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4.8.25

Quien de Mérida sale sin pestorejo, no sabe lo que es un consejo

Mérida, antigua Emerita Augusta, fue fundada por veteranos de las legiones romanas allá por el 25 a.C., y desde entonces no ha dejado de alimentar a los suyos con generosidad. Primero fueron garum, trigo y vino; siglos después, el cristianismo, los visigodos y la reconquista trajeron otros condimentos... Pero hubo que esperar a la invención de la tapa y la llegada triunfal del cerdo para que la ciudad encontrara su verdadero centro de gravedad: el pestorejo

Si uno visita Mérida y no prueba el pestorejo, es como ir a Roma y no ver el Coliseo, o peor: como ir al Museo del Prado y no ver a Las Meninas, porque “no te da tiempo”. Pues haber salido antes, criatura.
El pestorejo es, sin exagerar, uno de los grandes logros de la humanidad en lo que a gastronomía se refiere. Puede que la UNESCO aún no lo haya declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero dale tiempo. O mejor, dale un mordisco.

Para los que no saben de qué estoy hablando. ¿Qué es el pestorejo?

La pregunta, aunque legítima, tiene trampa. Porque si uno supiera de antemano qué es el pestorejo, quizá se lo pensaría dos veces. Hablamos, ojo, que esto es serio, de careta de cerdo. Sí, esa misma que en otro contexto da sustos en Halloween o sirve como máscara ritual en películas de terror rural. Pero en Extremadura, concretamente en Mérida, la careta se reencarna en gloria bendita tras un paso por las brasas, la plancha o el perol.

¿Cómo se cocina?

Hay más formas de preparar pestorejo que maneras de justificar una siesta en agosto. Las más habituales son:

  • A la plancha: Crujiente por fuera, meloso por dentro. Una sinfonía de grasas nobles que, bien dorada, recuerda por momentos al bacon que se ha apuntado a un máster de cocina.

  • A la brasa: Aquí se pone serio. El humo lo perfuma, lo eleva y lo transforma en algo ancestral, como si te estuvieras comiendo un secreto transmitido de generación en generación por chamanes ibéricos.

  • Cocido y guisado: Es igual de eficaz. La careta se cuece con pimentón, ajo, laurel y lo que haya a mano (vino, cerveza o incluso lágrimas de felicidad del cocinero), quedando tierna y gelatinosa, para quienes aprecian las texturas sinceras.

¿Y cómo se come?

Con las manos, claro, o como mucho ayudado con un palillo. Nada de tenedores ni protocolos. El pestorejo se come entre risas, con servilletas pringadas y una cerveza bien fría. Se sirve como tapa, como ración o como excusa para quedarse en el bar tres horas más de lo previsto.

Porque una vez en la mesa, el pestorejo genera debate, entusiasmo, polémica y algún que otro poema improvisado. Y casi siempre, va acompañado de pan y patatas fritas, porque esa grasa dorada que queda en el plato no se puede dejar atrás. Es pecado mortal según las escrituras extremeñas.

Mérida: capital mundial del pestorejo

Sí, podríamos decir que el pestorejo se encuentra en algunos lugares de Extremadura, pero es en Mérida donde ha encontrado su Olimpo. Practicamente, bar que entras, bar que lo tiene. Y si no lo tiene, desconfía: puede que estés en un local para turistas despistados.

En la ciudad romana por excelencia, donde hay más restos arqueológicos que pasos de cebra, el pestorejo es la piedra angular de la tapa autóctona. Triunfa en terrazas, barras y fiestas locales. Se consume en cualquier estación del año, aunque en verano tiene un toque especial: ese crujido que compite con las chicharras y ese brillo en la frente que no sabes si es del calor o del cerdo.

Las bondades de la gastronomía emeritense

Mérida no solo alimenta el alma con teatro clásico, también lo hace con platos como las migas, la caldereta, el zorongollo, y por supuesto, el pestorejo. Esta gastronomía es honesta, potente y generosa, como la abuela que te ve flaco aunque peses 90 kilos. Aquí no se juega con espumas ni esferificaciones. Aquí se fríe, se asa y se unta. Y se goza.

Y no podemos hablar de gastronomía en Mérida sin rendir tributo al jamón ibérico, esa joya curada que convierte cualquier mesa en un templo. Extremadura, con sus dehesas infinitas y cerdos felices que viven mejor que muchos urbanitas, es tierra sagrada del cerdo ibérico. El jamón de bellota no es solo un embutido: es un idioma, un estado de ánimo, una solución diplomática.

Su grasa se funde como si tuviera alma. Su aroma llega antes que él, como si el viento quisiera presumir. Y su sabor… bueno, eso no se describe: se vive, se llora un poco por dentro y se brinda. No hay turista, político ni cuñado que no se rinda ante una loncha bien cortada. Es el embajador no oficial de la región, el único capaz de callar a un grupo de comensales sin necesidad de discursos.
En definitiva, el pestorejo no es solo un trozo de cerdo. Es una experiencia sensorial, un canto a la vida porcina y una lección de humildad gastronómica. En un mundo donde los foodies se pelean por el último ramen de yuzu o la tostada de aguacate con brotes de quinoa, Mérida levanta la mano, sonríe y dice: “ Acho, ¿Has probado el pestorejo?”. Y entonces, ya no hay vuelta atrás.

¿Y por qué no una Feria del Pestorejo?

Porque, seamos sinceros: si en Punta Umbría se celebra la Feria de la Gamba, en Monesterio se rinde culto anual al Jamón, en Almagro hacen fiesta del pimiento y en Villarrobledo le montan sarao al queso manchego... ¿qué espera Mérida para consagrar su propio Día Mundial del Pestorejo?

No hablamos de una tapa cualquiera, no señor. El pestorejo se merece carpa, banda de música, pregón, camiseta con lema y pañuelo al cuello. Que haya concursos de aliños, pruebas de crujido, talleres infantiles con caretas, literalmente, y procesión de bandejas en alto, como si fueran santos del colesterol.

Un día al año para honrar a ese manjar que huele a bar de confianza, a terraza soleada y a conversación entre amigos. Que el Ayuntamiento tome nota, que la Junta lo apoye y que los bares de Mérida se preparen. Porque el pestorejo no es solo una tapa: es una institución, y ya va siendo hora de que el calendario lo respete.

Y si no lo hace, que al menos lo haga el paladar.