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1.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXI): Santos, sombras y sabiduría de cementerio


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXI): Santos, sombras y sabiduría de cementerio

Amaneció con niebla y olor a brasero, y ya con eso el pueblo supo que era el Día Grande. En la radio local, Radio Libélula, sonaba el Ave María versión chill out, mezclado con interferencias del tractor de Chano, que tenía la costumbre de pasar a la misma hora por la calle Mayor, en punto, como si quisiera bendecir las ondas con gasóleo agrícola.

En la panadería vendían buñuelos de viento y perrunillas que pesaban como ladrillos pero sabían a infancia: a abuela con bata de felpa, a brasero de picón y a papel de periódico con grasa. Las primeras clientas se los comían en la puerta, cruzadas de brazos, como viendo pasar la historia.

Don Isidro fue el primero en aparecer por el cementerio. Llegó con una flor de plástico en una mano y un análisis de sangre en la otra, por si le cruzaban los resultados en el camino. Se santiguó tres veces, limpió la lápida de su señora con un estropajo que sacó del bolsillo de su chaqueta de los domingos y colocó las flores con ternura, murmurando:

—Te traigo las mismas de siempre. Porque ni muerta te gustaban las sorpresas.

Media hora después, el camposanto parecía un centro comercial en hora punta:
—Familias enteras con fiambreras,
—Niños correteando entre nichos como si jugaran al escondite de ultratumba,
—Y señoras que no lloraban, pero narraban las muertes con pasión de periodista de sucesos.

—Esta se fue de repente, hija. Como el aire. Pero antes me dijo que la de enfrente le copiaba el peinado hasta muerta.
—Mira esa lápida nueva… mármol de verdad. No como la de mi cuñado, que parece una baldosa del baño del ambulatorio.
—A esta la maquillaron con colorete de carnaval, la dejaron como una muñeca diabólica, pobrecita.

Se hablaba de los muertos con familiaridad, sin solemnidad pero con detalle clínico. En los bancos de piedra, la memoria colectiva se afilaba como cuchillo de panadería.

Frédéric, el fotógrafo cultural (francés de nacimiento, extremeño por azar del amor y de una herencia en mal estado), iba cámara en mano documentando los rituales para un folleto que nadie le había pedido. Mari Pepa, con el cigarro encendido en la misma mano con la que gesticulaba, le iba explicando:

—Aquí lloramos poco, pero miramos mucho. Y juzgamos más. Tú haz fotos, pero no te metas en la parte vieja, que allí está la familia de los Galiano, y eso es zona de conflicto desde el 82.

Mientras tanto, en la plaza, Nines había montado una castañada improvisada con brasero, aguardiente y servilletas del bar de Semana Santa reutilizadas con una pegatina que ponía “Especial Difuntos”. Servía también "vino del susto", una mezcla local entre vino rancio, coñac y azúcar, que servía tanto para calentar el alma como para anestesiar la lengua y justificar abrazos entre cuñados que no se hablan desde la comunión de Lucía.

A media tarde, en la Casa de Cultura (que antes fue vaquería, luego peña flamenca, después biblioteca sin libros, y ahora lo que se necesite), hubo cuentacuentos de miedo. Don Cipriano, el alcalde, se disfrazó de monje medieval con una sábana vieja de su suegra y narró la leyenda del Entiznao de la Dehesa, un alma en pena que se aparecía a los que no respetaban los turnos del horno comunal.

El miedo duró hasta que el pequeño Manolito gritó:
—¡Pero si ese eres tú con la manta del coche!
Y se armó la risa. Cayó un foco. El Entiznao perdió la capucha y la dignidad.

Esa noche, el bar estaba lleno. La niebla seguía. Las farolas daban una luz naranja que parecía sacada de una película de serie B y el suelo olía a tierra mojada, aguardiente y tabaco negro. Nines repartía caldito como si fuera cura dando comunión. Algunos lo tomaban en taza, otros en vaso de tubo, y los más veteranos lo usaban directamente como enjuague bucal entre copas.

Don Isidro dijo, entre cucharada y cucharada, con esa voz suya que mezcla autoridad y cansancio:
—A los muertos hay que dejarlos tranquilos. Y a los vivos, también. Pero hay gente que no entiende ni una cosa ni la otra.

Todos asintieron.
Porque, por mucho que cambien los tiempos, el Día de los Santos en Villafresno es sagrado.
No tanto por el recogimiento,
como por el recuerdo compartido,
la lengua suelta
y el humo de las castañas que se enreda en la memoria
como un rezo pagano.

Y así, con buñuelos pesados, flores de plástico, braseros humeantes, anécdotas medio ciertas y abrazos llenos de pasado, Villafresno celebró, una vez más, que los muertos no se van del todo… mientras alguien los recuerde con cariño y algo de chisme.