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20.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IX): El Fin del Calor (o el 31 de diciembre de agosto)


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IX): El Fin del Calor (o el 31 de diciembre de agosto)

El milagro se confirmó el viernes a primera hora: 38 grados de máxima.

Treinta y ocho. ¡Treinta y ocho! La noticia se corrió como la pólvora. En la farmacia, la señora que lleva el tensiómetro de alquiler gritó:
—¡Esto es frescor, coño! ¡Me voy a poner mangas largas!
En la carnicería, Anselmo bajó la temperatura de la cámara a 2 grados “por solidaridad con el clima”.
Y en el bar de Nines, al abrir la puerta de la cámara de Mahou, un cliente exclamó:
—¡Esto es Siberia!

El Ayuntamiento emitió un bando extraordinario, redactado de urgencia por el alcalde Cipriano, con su habitual tono de solemnidad poética:

“Se informa a los vecinos de Villafresno del Río que, al ceder la ola de calor, se convoca a toda la población a celebrar el Fin de la Ola a las 22:00 horas en la plaza, con brindis, música y acto simbólico de despedida del infierno climático que hemos vivido. Traigan silla, botijo y alegría. Y si alguien tiene un ventilador que funcione, que lo comparta, hombre. Que estamos en verano, pero no en el Sáhara”.

En menos de dos horas, el pueblo entero entró en modo Fin de Año.
La banda de música, que no tocaba desde la boda de Genaro (la del jamón sudado y las croquetas volcánicas), sacó los instrumentos del altillo del local de ensayo.
El saxofonista, Manolo el del estanco, avisó:
—Tengo los labios derretidos, pero haré lo que pueda.

Las abuelas, sin esperar más instrucciones, empezaron a preparar bandejas de roscas fritas, empanadillas y canapés de ensaladilla que amenazaban con salirse por los bordes del pan de molde.
Y Nines colgó en la fachada del bar un cartel improvisado con rotulador rojo que decía:

“Hoy, el calor se va. ¡Y tú también, Lorenzo, cabrón!”

A las nueve en punto, con 35 grados (que ya se consideraban temperatura de entretiempo), la plaza era un mosaico humano.
Niños corriendo con globos llenos de hielo picado (que les duraban medio minuto), adolescentes ensayando coreografías para TikTok con música de Camela, y mayores colocando las sillas de enea como si se tratara de un consejo de sabios.

El decorado era puro reciclaje festivo: guirnaldas de San Bartolo, luces de Navidad, banderas de la Eurocopa del 2008 y una gran pantalla de tele vieja conectada a un reloj digital que marcaba la cuenta atrás hacia las 22:00, como si fuera Nochevieja.

Don Isidro, con su mejor camisa de lino celeste —la de los funerales, elecciones y milagros climáticos— se sentó en primera fila, junto a su cuñado Fermín y su perra Lola, que llevaba un pañuelo con estrellitas.
—Esto me recuerda al 82, cuando llovió en agosto —dijo, mientras se abanicaba con un folleto de la misa de San Blas.

A las diez en punto, estalló el espectáculo:

Las campanadas

No había uvas. ¡¿Qué uvas?! Las únicas bolitas accesibles eran de hielo, que los niños se metían en la boca antes de que se esfumaran entre risas y gritos.
Un voluntario del pueblo, con voz engolada y gorro de cotillón, cantó las doce como si narrara un combate de boxeo:

—¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!… ¡Y la última por Lorenzo, el cabrón!

El brindis general

El gazpacho corría por las copas de plástico como si fuera champán. Algunos le echaron un chorrito de vino de pitarra para darle “cuerpo”, y proclamaron que habían inventado el "bloody Mary de la tierra".
—Está ácido, pero refresca —dijo Blasa, mientras se limpiaba el bigote de ajo con una servilleta de propaganda de ferretería.

Cánticos populares

Una versión flamenca de Let It Go, rebautizada como Déjalo ya, calor, se convirtió en himno espontáneo.
Y la charanga, entre pasodobles, improvisó uno nuevo:

Brisita de la buena, entra por la rendija,
tú eres mi heroína, tú eres mi cobija.

El coro de mujeres del Centro de Día entonó una sevillana dedicada a la sombra, mientras una pareja mayor bailaba a dos por hora, pero con dignidad.

El acto central: la quema simbólica del abanico

A las once en punto, el silencio se hizo en la plaza.
Mari Pepa, viuda de dos calores y superviviente de la ola de 2003, colocó su abanico viejo —deshilachado, con manchas de gazpacho y hasta una grapa— sobre un pequeño brasero.

—Se va con honores —dijo—. Este abanico ha sido mi espada, mi escudo y mi salvación. ¡Que descanse en paz!

El público aplaudió. Alguno lloró. Y mientras el abanico ardía con dignidad, el cura, en camiseta de tirantes, hizo discretamente la señal de la cruz.

Y entonces... el baile

El DJ Termo, esta vez con camisa de lino blanca y un ventilador apuntándole a la cara, pinchó solo temas por debajo de 100 bpm: boleros, canciones lentas y algo de música instrumental de los 80.

—Prohibido el reguetón hasta que bajemos de los 30 grados —avisó por megafonía.

Los suecos del capítulo VI, desde Estocolmo, mandaron un vídeo por WhatsApp proyectado en la pantalla:

—"Nos alegramos por vosotros, hermanos del sur. Aquí hace 18 grados y estamos llorando de alegría".

Don Isidro se levantó, alzó su botellín de Mahou bien sudado, y dijo con voz firme:

—Que vuelva el calor cuando quiera. Pero que avise. Y que traiga cerveza.


Al día siguiente, amanecieron con 34 grados.
Pero eso ya era otoño para Villafresno del Río.

Y por primera vez en semanas, alguien dijo:
—¿Ponemos un café?

19.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VIII): San Bartolo suda por sus feligreses


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VIII): San Bartolo suda por sus feligreses

Villafresno del Río, donde el calor no perdona ni a los santos

En Villafresno del Río, las fiestas de San Bartolo Mártir se celebran sí o sí. Llueva, truene, o caigan chuzos de fuego. Y este año, con la ola de calor instalada como un okupa sin intención de irse, el pueblo decidió seguir adelante. Porque si no sudas en las fiestas, ¿cuándo vas a sudar con gusto?

Desde el lunes por la noche, ya se escuchaban petardos mal tirados, charangas con más entusiasmo que afinación, y altavoces que distorsionaban voces como si vinieran de ultratumba:

“¡Atención, atención!
Lunes: pregón.
Martes: cena de traje (yo traje el pan, tú la tortilla, y Paco trajo hambre).
Miércoles: procesión del Santo y misa a la sombra del campanario.
Jueves: batalla de globos, si los globos no se derriten antes.
Viernes: orquesta ‘Furia Extrema’ y DJ Termo en la plaza mayor.
Sábado: final del campeonato de tute y verbena de la espuma… solo si la espuma no hierve.”

Lunes: El Pregón de la Caldera

El pregón lo dio, cómo no, Don Isidro, cronista no oficial del pueblo, leyenda local y defensor del botellín frío como patrimonio inmaterial. Este año salió vestido con una camiseta casera que decía:

“San Bartolo, protégenos del bochorno y del IBI.”

Subió al escenario con paso lento, más por prudencia térmica que por solemnidad. El discurso duró cinco minutos. A los seis, ya había goteras de sudor en el atril. A los ocho, una vecina tuvo que abanicarle con una carpeta del colegio de su nieto.

Aun así, lo dio todo:

“Queridos vecinos, este año San Bartolo nos ha traído sol, calor y cortes de luz. Pero también nos ha traído ganas, que es lo único que aquí nunca se va. ¡Viva el Santo y viva Villafresno!”

Ovación cerrada. Aplausos lentos, por el calor, pero sentidos.

Miércoles: Procesión a la Parrilla

El día grande amaneció con 42,5 grados a las nueve de la mañana. El cielo era una plancha. Las cigarras cantaban como si les pagaran por decibelio. Pero a las doce en punto, como manda la tradición y la cabezonería, salió la procesión.

El paso de San Bartolo, normalmente sobrio y elegante, iba adornado con romero seco, geranios en coma inducida y una novedad: un sombrero de paja y un botijo bendecido entre las manos del santo.

No es herejía, es supervivencia, —aclaró el cura, Don Ramiro, con la sotana recogida hasta las rodillas y un abanico de feria que movía con técnica profesional.

Los fieles avanzaban a pasitos cortos, no por devoción, sino porque el asfalto estaba en punto de caramelo y las sandalias se quedaban pegadas. Algunos llevaban paraguas invertidos, a modo de sombrilla, y otros se rociaban mutuamente con pulverizadores de limón diluido, como si fueran plantas a punto de desfallecer.

Un par de costaleros se turnaban para hidratarse con polos flash que repartía el ambigú parroquial. A mitad de recorrido, desde el fondo de la comitiva, alguien gritó:

—¡Un milagro! ¡Ha salido una nube!

Todos miraron arriba con esperanza, pero era el humo de la barbacoa de la peña ‘Los sudores de Bartolo’, que ya estaban asando panceta para el convite posterior.

La misa, celebrada bajo el campanario, fue breve y clara. Don Ramiro, ya con el alzacuellos reblandecido, resumió:

—Señor, danos sombra.
—Amén —respondió el pueblo, con más fe que oxígeno.

Viernes: Furia, espuma y remember a 39º

Por la noche, la plaza estaba lista para el plato fuerte: la verbena. A las 22:15, el aire seguía siendo un caldo. Pero allí estaba la orquesta Furia Extrema, llegados desde Zafra con teclados, focos y una vocalista que se subió al escenario con un abanico eléctrico colgado del cinturón, como una heroína retro-futurista.

El público bailaba con movimientos mínimos pero dignos, como si hicieran twerking contemplativo. Las abuelas se abanicaran a compás, y los jóvenes se refrescaban metiendo los pies en cubos de cerveza.

Cuando le tocó el turno al DJ Dor Termo, se vivió un clímax sensorial. Apareció en bañador, chanclas y con un pulverizador de jardín que disparaba al ritmo de la música. Pinchó una sesión remember que incluía:

  • “La Macarena con calambres”

  • “Yo quiero bailar bajo un toldo industrial”

  • “Bailando bajo una solana de 40 grados”

  • Y un remix de OBK con sonidos de cigarras y sudor líquido

Y de pronto… lluvia

Y entonces, a eso de las 00:17, ocurrió lo inesperado: empezó a chispear.

Una lluvia mínima, de esas que no mojan pero levantan el alma. Primero tímida, luego más atrevida. Lo justo para que alguien gritara:

—¡San Bartolo lo ha hecho otra vez!

La plaza estalló en júbilo. La gente se mojó sin miedo, los niños corrieron, los altavoces chirriaron como focas felices, y los focos parpadearon como si los controlara una discoteca celestial.

Don Isidro, empapado pero firme, alzó su botellín como si fuera un cáliz sagrado:

—¡Y mañana, más! ¡Y si no, que nos frían!

Y ahí, entre pestorejo a la brasa, truenos lejanos, un santo con sombrero y un pueblo que no se rinde ni con cuarenta y cuatro grados a la sombra, quedó sellado el milagro anual de San Bartolo Sudando por los Suyos.

18.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VII): Titanic bajo el cielo de agosto


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VII): Titanic bajo el cielo de agosto 

La idea se le ocurrió al concejal de cultura, Julián el de la cooperativa, un martes por la tarde, justo después de una siesta de ventilador y cortinas pegadas a la piel. Soñó que Leonardo DiCaprio cruzaba el Guadiana en una zodiac conducida por Kate Winslet, mientras de fondo sonaba la voz de Céline Dion cantando una versión flamenca de My Heart Will Go On. Al despertar, se secó el sudor del cuello con una toalla de propaganda de Iberdrola y lo vio clarísimo:

—Un cine de verano. Sábanas blancas, palomitas y una peli de llorar. ¿Qué puede salir mal?

Mucho, por supuesto. Pero eso aún no lo sabíamos.

La propuesta se aprobó en pleno extraordinario de urgencia, celebrado en la terraza del Bar de Nines, con una caña en la mano y la firme convicción de que “algo hay que hacer por la cultura, aunque sea en chanclas”.

La cita quedó fijada para el viernes a las 22:30, justo cuando el termómetro baja de 43 a 37 grados y la brisa caliente del este deja de abrasar como si viniera directamente del infierno. Se colocaron veinte sillas de plástico, más de las previstas, porque Julián pensaba que “la gente con estos calores no sale ni por Titanic”, una sábana sujeta con pinzas y cinta aislante entre la farola del ayuntamiento y el ficus de la plaza, que ya llevaba meses agonizando pero que aún daba sombra simbólica.

El proyector, prestado por la biblioteca de Alcuéscar, era del año 1981 y emitía más calor que luz. Al enchufarlo, sonaba como una avioneta a punto de despegar. Julián lo acarició como si fuera una reliquia:

—Esto, si aguanta hasta que se hunda el barco, es un milagro.

La película elegida fue Titanic, porque según explicó Julián en rueda de prensa (o sea, delante de tres jubilados en el banco de la fuente):

—Aquí también tenemos naufragios. El tractor de Manolo el Gorriato, sin ir más lejos, se hundió en el canal el mes pasado con remolque y todo.

A las diez, la plaza estaba llena. Niños con polos derretidos en las manos, abuelas con abanicos eléctricos alimentados con baterías externas, y Don Isidro con su inseparable botellín y un abanico de cartón con la cara de Rocío Jurado en la boda de su hija. Se sirvieron cucuruchos de palomitas hechas en el microondas de la asociación de amas de casa, y se repartieron abanicos de propaganda de la última campaña electoral del partido de Julián: “Villafresno Avanza”.

La gente estaba entregada. Los más jóvenes se hacían selfies delante de la sábana, otros colocaban sus propias sillas de camping y neveritas portátiles. Todo iba como una seda hasta que... se fue la luz.

Un apagón general, de esos que en Madrid colapsan el metro y en Barcelona salen en los periódicos, pero que en Villafresno generan solo una ola de resignación silenciosa y un grito a lo lejos, desde lo alto del transformador:

—¡Otra vez los plomos del transformador, me cago en la cooperativa eléctrica!

Tras unos segundos de silencio fatalista, Julián, en modo líder de resistencia cultural, gritó:

—¡No pasa nada! ¡La seguimos en versión narrada! ¡Esto es cine experiencial!

Y entonces ocurrió la magia rural: el tío Ramón, que se sabía la película de memoria porque su hija la veía todos los domingos desde 1998, se levantó de su silla, carraspeó y empezó a contarla en voz alta.

—Ahora están en tercera clase, bailando un jiga irlandés, con música de verdad, no eso que ponen ahora en las discotecas.

—¡Aquí viene lo del coche empañado! ¡Ojo al vapor que se condensa en el cristal! —gritó una vecina mientras imitaba con el dedo el famoso dibujito de la mano.

—¡Y ahora! ¡Se choca con el iceberg! ¡Pum! ¡Se hunde el barco pero no el amor! —añadió el tío Ramón con teatralidad.

Los vecinos coreaban, reían, y lloraban a su manera. Una señora con pamela exclamó:

—¡Rose, cabrona, había sitio en la tabla!

Un niño sacó un barquito de plástico y, con la ayuda de una manguera de jardín, recreó el hundimiento en un charco. Alguien sacó una linterna, apuntó a la sábana y empezó a hacer sombras chinescas con forma de barco, de iceberg, y hasta de Leonardo con los brazos abiertos.

Nines, con rapidez, improvisó una barra de granizados hechos con hielo de la pescadería y jarabe de fresa caducado. Nadie se quejó. El calor derrite los estándares.

El cielo estaba despejado. El firmamento se llenaba de estrellas mientras el pueblo entero miraba hacia la sábana en blanco y escuchaba la voz del tío Ramón, que ya estaba en la parte final:

—Ahora Jack se está congelando. Ella le dice “Nunca te dejaré” y lo deja. ¡Ole tu arte, Rose!

La plaza estalló en aplausos. El espíritu del cine, aunque sin imagen, había sobrevivido.

Cuando volvió la luz, el proyector emitió un zumbido agónico y murió oficialmente. Pero nadie se fue. Todos se quedaron sentados, mirando al cielo, sintiendo algo que no se podía explicar. Quizás era el fresquito que empezaba a moverse entre los toldos, o la emoción de haber vivido algo juntos, sin Wi-Fi, sin pantalla, sin filtros.

Don Isidro, con la voz rasgada por la emoción (y el gas del sexto botellín), resumió la velada:

—Esto es el séptimo arte. El octavo es sobrevivir aquí en agosto… sin aire acondicionado.

17.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VI): Los suecos que vinieron a arder


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (VI): Los suecos que vinieron a arder.

Nadie entendió por qué, pero aquel martes a las 10:07 de la mañana, con el sol ya en modo horno de panadería de masa madre, aparecieron en la oficina de turismo de Villafresno del Río cuatro suecos: rubios, altos, sonrientes y con sandalias sin calcetines. Lo cual, de por sí, ya causó alarma moderada en el pueblo.

Se presentaron como el Grupo Trädkrona (que, según Google Translate, significa “Copa del Árbol”), una especie de asociación cultural escandinava que llevaba un mes recorriendo el sur de Europa “en busca del alma rural y el calor humano”.

El calor humano lo encontraron. Y el otro también. A cucharadas soperas.


La primera en recibirlos fue Mari Carmen, la técnica de turismo y única funcionaria del pueblo capaz de hablar inglés… a través del móvil y con subtítulos mentales. La oficina, una caseta de madera prefabricada, lucía en la puerta antiguas pegatinas de "La casera" ,"Mirinda", "Cerveza el Gavilán" y un cartel que decía “Horario reducido por derretimiento general”, y dentro, un ventilador giraba con desgana, empujando aire caliente como si fuera sopa de cocido.

Mari Carmen intentó darles el folleto oficial del pueblo, pero recordó que la impresora murió en junio tras un intento fallido de imprimir un pdf con fotos a color. Así que usó el clásico mapa plastificado con marcas de rotulador, mientras ofrecía su consejo más maternal:

No salgáis a andar hasta después de las nueve. Y aún así… llevad hielo en el sobaco.

Los suecos sonrieron, asintieron y dijeron algo sobre “naturaleza auténtica” y “experiencia cultural inmersiva”. Después, contra toda lógica, se pusieron gorritas de tela de cáñamo y salieron caminando hacia la Ermita de San Bartolo, a tres kilómetros cuesta arriba, por un camino de tierra, sin una sombra y con la temperatura ambiente en modo paellera.

Se fueron a las once.

Volvieron a la una y media.

Regresaron desfigurados, deshidratados y brillando como croquetas de jamón recién fritas. Uno sin camiseta, lo cual provocó un quejido desde la ventana de la señora Alfonsa, que gritó:
—¡Aquí hay decoro, que esto no es la costa esa de los bikinis!

El más rubio, Nils, caminaba como quien ha visto a Dios en forma de lagarto. Se apoyó en la barra del bar de Nines y pidió algo que sonó como “agua de vida” en sueco. El camarero, sin entender ni palabra, le sirvió una caña. Nils la bebió de un trago y soltó con voz fantasmal:

It burns… but I like.

La tarde la pasaron en la piscina municipal, donde se apropiaron sin querer de la sombrilla de Doña Trini, viuda del antiguo cartero del pueblo y muy territorial con la sombra. Al principio, ella los miró con la misma cara que pone cuando ve a un perro en misa. Pero al rato ya les había dado tupper de sandía, protector solar de farmacia y una clase práctica de cinquillo con baraja española.

Les pusieron apodos locales:

  • Nils era “el nórdico bueno”,

  • Erik “el de la quemadura de segundo grado”,

  • Anna “la que aguanta el picante” (comió medio pimiento relleno sin llorar),

  • y Lars, “el de la cara de irse pero quedarse”.

En el bar, Don Isidro se dedicó a observarlos como si fueran una especie nueva. Comentó:

—Estos vienen buscando lo rural... y lo van a encontrar por las ingles.
Y luego les enseñó a usar un botijo, como si les estuviera entregando el Santo Grial:

—Tecnología de barro, my friend. Esto no lleva batería y enfría como una madre.

Los suecos, fascinados, hicieron vídeos, selfies con el botijo, y uno incluso se lo llevó a la ducha del albergue "para experimentar".

Por la noche, llegó la verbena.

La orquesta “Noche Tropical” estaba medio fundida por el calor, pero tiraron de repertorio clásico. Y los suecos, vestidos con camisetas de “I ❤️ Extremadura” que alguien les había regalado, se lanzaron a bailar. Mal. Fuera de ritmo. Pero con entusiasmo olímpico.

Hubo El redoble. Hubo conga. Y hubo declaración de amor rural, porque Nils, con el sudor en los ojos y el corazón en la boca, le pidió el Instagram a Lucía, la nieta del panadero, tras enseñarle a pronunciar “empanadilla” sin romperse la lengua.

Don Isidro, entre botellines, soltó la frase que resumió el día:

Han venido cuatro vikingos… y se han hecho más extremeños que el jamón.

Al día siguiente, los suecos partieron al amanecer, con cara de resaca térmica, sombreros de paja, crema solar factor 90, un botijo que Nines les regaló “para que lo pongáis en Ikea” y una caja de tomates de Miajadas que alguien les coló en la mochila por si no volvían a comer con gusto nunca más.

Desde entonces, cada agosto llega una postal desde Estocolmo. Siempre el mismo dibujo: un sol gigante, un botijo sonriente y la frase escrita a mano:

“Villafresno forever. Mucho calor, mucho amor.”

Y al reverso, un añadido que nadie sabe quién traduce:

“Volveremos cuando se enfríe un poco. Tipo noviembre.”

16.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (V): Salimos en la tele, primo.


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (V): Salimos en la tele, primo.

La noticia corrió como un reguero de pólvora empapada en gazpacho caliente:
—¡Que mañana viene la tele, primo!

Así, sin anestesia, sin contexto, sin posibilidad de réplica. En el grupo de WhatsApp “Villafresno Informa”, el mensaje llegó de golpe a las 22:07, firmado por la concejala de cultura, Pilar “la de los seguros”. A los tres minutos ya se comentaba en la terraza del bar, en la piscina municipal y en la cola del horno de leña del tío Ventura, donde la gente compraba barras con el móvil en la oreja diciendo cosas como “que sí, Antena 3, la de los informativos con música de tensión y catástrofe”.

No era la televisión autonómica ni un canal de YouTube con un dron y promesas de viralidad. Era Antena 3. Nacional. Prime time. Ola de calor. “Extremadura bajo asfixia”, decían. Y Villafresno del Río iba a poner la cara y las axilas.

A las nueve de la mañana, cuando el asfalto ya hacía cosas raras y las lagartijas pedían sombra, apareció la furgoneta blanca con el logo de la cadena, una antena parabólica de quita y pon y un aire acondicionado roncando como tractor viejo. Se bajaron Lorena, la reportera joven, morena, con abanico de raso bordado con mariposas, y Javi, el cámara, que ya sudaba antes de poner pie en tierra.

Los recibió una comitiva improvisada: el alcalde Cipriano (con sombrero panamá), dos miembros de la peña “Los Repeinaos”, el alguacil jubilado que seguía viniendo por si pasaba algo, y Nines, la dueña del bar, que siempre sabía dónde estaba todo.

—¿Dónde está el punto más caliente del pueblo? —preguntó Lorena, con voz de que algo épico iba a ocurrir.

Don Isidro, —respondió Nines, sin dudar—, pero tiene que cogerle recién salido del dominó, que es cuando más escupe verdades.

Primera parada: la plaza mayor. Allí, la reportera intentó hacer una entradilla dramática frente al termómetro digital, que marcaba 43,8º, aunque todos sabían que mentía más que Paco el del bingo cuando canta línea con tres.

—“Nos encontramos en Villafresno del Río, uno de los lugares más castigados por esta ola de calor infernal…”

Y justo entonces, el ventilador comunal, que habían enchufado con una alargadera que cruzaba media plaza, se vino abajo con un “PFF” que sonó como un suspiro de rendición. El cámara no cortó: eso era televisión en vivo, y el drama, más real que nunca.

Después vinieron las entrevistas. Don Isidro, como prometido, estrenó su camisa de lino con lamparones, su abanico de propaganda del PP del 96 y su habitual sinceridad seca:

—¿Cómo lleva usted el calor?
Como Dios manda. Con abanico, cerveza y mala leche.
—¿Qué le parece que las temperaturas estén batiendo récords?
Pues que de récords no se vive. ¡Suden ustedes aquí a las cuatro de la tarde y luego me hablan de récords!

El equipo grabó todo. A la señora Alfonsa, que desde el tercer piso colaba una sopera con gazpacho al balcón para que “se enfriase al aire, que aquí hace más que la nevera”.
Al peluquero Luisito, con su spray de laca y un abanico que movía como un director de orquesta:
—Esto no es peinar, esto es coreografía antitérmica.
A los niños de la piscina, que habían inventado un juego llamado “Marco Polo Chamuscao”, en el que en vez de decir “Marco” gritaban “¡CALOR!” y se perseguían con pistolas de agua derretidas.

En un plano fugaz, el cámara captó al cura Don Elías con una toalla en la cabeza regando los geranios y rezando por dentro para que la Virgen del Carmen se apiadara del pueblo. Dicen que al final le salieron en pantalla las chancletas.

Pero el momento de gloria nacional fue para Pepe el electricista, que apareció por detrás de la cámara, sin camiseta, con un melón bajo el brazo, y soltó, sin mirar a nadie:

¡Miráis mucho el calor y poco la siesta!

Aquello fue historia. Lo sacaron en “Zapeando”, en memes de TikTok, y hasta en un vídeo motivacional de una marca de ventiladores portátiles. Lo entrevistaron por Zoom. Su melón firmado se rifó en la verbena del sábado. Ahora, Pepe da consejos sobre calor en “La tarde en 24h”.

Por la tarde, cuando la furgoneta se marchó, el pueblo quedó en silencio, con ese silencio espeso de las tres y media, cuando ni las chicharras se atreven. Cuarenta y cuatro grados. Sombra inexistente. Aire inmóvil. Sudores patrios.

En el bar de Nines, con los hielos derretidos antes de tocar el vaso, Don Isidro levantó el botellín.

Hoy nos ha visto España. Y ha sudao con nosotros.

Brindaron todos. Y durante unos minutos, la canícula tuvo sabor a gloria.

15.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IV): Llovió, pero poquito


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IV): Llovió, pero poquito

Amaneció con el cielo encapotado. No del todo, que eso sería un escándalo, pero lo suficiente como para que los vecinos de Villafresno del Río salieran al umbral de sus casas a mirar arriba como quien espera a los Reyes Magos, o al butanero con regalo. El aire olía a polvo húmedo, a barro dormido y levemente despertado. Y la atmósfera tenía ese espesor sospechoso de que algo gordo podía pasar... o no. En los pueblos, la lluvia no se anuncia: se intuye.

En el bar de Nines, don Isidro ya estaba desayunando su café con hielo (más hielo que café, a esas alturas), y mirando al horizonte como si fuera un marinero esperando el regreso de su barco.

—Hoy cae —dijo, con solemnidad bíblica y un leve temblor en el bigote.

—¿Lluvia? —preguntó Nines mientras exprimía medio limón en el cuello de su camiseta, a falta de climatización.

—Una gota. Pero con dignidad.

Y lo dijo con esa autoridad rural que no necesita estudios de meteorología, sino reuma en las rodillas y experiencia en tormentas que no llegaron.

El bar se llenó de murmullo crédulo. La señora Casilda pidió una rebanada de pan para “esperar con sustancia”. El panadero se acercó con cara de póker: “yo he olido barro”, confesó. Y la boticaria entró sin saludar, como quien teme que el silencio rompa el milagro.

A eso de las doce, se escuchó un murmullo por encima del del ventilador de barra. Como cuando en misa alguien carraspea antes del Amén. Cayó la primera.
Una gota.
Gorda, solitaria y valiente.
Impactó contra el parabrisas del coche del alcalde Cipriano y dejó una marca redonda que duró ocho segundos antes de evaporarse con un pchssss digno de película muda.

Pero fue suficiente.

Las campanas repicaron, no por liturgia, sino porque el sacristán, Mateo, se puso nervioso y quiso colaborar con la emoción colectiva. El grupo de WhatsApp del pueblo —“Villafresno Informa y Riega”— entró en combustión:

🔔 ¡LLUEVE!
🌧️ Una gota me ha caído en el brazo. Confirmo.
🧺 El toldo de la Plaza ya huele a mojado.
📷 Foto adjunta del charco más pequeño de la provincia, al lado de una colilla y un mosquito flotando.

Y entonces, como por arte de magia o por acumulación de fe rural, llovió.

Poquito. Una especie de sirimiri fatigado, como si el cielo estuviera sudando la camiseta. Pero llovió.
Y Villafresno se desató.

Los niños salieron en estampida con camisetas del revés y cubos vacíos, gritando “¡Guerra de barro!” sin barro. Los perros se echaron en los charcos como si fuesen spas de cinco estrellas.
Y la señora Alfonsa, la viuda más ilustre del pueblo, sacó las sábanas directamente al suelo, bailando en zapatillas y gritando:
—¡Esto es suavizante natural! ¡Y no contamina!

Cipriano, el alcalde, apareció con un paraguas del Carrefour que no abría desde la boda de su hermana en 1997. Lo abrió como quien despliega un estandarte nacional y lo llevó por la plaza con gesto ceremonial.

El cura, que había salido a ver qué pasaba, con un salmo en la mano por si se ponía serio el cielo, soltó:
—Hoy creo más en el cielo que nunca.

El sacristán lloró un poco. Nadie le juzgó.

Durante veinte gloriosos minutos, Villafresno fue otro pueblo:
Un lugar donde las promesas se cumplían, el cielo respondía, y hasta los goterones parecían bendiciones en formato líquido.

Los ventanales se abrieron. Las terrazas se llenaron. Hasta la farola del paseo volvió a parpadear como si dijera “¡eh, qué alegría, coño!”

En el bar de Nines, se sacó una ronda de botellines “por cuenta de la atmósfera”. Una vecina, Flora, pidió su gazpacho sin hielo, “que hoy no hace falta”.
Don Isidro, aún emocionado, anunció:

—Voy a plantar tomates otra vez.
—¿Ahora? —le preguntaron.
—¡Ahora, con esta humedad, agarran mejor!

Y lo dijo mientras se ponía la gorra de faena como quien se alista en una cruzada vegetal.

Y entonces, como vino, se fue. A las dos de la tarde, ya no quedaba ni rastro de agua. El calor volvió con la dignidad herida, como diciendo:
—Vale, os dejo jugar, pero ahora vais a sudar por listos.

El cielo volvió a su azul bofetada. El polvo alzó el vuelo. Y el termómetro volvió a marcar 41,9, con ese medio grado de desprecio tan característico.

Pero nadie se quejó.

Porque durante esos veinte minutos, en Villafresno del Río, llovió.
Poquito.
Pero lo justo para recordarnos que a veces los milagros no hacen ruido. Solo dejan un olor a tierra mojada y una historia que contar para siempre.

14.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (III): La noche en que bailaron los valientes

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (III): La noche en que bailaron los valientes

Cuando por fin cayó el sol, a eso de las diez y media, Villafresno del Río empezó a parecerse vagamente a un pueblo donde la vida es posible. El cielo aún echaba fuego por el horizonte, como si Extremadura estuviese asándose a fuego lento en una cazuela gigante de barro. Pero el reloj marcaba 34 grados, y eso, en términos locales, se traduce como "fresquito de manga corta y ganas de vivir otra vez".

La verbena se celebraba en la plaza mayor, entre la iglesia y la fuente que llevaba seca desde San Juan, cuando alguien se bañó en ella y se llevó el último litro de agua en la camiseta. La fuente ya no echaba agua, pero echaba memoria.

Una orquesta de tres miembros —“Los Tropicales de Miajadas”, aunque solo uno era tropical y el otro era de Esparragalejo— afinaba los instrumentos con resignación. El bajista, empapado en sudor y con una camiseta que decía “No sudes por mí, sudaré por los dos”, pidió una cerveza antes del primer acorde. Nines, del bar, le contestó desde la barra:

—¿Fría? Te la debo pa’ octubre.

Las luces de colores colgaban sobre la plaza como si alguien hubiera intentado adornar un horno con alegría. Algunas bombillas parpadeaban como si dijeran “yo ya he cumplido”, y otras directamente explotaban en un último suspiro de dignidad.
“Es el efecto bochorno-lúgubre”, dijo un profesor jubilado, Antonio “el de Ciencias”, que llevaba veinte minutos analizando el ambiente con un medidor de humedad casero hecho con una piña, una vela y una servilleta.

Y aún así, el pueblo se echó a la calle.

Los niños correteaban con polos derretidos que parecían crímenes de fresa, con las camisetas pegadas como etiquetas. Las madres se abanicaban como si intentaran despegar del suelo. Las parejas jóvenes buscaban sombra detrás de la cabina telefónica que ya solo sirve para besar sin testigos. Y los abuelos… los abuelos lo daban todo.

Don Isidro, el mismo que por la mañana murmuraba que esto era “una venganza bíblica”, pidió que le pusieran un pasodoble y sacó a la señora Alfonsa a bailar. Él con la camisa planchada por Lucifer, ella con su moño como corona de combate. Se movían despacio, pero con la firmeza de quien ha sobrevivido a olas de calor, a plagas de moscas y a tres alcaldes del mismo partido. La plaza los miraba como si fueran los últimos románticos de un mundo abrasado.

En un rincón, la tía Paquita repartía vasos de limoná casera, con receta secreta que incluía un dedo de coñac “para la tensión baja”, y los niños, ingenuos, se bebían el hielo antes de que se convirtiera en sopa.

A las doce y media, llegó el momento estrella de la noche: el bingo benéfico de la Asociación de Jubiladas Santa Teresita. El premio era un ventilador de torre marca "Zumbilux", con tres velocidades, oscilación y el respeto eterno del pueblo. Cuando la señora Herminia cantó línea, el silencio fue tan intenso que se oyó cómo se evaporaba un charco. Luego vinieron los aplausos, sinceros, y un grito colectivo:

—¡A ver si lo enchufas en la plaza!

A la una y cuarto, cuando aún hacía 31 grados y el aire tenía la textura de un guiso mal escurrido, alguien gritó:

—¡Esto es gloria!

Y nadie lo contradijo.

La verbena siguió con sus pequeñas heroicidades: una niña que no se derritió soplando pompas de jabón; un joven, Ricardo "el del butano", que le pidió bailar a Celia, su amor platónico del instituto, y ella, acalorada y magnánima, dijo que sí. Bailaron una bachata lenta mientras él sudaba por dentro y por fuera, y ella le confesaba, al oído:
—Con este calor, hasta tú me pareces buena idea.

A las dos de la mañana, apareció por fin el socorrista desaparecido. Salió del botiquín municipal como un héroe mitológico, con la camiseta arrugada y un polo de limón en la oreja. Fue recibido con vítores y una silla fresquita. Nadie le preguntó dónde había estado. En tiempos de calor, cada uno sobrevive como puede.

A las tres de la madrugada, los músicos tocaron su última canción: un bolero lentísimo, como si el calor también afectara al compás. La plaza se fue vaciando como un charco al sol. Las sillas se recogieron, los globos parecían más tristes que al principio, y los abanicos, agotados, pidieron la jubilación.

Y cuando los últimos vecinos se alejaban con las sandalias pegadas al asfalto y el estómago lleno de morcilla con pimientos, alguien dijo:

—Dicen que el jueves llueve.

Hubo un silencio largo. Y luego, la voz del tío Ramón, que lo sabe todo, respondió desde el umbral de su casa:

—¿Aquí? ¿O en el documental de La 2?

13.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (II): El calor, ese viejo conocido

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (II): El calor, ese viejo conocido

La señora Alfonsa, viuda de Eulogio el del molino, ha declarado esta mañana, con la cara pegada a un abanico de propaganda de la funeraria "El último suspiro", que con esta ola de calor no se va a morir de vieja, sino cocida o al horno. A las seis en punto, cuando aún solo se oyen los gallos desorientados y el camión de Juanjo el panadero, ya está regando el patio a escondidas. Dice que “el agua es vida, pero el SEPRONA es la muerte”, y no quiere que le pongan otra multa como aquella vez que lavó a su gato con la manguera. El gato, por cierto, ha desarrollado una estrategia de supervivencia muy eficaz: se mete dentro del bidé a oscuras y no sale hasta septiembre, salvo para husmear el frigorífico.

En la farmacia, Doña Encarna, ha puesto un cartel con una sinceridad casi bíblica:

“No tenemos aire acondicionado. Ni paracetamol. Pero si quiere llorar, adelante, hay confianza.”

Aun así, entra gente. Algunos por preguntar, otros por llorar un poco y echarse colonia Nenuco en las muñecas para refrescarse.

A mediodía, tres hombres se reúnen en la panadería de Maruja, frente a el ventilador del pueblo, un aparato que ruge como una avioneta pero gira con nobleza. No han venido a comprar nada. Solo se turnan para colocarse delante treinta segundos cada uno. Le llaman “el ventilador comunal”, y hasta han redactado unas normas escritas en una servilleta: nada de turnos dobles, ni abanicos en dirección contraria.

Mientras tanto, la radio local, Radio Zumbío, sigue en bucle con “Sol de verano” de Fórmula V, pero a una velocidad sospechosa. El locutor, Ramón "el Bigotes", dice que se le derritió un botón de la mesa de mezclas y ahora todo suena como si lo pinchara un DJ somnoliento desde una colchoneta. Nadie se queja. A estas alturas, cualquier sonido constante y familiar da paz.

En Villafresno del Río, el calor no es solo una temperatura, es una forma de estar en el mundo. Aquí se mide el tiempo no por estaciones, sino por grados:

—“¿Te acuerdas del verano de los cuarenta y seis?”
—“Hombre, claro, si se me secó el ficus por dentro, parecía de cartón piedra.”

El alcalde Cipriano, más rojo que un saco de tomates de Montijo, ha salido a mediodía con un sombrero de paja que le cubre hasta los hombros. Va pregonando con un megáfono:

“La piscina municipal abrirá en cuanto aparezca el socorrista. Última vez fue visto durmiendo en el botiquín con una toalla mojada encima. Se ruega no despertarlo, que en ese cuarto hay 28 grados, y eso, ahora mismo, es microclima alpino.”

Frente al termómetro digital de la plaza, que marca 44,5º pero todos sospechan que se quedó atascado en 2012, un grupo de niños ha intentado freír un huevo en el capó de un Opel Corsa. No ha cuajado del todo, pero han dado con una idea innovadora: “tortilla solar ecológica.” Una madre ya lo ha subido a Instagram con filtro y hashtag: #ComidaKM0 #FrituraTermonuclear. Si se hace viral, prometen comprarse un pingüino de aire acondicionado en Wallapop.

Las tardes se hacen eternas. Algunos se echan la siesta en la bodega, otros en la cochera, y los más osados, como don Mauro el frutero, se encierran en el arcón congelador de su tienda “solo cinco minutitos de descongelamiento inverso”, según él. Ha salido azul de labios, pero feliz.

Cuando por fin baja a 36 grados, lo que aquí ya se considera “temperatura de chaquetilla fina y tertulia al fresco”, el pueblo resucita. Los mayores sacan sus sillas plegables con respaldo de plástico y posavasos improvisados. Los niños corretean detrás de un balón despacito, como si jugar fuera un ritual sagrado de resistencia térmica. Alguien enciende un transistor. Se huelen sardinas. Y por unos segundos, parece que el mundo no arde.

En una esquina, la señora Bernarda se abanica y murmura:
—Lo bueno del calor es que no hay ni mosquitos. Se achicharran al nacer.

Más allá, los vecinos se echan la manguera unos a otros entre carcajadas. El agua sale tibia, como un consomé, pero nadie se queja. Porque en Villafresno, cuando el calor aprieta, uno aprende a encontrar el paraíso en cosas pequeñas: un polo medio derretido, una sombra bien puesta, una cerveza fría con etiqueta sudorosa, un sofá pegajoso que, por una vez, no importa.

Y es entonces, cuando alguien abre un helado de corte y reparte las galletas, que la señora Alfonsa entrecierra los ojos y dice:

—Esto… esto es lo más cerca que vamos a estar del paraíso.

Hasta que vuelva el invierno.
O al menos, baje a treinta y cuatro.

12.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. Capítulo I

Extremadura es una región única: mezcla de campo bravo, historia milenaria, embutido legendario y termómetros suicidas. Aquí no se vive, se sobrevive con arte. Es tierra de conquistadores, sí, pero también de jubilados con boina, señoras que riegan a manguerazo limpio en plena ola de calor y pueblos donde la hora oficial se sincroniza con la siesta.

El clima, por llamarlo de alguna manera que no incluya insultos, es extremo como su propio nombre indica. Invierno seco, verano infernal. En primavera florecen los almendros y en verano, las insolaciones. Llueve cuando se acuerdan los santos y nieva... bueno, eso es una leyenda urbana que solo aparece en cuentos para niños y partes meteorológicos con sentido del humor.

Los extremeños, por su parte, han desarrollado una resistencia natural al calor digna de estudio por la NASA. En otros lugares, cuando el mercurio sube de 35, suenan alarmas. Aquí, uno se quita la camiseta, se echa la gorra para atrás y dice: “¡Bah, calor del bueno!”. Son gente curtida, de verbo directo, de comidas contundentes y refranes más sabios que cualquier app de mindfulness.

Las costumbres no cambian ni con cuarenta grados a la sombra: el botellín bien frío en la terraza, las persianas bajadas como en estado de sitio y el saludo típico de verano que no es “buenos días” sino “¿cuánto marca el tuyo?”. Los pueblos, por su parte, siguen su propio ritmo, que es el de quien ha aprendido que correr en agosto es de turistas o inconscientes.


En definitiva, Extremadura es un lugar donde las piedras guardan calor y los corazones, hospitalidad. Y si algún forastero pregunta por qué hace tanto calor, siempre hay un viejo sabio que responde con la fórmula mágica:

—Hijo, es que esto es Extremadura. Aquí el sol no da: te criba.

Don Isidro, que a sus ochenta y cuatro años ha visto más olas de calor que veranos normales, lleva toda la mañana en su silla de anea bajo el toldo del bar Casa Nines, con el abanico en la mano derecha y un botellín sudoroso en la izquierda. “Esto no es calor, es una venganza bíblica”, murmura con resignación. Cada vez que se levanta una pizca de aire, no refresca: parece que alguien ha abierto el horno para ver si ya están los canelones.

Villafresno del río, un pueblo donde hasta los relojes se niegan a dar la hora de la siesta por miedo a derretirse, parece detenido en el tiempo. El asfalto brilla como el lomo de un lagarto. Las chicharras se han declarado en huelga por estrés térmico. Los perros yacen estirados como trapos bajo los bancos de la plaza, con la lengua fuera y los ojos entornados, como diciendo “si me muevo, me derrito”.

Solo se oyen dos cosas: el zumbido lejano de un aire acondicionado que da pena y el chasquido de alguna sandalia pegándose al suelo como si caminara sobre chicle caliente. El cura, don Mariano, ha suspendido la misa de doce "por razones litúrgicas y térmicas", y ha colgado un cartel en la iglesia: “Se reza en casa con abanico. Dios lo entiende.”

A mediodía, Nines, la del bar, se atreve a asomar la cabeza con una bandeja de calamares a la romana. “¡Los he hecho al sol! Me he ahorrado la freidora”, dice, orgullosa, mientras el calor le ondula el delantal. La gente no ríe: suda en silencio, como si la risa gastara agua. El termómetro digital de la farmacia marca 46 y parpadea, como si pidiera auxilio.

A esa hora, la única sombra útil es la que proyecta el cartel de "Se Vende Finca" en la entrada del pueblo. Bajo él, se ha refugiado Casilda, la peluquera, que asegura que se le ha evaporado la laca directamente del bote. “Me iba a peinar, pero se me ha encrespado el alma”, declara.

Los chicos del pueblo, que antes jugaban al fútbol hasta en agosto, ahora solo se atreven a salir cuando el sol está de retirada. A eso de las nueve, como si alguien hubiera quitado el hechizo, el pueblo revive. Las sillas invaden las calles, los abanicos batallan como aspas de molino, los ventiladores giran con la dignidad de un ventilador que lo ha visto todo. Alguien siempre suelta la frase ritual:

—Dicen que mañana baja a cuarenta y uno.

Y todos asienten como si se tratase del parte meteorológico de Lourdes.

El más listo del pueblo ha sido Eusebio, que ha metido una hamaca en la cámara frigorífica del supermercado y no sale desde el martes. Se comunica con el mundo por WhatsApp, a través de una ventanilla entre los yogures y los hielos. Lo último que escribió fue: “He alcanzado la paz interior entre el Calippo y el bacalao congelado”.

La farmacéutica, Doña Encarna, recomienda a los mayores que beban mucha agua, pero doña Remedios, de ochenta y siete años y con el genio intacto, responde: “¿Y qué hago? ¿Me la echo por la cabeza? Si el agua entra hirviendo, sale en vapor.” Aún así, se la ve con su botijo colgado al hombro, como quien lleva un botín sagrado.

Las ventanas, todas cerradas a cal y canto, parecen ojos dormidos. De vez en cuando se abre una y asoma una cara sudorosa, como si preguntara “¿ya ha pasado?”. Y no, no ha pasado. Agosto apenas está empezando.

En la piscina municipal, el agua se calienta tanto que han puesto carteles que advierten: “¡Precaución! Agua a temperatura de caldo de pollo.” Aun así, hay cola para entrar. La señora Benita, con gorro de flores y flotador de flamenco, jura que va a instalar allí una tienda de campaña y no piensa volver a su casa hasta septiembre.

Y mientras tanto, el cielo sigue ahí arriba, azul como una bofetada, sin una nube que se atreva a asomar. Porque en Extremadura, cuando el calor aprieta, hasta el cielo sabe que es mejor no meterse con nosotros.


9.8.25

Razones para sonreir

 Vivir el momento es permitir que el presente tenga todo el protagonismo, como si fuera una obra de teatro en la que cada gesto, cada palabra y cada respiro merecen un aplauso. Es saborear un café caliente sin que la mente corra hacia las tareas de mañana, escuchar una risa y dejar que nos contagie, caminar con calma y sin mirar el reloj como si el tiempo fuera un aliado y no una amenaza.


No se trata de olvidar que existe un futuro, sino de confiar en que, cuando llegue, lo hará con sus propias respuestas y soluciones. La vida, a su manera y en su tiempo, pone cada pieza en su sitio, incluso cuando no vemos todavía la figura completa. Por eso, ahora basta con detenerse un instante, respirar hondo y dejar que el momento nos abrace.


Quizá no tengamos todas las certezas, pero sí la certeza de que estamos aquí, latiendo, viviendo, construyendo algo paso a paso. El camino se dibuja con cada paso que damos, y mientras tanto, en este preciso instante, hay belleza, fuerza y razones de sobra para sonreír. Porque la esperanza no está en lo que vendrá, sino en reconocer que ya tenemos mucho con lo que somos hoy.


7.8.25

El mundo cabía en una calle

 Los veranos de la niñez en los años 80 tienen algo de mito y de verdad a partes iguales. Quienes los vivieron los recuerdan como una época detenida en el tiempo, donde los días eran infinitos y el reloj parecía haber perdido su autoridad. No había prisa. No había pantallas omnipresentes. Sólo calles polvorientas, bicicletas sin marchas, calcomanías en los brazos, polos de hielo de sabores imposibles y alguna radio sonando a lo lejos con canciones de Mecano, Michael Jackson, Los Chichos o Alaska.

Era un mundo más pequeño, pero más intenso. Todo parecía más grande: el campo de fútbol de tierra y piedras del barrio, las piscinas municipales, las tormentas de agosto, los helados de cucurucho. Los amigos no se buscaban, simplemente se salía a la calle y se estaba con ellos. Las madres asomaban por la ventana para llamar a gritos a la hora de la cena. Los abuelos contaban historias sentados en los bancos del parque. Las noches eran un rumor de grillos y persianas subidas, con el frescor entrando como un milagro por la ventana.

Había una libertad sin nombre, una confianza implícita en que el mundo era seguro mientras uno volviera a casa antes de que se hiciera de noche. Y si no, ya vendría el castigo, pequeño, teatral. No existía la ansiedad por documentarlo todo, ni la obligación de compartirlo. Esos veranos se vivían para sí mismos, para guardarlos dentro como un tesoro sin forma, pero con un aroma reconocible: el de la tierra caliente, la crema de cacao, la gasolina de los ciclomotores o el cloro de las piscinas.

Ahora, al recordarlos, uno no sabe bien si fue verdad o si lo ha soñado. Pero en el fondo da igual: los recuerdos de los veranos de los 80 no necesitan pruebas. Son un estado del alma, una patria íntima que sólo se puede visitar cerrando los ojos.

Y ahí siguen, intactos. Basta una canción, una foto, el olor a plastilina o el sonido de una Vespa al fondo, para volver, aunque sea un segundo, a aquel lugar donde el mundo cabía entero en una calle, una pandilla y una tarde sin deberes.

Hoy, los veranos de los niños transcurren en un mundo más rápido, más vigilado, más lleno de pantallas que de charcos. Hay más comodidades, sí, pero también menos misterio. La libertad se mide en tiempo de uso y la amistad muchas veces llega a través de una pantalla, no de un timbre. Es otro mundo, no mejor ni peor, pero distinto.

Quizás la diferencia esencial es que nosotros vivíamos el verano sin saber que era irrepetible. Los niños de hoy lo viven sabiendo que alguien ya lo está grabando. Y aunque ellos también construirán su propio cofre de recuerdos, los nuestros siguen oliendo a tierra mojada, a bicicleta oxidada y a siesta con las persianas bajadas


. Y eso, por más que pase el tiempo, no se puede borrar.

6.8.25

Rambo nació de una manzana


Cuando piensas en John Rambo, seguramente te venga a la cabeza esa imagen: Sylvester Stallone, pecho al aire, sangre en el rostro, una cinta en la cabeza que no sirve para nada práctico y un cuchillo que parece diseñado por el demonio de Tasmania. Pero lo que tal vez no sepas es que Rambo no nació en una base militar, ni en Vietnam, ni siquiera en un gimnasio con luces de neón. Rambo nació… de una manzana. Literal.

Porque, como casi todo en Hollywood, la verdad es más extraña que la ficción. Y en este caso, mucho más jugosa. 

Una vez, en una tierra muy lejana llamada Estados Unidos de América, un hombre que regresó de la guerra con la cabeza llena de fantasmas y el corazón más roto que el sistema de salud pública. Se llamaba John Rambo y, aunque hoy lo conocemos como el tipo que revienta helicópteros con flechas explosivas y atraviesa selvas sudando testosterona, su historia empezó de forma mucho más modesta.

Todo comenzó, y esto es absolutamente cierto, con una manzana.

En 1972, un escritor llamado David Morrell, profesor universitario, estaba intentando escribir una novela que hablara del dolor de los veteranos de Vietnam. Quería que su protagonista tuviera un nombre sonoro, violento, breve. Algo que hiciera “boom”. Buscó en la historia, en la mitología... pero el nombre le vino de la nevera. Su mujer tenía una manzana en la encimera. Una variedad robusta, fuerte, de campo: Rambo Apple.


Morrell miró la manzana, la manzana lo miró a él (bueno, lo habría hecho si tuviera ojos), y entonces supo que ese sería su nombre.
Rambo. Corto, seco, contundente. Como un disparo.

Y así, con una fruta como madrina, nació John Rambo.

En las páginas de First Blood, Rambo no era un superhéroe. Ni llevaba camisetas de tirantes. Era un muchacho destrozado por la guerra, caminando por una América que prefería fingir que nunca lo envió a matar al otro lado del mundo. Vagaba sin rumbo, con barba de náufrago y mirada perdida, hasta que llegó a un pueblecito donde un sheriff con complejo de sheriff decidió que no quería vagabundos con cara de Vietnam en sus calles.

Lo arrestaron. Lo humillaron. Lo golpearon. Y entonces, Rambo recordó todo lo que había aprendido en la jungla.
Porque si le quitas la dignidad a un hombre que ya ha perdido todo lo demás… lo que queda es peligroso.

Se escapó, se refugió en el bosque, y comenzó una guerra solitaria con trampas caseras, cuchillos invisibles y una habilidad para moverse entre los árboles que haría llorar a Tarzán.
El ejército fue tras él. Helicópteros, perros, soldados...
Y al final, Rambo muere. Sí. El Rambo de la novela muere. No con fuegos artificiales, sino con el alma en ruinas. Como diciendo: “No me disteis paz. Así que no os dejo mi guerra”.

Pero claro… Hollywood tenía otros planes.

Diez años después, en 1982, llegó Sylvester Stallone, con sus pectorales, su mandíbula de granito y un guion entre manos. Le gustó la historia, pero dijo algo así como:
—"Ey, ¿y si no muere? ¿Y si en lugar de eso... llora un poquito al final y se convierte en leyenda?"

Y así nació la película First Blood (Acorralado). Rambo ya no era sólo un símbolo del abandono de los veteranos. Era el tipo al que no conviene cabrear.
Con su cuchillo del tamaño de un jamón serrano y su expresión de “me habéis jodido el día”, Rambo conquistó las taquillas.

El público lo adoró. ¿Quién no ha querido alguna vez escapar de todo, vivir en el monte y liarse a tiros con sus opresores mientras le persigue un coronel paternal con cara de "yo lo entrené, pero ahora es un monstruo"?


Hollywood, que huele el dinero como un tiburón huele la sangre, decidió que aquel Rambo podía hacer mucho más que esconderse en el bosque.
Así que lo mandaron:

  • A Vietnam otra vez, para ganar la guerra que EE.UU. había perdido, pero ahora en solitario y con explosivos caseros.

  • A Afganistán, para ayudar a los muyahidines contra los soviéticos (que años más tarde serían… bueno, eso es otro cuento).

  • A Birmania, donde el número de cadáveres por minuto era tan alto que uno no sabía si estaba viendo una película o una partida de Doom.

  • Y finalmente a México, en la que sería su jubilación sangrienta. Más que un héroe de acción, era un abuelo vengador con túneles bajo su rancho y un trauma con forma de machete.

Rambo nunca existió como tal, pero su historia es la de muchos soldados reales. Morrell se basó en los testimonios de veteranos que volvían de Vietnam con la cabeza hecha polvo y se encontraban con una sociedad que los llamaba “asesinos” o, peor aún, los ignoraba por completo.

Rambo es la metáfora de lo que pasa cuando a alguien lo usas, lo rompes, y luego lo tiras sin mirar atrás.
Sólo que en lugar de ir a terapia, Rambo hace estallar cosas.

Así que, niños y niñas, si algún día os coméis una manzana y os inspira para crear un personaje inolvidable… no la subestiméis.
Puede que esa fruta no os dé vitaminas, pero puede que os regale un mito.

Porque, aunque parezca increíble, John Rambo nació de una manzana, caminó entre páginas, se volvió leyenda en celuloide y acabó siendo el héroe que se afeita con una piedra y cocina con dinamita.

Y todo porque alguien, una vez, tuvo hambre… y literatura.

Si algo nos enseñaron las películas de Rambo, y, por extensión, el cine de acción de los años 80, es que más músculo y más explosiones solucionan cualquier problema mundial. ¿Diálogo profundo o desarrollo de personajes? Para qué, si con un grito, una banda sonora estruendosa y un cuchillo de tamaño impráctico puedes acabar con ejércitos enteros.

Es el cine de la era Reagan: patriotismo con banda sonora de sintetizador, héroes solitarios que se enfrentan a la burocracia, al comunismo, o a la cartelera rival. Donde la lógica se dobla como los bíceps de Stallone y la reflexión social queda a la sombra de una ráfaga de ametralladora.

Pero, bajo la capa de testosterona y explosiones, había un personaje al que no le importaba ser el más fuerte del mundo, sino simplemente sobrevivir en un mundo que lo había olvidado. Rambo, en su esencia, es un grito por la humanidad detrás del hombre armado; es la tragedia de un soldado roto, vestido de mito.

El cine de acción ochentero, con sus tramas simples y efectos estrambóticos, fue un espejo distorsionado de un país (y un mundo) que buscaba escapismo y certezas en tiempos inciertos. Y aunque muchas de esas películas ahora parecen un desfile de clichés, clichés y más clichés, no podemos negar que nos enseñaron a amar a esos tipos duros con corazón blando, a los que todo el mundo subestima hasta que empiezan a correr con cuchillos en mano.

Al final, Rambo es más que una franquicia; es un símbolo de contradicciones:

  • La violencia que clama por paz.

  • La fuerza que oculta vulnerabilidad.

  • El héroe que solo quería desaparecer.

Y, por eso, pese a todo, sigue siendo relevante.
Porque en cada explosión de película de acción, hay un hombre que solo quiere encontrar su lugar en el mundo. Y eso, es más humano que cualquier cuchillo de guerra.

FIN

(aunque Rambo diría: “Nada ha terminado… ¡nada!”

4.8.25

Quien de Mérida sale sin pestorejo, no sabe lo que es un consejo

Mérida, antigua Emerita Augusta, fue fundada por veteranos de las legiones romanas allá por el 25 a.C., y desde entonces no ha dejado de alimentar a los suyos con generosidad. Primero fueron garum, trigo y vino; siglos después, el cristianismo, los visigodos y la reconquista trajeron otros condimentos... Pero hubo que esperar a la invención de la tapa y la llegada triunfal del cerdo para que la ciudad encontrara su verdadero centro de gravedad: el pestorejo

Si uno visita Mérida y no prueba el pestorejo, es como ir a Roma y no ver el Coliseo, o peor: como ir al Museo del Prado y no ver a Las Meninas, porque “no te da tiempo”. Pues haber salido antes, criatura.
El pestorejo es, sin exagerar, uno de los grandes logros de la humanidad en lo que a gastronomía se refiere. Puede que la UNESCO aún no lo haya declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero dale tiempo. O mejor, dale un mordisco.

Para los que no saben de qué estoy hablando. ¿Qué es el pestorejo?

La pregunta, aunque legítima, tiene trampa. Porque si uno supiera de antemano qué es el pestorejo, quizá se lo pensaría dos veces. Hablamos, ojo, que esto es serio, de careta de cerdo. Sí, esa misma que en otro contexto da sustos en Halloween o sirve como máscara ritual en películas de terror rural. Pero en Extremadura, concretamente en Mérida, la careta se reencarna en gloria bendita tras un paso por las brasas, la plancha o el perol.

¿Cómo se cocina?

Hay más formas de preparar pestorejo que maneras de justificar una siesta en agosto. Las más habituales son:

  • A la plancha: Crujiente por fuera, meloso por dentro. Una sinfonía de grasas nobles que, bien dorada, recuerda por momentos al bacon que se ha apuntado a un máster de cocina.

  • A la brasa: Aquí se pone serio. El humo lo perfuma, lo eleva y lo transforma en algo ancestral, como si te estuvieras comiendo un secreto transmitido de generación en generación por chamanes ibéricos.

  • Cocido y guisado: Es igual de eficaz. La careta se cuece con pimentón, ajo, laurel y lo que haya a mano (vino, cerveza o incluso lágrimas de felicidad del cocinero), quedando tierna y gelatinosa, para quienes aprecian las texturas sinceras.

¿Y cómo se come?

Con las manos, claro, o como mucho ayudado con un palillo. Nada de tenedores ni protocolos. El pestorejo se come entre risas, con servilletas pringadas y una cerveza bien fría. Se sirve como tapa, como ración o como excusa para quedarse en el bar tres horas más de lo previsto.

Porque una vez en la mesa, el pestorejo genera debate, entusiasmo, polémica y algún que otro poema improvisado. Y casi siempre, va acompañado de pan y patatas fritas, porque esa grasa dorada que queda en el plato no se puede dejar atrás. Es pecado mortal según las escrituras extremeñas.

Mérida: capital mundial del pestorejo

Sí, podríamos decir que el pestorejo se encuentra en algunos lugares de Extremadura, pero es en Mérida donde ha encontrado su Olimpo. Practicamente, bar que entras, bar que lo tiene. Y si no lo tiene, desconfía: puede que estés en un local para turistas despistados.

En la ciudad romana por excelencia, donde hay más restos arqueológicos que pasos de cebra, el pestorejo es la piedra angular de la tapa autóctona. Triunfa en terrazas, barras y fiestas locales. Se consume en cualquier estación del año, aunque en verano tiene un toque especial: ese crujido que compite con las chicharras y ese brillo en la frente que no sabes si es del calor o del cerdo.

Las bondades de la gastronomía emeritense

Mérida no solo alimenta el alma con teatro clásico, también lo hace con platos como las migas, la caldereta, el zorongollo, y por supuesto, el pestorejo. Esta gastronomía es honesta, potente y generosa, como la abuela que te ve flaco aunque peses 90 kilos. Aquí no se juega con espumas ni esferificaciones. Aquí se fríe, se asa y se unta. Y se goza.

Y no podemos hablar de gastronomía en Mérida sin rendir tributo al jamón ibérico, esa joya curada que convierte cualquier mesa en un templo. Extremadura, con sus dehesas infinitas y cerdos felices que viven mejor que muchos urbanitas, es tierra sagrada del cerdo ibérico. El jamón de bellota no es solo un embutido: es un idioma, un estado de ánimo, una solución diplomática.

Su grasa se funde como si tuviera alma. Su aroma llega antes que él, como si el viento quisiera presumir. Y su sabor… bueno, eso no se describe: se vive, se llora un poco por dentro y se brinda. No hay turista, político ni cuñado que no se rinda ante una loncha bien cortada. Es el embajador no oficial de la región, el único capaz de callar a un grupo de comensales sin necesidad de discursos.
En definitiva, el pestorejo no es solo un trozo de cerdo. Es una experiencia sensorial, un canto a la vida porcina y una lección de humildad gastronómica. En un mundo donde los foodies se pelean por el último ramen de yuzu o la tostada de aguacate con brotes de quinoa, Mérida levanta la mano, sonríe y dice: “ Acho, ¿Has probado el pestorejo?”. Y entonces, ya no hay vuelta atrás.

¿Y por qué no una Feria del Pestorejo?

Porque, seamos sinceros: si en Punta Umbría se celebra la Feria de la Gamba, en Monesterio se rinde culto anual al Jamón, en Almagro hacen fiesta del pimiento y en Villarrobledo le montan sarao al queso manchego... ¿qué espera Mérida para consagrar su propio Día Mundial del Pestorejo?

No hablamos de una tapa cualquiera, no señor. El pestorejo se merece carpa, banda de música, pregón, camiseta con lema y pañuelo al cuello. Que haya concursos de aliños, pruebas de crujido, talleres infantiles con caretas, literalmente, y procesión de bandejas en alto, como si fueran santos del colesterol.

Un día al año para honrar a ese manjar que huele a bar de confianza, a terraza soleada y a conversación entre amigos. Que el Ayuntamiento tome nota, que la Junta lo apoye y que los bares de Mérida se preparen. Porque el pestorejo no es solo una tapa: es una institución, y ya va siendo hora de que el calendario lo respete.

Y si no lo hace, que al menos lo haga el paladar.