. Cada verano fue un reencuentro con la luz, con las calles, bares, restaurantes y cafeterías que parecían esperarnos, en atardeceres que se funden en el horizonte como si el tiempo se detuviera para que pudieramos contemplarlos sin prisas. 

El rumor del mar
o del viento, o de la vida misma , es como una canción que conoces, un susurro que nos dice: "estás en casa"

Las visitas veraniegas nos regalaron risas interminables, caminatas al amanecer bajo un sol, generoso, sabores que evocamos el resto del año, como si los llevásemos en el paladar, y momentos tan simples como perfectos. Un paseo al atardecer, una larga siesta, una noche de luna llena sobre el mar. Allí, cada verano ha sido distinto, pero todos han compartido ese aire de libertad que solo respiras en los lugares que aprecias de verdad.

Después vinieron también dos fines de año, tal vez más íntimos, más pausados todavía, pero igual de intensos. Un clima nocturno más frío dibujaba en el aire una calma distinta, un descanso , a veces necesario para mirar hacia atrás y también hacia adelante. El mismo lugar, pero un tono distinto, casi sagrado, como si ese lugar supiera, que en ocasiones se cierran ciclos y se sueñan futuros.

Ahora, en la distancia pero cercanía del verano el corazón nos tira hacia allá, y volvemos todos los días con la memoria, pero no nos basta. Deseamos pisar esas playas y calles otra vez, mirar ese cielo y respirar ese aire. Porque ocho veces no han sido suficientes, y porque los lugares que uno quiere de verdad nunca se terminan de recorrer.

Volveremos, porque nos llama, y a veces el alma necesita regresar.




8.6.25

Cambiarán los vientos

Cambiarán los vientos. Hay momentos en la vida en los que todo parece quieto. El aire no se mueve, el horizonte se difumina y lo cotidiano se vuelve denso, pesado, predecible. En esos días, es fácil pensar que nada va a cambiar, que las cosas seguirán igual. Pero si hay algo que la naturaleza siempre nos recuerda, es que el viento no permanece quieto para siempre.

Cambiarán los vientos.

Y con ellos, cambiarán los rumbos, las decisiones, los pensamientos, incluso los corazones.


Vivimos en tiempos donde el cansancio colectivo se siente en el aire. El mundo se sacude entre incertidumbres, crisis y promesas a medias. Pero incluso en la calma tensa, en la espera, en el silencio... el viento comienza a girar. A veces imperceptiblemente, otras con la fuerza de una tormenta.

Cambiarán los vientos.

Y eso no significa que todo será fácil. Los cambios traen desafíos, sacuden estructuras, nos obligan a soltar. Pero también traen renovación, movimiento, nuevas oportunidades. Nos recuerdan que estamos vivos.

A quienes hoy sienten que están en una especie de pausa forzada, les digo: no bajen los brazos. La quietud no es para siempre. La vida se mueve, aunque no siempre lo notemos. Lo importante es estar listos cuando llegue ese soplo nuevo, cuando lo viejo comience a crujir y lo nuevo pida paso.

Porque sí, cambiarán los vientos.Y cuando lo hagan, más vale tener las velas listas.

20.5.25

El mejor piloto de la Galaxia

 El mejor piloto de la galaxia no era Luke Skywalker, ni Han Solo, ni siquiera Anakin Skywalker, que más tarde sería conocido como Darth Vader.

El mejor piloto de la galaxia era mi padre.

Cada verano, a comienzos de agosto, allá por los primeros años de los 80, despegábamos muy de madrugada a bordo de nuestra invencible nave interestelar: el legendario Renault 12 TL.

Nuestro viaje hacia el sur, desde Mérida hasta Bolonia (Cádiz), no era simplemente una ruta por la antigua carretera Nacional 630. Era una auténtica misión estelar. Una travesía repleta de peligros, asteroides, campos de gravedad extraña y naves enemigas al acecho.

Para un niño de nueve o diez años, aquel trayecto era una odisea galáctica. Los pueblos que cruzábamos se transformaban en misteriosas civilizaciones alienígenas. Sus luces parpadeantes en la madrugada parecían señales de advertencia. Algunas casas solitarias, entre arboledas dormidas o junto a riachuelos, encendían luces tenues como faros de mundos oscuros. Allí, en la imaginación fértil del copiloto más joven de la nave —yo mismo—, acechaban siniestros seres, quizá caballeros Sith ocultos, esperando atacar a los pocos valientes que osaban cruzar sus dominios.

Pero no había peligro real. Porque nosotros teníamos al mejor piloto de la galaxia.

Papá.

Calmado, sereno, con la mirada fija al frente y las manos firmes sobre el volante-nave, guiaba nuestra travesía con una mezcla perfecta de valor y ternura. Ningún enemigo nos haría frente mientras él estuviera al mando. Era invulnerable. Inquebrantable. Nuestro escudo y nuestra lanza.

Los camiones y furgonetas que adelantábamos eran, en realidad, enormes cargueros espaciales que transportaban colonos, provisiones o armamento a otros planetas más seguros. Y la luna llena, brillando majestuosa, se nos presentaba como la Estrella de la Muerte, aún incompleta pero ya peligrosa, observándonos desde la negrura del espacio, esperando el momento para activarse. Teníamos que llegar a nuestro destino antes de que lo lograra.

Y así, después de horas de vuelo, cuando el primer rayo del sol atravesaba el horizonte, una brecha de luz rasgaba la noche estelar y la galaxia entera comenzaba a desvanecerse. Atravesábamos entonces una especie de túnel espacio-temporal y aparecíamos, como por arte de magia, en Santa Olalla (Huelva), donde hacíamos una parada técnica para repostar churros y chocolate.

Pero la misión no acababa allí. Papá retomaba el mando, encendía los sistemas, y nosotros volvíamos a despegar hacia el planeta Bolonia, un rincón paradisíaco al borde del universo, donde por fin podíamos bajar del Renault 12 y caminar, jugar, correr... vivir.

Hoy, desde esta dimensión —desde este planeta llamado adultez— a veces cierro los ojos y, con el corazón aún de niño, lo imagino allá arriba.

Mi padre.

Mi Jedi.

Protegiéndonos desde otra galaxia, desde otros planos de existencia, desde el más allá. Sé que, mientras él esté allí, vigilante, nada malo podrá pasarnos. Él sigue pilotando, desde el infinito, nuestras vidas.

Gracias, papá, por tantos viajes, por tanta magia, por tu amor sin medida.

Te echamos mucho de menos.

Pero sé que sigues al volante.

Y mientras sea así, la galaxia está a salvo.


10.4.25

Ley Universal

 Hay una Ley Universal que dice: "Si escribes el problema claramente, entonces el asunto está medio resuelto". Se llama Ley de Kidlin.


Úsala a tu favor.

21.7.22

Mohamed Katir

Se llama Mohamed Katir y es tan español como tú o como yo. Su padre llegó en patera, jugándose la vida cruzando el estrecho. Ayer, Mohamed ganó la medalla de bronce en 1.500 metros en el Mundial de Atletismo. Bienvenidos a los que suman. Para restar, ya tenemos a bastantes. ¡Por muchas medallas más!

12.7.22

TONTXU VIDEO-POEMA PARA AMIGOS NACIDOS EN 1972


A los y a las que nacimos en 1972. ¡¡¡Feliz medio siglo¡¡¡ a Tod@S los cincuentones y cincuentonas, y a los que nos faltan unos meses para llegar a esa cifra redonda y salimos en este maravilloso video, sin duda "estamos mejor que nunca". Cumplir años, sólo es una manera de complementar esta maravillosa aventura llamada VIDA. Gracias Ipiña !!! Nos vemos por esos bares Cacereños.

7.7.22

Más cine por favor

Lo de coleccionar películas fue —o tal vez aún es, en algún rincón dormido de mi ser— un mal maravilloso que me acompañó durante años. Comenzó con el extinto formato VHS, aquel armatoste negro que parecía inmortal y que requería espacio, mucho espacio. Cuando la colección superó los dos mil títulos, ya no había estantería, cajón o armario que diera abasto. Cada cinta era un pequeño tesoro, con su carátula impresa a color, sus etiquetas cuidadosamente escritas a mano, y en muchos casos, con meticulosos cortes publicitarios realizados en el momento exacto para evitar tragarse los anuncios de detergentes, yogures o coches. Luego llegó el DVD. Más compacto, más moderno, más brillante. Y con él, las grabadoras de ordenador, los discos vírgenes por centenas, y los tarros —sí, tarros, como si de galletas se tratara— llenos hasta el borde de películas. Tarros de 25, de 50, a veces hasta de 100 discos. Ediciones especiales, versiones extendidas, cajas metálicas con sus extras y chorradillas varias que uno adoraba como quien guarda los envoltorios de los caramelos de su infancia. Durante años, mi compulsiva afición por coleccionar films fue fuente intermitente de discusiones y peloteras con la familia y con mi pareja. Lo de siempre: que si dónde vas a meter todo esto, que si esto ocupa más que un trastero de Ikea, que si no puedes seguir viviendo entre torres de plástico y estuches vacíos. Y tenían razón, no lo niego. Pero lo curioso, lo verdaderamente irónico de todo, es que cuando alguien necesitaba ver una película concreta —esa que no estaba en el videoclub ni la emitían en la tele—, ¿a quién crees que acudían? Exacto. Al archivista cinéfilo. Muchas películas salieron de casa prestadas con promesas de vuelta que jamás se cumplieron. Algunas las vi irse con resignación; otras, directamente, ni recuerdo a quién se las dejé. Después, con la llegada de las plataformas de streaming —Netflix, HBO, Amazon Prime, Disney+, FlixOlé y un puñado más a las que ni estoy ni estaré abonado—, el tiempo de las descargas, las copias y el coleccionismo casero llegó, poco a poco, a su fin. Era más cómodo, más limpio, más inmediato. Pero también más frío. Uno ya no poseía la película: la alquilaba a una nube impersonal que podía hacerla desaparecer del catálogo de un día para otro sin previo aviso. Y hoy, siete de julio de 2022, más de veinte años después de haberme independizado, me veo de nuevo ante las reliquias de aquel viejo amor. En casa de mis padres, como un arsenal olvidado en una trinchera, han sobrevivido decenas —tal vez centenares— de cintas VHS. Me han obligado a recogerlas, a decidir su destino. Y aquí estoy, con cajas polvorientas llenas de celuloide magnetizado entre las manos, preguntándome qué cojones hago ahora con ellas. Porque me duele, lo reconozco. Me da verdadera pena pensar que tanto dinero invertido en mis años jóvenes, tantas horas de grabación, de etiquetado, de montaje casero y esmero nostálgico, acaben su viaje en un contenedor. Y que allí, entre latas vacías de cerveza, peladuras de plátano, preservativos usados y propaganda electoral, tenga que compartir espacio Orson Welles, John Wayne, Jodie Foster, Michelle Pfeiffer (mi Michelle, que cantaban los Bad Boys Blue en aquel francés macarrónico), James Dean, José Luis López Vázquez o Charo López, entre otr@s. Pensar en Michelle Pfeiffer sepultada bajo restos de pizza y papel de váter me parte el alma. A veces uno colecciona cosas no porque las necesite, sino porque le recuerdan quién fue, y quién soñaba ser.

6.7.22

Cuestión de perspectiva

Las redes sociales, ese universo paralelo que decidimos inventar hace ya más de una década —posiblemente con más ilusión que criterio—, siguen siendo nuestro vertedero emocional favorito. Allí volcamos sueños truncados, fotos de desayunos innecesarios, indirectas muy directas y filosofías dignas de un posavasos. Hace unos días, mientras hacía scroll sin rumbo fijo, me encontré con una imagen que me recordó una de mis más temerarias hazañas: una postura casi acrobática que adopté en la Alhambra de Granada con el único objetivo de conseguir una foto “medio decente”. Aclaro: decente para el estándar 2011, porque hoy esa foto no pasaría ni el filtro del filtro.

Han pasado once años desde aquella escena, que en mi cabeza sigue teniendo la épica de una película de acción, pero con más torpeza y menos presupuesto. Desde entonces, he vuelto varias veces a esa bella y Lorquiana ciudad que huele a jazmín, historia y tapas... pero no he regresado a ese majestuoso monumento. Tal vez por respeto, tal vez por pereza, o simplemente porque a uno le da miedo no estar a la altura de los recuerdos (o de las escaleras).

Las fotografías, como casi todo en esta vida, dependen del ángulo: del que tomas y del que te toma por sorpresa. A veces son espejismos; otras veces, portales. Las imágenes de ayer se comportan como esos calcetines perdidos que aparecen cuando ya te habías rendido: sin previo aviso y en el momento menos pensado. Y cuando reaparecen, no puedes evitar sonreír, aunque sea con un poco de nostalgia o con cara de “¿en serio tenía ese peinado?”

Recordar es sencillo cuando lo que recuerdas te saca una sonrisa (o al menos no una denuncia por mal gusto). Pero hay una cosa que deberíamos tatuarnos en el alma —aunque la memoria sea tan resbaladiza como una pastilla de jabón en ducha ajena—: el hoy ya es nunca más. Y eso, amigos, nunca hay que olvidarlo… aunque casi siempre lo hagamos.

Casi dos años después regreso a este blog, que ha estado ahí todo este tiempo, como un gato que te observa desde lo alto de un armario: silencioso, paciente, juzgándote un poquito. Dos años intensos, vividos a tope, saboreados con la lengua entumecida y digeridos como buenamente se pudo. A veces uno quiere volver atrás y reescribir el comienzo —poner una coma donde hubo un punto, o cambiar de guión por completo—, pero no se puede. Lo que sí se puede es comenzar desde donde estás y reescribir el final. O dejarlo todo como está, si no va tan mal, y seguir el camino con los cordones bien atados y la cámara lista.
Por si acaso. Verano 2022.

6.8.20

Verano de 2000


Es curioso cómo, cada vez que una cifra redonda pasa página en nuestro calendario, sentimos la imperiosa necesidad de echar la vista atrás. De pronto, nos descubrimos evocando cómo era nuestra existencia hace cinco, diez, quince o veinte años. Como si el tiempo, al cerrar un ciclo, exigiera un balance que nos obliga a mirar con otros ojos aquello que fuimos.

La vida es, entre muchas otras cosas, un compendio de vivencias: desde la más amarga y penosa hasta la más jocosa y ligera, todas nos pulen e instruyen en un largo y duro camino. Un trayecto que, queramos o no, nos obliga a resistir estoicamente los avatares del destino y los cambios que impone, sin miramientos, el inmisericorde paso del tiempo.

Hace unas semanas, volví —después de casi veinte años— a un lugar que formó parte de nuestros fines de semana estivales de entonces. La “costa” de Medellín, que ni es costa ni mar, ni tiene olas, pero a la que alguien, con cierta sorna y mucha guasa, bautizó como "Costa Breva". Una orilla del Guadiana que discurre mansa bajo la mirada del imponente castillo que corona la localidad. Aquel lugar que, sin tener mar, sabía a verano.

Verano del año 2000. Comenzaba una nueva década, un nuevo siglo y un nuevo milenio. Aquel fue el último verano antes de hacernos mayores, el último que viví sin el peso de las preocupaciones adultas. Un verano en el que ignorábamos que, al crecer, nos veríamos obligados a claudicar ante una serie de responsabilidades que uno no sabe muy bien si le imponen, si se impone uno mismo o si simplemente vienen escritas —en letra pequeña— en ese embrollado manual de la vida que nadie te da, pero que acabas descifrando a fuerza de vivir.

En Medellín, claro está, ya nada era igual. Afortunadamente, en algunos aspectos; tristemente, en otros. No estaba el ímpetu irrefrenable de la juventud, ni estábamos todos los que fuimos. Aunque sí estábamos dos, y con eso, a mí me basta. Porque a veces, la presencia de una sola persona basta para sostener un universo entero de recuerdos.

Aquel verano de 2000 fue una sucesión de largas noches, de amigos que venían y se iban, de encuentros efímeros y otros duraderos, e incluso de aquellos que ya no están entre nosotros. Qué vueltas da la vida cuando, veinte años después, te cruzas por la calle con alguien que en su día fue parte esencial de tu mundo y hoy ni siquiera te saluda. Supongo que eso también figura en ese manual vital: en ese apartado que nunca leemos pero al que llegamos todos, antes o después, como a las últimas páginas de un libro que seguimos leyendo más por inercia que por deseo de llegar al final.

Hacer un resumen de uno de aquellos veranos intensos requiere de un gran esfuerzo de memoria. Los recuerdos, con el paso de los años, se difuminan, se emborronan, adquieren el color amarillento y desvaído de las fotos reveladas en un carrete de 24. Pero aún quedan algunos vivos, vívidos, intactos como un perfume que se cuela en medio de la rutina.

Recuerdo, por ejemplo, un concierto de Sabina en Cáceres, seguido de una noche interminable celebrada por la Madrila hasta que el amanecer nos sorprendió con sus primeras luces. Quién me iba a decir que, años después, Cáceres formaría parte de mi día a día. Recuerdo también las ferias de los pueblos limítrofes —y no tan limítrofes—, con sus casetas abarrotadas, sus calles llenas de vida, de bullicio, de esa energía que hoy se nos antoja tanto increíble como irresponsable.

Y cómo olvidar los botellones en la orilla del río, cuando el Teatro Romano cedía temporalmente su protagonismo a aquel improvisado escenario veraniego donde reinaba la juventud.

También me acuerdo de un personaje inolvidable de aquel verano, llegado de tierras del norte. Forjamos una buena amistad que, con los años y por tonterías —gilipolleces, si me permitís la crudeza— se perdió de la peor manera. Si algún día lees esto, vaya desde aquí mi sincera disculpa. Y no, lo de "personaje" no lo digo en tono despectivo, sino con el respeto y el cariño que uno guarda por las personas que marcaron un tiempo feliz.

Las idas y venidas a La Antilla eran más por complacer que por devoción propia, pero no dejo de estar agradecido. Porque esos veranos playeros en uno de los rincones más especiales de la costa onubense me regalaron instantes que, con el tiempo, he aprendido a valorar como se valoran los refugios: por lo que representan, más que por lo que ofrecen.

Después vinieron otros veranos. Algunos, incluso mejores. Vinieron otros lugares, otras gentes, otras relaciones, otras maneras de vivir. Surgieron canas, arrugas, nuevas inquietudes, nuevas pasiones, nuevos modos de entender la vida, como cantaba Rosendo. Se borraron los malos recuerdos —o al menos, se atenuaron— y el resto permanece, aunque cada vez más envuelto en una nebulosa que crece con los años.

“Que veinte años no es nada”, cantaba Gardel. Y es verdad.
No es nada...
Y, al mismo tiempo, es todo.


31.7.20

En asuntos del amor



"En asuntos del amor, los locos son los que tienen más experiencia. De amor no preguntes nunca a los cuerdos; los cuerdos aman cuerdamente, que es como no haber amado nunca". (Jacinto Benavente)

30.6.20

África de las Heras


África de las Heras nació en el seno de una familia acomodada en Ceuta en 1909. Combatió en la Guerra Civil y fue guerrillera tras las lineas alemana en Ucrania durante la Segunda Guerra Mundial. También colaboró en el complot para asesinar a Trotsky que ejecutó su amigo Ramón Mercader.
A partir de 1946, África comenzó a trabajar activamente para el NKVD, posteriormente el KGB, durante la Guerra Fría. Primero en París, y luego en Montevideo, se convirtió en la más importante agente soviética en América Latina. Su nombre en clave era "Patria".
En París conoció al escritor uruguayo Felisberto Hernández, uno de los más brillantes autores de cuentos del siglo XX. Felisberto y María Luisa, como entonces se hacía llamar, se casaron en Montevideo. Felisberto era un anticomunista convencido. La pantalla perfecta de "Patria".
A pesar de su notoria militancia anticomunista, Felisberto nunca sospechó de las actividades de su mujer. La dedicó uno de sus cuentos más conocidos, "Las hortensias". Murió sin saber que había servido de tapadera a la mayor agente del KGB en América Latina.
África de las Heras terminó sus días en Moscú como instructora de nuevos agentes. Fue condecorada con la Orden de Lenin y considerada una heroína de la URSS. Alcanzó el rango de coronel del KGB. En la novela "El hombre que amaba a los perros", Leonardo Padura recrea su vida. Falleció en 1988. Fue enterrada con honores militares en el cementerio Jovanskoie de Moscú, en cuya lápida se puede leer la palabra "Patria" en Español junto a un texto en Ruso en el que pone "Coronel África de las Heras 1909-1988".

29.6.20

Las seis reglas de Orwell


Las 6 reglas de George Orwell para escribir. 1. Nunca uses una metáfora, símil u otra frase hecha que estés acostumbrado a ver por escrito. 2. Nunca uses una palabra larga si puedes usar una corta que signifique lo mismo. 3. Si es posible eliminar una palabra, hazlo siempre.
4. Nunca uses la voz pasiva cuando puedas usar la activa. 5. Nunca uses una expresión extranjera, una palabra científica o un término de jerga si puedes pensar en una palabra equivalente en tu idioma que sea de uso común. 6. Incumple cualquier regla antes de escribir nada estúpido.

15.6.20

La última fotografía


Esta es la última fotografía conocida de Federico García Lorca. Se tomó en la terraza del Café Chiki-Kutz, en el Paseo de Recoletos 29 en Madrid, en julio de 1936, unos días antes de partir hacia Granada de donde nunca jamás regresaría. Tenía tan solo 38 años. Aparece junto al gran poeta Manuela Arniches. Tal vez sea el momento o el gesto que capta la fotografía, pero su expresión, su mirada, muestra una cierta preocupación por los sucesos que se avecinaban, de los cueles nadie era ajeno. ¿Pudo salvar la vida Federico si se hubiese quedado en Madrid? Lo dudo.

5.6.20

Poema doble del lago Eden. ORGULLO LORQUIANO 2020





Hoy, cinco de Junio, celebramos el 122 aniversario del nacimiento de Federico García Lorca. No hay mejor manera de conmemorar esta fecha que recitando uno de los poemas más afamados de nuestro insigne literato, "el poema doble del lago Eden", en el cual he tenido el placer de participar junto a los amigos del Círculo de estudios Lorquianos.

Agradecer a este fantástico grupo de personas el amor y la ilusión que han puesto en la elaboración de este video. El legado, la memoria y la figura de Federico, están más vivas que nunca 84 años después de su asesinato.




29.5.20

Juan Ramón y Zenobia


El 29 de mayo de 1958, Juan Ramón Jiménez falleció en San Juan de Puerto Rico, donde se había instalado ocho años antes. En 1956, tan solo tres días después de obtener el premio Nobel de literatura, falleció su inseparable compañera Zenobia Camprubí.
Sumido en una profunda depresión de la que ya no volvió a salir, no volvió a escribir nada. Sus restos, junto a los de su esposa descansan en el cementerio de su localidad natal, Moguer.

28.5.20

I Know not what tomorrow will bring



"I know not what tomorrow will bring" (no sé que nos deparará el mañana) fue la última frase escrita por el poeta Portugués Fernando Pessoa el 29 de noviembre de 1935. Escribió esta frase en inglés y a mano en el Hospital San Luis de los franceses, de Lisboa. Falleció al día siguiente. Tenía 47 años. Está enterrado en el monasterio de los Jerónimos de Belem.

27.5.20

La música de las personas


Tantas melodías como personas hay en el mundo. Fotografía de Harold Feinsein, Coney Island, NY, 1950

26.5.20

Para que vuelvas hoy


En 1939, nada más terminar la guerra civil Española, el poeta Marcos Ana, fue encarcelado durante 23 años, siendo el preso político que más tiempo pasó en las cárceles Franquistas. Al salir en 1961, gracias a la recién creada Amnistía internacional, pasó su primera noche en libertad con una prostituta.
A la mañana siguiente, ella le devolvió el dinero con una pequeña nota manuscrita en la que ponía: "Para que vuelvas hoy". Marcos Ana gastó todo ese dinero en un gran ramo de flores al que le añadió otra nota que decía: "A Isabel, mi primer amor". Tenía ya 42 años y fue su primera vez.

25.5.20

Mis libros en tu librería




En defensa de las librerías, para que sientan el apoyo de los lectores, necesitamos ayudarlas y ellas necesitan de los lectores. La mejor defensa y promoción para las librerías es la creación del hábito de lectura en niños, jóvenes y adultos. Compra tus libros en tu librería de toda la vida, o apuesta por las nuevas, cerca de tu casa.
Más de una treintena de escritores han participado en esta campaña de apoyo a las librerías. Rosa Montero, Fernando Aramburu, Almudena Grandes, Isabel Allende y Bernando Atxaga entre otros.
Esta fantástica iniciativa ha partido de Elvira Sastre y Beatriz Luengo con el objetivo de concienciar a la gente de la importancia que tiene comprar los libros en las librerías de siempre para evitar que terminen desapareciendo.

24.5.20

Ejercicios de nostalgia


Hay días en los que uno no puede evitar detenerse y mirar hacia atrás. No por masoquismo ni por romanticismo desmedido, sino por esa necesidad humana de entender el presente a través del espejo roto del pasado. En esos instantes me descubro recordando a aquellos que una vez fuimos, intentando descifrar en qué nos hemos convertido y por qué.

La nostalgia, tan hermosa como traicionera, es una pequeña alegría disfrazada que nos toma de la mano para mostrarnos luces ya apagadas. Nos invita a revivir antiguos paisajes de felicidad, la risa de una sobremesa, el olor del verano en la calle, una canción que ya no suena igual, pero lo hace con una condición: que sepamos, profundamente, que nada de aquello volverá. Es un festín que alimenta el alma con pan de ayer.

En tiempos de inquietud , como los que vivimos o los que hemos vivido en silencio, las añoranzas pueden ser un síntoma de inseguridad, una forma de anclarse a lo conocido. Cuanto más tiempo pasamos rememorando lo que fue, menos habitamos el ahora, y más borroso se vuelve el porvenir.

Cuidado con la nostalgia. Tiene la elegante astucia de hacernos creer que el pasado tenía una integridad, una belleza, una lógica de la que el presente carece. Como dijo Milan Kundera: “El reino del pasado es más grande que el del presente. El pasado es inmutable, eterno; el presente, en cambio, es solo un parpadeo.”

Y sin embargo, el presente, este instante imperfecto y fugaz, es lo único real que poseemos. El hoy es el único lugar habitable. El pasado ya no nos pertenece: se ha convertido en relato, en eco, en fotografía sin fecha. Y el futuro… el futuro es una conjetura. Una promesa siempre por escribir.

Quizás por eso, en lugar de mirar atrás con tristeza o adelante con ansiedad, convenga aprender a mirar el ahora con gratitud. Porque como decía Borges, que sabía mucho de la memoria y del olvido:

“El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me devora, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego.”

Así que vivamos , de verdad, este instante. A pesar del ruido, del cansancio, del desencanto. Vivámoslo como si fuera lo único que tenemos. Porque, en realidad, lo es.

23.5.20

Lo que en nosotros vive



 El niño que movía banderas: memoria, exilio y herencia emocional

Entre un abuelo y un nieto, en un apartamento de Nueva York, se construye el mapa íntimo de una guerra que aún no ha terminado.

En el año 2008, Manuel Fernández-Montesinos publicó Lo que en nosotros vive, un libro de memorias que destaca por su hondura narrativa y su capacidad para enlazar la historia personal con los grandes temas de la memoria colectiva. Me acerqué a este libro buscando los ecos de Federico García Lorca —de quien el autor fue sobrino— y de su padre, Manuel Fernández Montesinos, último alcalde socialista de Granada antes de ser fusilado por los golpistas franquistas. Sin embargo, lo que más me conmovió fueron las escenas íntimas compartidas entre un abuelo y un nieto. En ellas se condensa, con claridad poética y dolorosa precisión, el verdadero enigma de la memoria histórica.

El nieto, un niño de apenas diez años, sigue el transcurso de la Segunda Guerra Mundial desde el exilio en Nueva York. A su corta edad ya domina el inglés, ha hecho amigos en el colegio y comienza a sentirse parte del nuevo mundo que lo rodea. Disfruta caminando entre los rascacielos, reconociendo las voces de una emisora de radio estadounidense como parte de su vida cotidiana. Sin embargo, un sentimiento de extrañeza lo acompaña siempre, como una sombra. Porque el exilio, incluso cuando se suaviza con la infancia, nunca se borra del todo.

Una excursión escolar se aproxima, pero el niño no podrá asistir. Su lugar está en casa, junto a su abuelo, traduciendo los partes de guerra. Nadie más comprende el inglés con la misma soltura, y el anciano depende de esas traducciones para sostener su esperanza. Como muchos exiliados de edad avanzada, el abuelo no ha logrado adaptarse del todo al nuevo país. Le pesa el idioma, le pesan las costumbres, y sobre todo le pesan los muertos: un hijo y un yerno —el padre y el tío del niño— ejecutados por el régimen franquista. Él mismo lo dijo, antes de subir al barco que los llevaría al exilio: “No quiero volver a este jodido país”.

Y sin embargo, vive pendiente de España. No hay día en que no escuche los partes radiofónicos con ansiedad, buscando señales de victoria aliada, traducidas al instante por su nieto. El niño, conmovido por esa urgencia, empieza a intervenir en los relatos. Traducir se convierte en imaginar. Miente piadosamente, inventa avances del frente, retiradas alemanas, rendiciones que no han ocurrido aún. El mapa que traza en la mesa del comedor junto a su abuelo se convierte en un campo simbólico donde el futuro se anticipa, aunque sea sólo con banderas de papel.

Cada tarde, juntos, mueven las banderas aliadas hacia Berlín. El niño lo hace con entusiasmo, buscando en cada parte una excusa para la esperanza. El abuelo sonríe, y en ese gesto cabe todo un país que no ha podido enterrar dignamente a sus muertos. Abandonar esa rutina —irse, por ejemplo, de excursión con la escuela— sería una traición. No puede dejar a su abuelo sin la radio, sin las noticias, sin la ficción necesaria que lo mantiene en pie. Ha entendido que su lugar no está en otro sitio, sino allí, moviendo banderas, haciendo que el mundo cambie al menos sobre el papel.

Esta escena, que podría parecer menor, nos revela algo esencial: la memoria histórica no se transmite únicamente en libros, discursos o monumentos, sino en vínculos humanos, cotidianos, a menudo silenciosos. La relación entre un nieto que inventa victorias y un abuelo que las necesita para seguir viviendo es el retrato más sincero del legado emocional de una guerra que sigue palpitando bajo la superficie de la Historia.

Fernández-Montesinos no se detiene en esa escena. En otro momento del libro, aparece Fernando de los Ríos, tío político del adolescente, catedrático, ministro socialista, también exiliado. De los Ríos comprende pronto que la victoria de los aliados no implicará la caída inmediata del franquismo. Ni él ni Federico podrían volver con vida a su país. Pero eso no detiene la voluntad de creer, ni el impulso de recordar.

Lo que en nosotros vive no es sólo una autobiografía: es una meditación sobre el exilio, la herida española, la persistencia del pasado en el presente. Es también una lección: las verdaderas batallas de la historia se libran, muchas veces, en una cocina o en un comedor, con mapas improvisados, entre palabras que se traducen y gestos que salvan. Allí, en esa ternura desesperada, en ese pacto silencioso entre generaciones, empieza a construirse una memoria que, como dice el título del libro, sigue viva en nosotros.

22.5.20

Ortega y Gasset

Tal vez fueran tres: José, Ortega y Gasset.