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30.9.25

Septiembre

 Septiembre llegó estando en Mojácar sin hacer ruido, como quien se quita los zapatos para no despertar a nadie. No irrumpe: se desliza. Trae consigo ese aire, a veces tibio, que aún guarda restos de verano, pero ya perfuma las tardes con una brisa distinta, más clara, más lenta.

El verano se ha ido, como siempre lo hace, sin despedidas teatrales. No se marcha de golpe, se disuelve. Un día te das cuenta de que el sol ya no aprieta igual, que la sombra se ha vuelto más alargada, que las chicharras callaron sin que nadie les avisara. Intentar retener el verano es como intentar atrapar agua con las manos: cuanto más fuerte aprietas, más rápido se escurre entre los dedos.

Septiembre es ese umbral donde todo vuelve a ordenarse. Las rutinas regresan como trenes puntuales tras un largo desvío: el despertador, las calles con prisas, los pupitres, los calendarios llenos. Pero también es un mes de comienzo silencioso, una oportunidad para ajustar el paso, limpiar el aire de dulces excesos y mirar hacia adelante con calma.

El otoño asoma despacio, con el pudor de quien sabe que trae cambios. Es la estación de los tonos cálidos y las luces oblicuas, de la belleza contenida. Y en cierto modo, es también la estación de quienes hemos pasado ya el umbral de los cincuenta.

Porque hay un otoño en la vida que no es tristeza ni ocaso, sino madurez que florece de otra manera. A esa edad ya no se corre detrás de veranos imposibles: se disfruta el paseo, se valora la sombra fresca, se eligen las compañías con el instinto afinado de quien ha aprendido a escuchar el corazón sin ruidos de fondo.

Como los árboles que pierden hojas para prepararse para lo que vendrá, uno también aprende a soltar lo innecesario: miedos, prisas, máscaras. Queda lo esencial, lo que de verdad da sentido. Y en esa desnudez hay belleza y fuerza.

Septiembre no es el fin de nada, sino el suave comienzo de otra etapa. La luz baja del verano deja paso a una claridad más serena, más íntima. La vida también, al llegar su propio otoño, no se apaga: se vuelve sabia, pausada y luminosa.

Porque cada estación tiene su esplendor, y el otoño, en la naturaleza y en la vida,


es la prueba de que el tiempo no solo pasa: también pule, revela y embellece.

29.9.25

Milli Vanilli: La verdad desafinada detrás del éxito perfecto


En los últimos años de la década de los 80, cuando MTV dictaba la estética global y la música pop alcanzaba cotas de espectáculo visual sin precedentes, dos jóvenes irrumpieron en escena como si fueran el molde perfecto de una fantasía pop globalizada. Rob Pilatus y Fab Morvan formaban Milli Vanilli, un dúo franco-alemán que en apenas dos años pasó de actuar en discotecas de Múnich a llenar estadios en Estados Unidos, vender más de 30 millones de discos y ganar un Grammy. Su ascenso fue meteórico, brillante… y completamente construido sobre una mentira.

Su álbum debut, “Girl You Know It’s True” (1989), fue un bombazo: temas como “Blame It on the Rain”, “Baby Don’t Forget My Number” o la propia “Girl You Know It’s True” dominaron las listas de éxitos internacionales. Con rastas cuidadas al milímetro, movimientos coreográficos sincronizados y una imagen multicultural perfectamente diseñada, Rob y Fab encarnaban la juventud globalizada que la industria musical buscaba vender a finales de los ochenta. Eran fotogénicos, carismáticos y diferentes. Tenían todo… excepto la voz.

Detrás del fenómeno se encontraba Frank Farian, productor alemán con olfato comercial, que ya había ideado grupos como Boney M utilizando voces y rostros distintos. Repitió la fórmula: contrató a cantantes profesionales para grabar las canciones y reclutó a Rob y Fab para ser el rostro visible del proyecto. Lo que comenzó como un acuerdo puntual se convirtió en una maquinaria multimillonaria que giraba a un ritmo que los dos jóvenes apenas podían controlar. Ellos soñaban con cantar de verdad, pero la industria no quería su voz: quería su imagen.

El 21 de julio de 1989, en Bristol (Connecticut), durante un concierto retransmitido por MTV, ocurrió el incidente que cambió todo: la pista de playback se atascó y empezó a repetir en bucle “Girl you know it’s… Girl you know it’s…”. Rob entró en pánico y huyó del escenario. Aquel fallo técnico se convirtió en símbolo de lo que estaba por descubrirse: un fraude monumental. En 1990, tras meses de sospechas, Farian confesó públicamente que ni Rob ni Fab cantaban. El Grammy que les habían otorgado fue retirado , una medida sin precedentes, y el dúo se convirtió en objeto de burlas, demandas y desprecio mediático. En cuestión de semanas, pasaron de la cima a la humillación pública.

La película “Milli Vanilli” (2024), dirigida por Simon Verhoeven, no se limita a contar este escándalo como una anécdota de la historia pop. Construye, con sorprendente sensibilidad, un relato íntimo y complejo sobre dos jóvenes atrapados en una maquinaria cultural que los superó. Es una obra que equilibra con precisión la espectacularidad musical de la época con la dimensión humana de sus protagonistas.

Uno de los grandes aciertos de la cinta son sus intérpretes principales.

  • Tijan Njie, en el papel de Rob Pilatus, realiza una interpretación magnética y profundamente conmovedora. Con una presencia física imponente, Njie capta la dualidad de Rob: su ambición desbordante y su creciente vulnerabilidad. A lo largo del metraje, su mirada cambia: pasa de la euforia juvenil a un dolor silencioso y autodestructivo que el actor transmite con matices sutiles, evitando el melodrama fácil.

  • Elan Ben Ali, como Fab Morvan, es el contrapunto perfecto. Su interpretación destila calma y lucidez, construyendo un personaje más reflexivo, que observa cómo la situación se desborda sin poder evitarlo. Su relación con Rob es uno de los ejes emocionales del film: una amistad intensa, fraternal, pero también marcada por tensiones morales y caminos distintos frente al mismo engaño.

El reparto se completa con Matthias Schweighöfer, que da vida a Frank Farian. Lejos de interpretar un villano de opereta, Schweighöfer construye un personaje inquietante precisamente por su normalidad: un hombre encantador, seguro de sí mismo, que maneja las piezas del tablero con frialdad empresarial. Su interpretación evita clichés, mostrando cómo la industria puede ser despiadada sin necesidad de monstruos explícitos.

La película recrea con precisión quirúrgica la estética de finales de los 80 y principios de los 90. La fotografía utiliza luces de neón, brillos y encuadres característicos de la MTV dorada, pero también contrasta con tonos más fríos y oscuros en los momentos de caída. La dirección artística acierta al no caricaturizar la época: la reproduce con cariño, sin ironía.

Las secuencias musicales son vibrantes y espectaculares. Se reconstruyen videoclips y actuaciones icónicas con gran detalle, y el famoso momento de Bristol está filmado con tensión cinematográfica: el bucle sonoro del playback, la confusión del público, el rostro de Rob congelado en el pánico… Es el clímax perfecto de una historia que, aunque todos conocemos su desenlace, logra emocionar por su ejecución.

La banda sonora es, inevitablemente, un personaje más. Los éxitos de Milli Vanilli suenan con fuerza y nostalgia, recordándonos que, más allá de la mentira, eran canciones excelentes, parte indeleble de la cultura pop de su tiempo.


El guion se detiene en aspectos que muchas narraciones sobre este caso han pasado por alto: la dimensión psicológica y cultural de Rob y Fab. Dos jóvenes de orígenes inmigrantes —Rob era hijo de madre alemana y padre afroamericano, Fab nació en París y se crió en un entorno humilde— que buscaban un lugar en la industria. La película muestra cómo, en un mundo que valoraba la apariencia exótica pero no necesariamente las voces distintas, fueron utilizados como escaparate de un producto diseñado por otros.

Más que señalar culpables de forma simplista, el film propone una reflexión sobre la fabricación de ídolos en la era mediática. Rob y Fab no inventaron el fraude; fueron piezas vistosas en un sistema que antepuso la estética a la autenticidad. Y cuando la verdad salió a la luz, fueron ellos quienes cargaron con todo el peso del escándalo.

La parte final de la película es, sin duda, la más emocional. Rob Pilatus, tras la caída, nunca consiguió recomponer su vida. Intentó, junto a Fab, grabar un álbum en el que cantaban realmente, pero la industria y el público ya les habían dado la espalda. Entre problemas legales, aislamiento y adicciones, Rob entró en un declive personal que culminó con su muerte en 1998, a los 32 años, por sobredosis accidental en un hotel de Fráncfort. Su historia es la de un joven que soñó con brillar y acabó devorado por la presión de sostener una mentira global.

La película trata su final con respeto y sin morbo, enfocándose en el ser humano detrás del personaje. No hay glorificación ni sensacionalismo: hay un retrato doliente de alguien que no supo encontrar su voz,  literal y figuradamente, en un sistema que no se la permitió.

Milli Vanilli es, en última instancia, una película poderosa y necesaria. Brilla por sus interpretaciones, su rigor estético y su capacidad para narrar una historia archiconocida desde un ángulo humano y profundo. Es un biopic que entretiene, emociona y, sobre todo, reivindica la dimensión trágica y real de un fenómeno pop que se convirtió en sinónimo de fraude.

Tijan Njie y Elan Ben Ali logran que Rob y Fab no sean simples figuras mediáticas, sino seres humanos atrapados en un torbellino que los desbordó. La dirección de Simon Verhoeven equilibra espectáculo y reflexión con inteligencia, y el resultado es una obra que no solo revisita un episodio cultural, sino que lo resignifica.

La historia de Milli Vanilli no es solo la historia de una mentira musical. Es la historia de cómo la fama puede ser un espejismo cruel, de cómo la industria fabrica y destruye ídolos, y de cómo la búsqueda de autenticidad puede llegar demasiado tarde.
Y en el centro de todo, la figura de Rob Pilatus, un joven que soñó con cantar… y terminó convertido en el eco doloroso de una canción que no era suya.


24.9.25

El James Bond de Nuestra Infancia: Recordando a Roger Moore


Cuando Roger Moore fue anunciado como el nuevo James Bond en 1972, el escepticismo era palpable. Sean Connery había dejado una marca indeleble con su carisma rudo, su mirada fría y una masculinidad directa que definió la primera etapa del personaje. Moore, en cambio, llegaba con una imagen más pulida, popular por interpretar al carismático Simon Templar en la serie "El Santo". Su reto no era solo llenar los zapatos de Connery, sino reinterpretar al agente 007 para una nueva generación de espectadores.

Inicio de la Era Moore (1973-1974): Un Bond Más Sofisticado

Su debut en "Vive y deja morir" (1973) marcó un punto de inflexión. Desde los primeros minutos se notaba el cambio: Moore no intentaba imitar a Connery. Su Bond era más elegante, más irónico, menos agresivo. La película fue un éxito comercial, y con ella comenzó una nueva etapa para la franquicia.

"Vive y deja morir" también introdujo a 007 en una estética más influenciada por la cultura pop de la época, con toques del cine blaxploitation y escenas de acción más alocadas, incluyendo la famosa persecución en lanchas por los pantanos de Luisiana.

Le siguió "El hombre de las pistolas de oro" (1974), donde enfrentó a uno de los villanos más carismáticos de la saga: Scaramanga, interpretado por Christopher Lee. Aunque esta entrega recibió críticas mixtas, consolidó la idea de que Moore daría un giro más ligero y entretenido al personaje.

Consolidación y Éxito Global (1977-1981): El Bond de la Aventura Global

Moore alcanzó su punto más alto con "La espía que me amó " (1977), considerada por muchos como una de las mejores películas de la franquicia. Con una mezcla perfecta de acción, espionaje, humor y romance, esta cinta presentó a uno de los villanos icónicos: Jaws, el asesino de dientes metálicos.

Luego llegó "Moonraker" (1979), llevándolo literalmente al espacio. La película fue una respuesta al fenómeno de Star Wars, pero también fue criticada por su tono excesivamente fantástico. A pesar de ello, fue uno de los mayores éxitos comerciales de la saga en su momento.

"Solo para sus ojos" (1981) representó un intento de volver a una narrativa más realista, alejada de la extravagancia espacial. Moore mostró aquí una faceta más seria de Bond, que recibió elogios por su tono más sobrio y la intensidad emocional de ciertas escenas.

Declive y Últimos Años como Bond (1983-1985)

En los años 80, Moore continuó en el papel con "Octopussy" (1983), una mezcla exótica de acción, comedia y ambientación en la India. Aunque entretenida, empezaban a notarse señales de agotamiento en el enfoque de la saga.

Su última película, "Panorama para matar" (1985), fue probablemente la menos lograda de su etapa. A sus 57 años, Moore ya no podía ocultar que estaba muy por encima de la edad del personaje. Él mismo bromeó que se sentía “como el tío de las chicas Bond”. A pesar de contar con Christopher Walken como villano, y con Duran Duran en el tema musical (éxito en los rankings), la película marcó el final de una era.

El Estilo Moore: Un Bond a su Manera

A diferencia del Bond de Connery, que era letal, seductor y con cierto grado de crueldad, el Bond de Roger Moore era un caballero británico de espíritu ligero. Prefería el ingenio al músculo, el comentario mordaz al puñetazo, y siempre tenía un gesto de galantería incluso en las situaciones más peligrosas.


Algunas características clave de su Bond fueron: Elegancia sin esfuerzo: Siempre impecablemente vestido, incluso en medio de explosiones o peleas.


Humor constante: Ironía británica, frases ingeniosas y la famosa ceja levantada que se volvió su sello personal.

Pacifismo personal: Moore odiaba la violencia. Rechazaba la idea de glorificar la brutalidad y, aunque mataba como Bond, lo hacía con una sonrisa y lo justo necesario.

Aventuras exóticas: Su Bond fue el más viajero, con localizaciones que incluían Egipto, Brasil, India, Siberia, París, entre otros.

Anecdotario de la Producción

Inseguridad inicial: Moore reconoció en varias entrevistas que al principio tenía miedo de no ser aceptado. Sabía que Connery era adorado, pero decidió no imitarlo.

Problemas físicos en las escenas de acción: A medida que pasaban los años, el uso de dobles se volvió cada vez más evidente. En su última película, se decía en tono de broma que tenía “doble hasta para subir escaleras”.

Relación con sus coprotagonistas: Fue muy querido por sus compañeras de reparto. Aunque la diferencia de edad con algunas actrices fue tema de debate, Moore se mostraba siempre respetuoso y bromista.

Solidaridad con el equipo: Moore era conocido por su amabilidad con los técnicos y el equipo de producción. No se comportaba como una estrella distante, sino como un compañero más.

Despedida del Rol y Vida Posterior

Tras abandonar el papel de Bond, Moore se alejó de los grandes papeles de acción. Dedicó buena parte de su vida a la filantropía, convirtiéndose en embajador de buena voluntad de UNICEF, lo que él mismo consideró su labor más importante.

Mantuvo siempre una relación afectuosa con la saga de Bond, asistiendo a eventos, convenciones y hablando abiertamente de su etapa con gratitud y humor. Su autobiografía y entrevistas están llenas de anécdotas divertidas y reflexiones humildes.

Roger Moore falleció en 2017, a los 89 años, dejando un legado no solo como actor, sino como hombre de principios, sentido del humor y una figura entrañable del cine británico.

Conclusión: El Legado del Bond Más Encantador

Roger Moore no fue el Bond más fiel a las novelas de Ian Fleming, ni el más duro ni el más moderno. Pero sí fue el más encantador, el que supo adaptarse al espíritu de su tiempo, el que convirtió al espía en una figura pop internacional y eterna.

Su interpretación, marcada por la ligereza y la elegancia, ayudó a que la franquicia sobreviviera a los cambios culturales de los años 70 y 80, manteniéndola relevante y divertida.

Para muchos, Roger Moore fue el Bond que les abrió las puertas al mundo del agente 007, y eso, en sí mismo, es un legado imborrable.

21.9.25

El canto sereno del otoño en Cáceres

 El otoño llega a Cáceres con una delicadeza casi imperceptible, como un murmullo que se cuela entre las ramas de los árboles del Parque del Príncipe. Basta detenerse unos segundos frente al cauce sereno del agua, apenas cubierta de hojas caídas, para entender que la ciudad ha entrado en otro ritmo. La claridad del verano, abrasadora y vertical, se suaviza ahora en reflejos quebrados, en sombras que juegan sobre la superficie, en la cadencia pausada de una estación que no tiene prisa.

Caminar por los senderos arbolados del parque es asistir a un espectáculo discreto pero profundo: las hojas, que todavía resisten con su verde maduro, comienzan a mezclarse con tonos ocres y dorados, como si el paisaje se vistiera de un manto que anuncia la transformación. Bajo los pies, la tierra se cubre de un rumor crujiente, y el aire fresco invita a una respiración más honda, a un pensamiento más sereno.

El Parque del Príncipe, con sus esculturas y su vegetación diversa, se convierte en un escenario donde el tiempo se muestra en su verdadera naturaleza: no como pérdida, sino como renovación. Ahí está el árbol de hierro, con sus cigüeñas metálicas alzando las alas contra el cielo limpio de septiembre, recordándonos que toda despedida trae consigo un vuelo, una posibilidad de renacer.


El otoño, lejos de ser el final de un ciclo, se presenta como un umbral. Tras el bullicio y la plenitud del verano, llega la hora de la introspección luminosa, del orden que trae la caída de las hojas y del sosiego que permite mirar hacia adelante con calma. Cáceres, desde este rincón verde que late dentro de la ciudad, nos invita a entender el cambio no como melancolía, sino como esperanza: cada hoja que cae es también un espacio abierto para lo que vendrá.


Así, en el Parque del Príncipe, el otoño no es melancolía, sino promesa. Un tiempo en el que los caminos cubiertos de hojas señalan nuevas sendas, y en el que la vida se reinventa en el murmullo del agua, en la frescura de la brisa y en la certeza de que toda estación guarda en sí misma la semilla del comienzo.

18.9.25

Henry Brubaker

 En 1987 la vida era otra. En España sólo teníamos dos canales de televisión, y cualquier película destacable que apareciera en la pequeña pantalla era recibida como un acontecimiento. Recuerdo bien aquella noche en la que emitieron Brubaker. No era una cinta cualquiera: era una historia dura, áspera, incómoda, que se coló en la vieja salita de la casa de Santa Catalina como una revelación. La grabé en VHS, con la carátula escrita a mano, y aún conservo aquella cinta como quien guarda un talismán gastado. La vi una y otra vez, tantas que el magnetismo de la cinta se debilitó antes que mi fascinación.

Robert Redford encarnaba a Henry Brubaker, un hombre que se infiltraba en la cárcel como un preso más, para conocer de primera mano la corrupción, el dolor y la miseria que allí reinaban. Era un personaje que parecía hecho a medida de Redford: íntegro, elegante incluso en la derrota, obstinado hasta el límite en la defensa de la dignidad humana. Había en él algo que nos hablaba de la vida misma: entrar en un lugar oscuro, hostil, lleno de trampas, y aun así mantener en pie la esperanza de que la honestidad sirve de algo, aunque el precio sea la soledad o el fracaso.

Con los años entendí que Brubaker no era sólo un drama carcelario, sino una parábola de lo que significa ser fiel a uno mismo en un mundo que se empeña en empujar hacia el lado contrario. Y en cada revisión, veía en Redford no sólo al director de prisiones de la ficción, sino a un espejo de nuestras luchas íntimas, esas en las que se pierde mucho y se gana apenas la tranquilidad de la conciencia.

Hoy, mientras sostengo aquella vieja cinta en mis manos, el tiempo parece plegarse. Vuelvo a verme en 1987, en una salita donde aún se sentaban personas que ahora sólo existen en la memoria y en el corazón, con la ilusión intacta de grabar películas en un VHS. La muerte reciente de Robert Redford convierte esa cinta en un testimonio todavía más nostálgico y entrañable. Como si junto a la desaparición de los nuestros, se hubiera apagado también uno de los últimos héroes que nos acompañaban en la pantalla.


El VHS ya no se rebobina, las dos cadenas se convirtieron en infinitos canales, y nosotros hemos perdido más de lo que ganamos. Pero cuando pienso en Brubaker, pienso también en esa parte de nosotros que todavía lucha, aunque la vida sea una prisión sin candados visibles. Y en ese silencio, el eco de Redford sigue recordándonos que la integridad, aunque solitaria, es la única victoria verdadera.

16.9.25

Robert Redford. Mi cine empezó contigo

 Hoy hemos sabido que Robert Redford ha muerto a los 89 años, y aunque sabíamos que el día llegaría, el golpe duele igual.

Quiero escribir esto como un pequeño homenaje, y también para mí, para recordar cómo cambió mi visión del cine gracias a él.

Tenía trece años cuando vi “Dos hombres y un destino” (Butch Cassidy and the Sundance Kid). No sé si aún entendía del todo qué era un género, ni qué era ese encanto que tiene lo viejo, lo lejano. Pero recuerdo la primera vez que apareció Redford en pantalla: aquel gesto tranquilo, la mezcla de rebeldía y melancolía, la forma en que desafía al mundo y al destino, sabiendo que quizá no puede más que huir, que la libertad siempre duele un poco. Fue como una puerta que se abrió: entendí que el cine no era sólo entretenerse, sino sentir, añorar, comprender el paso de los héroes, de los gestos, de las voces que perduran.

Ver a Robert Redford en esa película fue ver algo posible: un ideal de valentía suave, de poesía rodada, no de explosiones, sino de miradas y silencios. Fue la primera vez que supe lo que podía ser admirar sin reservas.

Ahora, al enterarme de su muerte, me invade una tristeza dulce, nostálgica. Porque con su partida sentimos que se va una parte de aquello que nos hizo soñar siendo jóvenes. Los ídolos, los héroes, estos que tan pronto parecen inmortales, envejecen, se apagan, se marchan. Y con ellos se van las noches en que todo parecía posible, la magia de creer que lo grandioso puede comenzar con una voz, una canción, una película.

El tiempo es inmisericorde. No pide permiso, ni espera. Y sin darnos cuenta, nos vemos más cerca de esa edad de la que pensábamos, y de los mismos finales que alguna vez sólo existían fuera de nosotros. Pero también, y esto lo quiero creer, el legado de quienes amamos no se apaga. Mientras alguien recuerde su sonrisa, su voz, su estilo, seguirá vivo.

Robert Redford fue más que ese actor de peliculas bélicas, de vaqueros o de historias épicas: fue símbolo de que la elegancia puede ser silenciosa, que el carácter puede implicar ternura, que la protesta no necesita gritar (aunque a veces lo haga), que el cine puede ser testigo del paso del tiempo, de nuestros miedos, de nuestras esperanzas desbordadas.

Hoy lo lloramos, lo recordamos, lo celebramos. Porque de algún modo, aunque se haya ido, su presencia permanece, en mis recuerdos, en las películas, en cada mirada adolescente que alguna vez lo vio y pensó: “Así me gustaría ser también”.

Y me consuela creer que los héroes no mueren del todo. Se convierten en parte del tejido de lo que somos.

Descansa en paz, Butch Cassidy.


Como en aquella última imagen congelada de "Dos hombres y un destino", sales una vez más con la pistola en la mano y la sonrisa en los labios, avanzando hacia la eternidad en un salto que ya no es huida, sino triunfo. El eco de tus disparos seguirá resonando en nuestras memorias, y aunque el polvo del tiempo intente cubrirlo todo, siempre quedará esa estampa inmortal: dos hombres, un destino… y tú, cabalgando hacia la leyenda.

13.9.25

Cuando Lennon soñó en Almería

 El sol de septiembre caía sobre el barrio del Zapillo con una calma inesperada. John Lennon, gafas redondas y gesto ausente, se sentó en la terraza del hostal Delfín Verde con una guitarra española apoyada en las rodillas. No había multitudes, ni gritos, ni prensa. Solo el rumor del mar y un camarero curioso que, al dejarle un vaso de vino blanco, murmuró:


—Aquí nadie le molesta, señor Lennon.

John sonrió, casi con alivio. Rasgó un acorde incierto y dejó que las olas completaran la melodía.

En esos días, Almería era para él un respiro. Por las mañanas rodaba escenas absurdas de How I Won the War en los paisajes desérticos de Tabernas, disfrazado de soldado torpe. Por las tardes, vagaba sin rumbo por las calles estrechas, deteniéndose en los escaparates, probando aceitunas en el mercado, respondiendo en un español improvisado a los saludos de los vecinos. “Buenas tardes”, decía con acento extraño, y la gente sonreía sin saber que frente a ellos estaba un hombre que llenaba estadios.

A principios de octubre se trasladó con Cynthia y Ringo a la finca Santa Isabel, una casa señorial que lo acogió como si fuese un escondite. Allí celebró su vigésimo sexto cumpleaños con una cena improvisada. El mantel se llenó de manchas de vino, alguien sacó una guitarra y Lennon, medio riendo, confesó:

—Tengo una canción que no consigo terminar. Habla de un lugar de mi infancia. Strawberry Fields.

Y entre las palmeras y las buganvillas, la melodía fue tomando forma. Cada acorde parecía impregnado del aire tibio de Almería, del olor a jazmín que entraba por las ventanas abiertas. En un cuaderno desordenado garabateaba frases en inglés, tachaba, volvía a escribir. A veces se quedaba quieto, mirando el cielo nocturno, como si esperara que las estrellas le dictaran el siguiente verso.

Lo vieron pasear por la Rambla, detenerse a escuchar a un guitarrista callejero, comprar un sombrero barato para protegerse del sol. A un niño que se le quedó mirando con descaro le guiñó un ojo y le dijo en voz baja:

—No digas nada, pequeño. Aquí soy solo John.

Semanas después, cuando el rodaje terminó y Lennon abandonó la ciudad, Almería quedó impregnada de esa breve pero intensa presencia. Para muchos fue apenas un rumor, para otros una certeza: un Beatle había buscado refugio en su ciudad y, en ese refugio, había encontrado música.

Hoy, en la Plaza de las Flores, su figura de bronce nos lo devuelve. Lennon aparece sentado, guitarra en mano, como aquella tarde en el Delfín Verde. El visitante puede acercarse, posar junto a él, sentir el frío del metal y, por un instante, imaginar que aquel hombre sigue tarareando los primeros compases de Strawberry Fields Forever.

No es solo una estatua. Es la memoria petrificada de un otoño luminoso en el que la vida, por un instante, fue fácil con los ojos cerrados.

10.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX): Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXX)

Hasta aquí por ahora, con brasero y sonrisa

Abril había llegado a Villafresno del Río con una luz suave, casi tímida, como la de un niño que entra descalzo en una habitación donde duermen los mayores. Las mañanas traían ese frescor efímero que sabía a pan tostado, a brasero todavía encendido, a conversación reposada. Los almendros, que se resistían a morir de viejos, salpicaban de blanco las lindes de la carretera, y los vencejos cruzaban el cielo como pensamientos alegres.

En la plaza mayor, bajo el viejo olivo centenario —torcido, pero invicto—, Don Isidro se sentaba en su banco de siempre. Llevaba una boina algo deshilachada, las gafas colgando del cuello, y un bastón que más que ayudar, marcaba el ritmo de su dignidad. A su lado, Mari Pepa desplegaba un abanico estampado con la Virgen de Guadalupe y hablaba con esa cadencia de quien tiene el alma hecha de sobremesas largas.

—¿Sabes qué he soñado esta noche, Isidro? —preguntó ella, abriendo más el abanico como si espantara recuerdos—. Que Villafresno salía en los mapas del tiempo. Que decían: “Hoy, cielos despejados en Villafresno del Río, y posibilidad de abrazo con final feliz”.

—¿Y qué temperatura daban? —dijo Isidro con media sonrisa.

—Veintitrés grados y viento de pueblo que acaricia —respondió ella, sin vacilar.

Rieron. Esa risa entre ellos dos era ya un lenguaje propio. Como el sonido de la campana de la iglesia que daba las horas incluso cuando nadie la escuchaba.

Frédéric apareció por la esquina de la farmacia. Llevaba la cámara colgada del cuello, una libreta llena de garabatos bajo el brazo, y una bufanda que le daba un aire de poeta despistado.

—Buenos días, poetas del banco —saludó con tono ceremonioso.

—Mira, ya llegó el forastero que se nos quedó enredado entre las raíces del olivo —dijo Mari Pepa.

—¿Vas a escribirnos otro capítulo? —preguntó Don Isidro—. ¿O ya nos diste por amortizados?

Frédéric sonrió con la ternura de quien ha sido adoptado sin pedirlo.

—Estoy escribiendo el final de esta parte —dijo—. Pero un final no es más que una esquina desde donde mirar lo que viene.

—Pues apunta esto —dijo Mari Pepa, con aire de musa rural—: En este pueblo las historias no se terminan, se sestean.

Los tres se quedaron en silencio un instante. El tipo de silencio que en Villafresno no es vacío, sino pausa sonora.

En el bar, Nines limpiaba el mostrador con el trapo de siempre, el mismo con el que había recogido lágrimas, cerveza y confidencias durante años. Aquel mediodía no había prisa. Fuera, el sol dibujaba sombras cortas y nítidas. Dentro, la radio sonaba bajita con un bolero antiguo.

Don Cipriano llegó como cada día a la misma hora. Su bastón golpeó el suelo de terrazo como una firma.

—Nines, hija, ponme el vermú y esa alegría que le echas al hielo —dijo.

—Hoy el hielo viene con ganas de bailar, Cipri —respondió ella, con una sonrisa de labios rojos.

Mientras Nines le servía, Don Cipriano echó un vistazo al bar. Las fotos antiguas en la pared. La pizarra con las tapas del día. El reflejo de su copa en el cristal de la vitrina. Todo le parecía parte de un cuadro que no quería terminar nunca.

—¿Sabes lo que estuve pensando anoche? —dijo—. Que si este bar tuviera libro de visitas, habría que ponerlo en verso.

—Y tú firmarías como alcalde emérito y cronista sentimental —le respondió Nines—. Pero yo solo pido que no nos falte salud, brasero y conversación.

—Y sombra, hija. Que en este pueblo, la sombra es un bien común —añadió él, alzando la copa—. A este pueblo, a su alma, a los que se fueron y a los que quedamos. Que nunca se nos apague la risa, ni se nos enfríe el corazón.

A esa hora, las campanas de la iglesia dieron las doce. En el porche de su casa, Frédéric escribía:

"Villafresno del Río: donde el tiempo no corre, acompaña. Donde el calor es argumento, el fresco es anécdota y la gente, novela viva. Aquí aprendí que no todo lo que importa hace ruido, y que un café en la plaza puede cambiar más que mil discursos."

Se detuvo un instante. Desde su rincón, veía a Don Isidro despedirse de Mari Pepa con un leve movimiento de bastón, como si sellara un pacto invisible. Vio a Nines apoyada en la puerta del bar, mirando al horizonte como quien no tiene prisa por llegar. Y vio al propio Don Cipriano ajustándose la chaqueta como si fuera a recibir un premio invisible.

A veces los lugares no son geografía, sino refugio. Villafresno del Río no es solo un punto entre carreteras comarcales y campos de cereal. Es una forma de vivir el tiempo sin pelearse con él. Es un idioma que mezcla el “¿qué tal?” con el “¿te quedas un rato?”. Es esa resistencia callada que tienen los pueblos para sobrevivir a todo, incluso al olvido.

Quizás no saldrá en los telediarios. Quizás nadie lo marque como destino en una guía turística. Pero aquí, bajo este cielo que ya huele a primavera, hay vida. De la buena. De la que no se compra. De la que se brinda.

Epílogo:

Esa noche, tras cerrar las persianas, apagar las luces y guardar el cuaderno, Frédéric volvió a la plaza. La luna llena flotaba sobre el campanario como una lámpara antigua. El olivo parecía dormitar, y todo estaba en calma.

Se sentó en el banco de siempre, con la cámara en el regazo y una manta sobre las rodillas. Grabó un pequeño audio con su voz:

—Esto no es el final. Es un hasta luego con brasero y sonrisa. Gracias, Villafresno.

Guardó el cuaderno, acarició el banco como quien despide a un amigo y caminó hacia su casa.

A la mañana siguiente, en el bar de Nines, encontraron un sobre encima del mostrador. Dentro había una foto en blanco y negro de la plaza, vacía pero viva, y una nota:

“Volveré cuando la sombra pese menos y el brasero se eche de menos. Mientras tanto, seguid contando.”

—Este francés está más extremeño que nosotros —dijo Don Cipriano.

—No es francés. Es de aquí. Ya no hay vuelta atrás —sentenció Mari Pepa, guiñando un ojo.

Y así, como los buenos cuentos, la historia se quedó abierta. Porque hay lugares que no se terminan. Se recuerdan.

9.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIX): Alfombra roja, moqueta y orejas famosas

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIX):

Alfombra azul, moqueta y orejas famosas

El día del preestreno en Villafresno del Río amaneció con el cielo despejado, una temperatura infernal y una excitación general que no se veía desde la final de la Eurocopa del 2012. Por la plaza del pueblo no cabía un alfiler ni una cháchara más: todos querían saber si se verían en la película, si se notaba la cicatriz de la tía Benita en plano corto, o si habían cortado la escena en la que el burro de Manolo se tira un cuesco monumental justo delante de la cámara.

La alfombra azul


, como tal, era una moqueta azul oscuro del polideportivo, cortada en tres tiras, pegadas con cinta americana y desplegada desde la entrada de la antigua Casa de la Cultura hasta el bordillo donde empieza la cuesta del callejón del Majuelo. Al principio parecía un camino majestuoso; al rato, con los tacones de las pocas valientes que los llevaban, se convirtió en una trampa de ondulaciones, pliegues y tropezones.

—¡Que la planchéis, leche! —gritaba Don Cipriano, alcalde, productor y maestro de ceremonias—. ¡Que esto parece la colada de los Rolling Stones!

Iba vestido con su mejor traje, que era el mismo que usó en el rodaje pero con la raya del pantalón reforzada a golpe de plancha, y una corbata heredada de su cuñado que tenía pingüinos. Nadie supo por qué.

La entrada del cine improvisado, es decir, la Casa de la Cultura reconvertida, estaba decorada con guirnaldas de Navidad que aún olían a polvorón rancio y luces intermitentes sacadas de los adornos del camión de la cabalgata de Reyes. Había un photocall entrañable, hecho con una sábana blanca sujeta con pinzas, delante de la cual se colocó una lona plastificada con el título de la película: La tierra que calla. A la izquierda, una imagen plastificada del Cristo del ayuntamiento miraba con resignación.

Los vecinos fueron llegando poco a poco, en desfile glorioso:

—Doña Alfonsa, con su bolso de la suerte, sus gafas con cadenita y su perfume “Maderas de Oriente” esparcido generosamente por todo el pasillo.

—Mari Pepa, con una peineta roja, un abanico con lentejuelas y un vestido que había cosido ella misma la noche anterior viendo Pasapalabra.

—Frédéric, el actor francés que decía frases como “el cine es un latido colectivo”, saludando a todos con reverencias exageradas. Al pasar junto a los niños les decía:
—Bonsoir, jeunes artistes.
Y los críos lo miraban como si viniera de otro planeta. Uno preguntó en voz alta:
—¿Este quién es? ¿Un cura nuevo?

—Don Isidro, que llegó tarde porque “estaba en el bar viendo la luz”.
—¿Qué luz, Isidro?
—La del amanecer emocional. Me pilló el carajillo.

Dentro, la sala estaba llena a reventar. Las sillas de plástico no eran iguales, pero estaban ordenadas por colores. Las primeras filas se reservaron para los figurantes principales: los que habían salido más de una vez, los que decían una frase o los que tenían familia que se pensaba que podría salir en la tele.

Cuando la película comenzó, el silencio fue absoluto… durante quince segundos. Después empezaron los comentarios, susurros y exclamaciones que convirtieron la proyección en una especie de partido de fútbol con ovejas y gallinas:

—¡Ahí está la oreja de mi primo Pepe!
—¡Me han cortao! ¡Con lo bien que salía yo sacando la manguera!
—¡Mira, la burra de Manolo! ¡Esa sí que es actriz!
—¿Y tanta gallina pa qué? ¡Si en este pueblo no hay más que cuatro!

La película, sin embargo, emocionó. Sobre todo la escena bajo la lluvia artificial, cuando Doña Alfonsa, en un primer plano, se abrazaba a una figura vestida de negro y soltaba un llanto desgarrador. La lluvia era una manguera perforada con agujas, sostenida por dos chavales en una escalera.

Doña Alfonsa, viéndose a sí misma, empezó a llorar de verdad.

—Ay, madre, si lo llego a saber me traigo pañuelos.

Y le pasó el Kleenex a Mari Pepa, que también tenía los ojos vidriosos:

—Es que te ves ahí… tan tú… y a la vez tan actriz…

Cuando terminaron los créditos —acompañados por la música de la banda municipal tocada con un teclado Casio—, la sala se vino abajo en aplausos, vítores, y algún grito espontáneo de:

—¡Bravo!
—¡Villafresno al Festival de San Sebastián!
—¡Esto hay que llevarlo a Netflix, hombre ya!

Acto seguido, el bar de Nines se convirtió en una especie de coloquio etílico y espontáneo.

—Yo creo que el director exagera el frío ese de las escenas. Aquí nunca hace tanto… —decía Nines mientras servía chatos de vino.

—A mí me ha faltado la sartén voladora. Lo digo —intervino el marido de Mari Pepa—. Si no salía, no era Villafresno.

—La burra de Manolo… eso sí que es talento natural —añadió alguien al fondo—. Ni se despeinó en toda la toma.

Frédéric, ya con la camisa medio fuera del pantalón y una copa en la mano, se puso de pie en una silla:

—¡Mes amis! Esta película es un canto a la tierra. A vuestra tierra. Y a vosotros. A vuestra nobleza rural. Vuestro silencio... dice más que mil guiones.

—¡Y tú di que sí! —gritó Don Cipriano desde la barra—. Y si no la nominan a los Goya, me encargo yo de hacer un remake con el móvil. Pero en vertical.

—Y con más burros —añadió Doña Alfonsa—, que se han quedado cortos.

La noche terminó entre brindis, abrazos y la propuesta de crear un Festival de Cine Rural de Villafresno, con sede en la Casa de la Cultura, proyecciones en el frontón, y talleres de interpretación para mayores de 60.

Y en medio de todo ese jolgorio, alguien gritó:

—¡El próximo año hacemos una serie! ¡Con capítulos! ¡Y salgo yo de alcalde!

—¡Y yo de alienígena! —dijo Isidro—, ¡que tengo una careta de Halloween en casa!

Porque, en Villafresno, el cine no es solo un arte. Es un milagro posible con moqueta de polideportivo, burros con carisma y un pueblo entero dispuesto a aplaudirse a sí mismo.

8.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVIII): Luces, cámara… ¡empanada!

Todo empezó con un cartel pegado a la puerta del ayuntamiento, escrito en tipografía de casting profesional y entusiasmo mal disimulado:


🎬 SE BUSCAN EXTRAS
Para largometraje nacional con actores conocidos.
Gente con rostro interesante (y papeles en regla).
Se valoran bigotes, arrugas con historia y saber caminar por caminos de tierra.


Lo vieron al mismo tiempo Don Isidro, Frédéric y Nines. Se miraron como quien descubre que el apocalipsis va a ser televisado y encima con merienda.

—Esto es señal de algo —dijo Frédéric, con solemnidad mística—. El destino quiere que nos inmortalicemos.

—¿Extras? A mí eso me suena a trabajo de figurante sin frase —refunfuñó Don Isidro—. Y si no se habla, ¿para qué ir?

—Para salir en los créditos y que te reconozcan en la carnicería, Isidro —le soltó Nines—. Además, dicen que pagan dieta.

Don Cipriano confirmó la noticia durante su habitual ronda de vino blanco matutina en el bar:

—Van a rodar aquí una película de época. Se llama La tierra que calla.
Sale uno que estuvo en una serie de médicos —el del flequillo— y otra que hizo de monja psicópata en Netflix.
El director es moderno, pero majete. Le gusta el queso de oveja.

El pueblo se revolucionó.

Doña Alfonsa fue la primera en apuntarse, alegando con firmeza:

—Tengo una cara muy de posguerra. Y no necesito maquillaje.
Mari Pepa se apuntó por acompañarla, pero advirtió:

—Yo salgo, pero que me peinen bien. No voy a quedar como una loca del visillo en pantalla grande.

Frédéric, por su parte, presentó su candidatura de forma artística:

—Figurante emocional disponible para rodajes con mensaje. Dominio de miradas intensas y silencios expresivos.

Al llegar el equipo técnico, con gafas de sol, walkie-talkies y gorras negras con palabras en inglés como "crew" y "focus", el desconcierto fue inmediato.

—¿Dónde está el punto de control de producción? —preguntó un técnico, con acento de Madrid capital.

—¿Si te refieres al bar, está ahí —respondió Nines, sin inmutarse—. La máquina de tabaco también está operativa.

El director eligió como escenario principal la era vieja, la calle del cementerio y una casa con las paredes desconchadas donde vivió la tía Eustolia, por su “estética melancólica y un potencial narrativo que te mueres”.

A Don Isidro le tocó caminar solo por la calle, con aire de hombre abatido.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó escéptico.

—Como si fueras tú mismo —le dijo el ayudante de dirección.

Clavó la escena en la primera toma.
Le aplaudieron.

A Mari Nieves le pusieron un vestido negro de viuda y un cántaro de barro.

—Esto pesa más que mi cuñada —murmuró.

A Julián, el de la gasolinera, le tocó hacer de carabinero mudo. Se le olvidaba que no podía hablar y soltaba frases como “¡Tira pa’ dentro, Antonia!” en medio del plano. Hubo que repetir varias veces.

Frédéric apareció vestido con camisa remendada, gorra republicana y mirada intensa.

—¿Nombre del personaje? —le preguntaron.

—Soy un testigo de la injusticia. Un alma exiliada.

El director se lo quedó mirando con admiración.

—Me encanta tu aura. No hables. Solo observa el horizonte como si recordaras a alguien que perdiste.

Y eso hizo, durante dos días. Se sentó en un poyo mirando al infinito, sin pestañear. Lo confundieron con un personaje clave. Él no desmintió nada. Incluso pidió una silla con su nombre.

El caos total llegó con la escena del mercado. Había figurantes, burros, gallinas, ruido y hasta una cabra en celo que se encariñó con la actriz principal.

Y entonces, Don Cipriano, en plena grabación, apareció en plano con su carpeta de siempre, repartiendo octavillas:

—¡Se vota en octubre, votad con memoria! ¡Ni un paso atrás, ni en el metacrilato!

El ayudante de producción gritó:

—¡Corten, corten! ¿Quién es ese señor?

—Ese señor es el alcalde —respondió Nines desde la barra.

—¿Y por qué reparte panfletos?

—Porque es más fuerte que él. Y además, siempre ha sabido improvisar.

Tuvieron que repetir la toma seis veces.

Nines, convertida en proveedora no oficial de catering, servía cafés al equipo y soltaba opiniones como:

—Esa actriz es muy mona, pero necesita más solomillo en las mejillas, está muy pálida.

El último día rodaron una escena nocturna con lluvia artificial. Los aspersores funcionaban con agua del pozo, lo que añadió realismo y gastroenteritis.

Mari Pepa se echó a reír sin control cuando la actriz principal, empapada, gritó: “¡Padre, me llevan al monte!”.
Doña Alfonsa improvisó un llanto tan desgarrador que el director murmuró, entre lágrimas:

—Esa señora tiene más verdad que toda mi filmografía junta.
¿Quién es?

—La portera de la iglesia —respondió Frédéric—. Pero con alma de protagonista.

Al acabar, hubo cena en el bar. Ensaladilla, filetes empanaos y melón con moscas. El equipo regaló camisetas con el lema:
"Yo lloré en La tierra que calla".

Hubo brindis, lágrimas, selfies.

Frédéric subió a una silla y dijo emocionado:

—Villafresno no solo es paisaje. Es personaje. Es fotograma y es pulso.
Es tierra que grita, pero con cariño.

Don Isidro levantó su copa de vino y añadió:

—Y si esto lo nominan a los Goya… yo voy en alpargatas, pero con mi señora cogida del brazo.

Y todos aplaudieron. Incluso el director.

A la semana siguiente, en la peluquería, se comentaba que había rumores de una serie.
Doña Alfonsa ya se estaba dejando el pelo blanco “por si hacían de nuevo posguerra”.

7.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVII): Primavera, estornudos y pasiones anticipadas


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVII): Primavera, estornudos y pasiones anticipadas

El primer día de primavera en Villafresno del Río no se anunció con flores, sino con estornudos. A las 7:30, Don Isidro salió al portal, aspiró profundo —con esa costumbre de oler el aire como si fuera vino nuevo— y soltó con solemnidad:

—¡Ya está aquí! ¡La traidora!

Nines lo miró desde la acera de enfrente, con bata de entretiempo, rulos y un café con leche de los que hacen historia, y respondió con tono de sentencia:

—La primavera no entra. Se cuela. Como los rumores. Y siempre deja las puertas abiertas.

Y así empezó la estación más contradictoria del año.

En el campo, las margaritas brotaban sin pedir permiso, las abejas se organizaban en escuadrones suicidas, y las ovejas estaban más nerviosas que en vísperas de encierro. El tío Matías decía que las cabras “andan raras, como con pensamientos”, y eso en el pueblo era motivo suficiente para preocuparse.

En Villafresno el cambio se notaba en todo. Las mujeres empezaban a sacar los visillos, los hombres se afanaban en lavar el coche “por si acaso” y los adolescentes reaparecían tras meses de hibernación digital, tomando las esquinas como si fueran territorios a reconquistar.

Se salía con chaquetón por la mañana y con camiseta de tirantes por la tarde. Las terrazas se llenaban de valientes y las farmacias de víctimas del polen.
Se abrían las ventanas “para que corra el aire”, y luego se cerraban “porque ha corrido demasiado”.
Se retomaban los debates anuales sobre si en Semana Santa iba a llover.
—Como todos los años —decía la señora Agripina—, pero esta vez con mala leche.

Frédéric vivía la primavera como un despertar filosófico. Empezó a madrugar más, a pasear por los caminos con un cuaderno bajo el brazo y a escribir haikus con la seriedad de un samurái jubilado:

Brota el almendro.
Mi alma se despereza.
Me pica todo.

Aunque nadie los entendía, Mari Pepa los colgaba en el tablón del bar junto a los carteles de “SE VENDE remolque de mula” y “SE BUSCA gato con bigote (responde al nombre de Bigotes)”.

Don Cipriano, viendo que el clima mejoraba, propuso en el pleno municipal:

—Vamos a hacer la Semana Cultural de la Primavera. Talleres, poesía, rutas… y si podemos, una paella popular.

—¿Y si llueve? —preguntó alguien.

—Se hace bajo techo, y la paella se convierte en sopa —respondió, con visión política y mucha fe.

Hubo aplausos tímidos. Luego más estornudos.

Los amores, claro, también salían del letargo. En primavera en Villafresno:

Se nota más quién mira al otro con cariño,
Se rumorea más en la peluquería,
Y los solteros históricos limpian el coche sin motivo aparente.

Nines empezó a poner canciones románticas en el bar: boleros de los que duelen, canciones italianas de cuando el amor era en blanco y negro.
Don Isidro, que se resistía incluso a pagar el pan exacto, dejó propina dos veces en la misma semana.
Frédéric empezó a sonrojarse cada vez que Almudena (la de la papelería, con ojos de tormenta y risa de vendimia) le comentaba un haiku.

Y Mari Nieves, mientras hacía punto en el banco del Ayuntamiento, soltó con tono de misterio:

—Este año huele a boda… o a alergia, pero algo se está cociendo.

Los adolescentes organizaban botellones con nombre: “Bienvenida al polen”, “El regreso de las mangas cortas”, “El calor me confunde”.

Los tractores pasaban más despacio por delante de la tienda de ropa, como si esperaran que alguien saliera a saludar desde el escaparate.

Las cigüeñas, recién llegadas, ocupaban su nido con indiferencia burocrática. Y en el corral de Mari Pepa, una gallina se negaba a poner huevos porque, según decía su dueña, “está descompensada por el cambio de hora”.

Incluso el cura, Don Apolinar, dedicó la homilía del domingo a los peligros de la pasión primaveral. Citó a San Agustín, a las hormonas y al polen en una mezcla extraña pero efectiva, que provocó varios codazos discretos entre bancos.

Y así, entre nubes de polen, declaraciones a medias, y abrigos que iban y venían como relaciones de verano mal cerradas, Villafresno del Río abría sus ventanas al mundo. Con más polvo que glamour, sí.
Pero con un encanto que no se quita ni con antihistamínico ni con agua de azahar.

6.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVI): Carnaval, purpurina y carne de cañón


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXVI): Carnaval, purpurina y carne de cañón

El viernes de Carnaval amaneció con cielo encapotado y viento de esos que huelen a brasero revuelto con laca, una mezcla perfectamente reconocible para cualquier extremeño que haya pasado una infancia entre tapetes de ganchillo y mantas eléctricas. La brisa traía consigo ecos de músicas imposibles, de tambores que no sabían si tocaban samba, jota o el ritmo del tractor al ralentí.

Desde las ocho de la mañana ya se escuchaban risas en la plaza, mezcladas con toses, gallos matinales y el crujir de bolsas de plástico llenas de serpentinas, bocatas y botellas de ron supuestamente "para compartir". Algunos ya iban disfrazados sin haber desayunado. Se vieron por allí una abeja gigante con zapatillas de estar por casa, un enchufe de dos clavijas (con cara de resaca), un señor mayor vestido de rana con solo una pierna del disfraz puesta, y dos primos que habían decidido ir de semáforo y paso de cebra, aunque a cada paso se atropellaban el uno al otro.

Como cada año, la tradición mandaba que cada barrio organizara su propia comparsa, aunque en Villafresno el término "comparsa" se utilizaba con cierta generosidad. La mayoría consistía en cuatro personas, una carretilla decorada, y muchas ganas de hacer el ridículo con dignidad y cierta coreografía improvisada, normalmente a ritmo de charanga o reguetón clásico.

Este año destacaban especialmente:

  • Los Veganos de la Matanza, que desfilaron con trajes de morcilla de peluche, pancartas como “¡Más alubias, menos jamón!” y cánticos con rima dudosa tipo:
    “Nos coméis el tofu / con pan de hogaza,
    que aquí no hace falta / ni lomo ni grasa”

    (Todo en clave de humor, claro, que en Villafresno si no haces una buena matanza en diciembre te miran raro el resto del año).

  • Las Hormonas Locas, cuatro jubiladas del club de yoga municipal, disfrazadas de botellas de estrógeno rosa fosforito. Bailaban rumba mientras coreaban “Yo sin ti no ovulo” y repartían abanicos con la inscripción “Calores, sí, pero con dignidad”.

  • Frédéric y los Internacionales, con Frédéric —ese francés de alma extremeña— disfrazado de Luis XIV, peluca empolvada sujeta con pinzas de la ropa, y acompañado por tres niños disfrazados de baguette, acordeón y Torre Eiffel, que cada cinco pasos se caía porque tenía poca base y mucha ambición.

—Esto es fusión cultural o barbarie —sentenció Frédéric, agitando un abanico con la flor de lis y sujetando con dignidad su copa de vino de pitarra.

El alcalde, don Cipriano, repitió su disfraz de romano (tercer año consecutivo), aunque esta vez con un añadido tecnológico: una coraza con luces LED alimentadas por una batería portátil que llevaba escondida en una alforja de cuero.
—Porque estamos en el siglo XXI —declaró con solemnidad, mientras titilaba en colores como un semáforo con ansiedad.

El escenario portátil —el mismo de la verbena, aunque con una lona nueva que decía “¡CARNAVAL 2025! (si no llueve)”— acogía el plato fuerte del día: el concurso de disfraces individual, presentado por la omnipresente Maruja (voz en off de todos los eventos del pueblo desde la Transición).

El jurado estaba compuesto por:

  • Mari Nieves, concejala de Cultura y moderadora habitual de peleas en el grupo de Facebook “Villafresno sin censura”.

  • Don Isidro, técnico en desfiles y experto en trajes con pedrería reciclada de las fiestas de 1987.

  • Y una señora de Medellín que pasaba por allí con su nieta y aceptó encantada porque “nunca he sido jurado y esto da alegría”.

Los participantes fueron una colección de maravillas populares:

  • Un bebé disfrazado de jamón ibérico, con etiqueta de D.O. y todo, llevado en brazos por su padre que gritaba “¡Este sí que está para comérselo!”

  • Un perro con traje de guardia civil, que ladraba al ritmo del himno y llevaba las trufas por montera.

  • Un adolescente con camiseta blanca y dibujitos en rotulador, que se presentó como “el WiFi del pueblo”. En la espalda ponía: “Conéctate si puedes”. Su disfraz, como su carácter, era inestable.

  • Y Don Isidro, que este año decidió vestirse de Rosalía, con chándal rojo, uñas postizas como sables, gafas de sol tipo gasolinera de los 90 y una coreografía breve pero contundente. Subió al escenario, soltó un “¡Tra-traaaaa!” y se bajó entre vítores y lágrimas.

Ganó, por supuesto. Premio: una caja de polvorones caducados (de los blandos) y una cena para dos en el Bar de Nines, que en Villafresno equivalía a una estrella Michelin y media conversación con la camarera que había salido con media plantilla del equipo de fútbol local.

Por la noche, tocaba el famoso Entierro de la Sardina, que en Villafresno era más bien una sardinada popular con orujo, donde nadie lloraba, pero todos acababan con la cara tiznada y el estómago agradecido. La sardina era de cartón piedra, pintada por los alumnos del colegio público y llevada en procesión como si fuera la Virgen del Carmen, pero con gafas de sol y pestañas postizas.

Don Cipriano leyó el pregón desde el balcón del Ayuntamiento, vestido aún de romano y con la batería de los LEDs medio fundida:

—Aquí enterramos el mal rollo, la dieta, los políticos y la cuenta del banco. Que vuelva la alegría... y el buen tiempo, por lo que más queráis.

Todos corearon como si fuera misa de domingo:

—¡¡¡AMÉN Y VINO!!!

Frédéric, completamente ebrio de folklore, pitarra y entusiasmo, cerró la jornada improvisando una copla franco-extremeña con voz temblorosa y corazón encendido:

“Con jamón y purpurina,
Villafresno es mi lugar,
si me muero que me entierren,
disfrazado de trigal.”

Y así, bajo un cielo de purpurina reciclada, braseros apagados y confeti en los zapatos, Villafresno durmió tranquilo. El Carnaval no necesita sentido. Solo hace falta una carretilla, ganas de desentonar y vecinos que se atrevan a bailar como si la dignidad no hubiera nacido todavía.

5.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto


El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto

A mediados de febrero, cuando el frío ya no daba miedo pero aún crujía las orejas, llegaron los primeros turistas de la agencia “Siente Villafresno”.

Eran siete. Todos de ciudad.
Todos con abrigo de plumas, zapatillas blancas que pedían auxilio, y una expresión entre ilusión y confusión existencial.

Los recibió Frédéric, con una bufanda tejida por Doña Alfonsa, una carpeta de bienvenida (hecha con cartón de cajas de vino) y una frase ensayada:

—Aquí no venís a ver cosas. Venís a sentir el tiempo.

Uno de los turistas lloró nada más bajarse del coche. No por emoción: porque no había cobertura.

—¿Pero esto es así siempre o es un fallo puntual? —preguntó angustiado.

—No es fallo, es filosofía —le respondió Frédéric con solemnidad.

Otro preguntó:

—¿Pero dónde está el sitio para cargar el patinete eléctrico?

—Aquí lo cargamos de leña —dijo Don Isidro, que se pasó por allí “para ver la fauna”.

El programa era ambicioso y poético. Día 1:

  • Paseo por la ribera,

  • Observación de una gallina con ansiedad,

  • Meditación colectiva bajo un olivo centenario (que resultó ser una higuera muy gorda),

  • Y taller de silencio interior (que acabó con dos discusiones y una contractura cervical).

Durante la meditación, uno de ellos levantó la mano:

—Perdón, ¿el silencio es total o se pueden emitir murmullos conscientes?

—Solo si tu alma los necesita —dijo Frédéric, cerrando los ojos con teatralidad.

Pero Mari Pepa, que pasaba por allí con el cubo del pan duro, cortó el misticismo:

—Mira, alma, si vais a estar dando la brasa, os vais al frontón.

A mediodía, comieron en casa de Mari Pepa. En la mesa: puchero, vino fuerte y un cartel que decía:

“Si viniste a comer ensaladita y quinoa, da media vuelta.”

Uno de los visitantes —publicista, vegano, licenciado en neurociencia y propenso al llanto— probó el cocido y preguntó con voz quebrada:

—¿Esto es… emocionalmente libre?

—Esto es legumbre de secano y amor con hueso —le dijo Nines, que lo miró como se mira a un cactus en invierno.

—¿Y lleva... carne?

—Hombre, claro. ¿Tú qué te crees que da sabor? ¿La buena voluntad?

Uno de los urbanitas, visiblemente afectado, sacó una libreta y apuntó:

"Día 1, 14:42: primer contacto con proteína emocional."

Por la tarde, una de las turistas pidió hacer "baño de bosque". La llevaron al camino de los olivos. Al tercer charco, resbaló y cayó de culo sobre una zarza.

—¡Estoy sangrando emocionalmente! —gritó mientras sacaba el móvil.

Sacó una foto. Lo subió a Instagram con la etiqueta #VillafresnoMeTransforma.
Cinco minutos después, pidió tiritas de aloe y una toalla térmica.

Don Isidro, que la vio desde lejos, masculló:

—A estos les metes una matanza y se les cae el alma.

El segundo día fue aún mejor:

  • Frédéric los llevó a misa “para observar la espiritualidad del campo”.

—¿Y esto es performativo o literal? —preguntó una influencer cultural.

—Esto es misa de once. Y al cura no le habléis raro, que aún no ha digerido lo del 'black friday'.

  • Don Cipriano les explicó durante 40 minutos cómo arreglar una persiana con alambre.

—Esto es saber vivir, no lo de vuestros pisos esos con botones hasta para subir la tapa del váter —decía, mientras hacía un esquema en una servilleta.

Uno tomó apuntes como si fuera una masterclass de Harvard.

  • Por la noche hubo una sesión de “cuentos frente al brasero” con Don Isidro, que improvisó una historia sobre una cabra que veía fantasmas y dejó a todos en trance.

—¿Y la cabra era una metáfora del alma o un símbolo del arraigo? —preguntó un tal Bruno, director de contenido en una start-up ecológica.

—Era una cabra. Con ojos grandes. Como los tuyos ahora —dijo Don Isidro, sin pestañear.

Al marcharse, los urbanitas estaban transformados:

—Aquí no hay wifi, pero hay señales —dijo uno, mirando a una tapia con líquenes.

—Yo he conectado con mi yo primario. El de antes de IKEA —añadió otra.

—He superado el miedo a las chimeneas —declaró el de la contractura, aún con una esterilla pegada a la espalda.

Antes de irse, dejaron una nota de agradecimiento escrita en papel reciclado de sus agendas mindfulness:

“Gracias por enseñarnos a convivir con el silencio, el barro, el frío, el amor y los garbanzos.
Volveremos. Con mantas.”

Frédéric cerró la carpeta del grupo piloto con una sonrisa:

—Esto no es turismo. Esto es terapia con pitarra y frases de pueblo.

Don Isidro, desde el fondo del bar, levantó la vista del dominó y sentenció:

—Como vuelvan, los ponemos a cavar una zanja. A ver si se les abren más los chakras.


4.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIV): Propósitos, dietas y una agencia rural emocional


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIV): Propósitos, dietas y una agencia rural emocional

El 7 de enero amaneció con cielo gris, humedad de sabañón y una sensación colectiva de “¿y ahora qué?”.
Los restos de roscón, los envoltorios de regalos sospechosos y el eco lejano de un reguetón navideño aún retumbaban en la plaza, como si la Navidad se resistiera a marcharse sin una última vergüenza ajena.

En el bar de Nines, el ambiente era silencioso, casi místico. Solo estaban Don Isidro, Mari Pepa y Frédéric, que bebía manzanilla como si fuera absenta.
Afuera, un gato se lamía la dignidad en mitad de la acera, ajeno a los propósitos humanos.

Había un cartel nuevo junto a la cafetera, escrito con letra de rotulador en una hoja de libreta cuadriculada:

“Propósitos 2026:
— Comer menos pan
— Beber más agua
— Insultar solo cuando sea necesario”**

—Lo vamos a cumplir todo —dijo Don Isidro, con solemnidad de mártir—. Hasta febrero.

Nines, que llevaba tres días sin quitarse el delantal ni hablar con su ex por WhatsApp, decidió implementar el “Menú Detox Rural”, que consistía en:

  • Caldo con acelgas recogidas por su tía Genoveva en la parcela del tío Ramón (que ahora estaba en guerra con ambos).

  • Mandarina del frutero de la entrada, que había sobrevivido a Nochevieja.

  • Y un yogur caducado solo dos días (“eso cuenta como fermentación consciente”, defendió Nines, sin pestañear).

Pero el pueblo no estaba para lechuga.
Enero dolía. Las carteras lloraban. Las básculas gritaban. Y el alma pedía hibernar envuelta en bata y mala leche.

A media mañana llegó Feli la del estanco, con la nariz roja y el alma más aún.

—He devuelto tres regalos. Uno era una báscula. Otro, un libro de mindfulness. Y el tercero... un difusor de aromas. ¡A mí, que soy asmática! —bramó mientras se sacudía el abrigo—. Este año lo único que quiero es calor humano y vino del bueno.

Y justo entonces, como una revelación en bata polar, Frédéric dio un golpe sobre la mesa de formica y anunció:

—¡Voy a abrir una agencia de turismo emocional!

Todos lo miraron como si hubiese dicho que iba a montar una pista de esquí sobre la cooperativa de aceite.

—¿Turismo qué?

Turismo emocional rural —explicó, hinchando el pecho—. Gente de ciudad viene a sentir cosas aquí.
Cosas auténticas: encender una estufa, pelar una naranja con cuchillo, ir a misa sin saber por qué, llorar viendo una gallina.
¡La experiencia Villafresno!

—¿Llorar viendo una gallina? —preguntó Mari Pepa, sin disimular el escepticismo.

—Las gallinas aquí tienen miradas muy tristes —insistió Frédéric—. Además, no es literal. Es emocional. Lo rural como catalizador del alma. Mística de lo sencillo. Un pack de emociones. ¿Me explico?

Nines parpadeó.
Mari Pepa aplaudió.
Don Isidro preguntó:

—¿Y eso lo pagaría alguien?

—¡Sí! Y mucho. Les daremos mantas, brasero, paseos por la ribera al amanecer con frases como “el frío también es amor”.
Tendrán que ayudar a alguien a podar una higuera y luego escribir sobre ello en su diario de emociones.
Todo muy contemplativo, muy "reencuéntrate contigo mismo mientras pelas una patata".

El silencio se hizo espeso, como la niebla en la carretera de Valdecabras.
Y entonces, como si de una señal divina se tratara, entró el alcalde con los párpados pegados del frío y una bufanda que le tapaba hasta el alma.

—¿Qué hay de nuevo?

—Frédéric va a montar una agencia de turismo emocional rural —informó Mari Pepa, encantada con la primicia.

El alcalde se quedó un segundo pensativo. Luego dijo:

—Como proyecto europeo... esto puede colar.

Y así nació la idea de “Siente Villafresno”, con un logo diseñado por el hijo del panadero (que dibuja bien, aunque está en la ESO por los pelos), y un eslogan que decía:

“Siéntelo. Sufre el frío. Ama el silencio. Come fuerte.”

El primer grupo llegaría en febrero. Gente de Madrid, dicen. Con bufandas hipster, sensibilidad moderada y ganas de reconectar con su yo interior en un entorno con más ovejas que likes.

Mientras tanto, en el bar, los vecinos seguían lidiando con su propia cuesta de enero.

—Yo, mi propósito de año nuevo es vivir. Y no dar la brasa más de la cuenta —dijo Don Isidro, removiendo el café con más filosofía que azúcar.

—El mío es comer sin culpa y reírme aunque el banco me mire mal —añadió Mari Pepa.

—Yo he dejado de intentar adelgazar. Voy a ampliar el cinturón emocional —anunció Feli, brindando con un chato de vino.

Frédéric levantó su taza de manzanilla y brindó también:

—Por los nuevos comienzos. Aunque sean iguales que los finales.

Y en la radio, como un suspiro cíclico del destino, sonó la misma canción con la que empezó el año anterior: "Color esperanza", en versión remix.

Nadie dijo nada.
Solo el gato, afuera, bostezó con desgana.
Y Villafresno, fiel a su estilo, siguió latiendo al ritmo lento del invierno rural, con más corazón que calefacción.