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31.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. La feria de octubre (XX): Tómbolas, peluches diabólicos y el alcalde romano


La feria de octubre (XX): Tómbolas, peluches diabólicos y el alcalde romano

Octubre en Villafresno del Río no es un mes cualquiera. Es “El Mes” con mayúsculas. El mes de la feria, esa festividad en la que todo el pueblo se disfraza de adolescente, la dieta se suspende por decreto, y la racionalidad queda temporalmente sustituida por algodón de azúcar, estraperlo emocional y música machacona.

Desde el martes, la plaza mayor se llenó de furgonetas que portaban sus tesoros sin miedo:

  • La churrería cuasi guerrillera de “El Gordo”. Un señor mayor, casco de soldador y alicates en ristre, amasaba la masa con un soplete.

  • Los gemelos de Usagre, expertos en hinchables, montaron colchonetas, castillos y toboganes sin un manual a la vista. —“¡Que sea más divertido!”— gritaban, y lo era.

  • La tómbola del terror, un atril adornado con serpentinas y luces rotas, ofrecía de premio:

    1. Batidoras industriales.

    2. Un jamón “eterno” (sin fecha de caducidad).

    3. Un altavoz con forma de dragón coreano que “ruge con más decibelios que un concierto de los 80”.

El jueves llegó el momento inaugural. El alcalde Cipriano, empeñado en darle “toque cultural-renovador” a la feria, se plantó en el centro de la plaza vestido de centurión romano:

—Este pueblo tiene raíces profundas —bramó—. ¡Y si los romanos conquistaron el mundo, nosotros conquistaremos el futuro… y el puesto de churros!

Llevaba sandalias de cuero hechas a mano por su cuñada de Talarrubias, y cada vez que levantaba el brazo para el saludo marcial, el doberman de la vecina del quinto ladraba como si se preparara para el circo.

Don Isidro, fiel a su espíritu competitivo, fue el primero en probar fortuna en el tiro con escopeta de corcho.
Disparó cinco veces:

  1. Tres al pato de corcho (¡olé!).

  2. Uno al ojo del feriante (lo cobró como “blanco secundario”).

  3. Y otro… al rótulo de la peña flamenca, que terminó girando sobre su eje.

Por su hazaña le ofrecieron un peluche gigantesco —tamaño sofá— y la posibilidad de elegir. Eligió, con sabiduría, una alcachofa de peluche:
—Me recuerda a mi cuñada —justificó—. Y a la vez es muy tierna.

Frédéric, nuestro cronista de Lyon, ahora empadronado de facto, vivió su primera ‘feria hardcore’ como si fuera una ceremonia tribal. En una sola noche:

  • Comió churros con lluvia de azúcar y gotas de espresso.

  • Montó en la rana mecánica con Mari Pepa, que no dejó de reír durante novecientos saltos —“contracturetis estivalis” diagnosticó después.

  • Bailó sevillanas con una señora que juraba haber salido en el “Qué me dices” Vogue Edition.

  • Compró cinco llaveros con la Virgen de Guadalupe —“por si dan suerte fiscal”—, y los clavó en su mochila junto al cuaderno.

La atracción estrella fue el “Túnel del Terror Rural”, un remolque decorado con sacos de cebada y neón parpadeante. Sustos incluidos:

  1. Un recibo de la luz de 182 €.

  2. Un cartel de “SE BUSCA FONTANERO URGENTE” clavado en madera.

  3. Y la guinda final: un concejal disfrazado de “Halcón Fiscal” que reaparecía tras cada curva gritando:
    —¡¡EL IBI SUBE EN NOVIEMBRE!!

Una señora mayor salió llorando y pidió cita urgente en el ambulatorio, jurando que “el pánico fiscal es peor que el quemazo en el asfalto”.

La verbena comenzó a las diez con pasodobles y fandangos de pega. A medianoche, un tecnopop de La Campanera —versión remix 2025— retumbó hasta en la ermita del cerro. La gente bailaba abrazada, con sudores patrios, mezclando castizo y postureo festivalero.

  • Nines sirvió más cubatas que en toda la pandemia. Algunos decían que habían desarrollado inmunidad al hielo.

  • Julián, el concejal de festejos, se enamoró perdidamente de una feriante con dientes de oro, tatuaje de flamenco y riñonera de leopardo.

  • Mari Nieves, la concejala de cultura, salió al micrófono (tras su cuarto cubata) y anunció:
    —El año que viene traemos un espectáculo de drones… ¡o me rapo!

A las tres de la mañana la orquesta tocó por última vez. Entre vapeadores y campanadas lejanas, el pueblo coreó:

“Resistiré, erguido frente al calor,
¡resistiré!”

Y al final, Don Isidro, con su alcachofa de peluche abrazada al pecho, se sentó en el bordillo y murmuró:

—Esto no es una feria. Esto es una epifanía con reggaetón.

Frédéric, ya convertido en cronista no oficial, escribió en su libreta:

“Octubre: feria, locura y milagros ibéricos.
Esto no es turismo rural. Es surrealismo de pueblo.
Y quiero más.”

30.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho

El 1 de septiembre trajo consigo una mañana de 28 grados, que para Villafresno del Río era casi otoño. Las chicharras ya no chillaban como locas, sino que parecían hablar entre dientes. El sol, aunque seguía saliendo con arrogancia, se notaba algo más perezoso, más inclinado. Se podía tender la ropa sin que se secara antes de colgarla, y hasta los perros callejeros habían vuelto a dormir al sol, como si agradecieran el respiro.

Se notaba en el aire, en las conversaciones de bar, en los suspiros de los adolescentes que empezaban a mirar los libros con el mismo horror con el que mirarían una factura de la luz quince años después.

—¿Te has fijao que por la noche refresca un poco? —dijo Amador en el bar, como si descubriera América.

—Pues yo ya he sacado la rebequita —le respondió la señora Aniceta, con tono de victoria doméstica.

La señora Alfonsa, como cada año, bajó a la plaza con su silla plegable y su frase ritual:

—Ya está. Se acabó la alegría. Ahora a sufrir… hasta que llegue la matanza.

Nadie supo nunca si lo decía con pesar o con entusiasmo. Alfonsa tenía ese superpoder rural de hacer que todo sonara como una maldición gitana.

La piscina municipal cerraba el domingo. Era el acontecimiento de la semana, y Nines, que lo sentía como una tragedia personal, decoró la barra con crespones negros, globos desinflados y un cartel que decía: “Últimos chapuzones, penúltimas resacas”. Ese día sirvió tinto con casera “con lágrimas de limón” y puso de fondo a Amaral. Sebas, el socorrista, organizó su despedida como si fuese la clausura de los Juegos Olímpicos.

—Os hablo desde lo más profundo del cloro —dijo, subido al trampolín—. Hoy dejo atrás las gafas, el silbato… y esta piel de socorrista para convertirme en polvo de carretera. Gracias, Villafresno. Sois mi boya emocional.

La coreografía acuática que hizo a continuación fue digna de un número de Fama mezclado con una boda en la playa. Acabó con un salto mortal hacia el agua, una reverencia bajo la ducha y un beso robado a Almudena justo antes de irse en bicicleta hacia Don Benito, con el dorsal de socorrista atado al manillar y una toalla como capa ondeando al viento.

—Nos volveremos a ver en junio, cuando el calor nos devuelva la vida —le dijo, con voz temblorosa.

El pueblo entero lo aplaudió. Nines lloró sin disimulo, limpiándose los ojos con servilletas de papel. Don Isidro, con un vermú en alto, improvisó un brindis:

—Por los veranos con socorristas, y por los inviernos sin calcetines mojados.

Frédéric, que seguía ahí como si se hubiese empadronado en secreto, escribió en su cuaderno:

“Septiembre: el mes en que los pueblos se recogen, como las persianas. Hoy he ayudado a guardar las sombrillas. Siento que formo parte de algo más grande… aunque solo sea la lista de deudas del bar.”

El regreso a la rutina fue silencioso, como una procesión sin música. Los tractores volvieron a rugir a las seis de la mañana. Las abuelas retomaron el dominó en interior, con insultos suaves y repetitivos como “garrapata” y “tiesa”. En el bar ya se hablaba de política, de la vendimia, del precio del aceite, de si el Cristo del año que viene podría ir con ruedas de patinete eléctrico “por abaratar”.

Los niños, con la misma cara que si los llevaran al matadero, volvieron al colegio. Se notaba el drama porque nadie peleó por el columpio. El primer día, la señorita Pilar les pidió que dibujaran “el verano más bonito del mundo”. Todos pusieron una piscina. Algunos dibujaron un flamenco flotante con jamón. Uno representó a Frédéric vestido de torero, aunque el chiquillo no sabía bien por qué, solo que “ese francés era de los buenos”.

Y entonces, cuando el pueblo ya parecía haber aceptado su nuevo estado de letargo, llegó la primera tormenta seca.

Una de esas de septiembre que asustan más que riegan: mucho rayo, mucho trueno, cuatro gotas mal contadas, y dos gallinas desmayadas por el susto. El cielo se volvió de un gris elegante, como de cartel de película antigua. Don Isidro salió a la puerta con el paraguas viejo, el mismo con el que cruzó el río en el 83, y gritó como si estuviera en una película de Fellini:

—¡Esto es cine! ¡Esto es otoño en tecnicolor!

En la panadería, María puso bizcocho de calabaza “por cambiar”, y por probar, y porque tenía calabazas hasta en los sueños. El café sabía ya a brasero anticipado.

Y así, el pueblo volvió a su forma más pura.
Se fue la pitarra, llegaron las castañas.
Se fue la música, volvió el rumor de la fuente.
Se fue el griterío, volvió el silencio que cruje.

Y con él, ese sentimiento contradictorio que define septiembre:

“Qué pena que se acabe…
pero qué gusto da volver a estar tranquilo.”

29.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVIII): La noche de la verbena eterna


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVIII): La noche de la verbena eterna

El 15 de agosto amaneció como todos los días de agosto en Villafresno del Río:
30 grados a las ocho de la mañana y el aire con textura de estofado de cabrito.
Pero esa vez nadie se quejaba. Esa noche era La Noche.

La verbena de la Virgen de la Asunción era más que una fiesta. Era una experiencia colectiva, un desfase programado, un momento del calendario donde se suspendía la lógica, la dignidad y, a menudo, las costuras del pantalón.

Desde hacía una semana, el pueblo entero estaba entregado a los preparativos.
El escenario portátil, un artefacto de acero oxidado, tablas viejas y milagro estructural, se montó con cinta americana, alambre, una escalera coja y fe. Mucha fe.

—Este año aguanta —dijo Julián, concejal de festejos, mientras reforzaba una esquina con una muleta que alguien donó tras una torcedura en San Fermín 2017.

Los farolillos, comprados a precio de saldo en un chino de Almendralejo, colgaban como globos deshidratados tras una fiesta infantil en el Sáhara.

La barra, atendida por la Asociación de Jóvenes Que Quedan (tres personas, incluyendo al primo del primo de Sebas), servía tinto con casera en vasos biodegradables que se deshacían antes del tercer trago. También había bocadillos de lomo, croquetas de jamón y patatas que crujían solo cuando se mojaban en sudor.

“Dúo Renovación” (con tres miembros y repertorio vintage)

La orquesta de este año era el mítico “Dúo Renovación”, que, como todos sabían, eran tres:

  • Un teclista animoso, que usaba más efectos de sintetizador que un disco de los 80.

  • Un vocalista con melena de samurái jubilado, pantalón blanco y voz afilada como chicharra.

  • Y una corista que alternaba canciones con sorteos de manteles y fiambreras entre pasodobles.

Repertorio: 100% nostalgia, 0% actualizaciones.
Pero daban espectáculo.
Y con eso, bastaba.

Frédéric, el turista de Francés, seguía en el pueblo.
Ya no era turista: era mito viviente.
Había decidido quedarse en Villafresno “hasta que el alma se seque”, según sus propias palabras (traducidas por Mari Nieves, que había hecho un curso de francés en la UNED en 1995).

Esa noche salió vestido de pastor extremeño vintage:

  • Faja roja.

  • Zurrón vacío de atrezzo.

  • Sombrero con una etiqueta interior que rezaba: “Fiesta de la vendimia 1992. No lavar”.

Los niños le seguían como a un flautista.
Las madres lo miraban como a un error simpático.
Los abuelos ya lo llamaban “el franchute bueno”.

La velada arrancó con pasodobles.

Don Isidro sacó a bailar a Doña Alfonsa, que esa noche vestía completamente de azul:

—Como la Virgen… pero con menos paciencia y más rabadilla —dijo ella, levantando la barbilla con dignidad y pies planos.

A la tercera canción, ya iban más sincronizados que un reloj suizo, solo que con menos precisión y más toques en la cadera.

A medianoche, Mari Pepa, armada con cuatro copas de pitarra y una colección de rencores, agarró el micrófono con firmeza y dijo:

—¡Esta ranchera va para Julián, mi ex!
—¡Y para su peluquera de Talavera, que lo dejó sin flequillo ni dignidad!

Y soltó un "Cucurrucucú, paloma" que hizo llorar a dos perras viejas y a Frédéric, que no entendía la letra, pero sentía el drama.

El momento más esperado: el concurso de baile, presentado por la corista y con el premio gordo:

  • Un lote ibérico con jamón, chorizo y lomo.

  • Una botella de licor de bellota que llevaba desde San Juan guardada en el congelador del bar entre bolsas de guisantes y un polo abandonado de 2016.

Se apuntaron los de siempre y los de nunca:

  • Sebas y Almudena, que hicieron un reguetón light, sin contacto explícito, pero con química suficiente como para evaporar medio litro de agua por metro cuadrado.

  • Don Isidro con una señora de Valdehornillos que decía ser su prima, pero hablaba con acento argentino y se le cayó un DNI uruguayo al suelo.

  • Y Frédéric y Nines, que se inscribieron entre risas:
    —Yo bailo porque me hace falta cardio —dijo ella.
    —Yo, por honor a la luna nueva —respondió él, sin que nadie preguntara nada.

Sonó “Una tarde en proserpina”, de los míticos Los de Proserpina.

Y Frédéric bailó como si estuviera en trance, mezclando flamenco con Tai Chi y algún movimiento sacado de un documental sobre llamas andinas.
El pueblo, sin saber por qué, aplaudía.
Nines acabó llorando, él sudando agua con esencias, y el jurado, liderado por Mari Nieves, les dio el premio por mezcla de pena, pasión y exotismo rural.

Frédéric alzó el jamón como un trofeo olímpico.

—¡Por la Virgen! —gritó.

—¡Y por el colesterol bueno! —añadió Don Isidro.

Resistiré, resistirás, resistiremos

Cerca de las tres de la madrugada, la orquesta anunció su última canción:

“Resistiré”

Y la plaza entera se convirtió en un karaoke de supervivencia emocional.
Con chancletas fundidas, abanicos partidos y miradas en el infinito, todos corearon:

“Resistiré, erguido frente a todo…”

Hasta el burro de Paco, que pastaba cerca, rebuznó en el estribillo.

Los niños dormían en carros, los abuelos cabeceaban en sillas, y algunos adolescentes se declaraban amor eterno con olor a calimocho y esperanza precaria.

Y cuando ya parecía que se apagaba todo, Don Isidro, con voz ronca, mirada perdida y los brazos cruzados sobre el pecho, dijo:

—Esta noche no es de calor. Es de leyenda.

Y tenía razón.

Porque esa noche no se durmió en el pueblo. Ni falta que hacía.
Las estrellas brillaban con tono de verbena. El calor era parte del alma.
Y Villafresno del Río, una vez más, sobrevivía a sí mismo con arte, sudor y jamón.

28.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVII): Chapuzón, socorrista y jamón flotante

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVII): Chapuzón, socorrista y jamón flotante

El 1 de julio, a las doce en punto, se abrieron oficialmente las puertas de la piscina municipal de Villafresno del Río con una ceremonia que solo puede describirse como humilde, absurda y ligeramente clorada.

La concejala de deportes, Mari Nieves, cortó la cinta inaugural con unas tijeras de cocina prestadas por Nines, mientras recitaba solemnemente:

—Declaro inaugurada la temporada de remojo. Que San Bartolo nos libre de infecciones, toallitas flotantes y pies con hongos.

Los aplausos duraron poco. Principalmente porque el público estaba más pendiente de correr a colocar la sombrilla que de celebrar nada. En menos de cinco minutos, el césped quedó conquistado como si hubieran aterrizado tropas aliadas con neveras portátiles.

El socorrista de este año era Sebas, 22 años, natural de Don Benito, con cuerpo de anuncio de Aquarius y alma de canción de Camela. Vestía bermudas rojas, gafas de espejo y un silbato que solo usaba cuando no encontraba su móvil.

Venía con tres objetivos claros:

  1. Ganarse un sueldo.

  2. Ganarse un bronceado.

  3. Sobrevivir.

Lo que no esperaba era ganarse el corazón de Almudena Cipriana, hija del alcalde, devoradora de rayos UV y aficionada a posar con un libro de poesía abierto encima del pecho, que utilizaba como posavasos para el móvil.

Sebas, aunque disimulaba, ya había contado cuántas veces Almudena se metía en el agua (cuatro por hora), y ella, aunque juraba que estaba centrada en sus estudios de marketing emocional, había cambiado el bikini tres veces en un solo día “por higiene estética”.

La piscina, como era tradición, entró en modo jungla urbana desde el primer minuto:

  • Los niños saltaron como si no existiera la ley de la gravedad ni la de la convivencia.

  • Los adolescentes pusieron música de Reggaetón en altavoz y ensayaron TikToks acuáticos que terminaron con móviles sumergidos y alguna bofetada materna.

  • Los abuelos ocuparon las mejores sombras a las 8:57 AM con sillas, sombrillas, una botella de pacharán, Naipes de 1973 y una figura de cera de Franco que servía de espantaniños.

A las 13:15, el primer grito:

—¡Ese niño ha hecho bomba al lado de mi gazpacho! —protestó Doña Alfonsa.

A las 13:22, el primer silbato de Sebas.

A las 13:35, el primer “¡Si me mojo te enteras!” lanzado por un padre en camiseta imperio.

Pero el suceso más comentado ocurrió al tercer día.
Don Isidro, en un ataque de creatividad veraniega y con la excusa de celebrar su santo, ideó lo que llamó “gastronomía acuática experiencial”: colocar un jamón de reserva sobre una colchoneta de flamenco gigante y empujarlo con solemnidad al centro de la piscina.

—Esto es cultura gastronómica móvil —anunció—. ¡Ibérico y anfibio!

Sebas silbó como un loco desde su trono, pero entre que el jamón flotaba con porte majestuoso y los niños lo aplaudían como si fuera una atracción de parque temático, nadie se atrevió a detenerlo.

Mari Nieves, al borde del colapso, gritó:
—¡Protocolo sanitario, Don Isidro! ¡Eso no se puede flotar!

—¡Protocolo de la felicidad! —respondió Isidro, mientras cortaba lonchas con su navaja multiusos y las repartía con técnica de nadador sincronizado.

Al día siguiente, se colgó en la entrada un cartel escrito a mano:

“PROHIBIDO:

  • Introducir embutidos flotantes

  • Animales de granja

  • Flotadores con altavoces integrados
    GRACIAS Y BUEN VERANO”**

Nadie supo si lo escribieron con ironía o desesperación.

Mientras tanto, el romance de Sebas y Almudena iba en aumento.
Él se tiraba al agua en cámara lenta cuando ella miraba.
Ella fingía leer El Principito, pero usaba el libro para ocultar una app de seguimiento de crushes.
A los cinco días, ya merendaban juntos bajo el toldo, compartían un tupper de ensaladilla rusa y hablaban de cosas profundas como:

—¿Tú crees que el cloro daña los sentimientos?
—No, pero las cremas solares a veces sí.

Nines, siempre al tanto, sentenció mientras se ventilaba con la tapa del tupper vacío:

—Esto acaba en boda, empadronamiento o desencanto juvenil.

El pueblo entero especulaba como si fueran los Brangelina de la comarca.

—Yo les veo futuro —decía Javier el panadero.
—Yo les veo celulitis compartida —dijo Mari Pepa—. Pero con amor, ¿eh?


Por la tarde, cuando el calor aflojaba lo justo para que el aire no cortara, la piscina era un cuadro costumbrista con salpicones:

  • Niños chapoteando sin ley.

  • Abuelos con los pies dentro y conversación de órgano.

  • Gente buscando sombra como quien busca petróleo.

  • Un señor que trajo una sandía y pidió permiso para enfriarla en la ducha.

Y allí, en lo alto de su trono de socorrista, Sebas, con la piel dorada, los ojos entornados y el silbato en paz, declaró:

—Si esto no es el paraíso, que venga el calor y lo diga.

Y el calor, claro, vino.

Al día siguiente hizo 44 grados. Otra vez.
Villafresno del Río volvió a convertirse en horno con código postal.

Pero mientras la piscina siguiera abierta, y el jamón flotante se mantuviera en el recuerdo colectivo como una hazaña culinaria, todo iba a estar bien.


27.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

 

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

Se llamaba Frédéric. Venía de Lyon. Conducía una Renault Kangoo convertido en caravana y traía bajo el brazo una guía francesa titulada:
“L’Espagne profonde: pueblos tranquilos y experiencias auténticas”.
Todo indicaba que no iba a durar ni dos días.

Llegó un martes cualquiera de mayo, justo el día en que Villafresno del Río vivía su particular versión del apocalipsis festivo: una boda, una cosechadora ardiendo en la era y una velada musical en el bar con karaoke obligatorio. El tipo ideal de jornada para quien espera meditar en una plaza silenciosa escuchando grillos y contemplando gatos.

Aparcó su furgoneta junto al lavadero municipal. Bajó con un sombrero de paja, sandalias ecológicas, cámara colgada al cuello, una sonrisa diplomática y una expresión de paz que duró exactamente catorce minutos.

La primera persona que encontró fue Doña Alfonsa, que en ese momento tendía su colada en el tendedero comunal: sábanas floridas, un sujetador tamaño tienda de campaña y bragas XXL ondeando como estandartes del matriarcado rural.

—¡Otro extranjero que viene a freírse! —dijo sin girarse—. Esto ya parece la ONU de los calores.

Frédéric, que solo chapurreaba español y usaba muchas preposiciones erróneas, interpretó “freírse” como una actividad autóctona, tipo sauna agraria. Saludó con un educado “bonjour señora” y se dirigió a la plaza… justo cuando empezaba la boda de la hija de Javier da la Asunción, el panadero.

Había altavoces por todas partes, mesas largas con manteles blancos que ondeaban como velas de galeón y niños con confeti hasta en los calcetines. La pista de baile ya estaba en uso aunque el arroz aún no había volado. La orquesta Fandanguillos del Sur calentaba motores con una rumba instrumental de doce minutos que hizo temblar las persianas del Ayuntamiento y que, según algunos, adelantó la cosecha del melón por vibración.

Frédéric se acercó con timidez, preguntó si podía tomar algo, y sin tiempo a procesar la respuesta, ya le habían dado una copa de limoncello casero, un trozo de empanada de morcilla y un vaso de agua “por si es blandito”.

A los treinta minutos ya estaba bailando sevillanas torcidas de la mano de una tía segunda de la novia, que gritaba:
—¡Este francés baila mejor que el marido de mi hermana! ¡Y ese es de aquí, pero soso como una alpargata mojada!

Don Isidro lo miraba desde la sombra con cierto orgullo internacional:
—Este no dura. Pero oye, por lo menos se integra con gracia.

A las cinco de la tarde, con treinta y ocho grados y el aire oliendo a fritanga y sudor de emoción, alguien gritó:

—¡¡¡La cosechadoraaaa!!!

Y ahí se rompió la paz definitiva.
Una John Deere de 1984, propiedad del hermano del tío del cuñado del panadero, ardía en la era. Motivo: cable suelto + caja de anís seco olvidada en la cabina. Explosión lenta, pero escandalosa.

Las llamas eran visibles desde la sierra baja. Los móviles vibraban con alertas de “conato rural” enviadas por el grupo de WhatsApp de la Protección Civil Local, moderado por el sobrino de la farmacéutica.

El pueblo se movilizó. El cura trajo agua bendita. El bar trajo cerveza. El tractor de Pancracio trajo una lona mojada. Entre cubos, mangueras y juramentos, lograron apagarlo.

Cuando se extinguió, se aplaudió. Se abrazaron. Se gritó:
—¡Milagro de San Bartolo y de Protección Civil!

Frédéric, todavía con la cámara colgada, preguntó en voz baja:
—¿Esto es… fiesta tradicional?

Nines, con voz ronca y vaso en mano, le respondió:
—Esto es martes, chavalín.

A las once de la noche, cuando por fin parecía que llegaría algo parecido al descanso, empezó el karaoke.

Primero cantó Julián, el de la ferretería, “Y yo sigo aquí” de Paulina Rubio, con voz de taladro sin aceite. Luego, Mari Pepa se arrancó con Rocío Jurado. Lo hizo tan fuerte que parpadearon las luces del Ayuntamiento y tres bebés se despertaron llorando sin saber por qué.

Cuando Don Isidro cantó La barbacoa vestido con una camisa de flamencos, hubo un amago de evacuación voluntaria por parte de los urbanitas presentes.

Y entonces, Frédéric, ya medio en trance, pidió el micrófono.

Con fuerte acento, pero voz decidida, entonó:

—“Soy el rey de la rumba, rumbaaaa… soy el rey del sabor…”

Nadie entendió del todo qué decía, pero todos aplaudieron como si hubiera invocado al espíritu de Camarón. Le abrazaron. Le llenaron otra copa. Le gritaron:

—¡Vive la Frônce!
—¡Viva el francés con arte!
—¡Ese acento es mejor que el de Soria!

A las dos de la mañana, ya sin camisa pero con la banda de la orquesta al cuello, Frédéric se sentó en el bordillo del lavadero, sorbió un caldito que le dio Nines (del bueno, con fideos finos) y apuntó en su libreta:

“Jour 1: chaleur, mariage, feu, chansons. Un village fou. J’adore.”

Al día siguiente… no se fue.
Se quedó una semana. Ayudó a pintar la fachada del consultorio, aprendió a decir “cosechadora ardiendo” sin acento y organizó un taller de fotografía donde casi nadie entendió nada, pero todos salieron con foto de grupo y aceitunas.

Al despedirse (una semana después), dijo:

—Esto no es turismo. Esto es vivir.

Don Isidro le estrechó la mano con solemnidad:

—Hijo, tú ya eres medio villafresneño. Si vuelves el año que viene, te dejamos llevar el paso del Cristo de la pedrá.


26.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XV): Procesiones y empanadillas


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XV): Procesiones y empanadillas

En Villafresno del Río, la Semana Santa no es una semana: es una estación emocional. Empieza el Domingo de Ramos y termina… cuando se enfrían las torrijas y alguien recoge los últimos bancos de la plaza. No hay tronos dorados, ni bandas militares, ni costaleros con cuello de gimnasio. Pero hay algo más poderoso: fe rural, improvisación bendita… y muchas ganas de liarla.

Domingo de Ramos: calor y camisa sagrada

El Domingo de Ramos amaneció con 32 grados a la sombra y 40 en el asiento del coche. Las palmas se entregaban en la puerta de la iglesia, pero ya venían cocidas, como si las hubieran pasado por el microondas de Dios.

Los niños iban disfrazados de angelotes, santos y algún que otro Pokémon (confusión que Don Ramiro trató de ignorar con un suspiro cristiano). Los mayores, como siempre, iban disfrazados de sí mismos pero “vestidos de domingo”, que aquí significa sudar en lino o poliéster sin perder la compostura.

Don Isidro estrenó su camisa “de lino sagrado”, que solo usaba para bodas, bautizos y catástrofes climáticas.

—Esto, más que Ramos, parece el Corpus… del infierno —murmuró, mientras le chorreaban las sienes.

La procesión salió puntual, como mandan los cánones y el reloj biológico de Don Ramiro, que no se atrasa ni en Semana Santa. El paso del Cristo de la Clemencia, hecho hace años sobre una mesa camilla con ruedas de carretilla y un par de refuerzos de andamio, avanzaba entre baches, aplausos y algún tropiezo. Los costaleros eran tres: los primos de Julián el del estanco y uno que pasaba por allí con buena voluntad y resaca.

El paso se ladeaba como una peineta con viento de levante, pero la gente no decía nada. Se aplaudía con respeto y fervor, que para eso es Semana Santa.

En cada esquina se improvisaba una saeta. La mejor la cantó Mari Pepa la del ultramarinos, aunque estaba afónica y se quedó en algo entre saeta, tos seca y el himno del Extremadura CF. Aun así, emocionó. Hubo quien lloró. Hubo quien estornudó.

Los abuelos, sentados en sillas de anea bajo los naranjos secos de la plaza, comentaban:

—¿Te acuerdas cuando al Cristo se le cayó un brazo en 2009?
—Sí, y lo arregló el Manolo con superglú. Milagro moderno, y no lo cobró.

Jueves Santo: vigilia creativa y chorizo infiltrado

El Jueves Santo fue, como siempre, día de vigilia. Pero en Villafresno eso se interpreta libremente: mientras no haya filete, todo lo demás se negocia. En muchas casas se comió empanada de atún con huevo, croquetas de bacalao y sopa tan espesa que si se caía la cuchara, no se hundía.

Nines, siempre práctica, puso en el bar una tapa especial de "pecado venial": garbanzos con espinacas… pero con chorizo infiltrado.

—¡Yo esto lo como por tradición, no por convicción! —decía Isidro mientras mojaba pan con la actitud de un mártir feliz.

Viernes Santo: silencio relativo

El Viernes Santo llegó con cielo gris, temperatura agradable… y una procesión del Silencio que fue cualquier cosa menos silenciosa.

Primero, el tractor de Pancracio pasó por la carretera con las balas de paja para el corral. Luego, el altavoz del locutor de Radio Zumbío se quedó encendido y soltó media copla antes de que alguien lo apagara. Para rematar, varios móviles de los costaleros vibraban sin parar con alertas del tiempo:

—¡Aviso naranja por viento y saetas espontáneas!

El paso del Cristo iba iluminado por unas velas del bazar, que a las nueve de la noche parecían churros flácidos con mecha. A mitad del recorrido, una señora gritó:

—¡Por Dios, que alguien le eche un abanico al Santo!

Y entonces ocurrió el milagro del año: Julián, concejal de festejos, subió al paso y colocó discretamente un mini ventilador de pilas a los pies del Cristo. A pilas. En modo oscilante.

—Si esto no es devoción moderna, que baje Dios y lo vea —dijo Don Isidro, emocionado.

Sábado Santo: resaca de incienso y tortilla comunitaria

El Sábado Santo fue día de descanso. O de resaca litúrgica. A media mañana, en la plaza, se organizó una tortilla comunitaria para alimentar almas y estómagos: veinte huevos, cuatro kilos de patata, y la aparición espontánea de cinco botellas de anís “por si refresca”.

En Radio Libélula entrevistaron a Don Ramiro, que dijo:

—Aquí no tenemos mantillas, pero sí mantas… para el frío del alma.

Doña Alfonsa, maestra jubilada, le aplaudió desde su silla:

—¡Muy bien dicho, padre! ¡Y viva la tortilla sin cebolla!

Domingo de Resurrección: limonada, Judas y piedad eléctrica

El domingo amaneció con campanas alegres, pájaros gritones y olor a limonada. Tras la misa, se procedió a la tradicional quema del Judas, representado este año por un espantapájaros con camiseta de “¡BAJAD LA LUZ, MALDITOS!” y un recibo de la factura eléctrica grapado al pecho, 142 euros de indignación divina.

Cuando ardió, la gente aplaudió como en las bodas. Algunos lloraban. Otros brindaban.

Nines repartió limonada. Doña Alfonsa, torrijas. El bar parecía una verbena con incienso y azúcar. Don Isidro, con voz firme y dulzona, soltó la frase final mientras se limpiaba una lágrima:

—Otra Semana Santa sin perder la fe… ni el calor. Lo que es un doble milagro.

25.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIV): Primavera con P de Polen

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIV): Primavera con P de Polen 

El primer síntoma de la primavera en Villafresno del Río no fue el canto de los pájaros, ni las flores, ni el cambio de hora, ni el anuncio de El Corte Inglés


. Fue la tos de Don Isidro, que estalló en la plaza como un petardo asmático y con barba de tres días.

—¡Ya está aquí! —dijo con resignación, mientras sorbía por la nariz como si intentara succionar el polen de toda la comarca—

Las almendras florecieron en una semana como si cobraran por productividad. Los campos pasaron del gris invierno al technicolor rural en tres días, y las abejas salieron en formación, con una puntualidad casi militar, zumbando entre olivos y rosales como si les fueran a quitar la subvención.

Los tractores iniciaron su ritual matutino a las seis en punto. El rugido de los motores se mezclaba con el canto de las chicharras prematuras y el golpeteo regular de los goteros de riego. En el parque infantil, la primera lagartija del año hacía flexiones al sol sobre el tobogán como si entrenara para la olimpiada de reptiles.

El consultorio médico, como siempre, se adaptó con su peculiar sentido del humor. La enfermera colgó un cartel junto a la báscula:

“Si usted respira y le pica todo, es primavera.
Si no respira, venga urgente.
Y si viene a por recetas, tráigase paciencia y un libro.”

El mostrador se llenó de vecinos con ojos rojos, narices del color de una guindilla y pañuelos que parecían haber pasado por una batalla. Doña Brígida, que era hipocondríaca todo el año y alérgica sólo por temporadas, afirmaba que el polen este año venía “modificado genéticamente para matar”.

—Esto ya no es naturaleza, es terrorismo vegetal —decía mientras se embadurnaba las fosas nasales con Vicks VapoRub y una ramita de ruda.

Nines, al ver que el bar comenzaba a llenarse de parroquianos con mascarillas de obra, gafas de buceo y estornudos tan potentes que hacían temblar los sifones, decidió adaptar el menú del día:

  • Lunes: puré antihistamínico

  • Martes: croquetas de aire

  • Miércoles: ensalada de polen (solo para valientes y masoquistas)

  • Jueves: callos con mentol

  • Viernes: estofado de carne con Loratadina rallada

Incluso añadió una sección de infusiones: “Tisana de ortiga para el picor, tila con jengibre para la rabia y manzanilla con anís por si acabas llorando”.

En el ayuntamiento, el alcalde Cipriano ordenó barrer la plaza tres veces al día con un camión soplador nuevo que sonaba como un reactor soviético en apuros. La consigna municipal era clara: “Ni una flor seca en el suelo. Guerra al residuo botánico hostil.” Pero cada vez que soplaba el viento, parecía que alguien sacudiera un edredón lleno de polen desde el campanario.

Don Isidro se enfadó con un ciprés centenario que llevaba soltando pelusa como si tuviera ganas de jubilarse por partes:

—¡O deja de soltar mierdas o lo podo yo mismo con la motosierra del nieto, que no tiene miedo ni a los cipreses ni al obispado!

En el colegio, las maestras organizaron los talleres de cruces de mayo. Este año, por unanimidad de las madres asmáticas, todas las flores serían de papel maché, plastilina y ganchillo. Una niña alérgica hasta al WiFi declaró solemnemente:

—Cuando termine cuarto de primaria, me voy al Polo Norte. Allí no hay olivos ni gramíneas. Y los osos polares me dan menos miedo que los plátanos de sombra.

Los recreos se parecían más a un quirófano: los niños salían con gafas de sol, mascarillas de colores y un abanico colgando al cuello como si fuera un stent de emergencia.

En la plaza mayor, junto a la fuente (que aún echaba agua a intervalos, dependiendo de si alguien se acordaba de abrir la llave), se instaló un marcador digital en una de las farolas solares:

“Faltan 46 días para los 40 grados.”

Para unos era amenaza. Para otros, profecía. Para Don Isidro, era una cuenta atrás personal:

—Que vengan. Aquí los esperamos con abanico, vinagre en los sobacos y mala leche.

La tertulia del banco de piedra volvió a activarse. Julián el del estanco, Manolo el del pan y Puri la de los recados compartían diagnósticos, previsiones y rumores climáticos:

—Dicen que este año viene El Niño.
—No, es La Niña.
—¡Pues yo he oído que es El Yerno! Que viene sin avisar, se instala y no hay quien lo eche.
—Yo me voy comprando un aire acondicionado aunque tenga que enchufarlo a la farola de la iglesia.

Y en medio de tanto picor y estornudo, las tardes eran amables. La brisa aún tenía alma, el sol era compañero y no enemigo, y los abuelos volvían a jugar al dominó en la calle sin derretirse. La parroquia tomaba el fresco en las sillas de anea, se comentaban las novedades del campo y del mundo, y un silencio tierno bajaba desde el monte a la hora de la siesta.

En esos días tranquilos, Villafresno del Río parecía otro: un lugar donde la vida rural aún olía a tomillo, a limonada… y a Ventolín.

24.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIII)Propósitos de año nuevo y otras mentiras rurales


Propósitos de año nuevo y otras mentiras rurales

El 1 de enero amaneció con niebla, escarcha en los cristales del coche y un silencio que olía a resaca, brasero y promesas rotas. En Villafresno del Río, como en todo buen pueblo, el nuevo año entra de puntillas… y a veces con zapatillas viejas, calcetines remendados con pelotillas y el aliento a anís de las últimas doce campanadas.

A las ocho y media, cuando el reloj del ayuntamiento daba las campanadas con una lentitud digna de funeral laico, el bar de Nines abrió como siempre. Las puertas crujieron como si también ellas protestaran por tener que volver a empezar.

La primera en hablar fue la cafetera, con un gemido metálico que parecía pedir ibuprofeno.

—¿Con churros o con dignidad? —preguntó Nines, sin quitarse el gorro de Papá Noel, que llevaba desde el día 24, ahora ladeado como un proyecto de modernismo rural.

Don Isidro, puntual como el colesterol tras el turrón, entró envuelto en bufanda, abrigo y orgullo. Dejó sobre la barra su nuevo cuaderno de tapas duras, comprado en la librería de Paqui, que cada enero vendía agendas como si fueran amuletos contra la vida sedentaria.

En la portada ponía, con letras doradas y falsas esperanzas:

"2026. Año de cambios. O no."

—Este año sí, Nines. Este año lo clavo —dijo con tono de anuncio motivacional.

—¿Qué clavas, Isidro?

—Los propósitos. Mira: andar todos los días hasta el pilón, aprender a usar el WhatsApp sin mandar fotos del pie, y dejar el anís. Bueno… dejarlo entre semana. Si no hay bautizo. Ni entierro. Ni nada importante.

Nines sonrió, mientras apuntaba con tiza en la pizarra:

“Hoy: menú especial de Año Nuevo. Migas, café y decepción”.

A media mañana, el tablón de anuncios del ayuntamiento, decorado aún con una guirnalda torcida y una estrella que se caía cada dos horas, ofrecía novedades. Alguien (probablemente Toñín, el concejal de Cultura y Ocasiones Especiales) había colgado una hoja bajo el título:

"PROPÓSITOS COMUNITARIOS 2026"

Don Cipriano, el alcalde, lo leyó en voz alta con solemnidad, como si fuera el pregón de las fiestas:

  1. Conseguir que el aire acondicionado del ambulatorio enfríe algo.

  2. Pintar los pasos de cebra con pintura que no se derrita antes de junio.

  3. Instalar un segundo ventilador en la biblioteca.

  4. No matar a nadie por poner reguetón en la piscina municipal.

Bajo esas promesas, escritas a ordenador, fueron apareciendo anotaciones a boli, lápiz y hasta rotulador fluorescente:

—Que me toque el jamón de una vez (firmado: Isidro).

—Que el cura aprenda a cantar el villancico sin desafinar como una caracola rota.

—Dejar el chorizo. O al menos no meterlo en el cocido los lunes, que luego no hay quien se levante de la siesta.

—Usar protector solar antes de que el cogote me huela a torrezno.

—Que los del grupo de sevillanas no ensayen debajo de mi ventana. (Firmado: la del 2ºB).

—No hablar mal de nadie… hasta después de Reyes.

A mediodía, el pueblo parecía haberse dividido en dos sectas: los que salían a caminar con chándal y botellas de agua en la mano (“esto depura que no veas”, decían) y los que volvían al bar con la excusa del caldo y una cucharada de humildad.

—El aire húmedo es malísimo pa’ los huesos —dijo Julián, el electricista jubilado, mientras mojaba pan en el consomé y se apretaba una copa de coñac.

En la plaza, una señora barría confeti con desgana. El perro de la panadera, aún con un lazo colgado del lomo, perseguía su propia sombra. Y desde la casa de la señora Clotilde, sonaban los últimos villancicos del año, porque el aparato de música no tenía botón de “off”.

Don Isidro volvió al bar por la tarde. Sacó su cuaderno, mojó la punta del boli en saliva, y escribió:

"Día 1: hecho. He salido de casa, he respirado y no he dicho ni una palabrota hasta las doce. Lo del anís... ya mañana. Paso a paso."

Nines, mientras barría serpentinas del suelo y ponía la cafetera otra vez a ronronear, colgó en la entrada una pizarra nueva, con letras firmes y resignadas:

“Nuevo año. Mismo pueblo. Más calor, menos vergüenza.”

Y en la parte de abajo, con letra más pequeña:

El futuro es rural, pero con bar.

23.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XII): Navidad, brasero y jamón al límite


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XII): Navidad, brasero y jamón al límite

La llegada de diciembre se notó de golpe, como un portazo térmico: nueve grados por la mañana, escarcha en los retrovisores y el típico crujido del suelo cuando uno pisa la primera helada. En Villafresno del Río eso activa el espíritu navideño como una campanilla en un convento de clarisas: con ímpetu, tradición y un punto de descontrol.

La señora Alfonsa, como cada año desde 1983, sacó el belén de corcho del altillo del armario. El ácaro huía despavorido al ver el panorama: más musgo artificial que un jardín vertical del IKEA, un río de papel de aluminio arrugado que parecía la ruta de la plata tras un terremoto, y un San José sin pies pero que seguía en pie por pura voluntad cristiana y un palillo oculto bajo la túnica. El Niño Jesús, que en realidad era un muñeco de plástico de los años 70, tenía una cara que daba más miedo que ternura, pero Alfonsa decía que lo importante era el mensaje.

Mientras tanto, en el bar de Nines, los villancicos empezaron a sonar desde el puente de la Constitución. Desde entonces, nadie en el pueblo ha podido tomarse un café sin escuchar a Camela cantando “Los peces en el río” con ese teclado que parece una verbena montada en un carrito de la compra. El espumillón cuelga de las botellas de anís, del ventilador del techo y hasta del marco de una foto de Julio Iglesias en blanco y negro.

—Esto da ambiente —dice Nines mientras calienta el chocolate en el microondas y saca churros de una bolsa congelada. Los mete en la freidora, los saca con prisa y quedan tan crujientes que crujen hasta en el pensamiento.

El gran evento de la temporada no es la misa del Gallo ni el encendido de luces, que en Villafresno consiste en enchufar una regleta en la fachada del ayuntamiento. No. El verdadero espectáculo es el Belén viviente, organizado por la Asociación Cultural “Ni Frío Ni Calor”, que este año ha recibido una subvención de 312 euros para vestuario, iluminación y "refrigerio del elenco". El refrigerio, como siempre, fue anís y polvorones.

Este año, el papel de Niño Jesús lo hace el hijo de Lucía, la peluquera, que tiene cinco meses y cara de haber vivido ya varias vidas. El buey no pudo venir —problemas de movilidad bovina—, así que lo sustituyó el burro de Julián, disfrazado con orejas de cartón y una manta marrón. El ángel anunciador fue, una vez más, Manolito “el sordo”, que subido a una escalera de la comunidad gritaba a destiempo:
—¡Gol en el descuentooooo!
—¡Que no, Manolo! ¡Gloria in excelsis, jodío!

La gente aplaude igual, porque a estas alturas ya no se espera otra cosa.

Y luego está el Sorteo del Jamón, la verdadera liturgia laica de la Navidad villafresnera. Organizado por el Ayuntamiento, patrocinado por la ferretería El Tornillo Feliz y supervisado, como siempre, por Don Isidro, que lleva veinte años sin que le toque ni la tos.

Las papeletas se venden en el estanco, en la carnicería, en la gasolinera y hasta en el ambulatorio, donde el enfermero, entre vacuna y vacuna, te dice:
—¿Te pincho la del tétanos y te vendo dos papeletas?

El sorteo se celebra cada 23 de diciembre en la plaza del pueblo, sobre una mesa plegable del salón de actos. Este año, la mano inocente fue Marta, la nieta de Alfonsa, con siete años, trenza torcida y mocos nivel 2. Marta sacó el número 042.

—¡El de la Lotería! —gritó alguien eufórico.
—No, alma de cántaro, ese era el Gordo. Este es el jamón —respondió Nines, mientras se encendía un cigarro a escondidas del cartel "Prohibido fumar".

El agraciado fue Damián, el del camión, que ya tiene fama de que todo le cae del cielo. El cuñado le regaló un coche, su suegra cocina para él, y su mujer, Pepi, todavía le plancha los calzoncillos. Cuando dijeron su nombre, ni se inmutó. Solo alzó las cejas y murmuró:
—Era de esperar.

—¡Tongo! —protestó Don Isidro, ya con media sonrisa y el palillo atravesado en la comisura del labio—. Si a ese le toca hasta cuando no juega.

Cinco minutos después, Nines ya había puesto el jamón sobre la barra del bar. Sacó el cuchillo jamonero de la caja registradora (lo guarda ahí “por si un día entran a robar”) y empezó a repartir lonchas con regañás y vino de cartón.

—¿No se lo va a llevar Damián? —preguntó alguien.
—¡Pero si ya tiene tres en casa! Y este lo ha donado, que dice que es Navidad —respondió Nines, mientras cortaba como una artista del cuchillo.

Y así, entre vasos de vino peleón y olor a brasero portátil, se fue haciendo noche en la plaza. Los niños correteaban disfrazados de estrella fugaz, pastorcillo y, en el caso de Carlitos, de Spiderman (la madre dice que no había otra cosa). Dos suecos, Lena y Gustav, que vuelven cada año porque “aquí la gente es muy cálida, aunque el tiempo no tanto”, bailaban agarraos con un grupo de jubiladas de la Asociación de Encaje de Bolillos.

A eso de las diez y media, cuando la escarcha ya se insinuaba en los bancos y alguien sacó un altavoz para poner “All I Want for Christmas Is You” en bucle, Don Isidro levantó su copa de anís del mono y miró al cielo.

—Y que el año que viene nos coja con salud, con sombra en verano y con jamón en la cesta —dijo, solemne, mientras le temblaba el vaso pero no la intención.

En Villafresno del Río, la Navidad no se mide por luces ni escaparates. Se mide en calor humano, braseros prestados y la generosidad de quien comparte su jamón sin necesidad de hacer una foto para subirla a ninguna red social.

Porque, como dijo Damián esa noche antes de irse:
—Donar el jamón no me cuesta nada. Total, me queda el del sorteo del sindicato.

22.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XI): La helada siberiana de los quince grados


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XI): La helada siberiana de los quince grados

Lo anunciaron la noche anterior en la previsión del tiempo, con esa voz monocorde que repite tragedias como quien da los buenos días:

—“Bajada generalizada de temperaturas en la mitad occidental. Mínimas de 15 grados en el interior de Badajoz.”

QUINCE.

En Villafresno del Río no se veían esas cifras desde la nevada del 86, y aquello fue con rasca, misa rociera y media docena de bufandas con la mascota del mundial de México  que parecían sacos de patatas.

A las ocho de la mañana, cuando el termómetro digital marcaba 15,1 grados, el pueblo entero entró en estado de pánico textil. Como si de pronto el mundo se hubiera invertido, la gente comenzó a vestirse con lo que encontró: chaquetones del Carrefour, bufandas de lana de colores imposibles sacadas del fondo del armario, batas con estampados de reno (de esas que regalan en los supermercados en Navidad), e incluso alguno desempolvó el plumas que solo usa para ir a El Piornal en enero.

En la plaza, la señora Alfonsa apareció envuelta en tres capas, un jersey, un abrigo grueso y un chal de cuadros,  y coronada con un gorro de lana que perteneció a su difunto Eulogio. La nariz, color remolacha, parecía un faro entre la niebla...viento de cara, que cantaba Jose "Chino". Entró al bar de Nines y soltó, tajante:
—Esto no es frío. Esto es Siberia.

Nines, entre risas, le sirvió una infusión “de esas que levantan cadáveres” y comentó:
—Pues te falta la balalaika para completar el cuadro.

Don Isidro, que hasta hacía apenas tres días seguía paseando en chanclas por el pueblo, hizo su aparición estelar. Salió a la plaza con un abrigo de paño grueso, unos guantes que parecían sacados de un catálogo de montaña y un brasero portátil que, con ingenio rural, había adaptado a un carrito de la compra con ruedas.
—Esto es el invierno nuclear —dijo solemnemente—. Y yo no pienso morir congelado en zapatillas.

En la farmacia, la boticaria estaba desbordada. En pocas horas, vendió los 27 frascos de Vicks VapoRub que tenía olvidados en el almacén desde la pandemia. Mientras pegaba un cartel en la cristalera que rezaba:

“Termómetro de emergencia. Si baja de 14, cerramos por hipotermia.”

Comentó con media sonrisa:
—La gente no quiere calor, quiere consuelo.

Los niños del colegio, sin importarles las advertencias ni las quejas de los padres, llegaron disfrazados de esquimales. Algunos llevaban guantes de lana, otros manoplas de cocina. Uno, que no encontraba guantes, se presentó con unos guantes de boxeo y decía que estaba “preparado para la batalla del frío”. La profesora de inglés, recién llegada de Madrid, preguntó con genuina curiosidad y algo de desconcierto:
—Pero… ¿por qué tembláis si aún hace más de diez grados?

No ha vuelto a preguntar.

Ese mediodía, en vez de cerveza, el bar de Nines sirvió caldo. Caldo caliente. Caldo con garbanzos y tropezones que reconfortaban más que el aire caliente del radiador. En tres horas, se coció más en el bar que en todo el mes de enero pasado. Nines improvisó un menú especial, bautizado como “Otoño Hostil”, que incluía Caldereta de cordero, migas del pastor, cocido y arroz con leche tibio para quienes quisieran un postre que no fuera un polo derretido.

Por la tarde, el Ayuntamiento emitió un comunicado solemne, redactado con urgencia y algo de humor por el alcalde Cipriano:

“Queda activado el Protocolo de Frío Razonable. Se permite sacar el brasero, calentar la casa y quejarse con libertad. Recomendamos no hacer vida exterior, salvo para ir al bar, que es zona de seguridad térmica.”

A las nueve de la noche, con 13 grados en el termómetro, la plaza del pueblo estaba inesperadamente animada. Alguien gritó con un tono de júbilo resignado:
—¡Esto ya es Navidad!

Y, efectivamente, alguien sacó el móvil y puso Los peces en el río a todo volumen. El eco de la canción infantil se mezclaba con el crujir de las hojas secas y el humo tenue de las chimeneas. Don Isidro, sacando un polvorón que guardaba “por si venía el apocalipsis”, lo partió en trozos y lo repartió entre los presentes.

Nines, que había colgado unas luces de colores del año pasado, comentó:
—Porque si hay que sufrir… se sufre con alegría.

Y así, entre bufandas, braseros y villancicos adelantados, Villafresno del Río celebró su propia helada siberiana. Un frío que no congeló almas, sino que, al contrario, calentó el corazón del pueblo.


21.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (X): Otoño, ese rumor de brisa


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (X): Otoño, ese rumor de brisa

El 22 de septiembre amaneció con un cielo ligeramente nublado, una mínima de 21 grados y una máxima que, por primera vez en meses, no llevaba un cuatro delante. En Villafresno del Río, eso era como escuchar un milagro susurrado, una promesa de tregua que hacía cosquillas en el ánimo.

En cualquier otro lugar de Europa, sería un día común, más bien anodino. Pero aquí, entre las casas blancas de paredes desconchadas y las calles polvorientas, fue un cambio de era.
El pueblo entero amaneció distinto: más erguido, más esperanzado, con los párpados menos pegajosos y las gargantas menos secas.

La señora Alfonsa fue una de las primeras en reaccionar.
Sacó la chaquetilla de entretiempo que guardaba desde el verano del 97, (y tú te morías por verme) aquella de punto fino, color marrón funeral, con manchas de aceite y sudor en el codo derecho. La colgó del respaldo del sofá como si fuera un estandarte.
—Es por si refresca —dijo, aunque en el fondo ya estaba feliz solo con la idea. Seguía abanicándose con energía, no por el calor, sino por costumbre.

La radio local, Radio Libélula, abrió la mañana con una locución que parecía una bendición:
—Queridos oyentes: el otoño ha entrado en nuestras vidas como un jubilado en la cola del ambulatorio… sin hacer ruido, pero con presencia.

En el bar de Nines, las mesas se llenaron de una energía que no se sentía desde la última feria.
Los primeros cafés calientes se sirvieron sin que nadie muriera por combustión espontánea.
Don Isidro, que llevaba días mirando la temperatura con desconfianza, pidió por primera vez en meses una tapa de Pestorejo a la brasa. Al primer bocado, entre sorbo de café y mueca satisfecha, soltó:
—Esto es vida. Esto es patria.

En las calles, una brisa tímida empezó a colarse entre los balcones con macetas olvidadas. Fue entonces cuando se dejó ver la primera hoja seca del otoño, que cayó despacio, como una plegaria.
Era de un olmo reseco que llevaba sin saber qué estación era desde 2012, un árbol viejo que parecía haber sobrevivido a guerras, crisis inmobiliarias, sequías y olas de calor.

Los niños la vieron caer y se quedaron quietos, con la boca abierta. Algunos adultos dijeron que era pura casualidad, pero no faltaron quienes la fotografiaron como si fuera un cometa o una señal divina.
Nines, la del bar, la enmarcó y colgó un cartel justo debajo:

“Aquí cayó el otoño. Y no murió nadie.”

Mientras tanto, los jóvenes del pueblo, aún con pantalones cortos y sandalias, comenzaron a planear sus escapadas a la sierra, ilusionados con la idea de “que ya no hace tanto calor, ¿no?”.
—Podemos hacer senderismo sin morir en el intento —decían, con la energía renovada.

Las abuelas, guardianas de la sabiduría de las estaciones, comenzaron a hervir sopa de ajo.
La cocina parecía un hammam, con ollas humeantes y delantales sudados, pero sus caras irradiaban felicidad.
—Hay que ir acostumbrando el cuerpo —decían al unísono, mientras añadían un chorrito de pimentón y pan frito.

Incluso el cura, que siempre iba a la vanguardia del pueblo, mencionó el cambio de estación en la misa vespertina:

—Así como caen las hojas, caigan nuestros pecados, y como llega el viento, llegue el abrigo al corazón.

A última hora del día, cuando el sol empezó a ocultarse tras las colinas, la temperatura bajó a un fresco (para ellos) de 25 grados.
Una pareja de jóvenes, valientes o quizás inconscientes, se atrevió a dar un paseo sin abanico.
Alguien encendió incienso en una esquina, no por devoción, sino porque los mosquitos se estaban mudando a climas más frescos y había que ahuyentarlos.

Don Isidro, que miraba el horizonte desde la puerta del bar con los brazos cruzados, lanzó una frase con la solemnidad que solo él sabe imprimir:

—Se acabó el verano. Guardad los abanicos. Sacad el brasero. Y que Dios reparta mantas.

En ese instante, como una banda sonora natural, un búho lejano ululó, y la noche abrazó Villafresno del Río con su manto fresco, perfumado por eucaliptos y el eco de un río dormido.

Los vecinos comenzaron a encender pequeñas hogueras en sus patios, preparándose para las noches de charla, memorias y, por qué no, para esperar que el frío no fuera tan cruel.

Por primera vez en mucho tiempo, el pueblo respiró hondo y supo que, aunque el calor volvería, había llegado un respiro. Y eso, para ellos, era más que suficiente.

20.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IX): El Fin del Calor (o el 31 de diciembre de agosto)


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (IX): El Fin del Calor (o el 31 de diciembre de agosto)

El milagro se confirmó el viernes a primera hora: 38 grados de máxima.

Treinta y ocho. ¡Treinta y ocho! La noticia se corrió como la pólvora. En la farmacia, la señora que lleva el tensiómetro de alquiler gritó:
—¡Esto es frescor, coño! ¡Me voy a poner mangas largas!
En la carnicería, Anselmo bajó la temperatura de la cámara a 2 grados “por solidaridad con el clima”.
Y en el bar de Nines, al abrir la puerta de la cámara de Mahou, un cliente exclamó:
—¡Esto es Siberia!

El Ayuntamiento emitió un bando extraordinario, redactado de urgencia por el alcalde Cipriano, con su habitual tono de solemnidad poética:

“Se informa a los vecinos de Villafresno del Río que, al ceder la ola de calor, se convoca a toda la población a celebrar el Fin de la Ola a las 22:00 horas en la plaza, con brindis, música y acto simbólico de despedida del infierno climático que hemos vivido. Traigan silla, botijo y alegría. Y si alguien tiene un ventilador que funcione, que lo comparta, hombre. Que estamos en verano, pero no en el Sáhara”.

En menos de dos horas, el pueblo entero entró en modo Fin de Año.
La banda de música, que no tocaba desde la boda de Genaro (la del jamón sudado y las croquetas volcánicas), sacó los instrumentos del altillo del local de ensayo.
El saxofonista, Manolo el del estanco, avisó:
—Tengo los labios derretidos, pero haré lo que pueda.

Las abuelas, sin esperar más instrucciones, empezaron a preparar bandejas de roscas fritas, empanadillas y canapés de ensaladilla que amenazaban con salirse por los bordes del pan de molde.
Y Nines colgó en la fachada del bar un cartel improvisado con rotulador rojo que decía:

“Hoy, el calor se va. ¡Y tú también, Lorenzo, cabrón!”

A las nueve en punto, con 35 grados (que ya se consideraban temperatura de entretiempo), la plaza era un mosaico humano.
Niños corriendo con globos llenos de hielo picado (que les duraban medio minuto), adolescentes ensayando coreografías para TikTok con música de Camela, y mayores colocando las sillas de enea como si se tratara de un consejo de sabios.

El decorado era puro reciclaje festivo: guirnaldas de San Bartolo, luces de Navidad, banderas de la Eurocopa del 2008 y una gran pantalla de tele vieja conectada a un reloj digital que marcaba la cuenta atrás hacia las 22:00, como si fuera Nochevieja.

Don Isidro, con su mejor camisa de lino celeste —la de los funerales, elecciones y milagros climáticos— se sentó en primera fila, junto a su cuñado Fermín y su perra Lola, que llevaba un pañuelo con estrellitas.
—Esto me recuerda al 82, cuando llovió en agosto —dijo, mientras se abanicaba con un folleto de la misa de San Blas.

A las diez en punto, estalló el espectáculo:

Las campanadas

No había uvas. ¡¿Qué uvas?! Las únicas bolitas accesibles eran de hielo, que los niños se metían en la boca antes de que se esfumaran entre risas y gritos.
Un voluntario del pueblo, con voz engolada y gorro de cotillón, cantó las doce como si narrara un combate de boxeo:

—¡Una! ¡Dos! ¡Tres! ¡Cuatro!… ¡Y la última por Lorenzo, el cabrón!

El brindis general

El gazpacho corría por las copas de plástico como si fuera champán. Algunos le echaron un chorrito de vino de pitarra para darle “cuerpo”, y proclamaron que habían inventado el "bloody Mary de la tierra".
—Está ácido, pero refresca —dijo Blasa, mientras se limpiaba el bigote de ajo con una servilleta de propaganda de ferretería.

Cánticos populares

Una versión flamenca de Let It Go, rebautizada como Déjalo ya, calor, se convirtió en himno espontáneo.
Y la charanga, entre pasodobles, improvisó uno nuevo:

Brisita de la buena, entra por la rendija,
tú eres mi heroína, tú eres mi cobija.

El coro de mujeres del Centro de Día entonó una sevillana dedicada a la sombra, mientras una pareja mayor bailaba a dos por hora, pero con dignidad.

El acto central: la quema simbólica del abanico

A las once en punto, el silencio se hizo en la plaza.
Mari Pepa, viuda de dos calores y superviviente de la ola de 2003, colocó su abanico viejo —deshilachado, con manchas de gazpacho y hasta una grapa— sobre un pequeño brasero.

—Se va con honores —dijo—. Este abanico ha sido mi espada, mi escudo y mi salvación. ¡Que descanse en paz!

El público aplaudió. Alguno lloró. Y mientras el abanico ardía con dignidad, el cura, en camiseta de tirantes, hizo discretamente la señal de la cruz.

Y entonces... el baile

El DJ Termo, esta vez con camisa de lino blanca y un ventilador apuntándole a la cara, pinchó solo temas por debajo de 100 bpm: boleros, canciones lentas y algo de música instrumental de los 80.

—Prohibido el reguetón hasta que bajemos de los 30 grados —avisó por megafonía.

Los suecos del capítulo VI, desde Estocolmo, mandaron un vídeo por WhatsApp proyectado en la pantalla:

—"Nos alegramos por vosotros, hermanos del sur. Aquí hace 18 grados y estamos llorando de alegría".

Don Isidro se levantó, alzó su botellín de Mahou bien sudado, y dijo con voz firme:

—Que vuelva el calor cuando quiera. Pero que avise. Y que traiga cerveza.


Al día siguiente, amanecieron con 34 grados.
Pero eso ya era otoño para Villafresno del Río.

Y por primera vez en semanas, alguien dijo:
—¿Ponemos un café?