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23.7.25

Superman IV: En busca del desastre y del presupuesto perdido.


Con la llegada del nuevo Superman de James Gunn y David Corenswet, el fandom del kryptoniano más famoso del planeta vuelve a ponerse la capa con ilusión. Pero antes de mirar al futuro con ojos brillantes, vale la pena echar la vista atrás... muy atrás. Concretamente a 1987, año en el que el hombre de acero fue víctima de su peor enemigo hasta la fecha: no Lex Luthor, ni Zod, ni siquiera la kriptonita, sino algo mucho más temible: los recortes presupuestarios. Y la avaricia.

Pero antes de llegar al descalabro, hagamos una breve retrospectiva.

Las tres primeras películas de Superman, protagonizadas por el entrañable y carismático Christopher Reeve, supieron capturar el espíritu clásico del superhéroe. Desde el debut en 1978 bajo la dirección de Richard Donner (una cinta que hizo creer al mundo que un hombre podía volar), pasando por la épica secuela con el general Zod y la más flojita pero simpática tercera entrega, con Richard Pryor robando plano sí, pero también sacando sonrisas. Reeve se convirtió en la imagen definitiva del personaje: honesto, torpe como Kent, imponente como Superman, y con mandíbula de anuncio de dentífrico.

Pero la kryptonita no siempre es verde: a veces viene en forma de dos productores con ínfulas de emperadores del cine barato.

Corría la década de los 80, y Menahem Golan y Yoram Globus, creadores de la mítica (por motivos cuestionables) Cannon Group, estaban convencidos de que podían producir el nuevo Ciudadano Kane con el presupuesto de una telemovie. Tras comprar los derechos de Superman por cinco millones de dólares a los hermanos Salkind (después del batacazo de Supergirl), se propusieron resucitar la saga y convertirla en un éxito nuclear. Literalmente.


Christopher Reeve, cansado de la deriva cómica de Superman III, sólo aceptó volver si le dejaban financiar su película El reportero de la calle 42 y si podía desarrollar una historia que abordara su preocupación por la Guerra Fría y el desarme nuclear. La Cannon aceptó, aunque olvidó mencionar que sus finanzas eran tan estables como un satélite hecho de papel de plata.

La idea era noble: Superman se enfrenta al dilema moral de si debe intervenir en los asuntos humanos y decide eliminar todas las armas nucleares del planeta. Pero la ejecución fue, como mínimo, catastrófica. A falta de un guionista de nivel, Konner y Rosenthal se sacaron de la manga al Hombre Nuclear: un villano cachas (Mark Pillow, en su primer y último papel relevante) creado a partir de un pelo de Superman lanzado al Sol. Sí, como lo oyes. Si eso te suena ridículo, espera a ver cómo vuela: con rayos de VHS barato saliendo de sus uñas y rugiendo como un león estreñido. Encima, lo dobló Gene Hackman. Cosas del low cost.

Reeve convenció a Margot Kidder (Lois) y a Hackman (Lex) para volver, pero ni el mejor reparto puede salvar un guion con más agujeros que un queso suizo lanzado al espacio. A eso se sumó el recorte del presupuesto: de 36 millones prometidos, pasaron a 17. Y eso se nota. Vaya si se nota. Las escenas de vuelo se repiten (literalmente, mismas tomas una y otra vez), las maquetas parecen hechas en clase de manualidades, y las batallas épicas transcurren en canchas de baloncesto vacías o en la mismísima calle del polígono industrial donde rodaban todo.

“Si aquello hubiera sido Superman, habríamos rodado en la calle 42”, dijo Reeve en su autobiografía. “En vez de eso, tuvimos que hacerlo en un parque industrial en Inglaterra, bajo la lluvia, con cien extras, sin un solo coche y con doce palomas sueltas para dar ambiente”.

Después de que Richard Donner, Ron Howard, Verhoeven y hasta Wes Craven dijeran "no, gracias", el elegido fue Sydney J. Furie, artesano británico con experiencia en dramas modestos, pero que aquí se encontró al mando de un Titanic con alas de cartón. Y no ayudó que se eliminaran 45 minutos de metraje ya rodado, incluyendo una versión más primitiva del Hombre Nuclear, que al parecer era aún más ridículo que el definitivo (si cabe).


La cinta se estrenó con boato en Londres, con la presencia del príncipe Carlos y Lady Di (quién sabe si rieron por compromiso), y recibió críticas demoledoras. El New York Times sentenció: "Más lenta que un cortejo fúnebre, más barata que las rebajas del súper. Es un timo, es una vergüenza, es Superman IV".

Recaudó 36 millones de dólares, menos de la mitad que Superman III. Y con eso, el hombre de acero colgó la capa hasta Superman Returns (2006), una película que tampoco fue la salvación esperada.

Superman IV: En busca de la paz es una película que tenía buenas intenciones, pero que acabó pareciendo un episodio de Power Rangers con ínfulas. No es solo mala: es fascinantemente desastrosa. Como ver a un titán tropezar con su propia capa.

Y, sin embargo, hay algo entrañable en todo ello. Ver a Reeve intentar dotar de dignidad a cada línea, a Margot Kidder haciendo lo que puede, y hasta a Hackman pasándoselo en grande, tiene su aquel. No será una buena película, pero sí es un recordatorio de que incluso los más grandes pueden estrellarse… y levantarse.

Ahora, mientras nos alegramos que Gunn nos ha devuelto, en cierta manera, al Superman que merecemos, quizás sea buen momento para recuperar esta joya de videoclub, servirse unas palomitas, apagar el cinismo y decir: "¿Pero cómo demonios acabamos aquí?"


 Hoy, casi cuatro décadas después, "Superman IV: En busca de la paz" sigue ahí. Como un VHS olvidado en la estantería o como ese cómic de tapas blandas que leíamos en verano bajo el ventilador. Sí, es un despropósito con capa, una epopeya de cartón piedra, pero también es un retrato entrañable de una época donde bastaban un par de efectos, un mensaje noble y un actor comprometido para hacernos soñar. Reírse con ella es inevitable, pero también lo es enternecerse. Porque, aunque volara con hilos visibles y se enfrentara a villanos dignos de una zarzuela intergaláctica, Superman lo intentaba de verdad. Y eso ya no se lleva.

Porque si Superman puede sobrevivir a Cannon... puede con todo.


22.7.25

La bodega, el vino y el susurro de Miranda del Castañar


 Decían en la novela Doctor Zhivago que, cuando la necia y obtusa charlatanería de los hombres se vuelve un estrépito insoportable, el alma siente un ardiente deseo de fuga. Un ansia de abandonar el mundo que habla sin sentido, que disuelve las palabras en ruido vacío y que, con su constante parloteo, desgasta y agota la esencia misma de la existencia. Entonces, solo queda una vía: escapar hacia el silencio más puro, hacia la naturaleza, esa presencia antigua y eterna que no conoce discursos ni engaños.

Ese refugio, esa “muda cárcel” donde el tiempo parece plegarse y las horas fluyen con la lentitud de un suspiro, puede encontrarse en un lugar como Miranda del Castañar. Pueblo colgado entre los pliegues de la Sierra de Francia, en Salamanca, donde las calles adoquinadas serpentean con calma bajo los muros de piedra que han resistido siglos. Sus casas de granito, coronadas por tejados rojos y chimeneas que alguna vez avivaron hogares humildes, parecen custodiar secretos y nostalgias de tiempos remotos.

En Miranda, el aire se llena del aroma a tierra mojada, a madera envejecida y a piedras que susurran al viento historias que el hombre moderno olvidó escuchar. Allí, cada piedra, cada rincón, se impregna de un silencio denso y sagrado, un silencio que no es ausencia, sino presencia. Es la naturaleza la que habla con la voz callada de los pájaros, con el murmullo del río  Francia que corre entre las rocas, con el crujir suave de las hojas secas bajo los pies.

En ese entorno, el largo y obstinado trabajo no es un castigo ni una rutina vacía, sino una comunión. La labor de cuidar la tierra, de atender el huerto, de observar el lento paso del día, se convierte en un rito que conecta al hombre con el latido profundo del mundo. Y es en esa entrega silenciosa donde brota la verdadera música, no la de los instrumentos ni las palabras, sino aquella melodía invisible que nace del encuentro callado del corazón con los sentimientos más hondos.

Esa música interior es un lenguaje sin voz, una melodía sin notas, una armonía que llena el vacío y hace enmudecer de plenitud. Es el eco de un sueño profundo, nacido en la soledad elegida, en el contacto íntimo con la esencia del ser. Una música que trasciende el ruido mundano y las voces huecas, que no necesita explicaciones ni discursos, porque su verdad se siente sin palabras.

Y en el corazón de Miranda, custodiada tras su vieja fortificación, se encuentra la Bodega La Muralla, una joya que parece detenida en el tiempo, como un santuario donde la memoria y la tradición se entrelazan con la vida cotidiana. Allí, entre barricas centenarias y paredes de piedra centelleante, el visitante puede detenerse a contemplar el pasado y a saborear el presente. La bodega no es solo un lugar de vinos, sino un refugio para el alma.

En sus estantes reposan los frutos nobles de la tierra: el vino Rufete, emblemático de la Sierra de Francia salmantina, que ofrece en cada sorbo un paisaje embotellado, con aromas a frutos rojos silvestres, un ligero toque especiado y una acidez viva que despierta los sentidos. Un vino que habla del terruño, del sol y de la brisa que acaricia las viñas en las laderas. Junto a él, se exhiben productos  ibéricos de la zona, cuyo aroma profundo y textura sedosa parecen contar historias de encinas y tiempo lento. La artesanía local, finamente elaborada con manos sabias, completa este pequeño universo: cerámicas que guardan el calor del horno, tejidos que hilan la tradición y madera trabajada con amor.

Entrar en La Muralla es penetrar en un mundo donde el tiempo se pliega en sí mismo, donde el bullicio de afuera queda muy lejos y solo queda espacio para el encuentro sereno con la tradición y la esencia. Al probar un trago de Rufete, uno siente cómo el vino danza en la boca, cómo evoca el aroma de la tierra, el murmullo de los bosques y el sol que filtra entre las hojas. Es una experiencia sensorial que invita a la pausa, a la contemplación, a escuchar la música callada del alma.


Y no hay momento que capture mejor ese silencio fecundo y esa plenitud interior que una Nochevieja desde la terraza del apartamento. Allí, bajo un cielo limpio y despejado, se recibe el año nuevo mientras el frío nocturno se mezcla con el calor tenue que emana de la piedra centenaria. La vista se extiende sobre un mar de nubes que, en ocasiones, se desliza lentamente por debajo del pueblo, envolviendo el valle en un manto níveo que parece suspendido entre el sueño y la vigilia. Es un espectáculo etéreo, donde el mundo parece haberse detenido, y solo el latir sereno del corazón acompaña la cuenta atrás.

Alzando la mirada, la torre única y majestuosa del castillo que gobierna el pueblo domina la escena, recortada contra la inmensidad del firmamento, testigo silencioso de siglos y guardiana de historias que se confunden con las estrellas. En ese instante, la música interior que brota del alma se funde con el susurro del viento, con el aroma del vino Rufete que calienta la garganta y con la quietud sagrada que envuelve Miranda del Castañar. Así, en ese encuentro de tiempo, paisaje y sentimiento, se celebra no solo la llegada de un nuevo año, sino la eterna búsqueda de ese silencio pleno donde el hombre encuentra su auténtica libertad.

Pasar unos días en Miranda del Castañar es dejarse envolver por una tranquilidad profunda, una serenidad que se instala en cada gesto, en cada pensamiento, y que permanece mucho después de partir. Es como si el tiempo, rendido ante la sencillez y la belleza del lugar, desacelerara su paso para permitir que el alma respire con calma, sin prisas ni ruidos. Esa paz que regala el pueblo no es solo la ausencia de bullicio, sino la presencia delicada de lo esencial, esa serenidad que nace del contacto con la tierra, con la historia y con uno mismo. Volver de Miranda es regresar un poco más ligero, más atento a la música callada que siempre habita en el corazón, y con la certeza de que, en algún lugar, ese refugio existe, esperando a quien quiera escuchar.





21.7.25

Pipasweb y el murmullo de los módems


Crónica de mis inicios en Internet, año 2001

Mis inicios en Internet, allá por el año 2001, pasan sin duda alguna por una página ya desaparecida hace muchos años, pero inolvidable, al menos para los que fuimos asiduos a ella. En aquella época, conectarse a la red era una pequeña odisea doméstica: el router, uno de esos cacharros grisáceos, con luces parpadeantes y una antena endeble, emitía un chirrido mecánico y penetrante cada vez que intentaba establecer conexión. Aquel zumbido se mezclaba con el sonido agudo de la línea telefónica, como si dos máquinas estuvieran hablando entre sí en un idioma extraterrestre. La conexión iba a pedales, claro está, y cada intento de abrir una página era un acto de fe y paciencia.

Pero una vez dentro, todo merecía la pena.

La página en cuestión era un pequeño universo en sí misma: juegos flash, artículos de actualidad, opinión, deporte, cine, televisión… Un largo etcétera que parecía inabarcable. Pero lo mejor de todo era el foro, ese rincón primigenio donde el personal daba rienda suelta a todo tipo de opiniones, tanto sensatas como descabelladas. Era un lugar caótico y libre, donde las firmas eran tan importantes como los mensajes, y donde aprendí que en Internet uno podía encontrar tanto sabiduría como disparates en la misma frase.

Y si hay una página que marcó mis comienzos virtuales, esa fue Pipasweb. Así, con ese nombre tan castizo y entrañable, que parecía más propio de una bolsa de pipas con pegatinas por premio que de una página web. Y sin embargo, Pipasweb era mucho más que un nombre simpático: era un refugio, un pequeño caos ordenado donde siempre pasaba algo.

En Pipasweb se mezclaban artículos de actualidad con chascarrillos, noticias con juegos, reflexiones profundas con paridas monumentales. Tenía secciones de opinión, deporte, cine, televisión… y, sobre todo, tenía vida. Porque la joya de la corona era su foro, ese espacio donde la gente hablaba como si no hubiera un mañana, donde nacían amistades, enemistades, bromas internas y discusiones eternas sobre cualquier tema imaginable.


Mientras tanto, la música llegaba a cuentagotas gracias a Napster y AudioGalaxy, donde te jugabas el tipo con cada descarga, porque nunca sabías si el archivo era lo que prometía o si terminarías con un remix infame grabado desde una radio de coche. Aun así, el simple hecho de tener la posibilidad de bajarte una canción sin moverte de casa parecía ciencia ficción.

Todo eso era Internet en 2001. Lento, impredecible, lleno de errores de carga y ventanas emergentes que te invitaban a ganar premios inexistentes, pero también lleno de descubrimientos, de primeras veces, de conexiones invisibles que se tejían con la misma intensidad con la que ahora nos bombardean los algoritmos. En aquel rincón de la red llamado Pipasweb, descubrí que Internet podía ser un lugar donde sentirse parte de algo, aunque fuera desde una habitación con moqueta, un monitor de tubo y el pitido del módem como banda sonora.

Y no se puede hablar de aquella vida online sin mencionar el reinado absoluto de MSN Messenger. Porque después de pasar la tarde en el foro de Pipasweb, llegaba el momento de encender el Messenger, ese santuario digital donde todo el mundo esperaba (con ansiedad apenas disimulada) ver conectado al contacto que les quitaba el sueño.

Era una época en la que decir "me conecto y me desconecto para que vea que estoy" era una táctica real, cuidadosamente estudiada. Las frases de estado eran auténticos manifiestos emocionales: desde letras de canciones hasta indirectas crípticas con emoticonos que parpadeaban. Y qué decir de los zumbidos… ese botón demoníaco que hacía temblar la pantalla y que uno usaba como último recurso, como quien lanza una piedra a una ventana porque no le abren la puerta.

En paralelo, para los más curiosos o aventureros, existía el mundo subterráneo del IRC-Hispano. Canales como #sevilla, #cine o #alternativo reunían a cientos de personas conectadas a horas intempestivas, compartiendo ideas, ligando (o intentándolo), discutiendo de política o simplemente saludando con un frío "a/s/l?" (edad, sexo, localización), la contraseña universal de aquel tiempo.

También empezaban a proliferar los blogs personales, muchos alojados en Terra, Blogia, Bitácoras.net o Blogspot, verdaderos diarios abiertos donde adolescentes y no tan adolescentes contaban su vida con una mezcla de ingenuidad, intensidad y ternura. Se escribía sobre desamores, exámenes, películas que nos cambiaban la vida, conciertos memorables y, por supuesto, de aquellos misteriosos internautas que uno conocía sólo por su nick, pero con los que se sentía una complicidad extraña, casi íntima.

El diseño web era, por decirlo amablemente, discutible. Fondos negros, letras fosforitas, gifs de llamas ardiendo, contadores de visitas y relojes digitales incrustados en las esquinas. Y sin embargo, cada página tenía personalidad, algo que no se mide con métricas ni con likes.

Y en medio de todo eso, estaban los juegos en Flash, auténticas joyas pixeladas que hoy apenas sobreviven en algún archivo olvidado. Tardaban en cargar una eternidad, pero te daban horas de entretenimiento: desde el mítico juego del yeti lanzando pingüinos hasta simuladores absurdos como cocinar ramen o montar una banda de rock. No necesitabas una consola. Solo necesitabas tiempo, paciencia y el permiso de tus padres para ocupar la línea telefónica.

La vida online de entonces era otra cosa. Un lugar donde la conexión era lenta pero el tiempo parecía más denso, más significativo. No había redes sociales como las entendemos hoy, ni notificaciones constantes, ni filtros de belleza. Había anonimato, sí, pero también autenticidad. Había torpeza, pero también descubrimiento.

A veces pienso que no fue solo Internet lo que empezaba en aquel 2001: también empezábamos nosotros. Éramos más ingenuos, más pacientes, más dispuestos a explorar sin mapa ni brújula. Aquella red torpe y fascinante nos enseñó que lo importante no era la velocidad, sino el descubrimiento. Que una conversación podía durar horas sin emojis, que un foro podía ser un refugio, y que detrás de cada nick había una persona buscando lo mismo que nosotros: compañía, respuestas, sentido.

Hoy lo tenemos todo al instante, pero a veces nos falta algo que entonces sobraba: el asombro.

Y quizá por eso, cuando pienso en Pipasweb, en el zumbido del módem, en las canciones bajadas de madrugada, no siento nostalgia solo por la tecnología. Siento nostalgia por mí mismo. Por aquel que fui, por el mundo que descubrí, y por cómo, sin saberlo del todo, Internet nos fue enseñando a estar solos… pero también a estar juntos, en la distancia y en la palabra.

Porque, al final, no se trataba de navegar por la red.
Se trataba de encontrarnos. Aunque fuera entre ruidos, píxeles y líneas que se caían.


18.7.25

La superbanda: Traveling Wilburys

A finales de los 80, cuando el rock alternativo empezaba a desplegar nuevos caminos y las radios daban espacio a la intensidad cruda de Sonic Youth o la energía arrolladora de los Pixies, apareció algo distinto, casi por casualidad, desde el otro lado del Atlántico. Cinco leyendas con trayectorias vastas se unieron, no para cambiar las reglas, sino para disfrutar tocando juntos. Así nació The Traveling Wilburys, una de las alianzas musicales más sorprendentes y entrañables del siglo pasado.

George Harrison venía manifestando su deseo de crear una banda con un nombre singular: “The Traveling Wilburys”. A comienzos de 1988, lo que parecía una idea más de aquel ex Beatle comenzó a tomar forma. Tras su sólido regreso con Cloud Nine, Harrison colaboraba con Jeff Lynne, productor y músico con quien compartía una filosofía: hacer música sin presiones, sin egos, sólo amigos disfrutando. A esta propuesta se sumaron rápidamente Bob Dylan, Roy Orbison y Tom Petty.

Como sucede con las mejores historias, todo comenzó por azar. Harrison necesitaba un tema para la cara B del sencillo europeo “This Is Love”. La idea era juntar a unos amigos y grabar algo sencillo y rápido. Jeff Lynne no tardó en aceptar. Para convencer a Roy Orbison, Harrison tuvo que rogarle arrodillándose. Dylan, en una etapa creativa algo baja, cedió su garaje en Malibú como estudio improvisado. Y Petty, que había girado con Dylan, se unió casi sin dudar, animado por la libertad y el entusiasmo del grupo.

De esa reunión nació “Handle with Care”, una canción demasiado buena para relegarla a una simple cara B. Warner Bros. entendió enseguida que aquello merecía un álbum completo.

El nombre del grupo surgió de una broma durante la grabación. Harrison, hablando con Lynne sobre arreglar problemas técnicos en Cloud Nine, dijo: “We’ll bury ’em in the mix” (“los enterramos en la mezcla”). De ahí nació “Wilburys”. Al principio se llamaron The Trembling Wilburys, para luego simplificar a The Traveling Wilburys.

En sólo diez días de mayo de 1988, se grabó el álbum debut. Las bases eran básicas: guitarras acústicas formando un círculo, cajas de ritmos, letras que surgían entre bromas y charlas en la cocina de Dave Stewart (de Eurythmics). No había productor autoritario ni vocalista protagonista. Era un juego musical entre pares.

Harrison ejerció cierto liderazgo, no como jefe, sino como guardián del equilibrio. “Sólo quería cuidar la amistad”, dijo luego. Esa intención permeó todo el proyecto.

Terminadas las maquetas, Harrison y Lynne regresaron a Inglaterra para perfeccionar el sonido en el estudio FPSHOT, propiedad del ex Beatle. Allí, junto a músicos invitados —los “Sideburys”, como Jim Keltner, Jim Horn o Ray Cooper— dieron forma a un sonido que mezclaba rock, folk y pop con un aire vintage, un “skiffle noventero”, en palabras de Harrison.

Traveling Wilburys Vol. 1 salió el 18 de octubre de 1988. Además de la calidad musical, incluía un toque divertido: cada miembro adoptó un alias. Harrison era Nelson Wilbury, Lynne Otis, Orbison Lefty, Petty Charlie T. Jr., y Dylan Lucky. El disco fue un éxito inmediato, con varios sencillos en la cima y ventas millonarias. Fue también el regreso glorioso de Orbison, cuya voz conquistó nuevamente a nuevas generaciones.

Pero la felicidad duró poco. El 6 de diciembre, Orbison murió repentinamente de un infarto. En el video de “End of the Line”, su guitarra cuelga en una silla vacía junto a una foto en blanco y negro. Su voz, clara y eterna, permaneció. La pérdida fue profunda. Jeff Lynne lo resumió así: “Roy y yo teníamos muchos planes... su voz estaba en su mejor momento. Fue devastador.”

A pesar del golpe, la banda no desapareció. Harrison mantuvo la esperanza y prometió un segundo álbum. Dylan se enfocó en Oh Mercy. Sin embargo, en marzo de 1990, los cuatro restantes se reunieron de nuevo. Dylan grabó primero sus partes porque debía salir de gira, ganando más protagonismo. Harrison, además de tocar, asumió mayor responsabilidad en la producción.

El segundo disco, con el irónico título Traveling Wilburys Vol. 3, salió en octubre de 1990. Dedicado a Orbison, alias Lefty Wilbury, no tuvo la misma repercusión que el primero, pero dejó canciones memorables y un espíritu intacto. El último sencillo, “Wilbury Twist”, contó con un videoclip repleto de humoristas como Eric Idle y John Candy, una despedida acorde para una banda que nunca quiso ser eterna, pero sí inolvidable.

Nunca hubo sustituto para Orbison ni gira oficial, aunque Harrison lo imaginó. Sin embargo, su legado continuó en colaboraciones cruzadas: Jeff Lynne produjo a Tom Petty, trabajó con Del Shannon y participó en el proyecto Anthology de The Beatles. En 2007, la reedición de sus álbumes, acompañada de vídeos y documental, devolvió a The Traveling Wilburys a la memoria colectiva, como si el mundo aún los necesitara.

The Traveling Wilburys fueron un respiro gozoso en la historia del rock. Un grupo que nació de la amistad, el respeto y el amor por la música sin ataduras ni pretensiones. No buscaron contratos ni mercados, simplemente ocurrieron.

Y a veces, lo que ocurre sin plan... es lo que más permanece.



17.7.25

La carta que nunca llegó

La carta que nunca llegó

Hay amores que llegan tarde. Otros, en cambio, nunca llegan, como si el mundo, en su torpeza o crueldad, se interpusiera entre dos almas destinadas a encontrarse. Desde que el ser humano supo trazar una línea sobre el papel, las cartas de amor han sido el puente más frágil y hermoso entre la esperanza y la ausencia. Palabras que viajan solas, dobladas con esmero, confiadas al viento del correo y a la suerte, que a veces tiene dedos de seda... y otras, de piedra.

Las cartas de amor son más que papel. Son confesiones, promesas, ruegos. Son la prueba de que alguien pensó en otro más allá del instante. Pero el destino, ese escribano invisible y caprichoso, tiene la mala costumbre de rasgar sobres, de esconder tinta, de perder mensajes en un rincón oscuro del tiempo. Y cuando eso ocurre, cuando una carta no llega, se rompe una historia. O peor: queda incompleta, suspendida, como un farol encendido en la niebla.

Esta es la historia de una carta que no llegó. Y de lo que pudo haber sido si alguien, hace mucho, la hubiera encontrado.

Francisco Gutiérrez Jiménez, al que todos llamaban Paco, llevaba más de cuarenta años trabajando en la estafeta de correos de la estación de ferrocarril de un pueblo extremeño que, en 1923, era apenas una sucesión de calles polvorientas, casas encaladas y silencios largos. La estación, sin embargo, era un pequeño hervidero de vida. Por allí pasaban trenes de mercancías, vagones correo, y convoyes militares que se dirigían al sur, cargados de soldados que marchaban rumbo a Marruecos, donde la guerra colonial no dejaba de encender titulares ni lutos.

Paco había empezado en 1885, siendo casi un niño, como aprendiz. Luego fue mozo, después encargado, y finalmente, jefe de estafeta. Durante décadas había sellado cartas, pesado paquetes, ordenado sacas y montado en el vagón de correos para asegurarse de que el correo llegara puntual a Cáceres, a Salamanca, a Madrid. Era un hombre metódico, discreto y solitario, de esos que parecen hechos para servir sin pedir nada a cambio. Tenía una letra firme, una caligrafía que envidiaban los escribanos, y un modo de andar que arrastraba ligeramente el pie izquierdo, como si con cada paso recordara una vieja caída.

Dormía en una pequeña habitación junto al despacho, en un piso superior de la estación, donde el crujir de las vigas por la noche se mezclaba con el lamento de los trenes lejanos. A veces, en invierno, el aire bajaba de la sierra como un cuchillo y colaba silbidos helados por las rendijas. Paco, acostumbrado, lo soportaba sin quejarse. Solo encendía una vela, se sentaba con una manta sobre las piernas y leía los partes del día. Las cartas, como la vida, le pesaban ya en las manos.

La España de 1923 era una nación cansada. En las ciudades bullían las huelgas y las tertulias; en los pueblos, el hambre y el miedo. Se hablaba de la guerra de Marruecos, de los jóvenes que no volvían, del Desastre de Annual. Alfonso XIII seguía reinando, pero se mascaba ya el aire de ruptura. La política era inestable, las diferencias sociales abismales. Y en medio de todo, la gente común, los Pacos, las Teresas, los soldados y las madres, sobrevivían como podían, esperando cartas que llegaran o no llegaran.

En ese contexto, la estación era un punto de tránsito. Por allí pasaban jóvenes uniformados con los rostros recién afeitados y el miedo mal disimulado en los ojos. Pasaban también emigrantes, comerciantes, curas, putas disfrazadas de viudas, y cartas. Muchas cartas. Cartas que lloraban, que suplicaban, que prometían volver.

Una mañana de septiembre, Teresa Valdivia entregó una carta sellada en manos de Paco. Era una joven de veintidós años, delgada, de ojos oscuros y voz baja. Hija de un notario retirado y de una madre costurera, había crecido entre libros, silencios y rosarios. Se decía que tenía un corazón para un soldado, uno de esos jóvenes que había partido hacia África con la promesa de regresar pronto. Su nombre era Mauricio de Alvarado, teniente de infantería, hijo menor de una familia aristocrática venida a menos.

Teresa había escrito la carta durante la madrugada, bajo la luz de un candil. En ella había volcado sus miedos, su amor, sus promesas.

 

La estación estaba situada en la parte baja del pueblo, donde los chopos se inclinaban como si escucharan el silbido de los trenes antes de que llegaran. No era una estación grande, pero tenía cierta solemnidad provinciana. Su arquitectura era sencilla, con una marquesina de hierro forjado, un banco de madera que crujía bajo el peso de los viajeros y un reloj grande y severo que parecía no perdonar los retrasos.

Allí llegaban los trenes mixtos, con vagones de carga y pasajeros, y el vagón correo, ese recinto sagrado donde Paco ordenaba sacas, clasificaba sobres y firmaba recibos de paquetes con sello de lacre. Había algo casi litúrgico en esa rutina. Se saludaba al jefe de estación con un breve ademán de cabeza, al factor con una frase cortés, y se abría paso hacia la estafeta como un monje entrando en su celda.

España, en 1923, estaba cambiando sin saber muy bien hacia dónde. El rey Alfonso XIII aún reinaba, aunque con los ojos puestos en Marruecos. En las calles de las ciudades bullían obreros, periódicos, rumores. En el campo, el jornalero seguía atado a la tierra y el cacique al poder. En el pueblo de Paco, las cosas llegaban tarde, como las revistas ilustradas o las modas de los señoritos de ciudad. Pero en los rostros de los jóvenes ya brillaba algo distinto, una inquietud que ni siquiera los sermones del cura podían acallar.

Paco, sin embargo, se mantenía al margen. Su mundo era la estación. Y el correo.

Era un lunes gris de abril. Lloviznaba con esa tristeza suave que no empapa, pero sí cala. Paco llegó temprano, como siempre, saludó a la señora que barría la entrada con su escoba de palma, y al entrar en la estafeta notó algo: una presencia. No era nada sobrenatural entonces, sino ese temblor sutil que uno siente cuando va a suceder algo importante y aún no lo sabe.

Sobre la mesa, entre los sobres con remite de notaría, entre los recibos del juzgado y las postales con flores marchitas, había una carta. Una carta escrita a mano, en papel de hilo, con una letra limpia y elegante.

Era la de Teresa. Su madre, fallecida joven, le había dejado una educación cuidadosa, una sensibilidad cultivada con libros, y una nostalgia sin causa. No era especialmente hermosa, pero tenía una forma de mirar que hacía que la gente bajara la voz a su paso.

Su vida era sencilla. Ayudaba en la botica, leía por las noches a la luz del quinqué, y paseaba sola por la alameda cuando el sol se inclinaba. Se había enamorado de Luis, un joven teniente recién salido de la academia militar. Luis pertenecía a una familia de abolengo empobrecido: su padre había sido coronel en Cuba, su abuelo diputado liberal, su madre una mujer severa que no aprobaba a Teresa por “poca alcurnia”.

Cuando Luis fue destinado al protectorado de Marruecos, en plena guerra del Rif, Teresa quedó sola. No había teléfono. Solo cartas. Y en una de esas cartas, la más importante, Teresa se atrevió a decirle lo que nunca se había atrevido en persona: que lo amaba. Que esperaría. Que si volvía, quería que fuera a pedir su mano. Que le daba igual su madre, su uniforme o el qué dirán.

Lo escribió con temblor, con pudor, con esa mezcla de decisión y miedo que tienen las mujeres valientes cuando por fin dan el paso.

Paco clasificó el correo como siempre. Metió la correspondencia local en una caja, las sacas con destino a Madrid en su estante correspondiente, y cuando llegó al sobre de Teresa, lo examinó con atención. Iba dirigida a una dirección militar en Melilla. Lo colocó, así creyó,  en la saca de correo prioritario para correspondencia oficial.

Pero ese día, algo ocurrió. Un paquete mal cerrado cayó al suelo. Paco se agachó, y en el gesto torpe de quien ya carga con más años que agilidad, empujó la bandeja de madera donde estaba el sobre. La bandeja tenía una pequeña hendidura en la parte trasera. Un hueco invisible, casi ridículo.

Y allí, sin que nadie lo notara, la carta cayó.

Entre la pared y el mueble.

Donde el polvo, el olvido y los años hacen su nido.

Paco no supo nada. Creyó que todo estaba en orden. Selló las sacas. Entregó el parte. Salió al andén y vio partir el tren de las 11:07, con su vagón de correo metálico, con sus crujidos, con su silbido que cortaba el aire.

Teresa esperó una semana. Luego dos. Después, meses.

Nunca recibió respuesta.

Luis murió en una emboscada en la ladera del Gurugú, un agosto tórrido. En su mochila, según dijeron, llevaba una foto de Teresa. Pero ninguna carta.

Teresa no volvió a escribir. Se casó con un comerciante viudo años después. Murió sin hijos, en silencio. La botica pasó a otras manos.

Y Paco… Paco siguió trabajando. Cada día, durante más de cuatro décadas.
Pasaron los años. Paco envejeció en su mesa, en aquella estafeta que ya no recibía sacas desde el expreso, sino del camión de las nueve. La estación perdió el bullicio de antes. Las locomotoras modernas reemplazaron el silbido vaporoso de los trenes negros. Las cartas fueron cediendo su lugar al teléfono, luego al télex y después al silencio.

Años después, ya jubilado, Paco aún bajaba a veces a la estación, como quien visita una tumba. Aquel banco donde Teresa aguardó seguía allí, bajo el reloj parado. Y la estafeta, aunque cerrada, aún guardaba su aliento de madera húmeda y tinta seca. Nadie la reclamó. Nadie osó desmantelarla. Era como si algo velara por ella.

Una noche de otoño, mientras se abatía una tormenta sobre la comarca, Paco sintió la urgencia de volver. Llevaba días con un nudo en el pecho. Soñaba con una carta. Con una muchacha vestida de blanco. Con el sonido del telégrafo, que insistía en su cabeza con el mismo mensaje truncado:
“Te espero. Siempre. No tardes...”

Entró empapado en la estafeta con su viejo manojo de llaves. Encendió el quinqué de gas, como si nada hubiese cambiado. El aire era frío, más que nunca. Un crujido se alzó desde el suelo de madera. Luego otro, y otro más. Como si alguien caminara descalzo.

Y entonces lo vio.

Allí estaba. De pie, frente a la ventanilla. Teresa.

No era joven ni vieja. No tenía edad. Sus ojos eran los mismos, su vestido también. Pero había una niebla leve en torno a su figura. Como si estuviera hecha de algo que no tocaba del todo el suelo.

No hablaba. Solo miraba.

Paco, tembloroso, se acercó al mostrador. Y entonces la vio.

Aquel sobre, aún cerrado, con la letra inclinada y el aroma lejano a lavanda. Lo sostuvo entre sus manos y supo que el tiempo, de alguna manera incomprensible, le había dado otra oportunidad.

Salió corriendo bajo la lluvia. Subió la colina hasta el viejo buzón que aún coronaba la entrada del cementerio. Depositó la carta. No sabía por qué. Tal vez no había nadie que pudiera leerla. Tal vez nunca llegaría a su destinatario. Pero en ese instante, algo en su pecho se aligeró.

Al volver a la estafeta, ya no había nadie. Ni Teresa, ni el crujir, ni el frío. El reloj volvió a andar, con su tic-tac persistente. El telégrafo se encendió una última vez. Dio un giro suave, como un suspiro, y quedó en silencio para siempre.

Dicen que el amor verdadero no se rompe con la muerte, ni con los años, ni con la desidia del olvido. Que hay cartas que no llegan, pero no por ello dejan de existir. Se quedan suspendidas entre los espacios del tiempo, como pétalos sin flor, esperando que alguien, algún día, las encuentre.

La estación fue demolida años después. Nadie supo por qué el reloj había vuelto a funcionar aquella noche. Ni por qué el cartero viejo, Paco, fue hallado dormido, sereno, en su silla de siempre. Con una leve sonrisa. Y una carta abierta sobre el pecho.

Nadie recuerda ya a Teresa. Ni a su novio, ni la guerra en África. Pero cuando cae la niebla y el viento sopla desde el sur, hay quien asegura que en la vieja colina se oye un tren. Uno solo. El último. Y que en su vagón correo, alguien por fin recibe lo que tanto tiempo esperó.

Una carta.
Que llegó tarde.
Pero llegó.


16.7.25

Waldo de los Ríos

 ¿Quién no se acuerda de la inolvidable melodía de Curro Jiménez, esa que nos trasladaba, en apenas unos compases, a los caminos polvorientos de Sierra Morena, entre trabucos, caballos y un aire de rebeldía romántica que olía a libertad? ¿O de aquel vibrante Himno a la alegría que Miguel Ríos llevó desde la radio, a la televisión, hasta los cines, los tocadiscos y las gargantas de una España que empezaba a soñar con abrir ventanas? Era Beethoven, sí, pero con arreglos, una orquesta sinfónica, una guitarra eléctrica de fondo y el pulso acelerado de una generación entera. Son músicas que no solo suenan, sino que marcan época, que se adhieren a la memoria como el eco de algo más profundo: una forma de ser, de sentir, incluso de resistir. Esas melodías, más allá de su belleza, se convirtieron en símbolos.

Durante años, el nombre de Waldo de los Ríos resonó en mi memoria como una melodía lejana, como esas canciones que uno ha escuchado muchas veces sin saber de quién son, sin detenerse a pensar en el rostro que se esconde tras los arreglos. Lo oí nombrar en conversaciones dispersas, en programas de televisión, y siempre con una mezcla de asombro y pesar. Sabía, sí, de su trágica y algo misteriosa muerte, ocurrida en 1977, cuando decidió poner fin a su vida en un Madrid que ya no parecía escucharle. Sabía también de su talento precoz, de su capacidad casi alquímica para transformar la música clásica en un puente hacia el gran público. Pero confieso que, hasta ver el documental Waldo (2024), no había profundizado en su figura. Y ahora que lo he hecho, siento que he rescatado del olvido a un hombre que nunca debió haberse perdido.

El documental, dirigido con una delicadeza que evita el sensacionalismo y apuesta por la reconstrucción paciente, nos revela a Waldo como un personaje poliédrico: niño prodigio, exiliado precoz, artífice de éxitos internacionales, alma atormentada por la exigencia estética y el peso del silencio. Su vida es un collage de luces y sombras, de orquestas y hoteles grises, de aplausos ensordecedores y madrugadas solitarias. La película sabe explorar con finura esa dualidad sin forzar el drama, dejando que sea la música, la suya, la que hable cuando las palabras resultan insuficientes.

A través de imágenes de archivo, entrevistas y recreaciones sonoras de sus arreglos más célebres, aquellas versiones de Beethoven o Mozart que supieron entrar en la casa de la gente sin traicionar su esencia, "Waldo" no sólo reconstruye una biografía; construye también una emoción. La de quienes alguna vez sintieron que el arte podía ser una forma de consuelo, una tregua, una patria móvil.

Hay algo profundamente nostálgico en el visionado de este documental, y no sólo por el aire setentero de muchas de sus imágenes, sino porque nos habla de una época, y de un tipo de artista, que parecen haber desaparecido: creadores que no hacían concesiones, que se desvivían por encontrar una armonía imposible entre lo popular y lo elevado, entre lo comercial y lo trascendente.

Al terminar "Waldo", uno no puede evitar preguntarse cómo es posible que una figura así haya sido relegada durante tanto tiempo a un rincón discreto de la memoria colectiva. Y al mismo tiempo, uno comprende que su historia, aunque trágica, no ha terminado. Porque cada vez que su música vuelve a sonar, ya sea en un vinilo polvoriento o en un documental como este, Waldo de los Ríos vuelve a la vida. Y con él, ese viejo anhelo de belleza que, aunque nos cueste admitirlo, sigue latiendo bajo la superficie del presente.


15.7.25

Leoncia: la mujer detrás de la estatua



En el corazón de Cáceres, allí donde la piedra antigua resiste al tiempo y las plazas respiran siglos, se alza, discreta pero firme, la figura de una mujer de bronce. Su presencia no impone, pero conmueve. No desafía, pero permanece. Su nombre es Leoncia Gómez Galán, y su imagen, congelada en un gesto cotidiano, encarna algo más profundo que la simpatía popular: la dignidad silenciada de una vida al servicio de los otros.

A los ojos del visitante, podría parecer una estampa amable del pasado. Sin embargo, quien se detiene a mirar con atención descubrirá, tras esa postura encorvada y ese pañuelo humilde, la historia de una mujer a la que la historia no quiso escribir. Una mujer nacida pobre, vivida en la sombra y esculpida, ya tarde, en la memoria colectiva de un pueblo que aún le debe justicia.

Leoncia vino al mundo en 1903, en la localidad fronteriza de Valencia de Alcántara. Su primer gesto en la vida fue una despedida: fue abandonada al pie de una iglesia y recogida, por caridad o destino, por una familia de escasos recursos. Aquel acto fundacional marcaría el tono de toda su existencia: la intemperie, la necesidad, el silencioso heroísmo de sobrevivir.

A los trece años, todavía una niña, fue enviada a Cáceres para servir en casa de un reputado abogado. Allí transcurrió medio siglo de su vida. No en su casa, sino en la casa de otros. Cincuenta años en los que el tiempo no le pertenecía, el descanso era ajeno, y la palabra “vida” se confundía con la palabra “obediencia”. Cocinó, lavó, crió, limpió, curó y calló. Su salario era simbólico, apenas unas pesetas primero, unos duros después. Su jornada no tenía fin. Su voluntad, propiedad del patrón. La suya fue una biografía sin páginas, vivida entre las costuras de otras vidas más visibles.

Cuando la edad y el cuerpo dijeron basta, la pobreza no concedió tregua. En 1966, con 63 años, comenzó una nueva etapa: la de vendedora ambulante de periódicos, vocera de El Periódico Extremadura. Cada mañana, con los ejemplares bajo el brazo, recorría las calles empedradas anunciando titulares a viva voz, confiando en que alguna noticia de calado incrementara las ventas. En esas caminatas se jugaba no solo unas monedas, sino también un lugar en el mundo.

Alquilaba una habitación en el barrio de Busquet. No tenía jubilación, apenas red. Era una mujer mayor recorriendo el frío de los inviernos y el sol implacable de los veranos para ganar lo indispensable. Y sin embargo, no pidió más que poder seguir adelante. Trabajó mientras el cuerpo le sostuvo. Calló mientras la voz le sirvió. Vivió en los márgenes, sin quejarse, pero dejando huella.

En 1975 se retiró. Vivió sus últimos días en la residencia de la Avenida de Cervantes, donde conoció, al fin, un poco de afecto tardío. Contrajo matrimonio en 1977 con Salvador Hernández Fernández. Fue, quizás, su único gesto de plena libertad.

Falleció en 1986, a los 83 años. Pocos pensaron entonces que su figura terminaría por representar una parte esencial de la identidad de Cáceres. Pero en 1999, con motivo del 75 aniversario del diario al que dedicó sus últimos años, se instalaron dos esculturas en su honor. Una, en la redacción del periódico. La otra, la más visible, en la Plaza de San Juan, en el mismo lugar donde tantas veces Leoncia vendió las últimas ediciones con la esperanza de una venta más.

Allí está ahora. No impone, no habla. Pero su presencia interpela. Su cuerpo encorvado no simboliza cansancio, sino resistencia. Su gesto no es de sumisión, sino de entrega. Leoncia, la criada, la vocera, la mujer sin nombre propio durante décadas, es ahora memoria de muchas otras que, como ella, vivieron sin aplausos y murieron sin homenaje.

Convertir a Leoncia en una estampa entrañable es tentador. Pero hacerlo sin contar su verdad es traicionarla. No fue folclore. Fue clase obrera. No fue un personaje pintoresco, sino la encarnación de la injusticia que se institucionalizó durante generaciones. Su historia no es una anécdota para turistas: es una advertencia. Y su estatua no debería invitar solo a la foto, sino al pensamiento.

Porque el bronce puede brillar, pero no debería ocultar las sombras. Y en la de Leoncia hay muchas: la explotación doméstica, el clasismo, el patriarcado, la pobreza secular. Honrarla no consiste en florituras ni placas, sino en reconocer a las mujeres que, como ella, sostuvieron el mundo desde abajo sin ser vistas, sin ser nombradas, sin dejar de luchar.

Hoy, cuando pasamos junto a su figura, conviene detenerse. Mirarla no como símbolo amable, sino como símbolo incómodo, verdadero, profundamente humano. Porque si el bronce de Leoncia perdura, es para que no olvidemos que bajo cada piedra noble de esta ciudad, hubo muchas vidas humildes que la levantaron. Y una de ellas, acaso la más silenciada, fue la suya.

14.7.25

Pedro José, Jesucristo y los Modern Talking (Basado, o eso creo, en hechos reales)




Todos los veranos son, en realidad, el mismo verano. Pese al calendario y sus hojas exactas, cada regreso al estío es también, de alguna manera, un regreso, más íntimo y secreto, a aquellos veranos que nos marcaron con una huella de sol en la memoria. Basta con que el aire huela a brea caliente o que un ventilador gire con su monótona letanía para que algo en nosotros, una brizna de nostalgia, una canción antigua, una piel morena recién salida del agua, se active y nos devuelva al lugar en que fuimos más intensamente nosotros mismos.

Porque el verano, más que una estación, es un estado del alma. Y no todos los veranos dejan huella, pero hay algunos, a veces uno solo basta, que se quedan a vivir en nosotros para siempre. Ese verano en que nos enamoramos sin remedio. Aquel en que descubrimos el vértigo de la libertad. O el que nos cambió sin que nos diéramos cuenta, y al final del cual ya éramos otros.

Esta pequeña  historia nace de uno de esos veranos. De uno de esos regresos. De una estación concreta, pero también de un tiempo suspendido, como atrapado en ámbar. Tú, si quieres, puedes seguir leyendo. Pero que sepas que, al hacerlo, no sólo entras en una historia ajena. Entras tal vez, también, en tu propio recuerdo.

Era el verano de 1998 y España andaba en una especie de resaca optimista. Habían pasado seis años de los Juegos Olímpicos de Barcelona y de la Expo de Sevilla, y aunque ya nadie hablaba del “milagro español”, sí se respiraba una mezcla extraña de entusiasmo económico y hartazgo institucional. José María Aznar gobernaba con mayoría absoluta, hablaba inglés regular y prometía modernidad en traje gris. La palabra “burbuja” aún no se usaba fuera de los telediarios, pero los ladrillos ya crujían bajo los cimientos del país.

La juventud española vivía entre los ecos del grunge y los primeros beats del bakalao tardío. El teléfono móvil era un Nokia 5110, las cabinas aún servían para algo, y los SMS costaban lo suyo, así que la comunicación con las chicas del pueblo seguía siendo presencial o por carta (o por colega interpuesto).

El país crecía económicamente, pero lo hacía a trompicones: la corrupción ya asomaba por las esquinas, aunque aún se decía bajito, y los tertulianos no tenían Twitter, pero ya estaban calentando en las sobremesas. En las teles reinaba Telecinco, los resúmenes de Tour de Francia y las reposiciones de Verano Azul o El príncipe de Bel air. Y en Extremadura…

Extremadura, mientras tanto, seguía como siempre, con su calor de horno de leña, su sombra de acacia junto a los casinas del pueblo, y esa mezcla mágica de resignación, orgullo y retranca. La región todavía arrastraba cifras de paro más altas que el resto del país. Pero eso no impedía que los pueblos se llenaran cada verano de hijos pródigos que volvían de Madrid, Barcelona, el País Vasco o Alemania para pasar las fiestas patronales.

El campo extremeño resistía, los jornaleros se quejaban del precio de la uva y los tomates, y los jóvenes, esos que no se habían ido, se refugiaban en las gasolineras abiertas 24 horas, en los botellones en caminos de tierra, y en los bares donde se ponía desde Extremoduro hasta Camela sin pudor ni ironía.

La política regional estaba dominada por Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta desde 1983, que ejercía como una mezcla de maestro rural, gurú socialista y polemista de bar. Los planes de desarrollo se anunciaban con nombres rimbombantes, pero los pueblos seguían con consultorios cerrados a partir del mediodía y con los colegios públicos perdiendo alumnos a chorros.

Y sin embargo, no faltaban las verbenas. Las ferias de los pueblos eran el gran evento del verano: orquestas con nombres como Eclipse o Los de Proserpina, puestos de churros, tómbolas de peluches imposibles y garitos donde aún se bailaban pasodobles, aunque ya se colaban los acordes de la Ruta del Bakalao. En ese caldo de cultivo, entre olor a albero, cerveza caliente y cochecitos de choque, se gestaban historias absurdas, tiernas, torpes y entrañables. 

En aquel comienzo de septiembre de 1998, en Montijo, ese fin de semana, no quedaba rastro de los días laborables: la feria lo cubría todo con ese barniz de desenfreno donde la resaca es apenas una consecuencia lejana, como las facturas de octubre. Los amigos, José, Pedro, David y Alberto, llegaban con la piel tostada por el sol y el hígado ya algo resentido por un verano que había sido una gira improvisada por las fiestas de media Extremadura. Las de Almendralejo aún palpitaban en su memoria como una cicatriz reciente y gloriosa: alcohol variado, música machacona, chicas que olían a bruma de colonia y sudor dulce, y una noche que ninguno logró olvidar del todo, aunque tampoco lograban recordarla del todo bien.

Aquella noche de Montijo prometía cerrar el verano como se cierran los buenos libros: con una carcajada y una punzada en el pecho.

Todo comenzó, como siempre, en la explanada. Botellón previo entre coches aparcados en ángulo extraño, litronas sudando sobre el capó de un Renault 19 gris y vasos de plástico que crujían como grillos al pisarlos. Fue allí donde conocieron a cuatro chicas gallegas de paso. No recordaban exactamente de dónde eran, ¿Ferrol?, ¿Lugo?, ¿algún pueblo con nombre de piedra o de río?,  pero hablaban rápido y reían más rápido aún, y eso bastaba. Se intercambiaron nombres, cigarros, tragos y promesas de verse dentro “en la caseta grande, al lao de los coches de choque”.

Entraron al recinto ferial con esa mezcla de alegría y mareo que da un botellón en regla. Era una noche calurosa, espesa, como si la humedad se hubiera emborrachado también. Las casetas hervían con los sonidos de aquel verano: En una, “Mambo No. 5” de Lou Bega hacía que hasta los más torpes meneasen el esqueleto como podían. En otra, una voz robótica anunciaba el futuro: “Do you believe in life after love?” cantaba Cher, y los altavoces escupían auto-tune como si fuese magia. A Pedro le encantaba ese tema, aunque no lo reconociera. Decía que le recordaba a una ex que nunca había tenido.

En una caseta más al fondo sonaba “Ray of Light” de Madonna, mezclada a volumen criminal con “Blue (Da Ba Dee)” de Eiffel 65. Todo era confusión, ruido, felicidad sudorosa. Unos chicos se marcaban una coreografía improvisada con “Everybody (Backstreet’s Back)”, mientras otros tarareaban el estribillo de “La copa de la vida” de Ricky Martin entre litronas.

 David, empeñado en ir a contracorriente como un salmón tecnopop, recorría cada caseta con el mismo ruego:

—¿Me puedes poner el “You are my heart, you are my soul” versión del 98? ¡De Modern Talking!

Nadie le hacía caso. Uno le dijo que eso no era música para feria. Otro directamente le mandó a bailar a la verbena de los jubilados. Pero David no cejaba: era un caballero en su cruzada.

Entre risas, luces de neón y colisiones hormonales, surgió una pequeña anécdota con las gallegas: Pedro, siempre el más cauto con las palabras pero el más valiente con las miradas, terminó bailando con una tal Lorena (o Laura... o ¿Lucía?) que le plantó un beso que olía a piruleta de fresa, justo antes de desaparecer tras su grupo con un “¡nos vemos ahora!” que nunca se cumplió.

Hubo un pequeño conato de pelea cuando José, en su entusiasmo por pedir fuego, acabó metiendo sin querer la mano en el escote de una chica de peinado imposible. Su novio, un armario ropero con cara de querer cobrar peaje por respirar cerca de él, se puso tenso. Pero Alberto, con hábil diplomacia con cuatro rones en la sangre, logró mediar usando su gran frase mágica: “No hay que discutir, hombre. ¡Hay para todos!”

Y cómo olvidar el encuentro con Los de La Garrovilla. Siempre estaban. Eran como una cofradía ambulante, liderados por aquel muchacho que parecía sacado directamente de un vitral: pelo largo, barba descuidada, túnica mental. Le llamaban “Jesucristo”, aunque se llamaba Miguel, y los demás, Tomás, Juan, Mateo y el bajito que nadie recordaba cómo se llamaba, lo seguían con devoción de mártires con litrona. Se saludaban con un gesto de cabeza, como los pistoleros en una taberna del oeste.

A eso de las cinco, cuando el alma pide carne y el estómago amenaza con huelga, a David le entró un hambre asesina. Pero ya no le quedaba ni una peseta. Se plantó delante de un puesto de hamburguesas, observando fijamente al dueño calvo y sudoroso que tenía un aire innegable a Pedro José, aquel mítico mediocampista del Extremadura.

—¡Pedro Joseeeeeee! ¡Invítame a una hamburguesa, que tengo hambre y tú sabes lo que es luchar en campos difíciles! —gritaba una y otra vez, como si estuviera en el Francisco de la Hera.

—¡Pedro Joséeeeeeeeeeeeeee! —gritó, alzando los brazos como si acabara de marcar en el descuento.

El hombre lo miró por encima de las cejas. Silencio. David no se achantó.

—¡Hazlo por Almendralejo, por los ascensos! ¡Invítame a una hamburguesa, que estoy tieso y tú sabes lo que es pelear con el estómago vacío!

El calvo seguía en silencio, removiendo cebolla con resignación. Pero David insistía, ya convertido en espectáculo:

—¡Pedro José, tío! ¡Tú hiciste un doblete contra el Compostela y ahora me niegas una con queso! ¡Así no se trata a la afición!

El pobre hombre resopló y siguió sirviendo sin levantar la vista. Pero David se quedó allí, plantado como un hooligan de la nostalgia, recitando los “logros” de su nuevo héroe culinario:

—¡Ese balón que robaste en el 93 en el minuto 89! ¡Yo lo vi! ¡Yo estaba allí! ¡Tú eras el pulmón de ese equipo! ¡Hazme una de lomo, leyenda!

Los chavales alrededor se partían de risa. Algunos empezaron a corear:

—¡Pedro José, Pedro José!

Uno de esos chavales del grupo, que se llamaba Manolo pero se hacía llamar “El Waka”, se acercó al puesto riendo como un aspersor loco:


—¡Tú pídele también una con cebolla caramelizada, que Pedro José siempre la ponía así en los córners del 97!

La risa se expandía como una mancha de aceite. El calvo, que claramente no era Pedro José, pero que ya no podía librarse del personaje,
comenzó a resignarse a su papel. Se colocó una servilleta en el antebrazo como si fuera camarero de estrella Michelin y dijo:

—¿Y a ti qué te pongo, fenómeno? ¿Un bocata de ascenso directo o de promoción?

Y ahí estaba David, ya abrazado al poste del puesto como si fuera el banderín de córner, con los ojos brillosos, delirando de hambre y cariño por el Extremadura de antaño.

Alberto, Pedro y José llegaron alertados por el jaleo. Cuando lo vieron, con la cara desencajada y el estómago rugiendo como un león flamenco, decidieron apiadarse de él.

—Por favor, dijo Pedro al vendedor. Póngale una con todo. Lo que cueste, pero que se calle ya.

El hombre, en silencio, sirvió la hamburguesa como quien da limosna a un loco simpático.

David, al recibirla, la miró como si fuera el Santo Grial. Le dio un bocado monumental y, con la boca llena, se giró hacia el hombre y dijo:

—Gracias, Pedro José. Aún estás en forma.

El calvo no respondió. Pero se le escapó una media sonrisa, torcida y cansada.

Y David, feliz, se sentó en la acera a comer, con la frente sudada, los ojos rojos y el corazón lleno.

Y entonces, justo cuando David engullía su milagro en pan con hamburguesa, queso, cebolla, lechuga, bacon, mayonesa y ketchup pareció entre la penumbra de la feria ÉL.

“Jesucristo” de La Garrovilla.

Vestía como siempre: camiseta sin mangas desteñida, pantalones vaqueros deshilachados y sandalias de cuero curtido por las ferias. Llevaba una maceta de kalimotxo casi vacía en una mano, como un cetro de reyes errantes, y con la otra saludaba a la peña como si bendijera. Su entrada fue gloriosa, iluminada por el neón morado de una caseta de música tecno suave y el humo graso de los puestos de gofres. Se acercó al tumulto que rodeaba a David y al supuesto Pedro José con su calma mesiánica.

—¿Qué pasa, campeones? ¿Aquí repartiendo pan y milagros?

—¡Jesucristo! —gritó uno.

—¡El Mesías de La Garrovilla! —gritó otro.

Y él, sonriendo con la sabiduría de los que ya lo han visto todo (dos veces), se plantó frente al puesto, miró al cocinero a los ojos y soltó:

—A mí ponme una sin carne. Pero con todo lo demás.

—¿Y eso cómo es?

—Espiritual —respondió, serio. Y luego soltó una carcajada sonora, vieja, hermosa.

Se sentó al lado de David, que devoraba su hamburguesa con la devoción de quien cree en los milagros grasientos, y le ofreció un trago de su maceta.

—¿Y tú qué? —le dijo—. ¿Sigues soñando con ascensos imposibles?

David tragó y respondió:

—No. Ahora sueño con que me vuelva a tocar una hamburguesa como esta. Con eso me vale.

“Jesucristo” asintió como quien escucha una gran verdad y se quedó mirando al cielo sucio de luces y farolillos como si esperara una señal. Entonces dijo, sin mirar a nadie:

—No hay verano como el último que aún no sabes que fue el último.

Y en ese momento, aunque nadie lo supo entonces, ese fue el instante exacto en que la feria alcanzó su punto álgido. No fue el beso, ni el baile, ni el petardazo final. Fue esa frase, dicha por un tipo que parecía una aparición, mientras el aire olía a cebolla y sudor, y los años aún no pesaban

Fue, según David repetiría después durante años, “la mejor hamburguesa de mi vida, y la única que me ha dado un futbolista profesional”.

El sol ya asomaba tímido cuando salieron del recinto. Algunos se habían quedado por el camino. José ligó con una chica de Cañamero y se fue con ella a ver las estrellas (o eso dijo). Pedro se quedó hablando con una de las gallegas sobre Camarón y las meigas. David devoraba su hamburguesa como quien encuentra agua en el desierto. Y Alberto, más sobrio de lo habitual, se quedó en el banco mirando cómo la feria comenzaba a morir, con los feriantes desmontando cacharros y las luces apagándose poco a poco.

Volvieron al coche caminando, sin música, sin risas ya, solo el sonido de sus pasos cansados sobre la grava. El aire era fresco y olía a fin. A fin del verano. A fin de algo más que no sabían nombrar. Tenían algo más de veinte años y todo el mundo por delante, pero esa noche, en la carretera de regreso, sabían que ya no habría otra igual.

Hay noches que no buscan ser épicas, pero lo terminan siendo por puro accidente. No por lo que se consigue, sino por lo que se siente. Por cómo se ríe uno. Por lo mucho que se olvida el mañana.

Aquella feria de Montijo en septiembre del 98 no fue una revolución ni un punto de inflexión en la historia de nadie. Pero fue una estampa imborrable de lo que significa tener algo más de veinte años, los bolsillos al final de la noche, vacíos y el alma llena. Fue vida pura, sudor de cubatas, chicas que se desvanecen entre casetas, promesas que solo duran hasta el amanecer y un hambre feroz que terminó en milagro.

Porque en realidad no era Pedro José quien servía hamburguesas esa noche. Pero daba igual. Porque nosotros sí éramos esos tipos. Los que gritaban, bailaban, tropezaban, se enamoraban por media hora y creían, aunque no lo dijeran, que esa felicidad era invencible.

Ahora miramos atrás y no sabemos qué fue de las gallegas, ni del tipo de La Garrovilla calcadito a Jesucristo, ni del calvo del puesto de hamburguesas. Pero sabemos que estuvimos allí. Y que lo vivido, por absurdo, gamberro o borroso que fuera, nos pertenece para siempre.

Esa fue nuestra última gran feria. La última antes de que empezaran los lunes de verdad.

Y quizá por eso… aún nos reímos al recordarla. Aunque sea con un poco de hambre en el alma.


Pasaron los años como se escapa la espuma de la cerveza en vaso de plástico: deprisa, sin hacer ruido, y dejando un regusto raro. De aquel verano del 98 ya nadie hablaba, salvo cuando salía algun CD viejo en una mudanza, o alguien soltaba eso de “¿os acordáis del tío aquel de La Garrovilla, el que era igualito que Jesucristo?”.

Jose, ahora trabajaba como administrativo en el hospital de Mérida. Su mesa estaba junto a una ventana sin vistas, desde la que apenas se adivinaban las ambulancias cuando llegaban con sirena y polvo. Pasaba los días entre partes de ingreso, sellos de goma y programas informáticos con nombres en inglés.

Era un jueves por la mañana, de esos en los que el aire acondicionado no funciona y los pasillos huelen a lejía y desayuno recalentado. José hojeaba unos  folios cuando lo vio entrar.

Pelo largo, algo encanecido. Barba recortada, pero aún con ese punto mesiánico. Una bolsa de tela colgando del hombro y una camiseta floja con un sol desgastado en el pecho. Caminaba despacio, con la cabeza alta y los ojos tranquilos. Era él. Jesucristo. El de La Garrovilla.

Veinticinco años después y seguía teniendo el mismo aura: entre místico de plaza de pueblo y cantautor de bar canalla. Quizá ya no bajaba del cielo ni recitaba versos de Extremoduro, pero algo en él seguía flotando como en los viejos tiempos.

Jose no dijo nada. Solo lo miró. Y cuando el otro pasó por su lado, sin prisa, le hizo un gesto leve con la cabeza. Uno de esos saludos antiguos, secos, con historia. Como los pistoleros en los salones del oeste, antes de sacar la guitarra o el revolver.

El "Jesucristo" de La Garrovilla lo vio. Sonrió sin mostrar los dientes. Y respondió con el mismo gesto: una leve inclinación, sin palabras, cargada de memoria.

Ni falta que hacían las palabras.

En aquel instante, por un segundo, la feria volvió entera a la cabeza de Jose: la hamburguesa de Pedro José, los coches de choque, los Modern Talking 98 con resaca, y la certeza de que los veranos verdaderos solo existen cuando uno tiene algo más de veinte años y no hay futuro inmediato más allá del lunes siguiente.

Después, la vida siguió su turno. Pero el gesto quedó.

Como quedan los veranos de antes: en silencio, pero clavados.



13.7.25

¿Qué fue de la capa de ozono? Crónica sentimental de una estrella mediática venida a menos

 Hubo un tiempo, querid@s amig@s, en que la capa de ozono era la reina del drama ecológico. Ni el deshielo polar, ni las mareas negras, ni siquiera los incendios forestales tenían tanto protagonismo como ella. La capa de ozono salía en telediarios, acaparaba documentales, tenía su propia entrada en enciclopedias gordas y era protagonista en debates escolares, junto al reciclaje y los deberes de matemáticas.

Corría la década de los 80 y los 90 y todos temblábamos ante la amenaza de "el agujero de la capa de ozono", ese misterioso boquete en el cielo por el que, según los expertos, se colaban rayos ultravioletas capaces de freírnos como boquerones en la playa de Punta Umbría. El culpable: un puñado de productos con nombres de villano de Marvel, los CFC, clorofluorocarbonos, presentes en sprays, desodorantes de bola y hasta en los  frigoríficos y neveras que tu tío Ramón trajo de Alemania del Este para venderlas en su tienda de electrodomésticos .

En los colegios, los profesores nos advertían con la voz grave y el proyector de diapositivas  encendido:—Si seguimos así, no habrá capa de ozono y todos acabaremos con la piel como un chicharrón.

Y tú, que solo querías usar laca para hacerte el tupé de moda, a lo George Michael en "Faith" te sentías culpable de destruir el planeta con cada vaporización capilar.

Pero de repente, sin que nadie diera muchas explicaciones, la capa de ozono desapareció del panorama mediático. No como amenaza, sino como tema. Así, sin más. Se fue como se van los juguetes del Burger King: sin despedirse. Un día hablaban de ella en Informe Semanal y al siguiente, nada. Silencio. Como si hubiera conseguido trabajo en Noruega o se hubiera casado con un guarda forestal.

Los más optimistas dijeron que “la habíamos salvado”, que “los países firmaron el Protocolo de Montreal” y que “todo estaba bajo control”. Pero tú, que ya eras un poco desconfiado desde que el cambio climático empezó a sonar más fuerte que el reguetón, te preguntabas en voz baja:

—¿Y no se siguen usando gases raros? ¿No sigue habiendo fábricas echando de todo al cielo? ¿No era esto urgente?

A día de hoy, la capa de ozono vive en el anonimato. Algunos dicen que se ha retirado a vivir a un balneario atmosférico entre la estratósfera y las Alpujarras Granadinas. Otros aseguran que está en tratamiento por estrés oxidativo, intentando cerrar su agujero con terapia y cremas solares factor 50. Lo cierto es que nadie pregunta por ella. Ni una portada en El País Semanal, ni un especial de Netflix. Ni siquiera una entrevista en Sálvame (cuando existía).

¿Tiene hijos? ¿Se ha casado? ¿ Tiene una cuenta de Instagram? ¿Colabora con influencers climáticos?

No se sabe. Su presencia se ha difuminado más que el desodorante Fa, frescor salvaje del caribe, en pleno agosto.

Y mientras tanto, seguimos quemando cosas, soltando gases de nombre impronunciable, fabricando cosas con más plástico que una boda en Las Vegas, y diciendo con la boca llena de nuggets veganos:

—Algo habrá que hacer, ¿no?

Pero no te preocupes, si la capa de ozono vuelve, será con un documental narrado por David Attenborough, una campaña en TikTok con filtros de rayos UV y, si hay suerte, un cameo en la próxima temporada de "Stranger Things" o "En la que se avecina".

Hasta entonces, que no nos coja sin crema.

12.7.25

Superman

 Anoche fuimos al cine a ver la nueva versión de Superman, la dirigida por James Gunn. Íbamos con esa mezcla de curiosidad y recelo que uno lleva siempre que se enfrenta a un mito reinventado. Pero salimos del cine en silencio, con esa rara sensación de que acabábamos de ver algo que no era solo una película. La propuesta de Gunn es moderna, vibrante, con una mirada más humana que nunca sobre el Último Hijo de Krypton. Hay músculo visual, sí, pero también alma. Este Superman duda, siente, se hiere por dentro; es una figura poderosa, pero no invulnerable. Y ahí está su fuerza.


La cinta respira respeto por el legado, pero no se acomoda en él. Se atreve a mirar hacia adelante sin traicionar lo esencial: la esperanza. En un mundo narrativo saturado de superhéroes que matan, ironizan o simplemente destruyen, Gunn rescata la nobleza. Y eso, en estos tiempos cínicos, es casi un acto revolucionario.

Imposible, sin embargo, no pensar en Christopher Reeve. En aquel Superman que nos enseñó a muchos que volar era posible. Había algo profundamente elegante en su mirada limpia, en esa manera suya de ser imbatible sin parecer altivo, de sonreír con la gravedad de quien sabe que el bien no necesita alardes. Reeve no interpretaba a Superman: lo encarnaba. Su capa no ondeaba por el viento, sino por la decencia. Y su Clark Kent era todo lo contrario a estos líderes que hoy se disfrazan de mesías cuando no son más que bufones peligrosos.

Porque sí, al salir del cine no dejábamos de pensar en eso: lo mucho que este mundo necesita a alguien como él. Un superhombre que no venga a imponer, sino a equilibrar. Que no busque el caos, sino el consuelo. Que se atreva a alzar el vuelo por encima de tanto delirio que hoy nos gobierna. Que mire a los ojos a toda esa estirpe de caudillos modernos que confunden liderazgo con furia, y les diga, sin levantar la voz: “No”.

Nos hace falta alguien así. No tanto porque creamos en los superpoderes, sino porque empezamos a desconfiar de los humanos. Vivimos tiempos en los que la serenidad es un superpoder y la justicia una quimera. Y tal vez por eso, entre tanta oscuridad, nos aferremos a la idea de un hombre que vuele por encima del ruido y que, simplemente, haga el bien.

Quizás nunca venga. Pero mientras tanto, que no nos falte el cine para recordarnos lo que aún podríamos ser. Aunque sea por dos horas. Aunque sea desde la butaca de la nostalgia.


11.7.25

Luces en la memoria: el enigma de Manises y la nostalgia del misterio


Desde muy joven, los misterios del cielo me han seducido con una mezcla de inquietud y asombro. Recuerdo con nitidez aquellas tardes de verano a mediados de los años 80, encerrado en mi habitación mientras el calor se colaba por las persianas, devorando las páginas de Ovni: S.O.S. a la humanidad o El incidente Manises de J.J. Benítez. Libros que olían a tinta y a secreto. Fue entonces, en esa época de descubrimientos y certezas tambaleantes, cuando el caso Manises se alojó en mi memoria como uno de los episodios más intrigantes de la ufología española. Y aún hoy, tantos años después, me sigue pareciendo un enigma fascinante, como si las luces que aquella noche surcaron el cielo hubieran dejado una estela también en el tiempo.

Todo ocurrió el 11 de noviembre de 1979. Un domingo aparentemente anodino. El vuelo comercial TAE-297, procedente de Salzburgo con escala en Palma de Mallorca y destino final en las Islas Canarias, surcaba la oscuridad del cielo mediterráneo. Cuando se encontraba al suroeste de Ibiza, el mecánico de vuelo advirtió la presencia de dos luces rojas intensas a gran distancia por la izquierda del aparato. Eran dos puntos fijos, potentes, sin estructura aparente. Parecían moverse, o al menos eso interpretó la tripulación, y sobre todo, parecían acercarse.

Desde tierra, el Centro de Control de Barcelona confirmó que no había ningún otro aparato en las cercanías. Eso hizo saltar todas las alarmas. El comandante, desconcertado y ante la posibilidad de una colisión inminente con aquello que no tenía nombre, solicitó autorización para aterrizar de emergencia en Valencia. Aterrizaron en Manises, con la tensión colgando en el aire como un relámpago suspendido.

Pero la historia no acabó con el aterrizaje.

Varios testigos en tierra, personal del aeropuerto, militares en la base aérea, también vieron luces extrañas en el cielo. Había algo allá arriba, ajeno y silencioso. A la 1:20 de la madrugada, el Mando de Combate dio la orden: un Mirage F-1 despegó desde la base aérea de Los Llanos, en Albacete. Su misión: identificar el “tráfico desconocido”.

El piloto del caza detectó varias luces en la distancia, pero por mucho que acelerara, por mucho que maniobrara, nunca logró reducir la distancia entre él y el fenómeno. Como si las luces jugaran con él desde otro plano, burlonas e inalcanzables. Además, el Mirage sufrió interferencias en la radio y bloqueos intermitentes en sus sistemas de alerta, como si una mano invisible lo estuviera empujando hacia la incertidumbre. Tras más de una hora de persecución sin éxito, con el depósito casi vacío, regresó a la base.

¿Qué se vio realmente aquella noche?

Oficialmente, nada tangible. No hubo detecciones en radar, ni en tierra ni en aire. Nadie vio una nave. Solo luces. Pero esas luces alteraron el protocolo aéreo, movilizaron un caza de combate y dejaron en el aire más preguntas que respuestas. El expediente, desclasificado en 1994, es cauteloso: no hubo tráfico aéreo, sino luces “de dudosa identificación”.

Lo verdaderamente inquietante no es lo que se vio, sino cómo lo vimos. Porque como bien decía el psicólogo Buckhout, incluso los observadores más entrenados pueden fallar bajo presión. Nuestra mente interpreta, completa, rellena huecos con lo que espera ver. En la tensión del cielo nocturno, dos luces lejanas pueden convertirse en presencias que acechan. El piloto del Mirage, al igual que la tripulación del vuelo comercial, interpretó la amenaza. Pero... ¿existía?

El caso Manises sigue envuelto en una niebla racional y emocional. Algunos afirman que fue un simple cúmulo de errores: luces lejanas, planetas, estrellas confundidas, quizás los resplandores de la refinería de Escombreras. Otros, entre los que me incluyo por puro romanticismo del misterio, no podemos evitar pensar que algo nos visitó aquella noche. Algo que no entendemos. Algo que, como tantos otros fenómenos, se mueve en el filo donde acaba la ciencia y comienza el asombro.

Y es ahí, en ese espacio indefinido, donde habita el caso Manises. Un capítulo que no se cierra, que se resiste al archivo, y que sigue brillando, como aquellas luces sobre Ibiza, en la oscuridad.

A veces pienso que el caso Manises no me fascina tanto por lo que sucedió en el cielo aquella noche de 1979, sino por lo que encendió en mí años después, cuando era un chaval que hojeaba con devoción los libros de J.J. Benítez bajo la luz temblorosa de una lámpara de escritorio. Aquellos tomos de tapa blanda, con fotos borrosas de luces en el cielo y testimonios llenos de pasmo, no solo alimentaban mi imaginación: eran una ventana a un universo paralelo, donde lo imposible parecía posible y donde el mundo aún conservaba rincones sin cartografiar.

Eran tiempos sin internet, sin respuestas inmediatas ni explicaciones al alcance de un clic. Todo lo que sabíamos venía del boca a boca, de algún programa nocturno en la radio o de esos libros que parecían escritos para iniciarnos en una hermandad secreta del asombro. Había algo sagrado en creer, o al menos en permitirse dudar de lo establecido. Algo que hoy, en esta era de escepticismo exprés y certezas tecnológicas, echo profundamente de menos.

El caso Manises es, para mí, mucho más que un incidente aéreo. Es una madeja de misterio, pero también una cápsula del tiempo: una de esas primeras puertas que se abren cuando uno empieza a mirar el mundo con la intuición de que hay más de lo que se ve. Y, aunque el adulto que soy haya aprendido a valorar el escepticismo, el niño que fui, aquel que soñaba con luces inexplicables y cielos llenos de secretos, 
aún sigue creyendo, al menos un poco, que aquella noche pasó algo que nadie ha sabido explicar del todo.


Quizá, después de todo, ese sea el verdadero poder de estos casos: no resolver ningún enigma, sino conservar viva la capacidad de asombro. Como una luz lejana que nunca logramos alcanzar, pero que nos obliga a seguir mirando hacia arriba.