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6.8.25

Rambo nació de una manzana


Cuando piensas en John Rambo, seguramente te venga a la cabeza esa imagen: Sylvester Stallone, pecho al aire, sangre en el rostro, una cinta en la cabeza que no sirve para nada práctico y un cuchillo que parece diseñado por el demonio de Tasmania. Pero lo que tal vez no sepas es que Rambo no nació en una base militar, ni en Vietnam, ni siquiera en un gimnasio con luces de neón. Rambo nació… de una manzana. Literal.

Porque, como casi todo en Hollywood, la verdad es más extraña que la ficción. Y en este caso, mucho más jugosa. 

Una vez, en una tierra muy lejana llamada Estados Unidos de América, un hombre que regresó de la guerra con la cabeza llena de fantasmas y el corazón más roto que el sistema de salud pública. Se llamaba John Rambo y, aunque hoy lo conocemos como el tipo que revienta helicópteros con flechas explosivas y atraviesa selvas sudando testosterona, su historia empezó de forma mucho más modesta.

Todo comenzó, y esto es absolutamente cierto, con una manzana.

En 1972, un escritor llamado David Morrell, profesor universitario, estaba intentando escribir una novela que hablara del dolor de los veteranos de Vietnam. Quería que su protagonista tuviera un nombre sonoro, violento, breve. Algo que hiciera “boom”. Buscó en la historia, en la mitología... pero el nombre le vino de la nevera. Su mujer tenía una manzana en la encimera. Una variedad robusta, fuerte, de campo: Rambo Apple.


Morrell miró la manzana, la manzana lo miró a él (bueno, lo habría hecho si tuviera ojos), y entonces supo que ese sería su nombre.
Rambo. Corto, seco, contundente. Como un disparo.

Y así, con una fruta como madrina, nació John Rambo.

En las páginas de First Blood, Rambo no era un superhéroe. Ni llevaba camisetas de tirantes. Era un muchacho destrozado por la guerra, caminando por una América que prefería fingir que nunca lo envió a matar al otro lado del mundo. Vagaba sin rumbo, con barba de náufrago y mirada perdida, hasta que llegó a un pueblecito donde un sheriff con complejo de sheriff decidió que no quería vagabundos con cara de Vietnam en sus calles.

Lo arrestaron. Lo humillaron. Lo golpearon. Y entonces, Rambo recordó todo lo que había aprendido en la jungla.
Porque si le quitas la dignidad a un hombre que ya ha perdido todo lo demás… lo que queda es peligroso.

Se escapó, se refugió en el bosque, y comenzó una guerra solitaria con trampas caseras, cuchillos invisibles y una habilidad para moverse entre los árboles que haría llorar a Tarzán.
El ejército fue tras él. Helicópteros, perros, soldados...
Y al final, Rambo muere. Sí. El Rambo de la novela muere. No con fuegos artificiales, sino con el alma en ruinas. Como diciendo: “No me disteis paz. Así que no os dejo mi guerra”.

Pero claro… Hollywood tenía otros planes.

Diez años después, en 1982, llegó Sylvester Stallone, con sus pectorales, su mandíbula de granito y un guion entre manos. Le gustó la historia, pero dijo algo así como:
—"Ey, ¿y si no muere? ¿Y si en lugar de eso... llora un poquito al final y se convierte en leyenda?"

Y así nació la película First Blood (Acorralado). Rambo ya no era sólo un símbolo del abandono de los veteranos. Era el tipo al que no conviene cabrear.
Con su cuchillo del tamaño de un jamón serrano y su expresión de “me habéis jodido el día”, Rambo conquistó las taquillas.

El público lo adoró. ¿Quién no ha querido alguna vez escapar de todo, vivir en el monte y liarse a tiros con sus opresores mientras le persigue un coronel paternal con cara de "yo lo entrené, pero ahora es un monstruo"?


Hollywood, que huele el dinero como un tiburón huele la sangre, decidió que aquel Rambo podía hacer mucho más que esconderse en el bosque.
Así que lo mandaron:

  • A Vietnam otra vez, para ganar la guerra que EE.UU. había perdido, pero ahora en solitario y con explosivos caseros.

  • A Afganistán, para ayudar a los muyahidines contra los soviéticos (que años más tarde serían… bueno, eso es otro cuento).

  • A Birmania, donde el número de cadáveres por minuto era tan alto que uno no sabía si estaba viendo una película o una partida de Doom.

  • Y finalmente a México, en la que sería su jubilación sangrienta. Más que un héroe de acción, era un abuelo vengador con túneles bajo su rancho y un trauma con forma de machete.

Rambo nunca existió como tal, pero su historia es la de muchos soldados reales. Morrell se basó en los testimonios de veteranos que volvían de Vietnam con la cabeza hecha polvo y se encontraban con una sociedad que los llamaba “asesinos” o, peor aún, los ignoraba por completo.

Rambo es la metáfora de lo que pasa cuando a alguien lo usas, lo rompes, y luego lo tiras sin mirar atrás.
Sólo que en lugar de ir a terapia, Rambo hace estallar cosas.

Así que, niños y niñas, si algún día os coméis una manzana y os inspira para crear un personaje inolvidable… no la subestiméis.
Puede que esa fruta no os dé vitaminas, pero puede que os regale un mito.

Porque, aunque parezca increíble, John Rambo nació de una manzana, caminó entre páginas, se volvió leyenda en celuloide y acabó siendo el héroe que se afeita con una piedra y cocina con dinamita.

Y todo porque alguien, una vez, tuvo hambre… y literatura.

Si algo nos enseñaron las películas de Rambo, y, por extensión, el cine de acción de los años 80, es que más músculo y más explosiones solucionan cualquier problema mundial. ¿Diálogo profundo o desarrollo de personajes? Para qué, si con un grito, una banda sonora estruendosa y un cuchillo de tamaño impráctico puedes acabar con ejércitos enteros.

Es el cine de la era Reagan: patriotismo con banda sonora de sintetizador, héroes solitarios que se enfrentan a la burocracia, al comunismo, o a la cartelera rival. Donde la lógica se dobla como los bíceps de Stallone y la reflexión social queda a la sombra de una ráfaga de ametralladora.

Pero, bajo la capa de testosterona y explosiones, había un personaje al que no le importaba ser el más fuerte del mundo, sino simplemente sobrevivir en un mundo que lo había olvidado. Rambo, en su esencia, es un grito por la humanidad detrás del hombre armado; es la tragedia de un soldado roto, vestido de mito.

El cine de acción ochentero, con sus tramas simples y efectos estrambóticos, fue un espejo distorsionado de un país (y un mundo) que buscaba escapismo y certezas en tiempos inciertos. Y aunque muchas de esas películas ahora parecen un desfile de clichés, clichés y más clichés, no podemos negar que nos enseñaron a amar a esos tipos duros con corazón blando, a los que todo el mundo subestima hasta que empiezan a correr con cuchillos en mano.

Al final, Rambo es más que una franquicia; es un símbolo de contradicciones:

  • La violencia que clama por paz.

  • La fuerza que oculta vulnerabilidad.

  • El héroe que solo quería desaparecer.

Y, por eso, pese a todo, sigue siendo relevante.
Porque en cada explosión de película de acción, hay un hombre que solo quiere encontrar su lugar en el mundo. Y eso, es más humano que cualquier cuchillo de guerra.

FIN

(aunque Rambo diría: “Nada ha terminado… ¡nada!”

4.8.25

Quien de Mérida sale sin pestorejo, no sabe lo que es un consejo

Mérida, antigua Emerita Augusta, fue fundada por veteranos de las legiones romanas allá por el 25 a.C., y desde entonces no ha dejado de alimentar a los suyos con generosidad. Primero fueron garum, trigo y vino; siglos después, el cristianismo, los visigodos y la reconquista trajeron otros condimentos... Pero hubo que esperar a la invención de la tapa y la llegada triunfal del cerdo para que la ciudad encontrara su verdadero centro de gravedad: el pestorejo

Si uno visita Mérida y no prueba el pestorejo, es como ir a Roma y no ver el Coliseo, o peor: como ir al Museo del Prado y no ver a Las Meninas, porque “no te da tiempo”. Pues haber salido antes, criatura.
El pestorejo es, sin exagerar, uno de los grandes logros de la humanidad en lo que a gastronomía se refiere. Puede que la UNESCO aún no lo haya declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, pero dale tiempo. O mejor, dale un mordisco.

Para los que no saben de qué estoy hablando. ¿Qué es el pestorejo?

La pregunta, aunque legítima, tiene trampa. Porque si uno supiera de antemano qué es el pestorejo, quizá se lo pensaría dos veces. Hablamos, ojo, que esto es serio, de careta de cerdo. Sí, esa misma que en otro contexto da sustos en Halloween o sirve como máscara ritual en películas de terror rural. Pero en Extremadura, concretamente en Mérida, la careta se reencarna en gloria bendita tras un paso por las brasas, la plancha o el perol.

¿Cómo se cocina?

Hay más formas de preparar pestorejo que maneras de justificar una siesta en agosto. Las más habituales son:

  • A la plancha: Crujiente por fuera, meloso por dentro. Una sinfonía de grasas nobles que, bien dorada, recuerda por momentos al bacon que se ha apuntado a un máster de cocina.

  • A la brasa: Aquí se pone serio. El humo lo perfuma, lo eleva y lo transforma en algo ancestral, como si te estuvieras comiendo un secreto transmitido de generación en generación por chamanes ibéricos.

  • Cocido y guisado: Es igual de eficaz. La careta se cuece con pimentón, ajo, laurel y lo que haya a mano (vino, cerveza o incluso lágrimas de felicidad del cocinero), quedando tierna y gelatinosa, para quienes aprecian las texturas sinceras.

¿Y cómo se come?

Con las manos, claro, o como mucho ayudado con un palillo. Nada de tenedores ni protocolos. El pestorejo se come entre risas, con servilletas pringadas y una cerveza bien fría. Se sirve como tapa, como ración o como excusa para quedarse en el bar tres horas más de lo previsto.

Porque una vez en la mesa, el pestorejo genera debate, entusiasmo, polémica y algún que otro poema improvisado. Y casi siempre, va acompañado de pan y patatas fritas, porque esa grasa dorada que queda en el plato no se puede dejar atrás. Es pecado mortal según las escrituras extremeñas.

Mérida: capital mundial del pestorejo

Sí, podríamos decir que el pestorejo se encuentra en algunos lugares de Extremadura, pero es en Mérida donde ha encontrado su Olimpo. Practicamente, bar que entras, bar que lo tiene. Y si no lo tiene, desconfía: puede que estés en un local para turistas despistados.

En la ciudad romana por excelencia, donde hay más restos arqueológicos que pasos de cebra, el pestorejo es la piedra angular de la tapa autóctona. Triunfa en terrazas, barras y fiestas locales. Se consume en cualquier estación del año, aunque en verano tiene un toque especial: ese crujido que compite con las chicharras y ese brillo en la frente que no sabes si es del calor o del cerdo.

Las bondades de la gastronomía emeritense

Mérida no solo alimenta el alma con teatro clásico, también lo hace con platos como las migas, la caldereta, el zorongollo, y por supuesto, el pestorejo. Esta gastronomía es honesta, potente y generosa, como la abuela que te ve flaco aunque peses 90 kilos. Aquí no se juega con espumas ni esferificaciones. Aquí se fríe, se asa y se unta. Y se goza.

Y no podemos hablar de gastronomía en Mérida sin rendir tributo al jamón ibérico, esa joya curada que convierte cualquier mesa en un templo. Extremadura, con sus dehesas infinitas y cerdos felices que viven mejor que muchos urbanitas, es tierra sagrada del cerdo ibérico. El jamón de bellota no es solo un embutido: es un idioma, un estado de ánimo, una solución diplomática.

Su grasa se funde como si tuviera alma. Su aroma llega antes que él, como si el viento quisiera presumir. Y su sabor… bueno, eso no se describe: se vive, se llora un poco por dentro y se brinda. No hay turista, político ni cuñado que no se rinda ante una loncha bien cortada. Es el embajador no oficial de la región, el único capaz de callar a un grupo de comensales sin necesidad de discursos.
En definitiva, el pestorejo no es solo un trozo de cerdo. Es una experiencia sensorial, un canto a la vida porcina y una lección de humildad gastronómica. En un mundo donde los foodies se pelean por el último ramen de yuzu o la tostada de aguacate con brotes de quinoa, Mérida levanta la mano, sonríe y dice: “ Acho, ¿Has probado el pestorejo?”. Y entonces, ya no hay vuelta atrás.

¿Y por qué no una Feria del Pestorejo?

Porque, seamos sinceros: si en Punta Umbría se celebra la Feria de la Gamba, en Monesterio se rinde culto anual al Jamón, en Almagro hacen fiesta del pimiento y en Villarrobledo le montan sarao al queso manchego... ¿qué espera Mérida para consagrar su propio Día Mundial del Pestorejo?

No hablamos de una tapa cualquiera, no señor. El pestorejo se merece carpa, banda de música, pregón, camiseta con lema y pañuelo al cuello. Que haya concursos de aliños, pruebas de crujido, talleres infantiles con caretas, literalmente, y procesión de bandejas en alto, como si fueran santos del colesterol.

Un día al año para honrar a ese manjar que huele a bar de confianza, a terraza soleada y a conversación entre amigos. Que el Ayuntamiento tome nota, que la Junta lo apoye y que los bares de Mérida se preparen. Porque el pestorejo no es solo una tapa: es una institución, y ya va siendo hora de que el calendario lo respete.

Y si no lo hace, que al menos lo haga el paladar.

31.7.25

Reflexión ligeramente desesperada sobre el mes de julio

Julio. Ay, julio. Mes de los calendarios sudorosos, del aire acondicionado convertido en tótem sagrado y de la existencia suspendida como una toalla húmeda en el perchero del alma. Julio es el martes eterno del año: no tiene el exotismo optimista de junio, ni el desenfreno mediterráneo de agosto. Julio es la antesala de algo mejor. Una sala de espera, pero sin aire, sin revistas, con mosquitos y con 40 grados a la sombra.

Porque julio, para quien tiene, como yo, las vacaciones programadas el 12 de agosto, no es solo largo. Es bíblico. Es como el desierto del Éxodo, pero sin Moisés, sin zarzas ardientes y sin tablas. Julio es una especie de purgatorio laboral donde uno sobrevive a base de cafés fríos, duchas tibias y sueños húmedos de tumbonas.

Qué paradoja tan refinada, además: el sol está en su cenit, las terrazas se llenan de risas ajenas, las calles huelen a after sun, y uno ahí, con el gesto torcido y el alma en countdown. Porque cuando sabes que el 12 de agosto te espera como una promesa escrita en las tablas del Sinaí, cada día de julio es un peldaño más en una escalera oxidada. Un mes entero convertido en lista de espera, donde el teléfono suena solo para cosas irrelevantes y el tiempo avanza al ritmo de una fotocopiadora vieja.

Y claro, uno intenta engañar al calendario con planes los fines de semana, ya sea aquí en Cáceres o en Mérida, con cenas, terrazas, con helados nocturnos, pero julio te observa con sorna. Es como ese profesor que alarga la clase justo antes del recreo. Tú, con la toalla mental ya extendida, los libros de bolsillo en la cabeza y la maleta preparada desde San Fermín, pero él, julio, tirano solar, aún tiene, el muy cabrón, 31 días para jugar contigo y torturarte.

Pero (¡ay, pero!), hay algo que alivia julio del colapso definitivo. Algo que, como los limones al gintonic, lo equilibra. Un consuelo ritual, una tradición veraniega que le da al sufrimiento un sentido casi poético.

El Tour de Francia.

Porque mientras tú te derrites en la silla del curro y marcas los días en el calendario como un presidiario con acceso a rotuladores fluorescentes, hay hombres (de piernas imposibles y pulmones de acero) que están subiendo el Tourmalet con 40 grados, la cara desencajada y la lycra pegada como papel film. Y eso, amigo, da paz.

Julio sin el Tour sería como julio sin ventilador: un crimen contra la humanidad. Nada iguala el placer de llegar a casa sudado, abrir una cerveza fría y ver a tipos que llevan 180 kilómetros pedaleando mientras tú te debates entre si comer ensalada o volver a pedir comida china. El Tour te recuerda que hay quien lo está pasando peor, pero con honor y dopaje leve. Te da épica. Te da drama. Te da excusa para no ir a la piscina porque “están en la etapa reina”.

Así que sí: julio es eterno, pero al menos tiene el Tour. Y ese Tour es tu París, tu Champs-Élysées interior. El sprint final hacia el 12 de agosto, que ya se atisba en el horizonte como un oasis de hamacas, cervezas en el Cosmo Beach club y paseos al amanecer.

Sin embargo, y he aquí la parte culta, nos salva el estoicismo. Séneca ya lo decía (probablemente mientras sudaba en una domus sin persianas): “No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho.” Y tú piensas: “Claro, Séneca, pero tú no tenías instagram ni grupos de WhatsApp con el tema de las vacaciones en bucle desde mayo.”

El 31 de julio no quiere irse. Se agarra a la pantalla como un gato a la cortina. Mira al 1 de agosto con el desprecio de quien aún no ha terminado su turno. El calendario digital parpadea. Suspira. Sabe que pronto cederá… pero no sin dar la guerra.

Así que resistamos. Que cada amanecer nos acerque a ese 12 de agosto, día glorioso, punto de fuga, oasis en esta travesía ardiente. Llegará. Y el 12, cuando el mundo siga funcionando sin ti, brindarás con horchata o con gin-tonic por haber sobrevivido al más largo de los meses.

Julio: te estamos viendo. Y aunque parezcas eterno, ya has empezado a morir.

30.7.25

El Drácula de la Hammer: la sombra inmortal de Christopher Lee

En el panteón del cine de terror, pocos rostros son tan inconfundibles como el de Christopher Lee enfundado en la capa del Conde Drácula. Alto, imponente, con una mirada hipnótica y una voz cavernosa que parecía surgir desde el mismo ataúd de la literatura gótica, Lee redefinió al vampiro más famoso de todos los tiempos en una saga que marcó un antes y un después en el género: el ciclo de Drácula de la Hammer Films.

Drácula ha tenido muchas caras a lo largo del siglo XX, pero pocas tan memorables como la de este actor británico, que convirtió al conde transilvano en una figura erótica, brutal y trágica. La suya fue una interpretación que mezclaba el instinto animal con la elegancia, el sadismo con la seducción. Lee no solo interpretó a Drácula: lo encarnó con tal intensidad que su sombra todavía tiñe la mitología vampírica del cine contemporáneo.

Cuando Hammer Films decidió resucitar a Drácula en 1958, el personaje llevaba décadas enmohecido entre los pliegues del cine clásico. La interpretación de Bela Lugosi había quedado fijada como un icono, sí, pero también como un cliché. Aquel conde de acento húngaro, medido y teatral, empezaba a parecer más una figura de museo que una amenaza real.

La Hammer apostó por una reinvención radical: Horror of Dracula, título internacional de Dracula, dirigida por Terence Fisher, reescribía el mito con colores vivos, sexualidad insinuada y una violencia sin ambages. Era la Inglaterra de posguerra, una sociedad que reprimía por un lado y deseaba liberarse por otro. El nuevo Drácula era, en ese sentido, un símbolo perfecto: la pulsión oscura que acecha bajo la superficie de la respetabilidad victoriana.

Y en medio de ese torbellino, apareció él: Christopher Lee, 1,96 de estatura, ojos como cuchillas, mandíbula de mármol y una presencia que llenaba el plano sin necesidad de hablar. En su primera aparición como Drácula, solo pronuncia 13 palabras. Pero bastaron.

Lee no llegó al personaje por azar. Su físico, su porte aristocrático y su mirada gótica eran perfectos para encarnar al vampiro más célebre de la literatura. Pero detrás de esa máscara había mucho más. Nacido en Londres el 27 de mayo de 1922, Christopher Frank Carandini Lee descendía de nobleza italiana por parte de madre y de oficiales militares británicos por parte de padre. Esa mezcla de linaje y disciplina marcó toda su vida.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Lee combatió como parte de la Royal Air Force y fue miembro del SOE (el servicio secreto británico), participando en misiones en los Balcanes y el norte de África. Nunca reveló detalles: decía que, si lo hiciera, tendría que matarte. Esa aura de misterio le acompañó siempre.

Tras la guerra, decidió dedicarse al cine. Su estatura fue inicialmente un problema: demasiado alto, decían, para los papeles convencionales. Pero en los años 50 conoció a los productores de Hammer Films y todo cambió. Su primera colaboración con Peter Cushing fue The Curse of Frankenstein (1957), donde interpretaba al monstruo. Al año siguiente, sería Drácula. Y el resto es historia... teñida de rojo brillante.

El de Lee no era un vampiro de salón, sino una fiera. Su Drácula no conversaba: acechaba. No seducía con florituras verbales, sino con la mirada y el instinto. Sus ojos inyectados en sangre, sus garras crispadas, su andar felino... Todo en él era físico, brutal, urgente. Un depredador sexual envuelto en terciopelo negro.

El uso del color por parte de la Hammer fue clave. La sangre, roja, intensa, provocadora, se convirtió en firma estética. A esto se sumaban los escotes sugerentes de sus víctimas, los candelabros en penumbra, los castillos empapados de niebla. Era el gótico llevado al límite, más cerca de Mario Bava que de Tod Browning. Y el conde, en medio de ese carnaval siniestro, reinaba.

Pero interpretar al conde no fue un camino de rosas para Lee. Tras el éxito de la primera película, Hammer lo ató a la franquicia durante más de quince años, rodando una secuela tras otra con guiones cada vez más pobres y tramas más delirantes. En Scars of Dracula (1970), el conde trepaba por las paredes como Spider-Man. En Dracula A.D. 1972, aparecía en el Londres de Carnaby Street, rodeado de hippies y rock psicodélico.

Lee, cada vez más frustrado, amenazaba con abandonar. De hecho, en algunas secuelas llegó a negarse a decir sus frases por considerarlas absurdas, obligando a los guionistas a convertirlo de nuevo en un monstruo mudo. Pero el público seguía acudiendo a las salas, hipnotizado por su presencia. Y Hammer, asfixiada económicamente, no podía dejarle marchar.

A pesar del agotamiento del personaje, Lee jamás renegó de su importancia. Drácula le abrió las puertas del cine internacional. A partir de los 70, su carrera se diversificó: fue el villano de James Bond en El hombre de la pistola de oro (1974), participó en joyas como The Wicker Man y se reinventó en el siglo XXI como Saruman en El Señor de los Anillos y el Conde Dooku en Star Wars. En paralelo, grabó discos de heavy metal sinfónico, era fan de Rhapsody of Fire,
y trabajó hasta pocos años antes de su muerte.

Murió el 7 de junio de 2015, a los 93 años, con una filmografía de más de 275 títulos. Un récord Guinness. Un caballero con capa y colmillos.

Sería injusto hablar del Drácula de Lee sin mencionar al Van Helsing de Peter Cushing. Mientras uno encarnaba la amenaza, el otro representaba la inteligencia, el deber moral, la ciencia como antídoto frente a lo irracional. Cushing era cerebral, rápido, atlético, pero también sensible. Su amistad con Lee trascendió lo profesional: cuando murió la esposa de Cushing, Lee interrumpió un rodaje en España para consolarlo en persona. Eran, como se decía en tono afectuoso, "enemigos íntimos".

La saga de Drácula para la Hammer se extinguió en los años 70, víctima de la saturación y los cambios en el gusto del público. Pero su legado permanece. El vampiro ya no volvió a ser el mismo. La elegancia depredadora de Lee, su dominio absoluto de la pantalla, sus silencios cargados de tensión, definieron para siempre al monstruo romántico del siglo XX.

Quizás por eso, aunque él insistiera en que Drácula le encadenó durante años, nosotros seguimos celebrando esa condena. Porque de todos los actores que se han acercado al ataúd, ninguno ha salido con más estilo, más furia ni más inmortalidad que Christopher Lee, el conde definitivo.


29.7.25

Granada en invierno


Granada en invierno es un poema escrito con escarcha y humo. Una ciudad que no se resigna al frío, sino que lo convierte en abrigo, en ritual, en invitación al recogimiento y al encuentro. Caminar por sus calles en esos meses es como adentrarse en un cuento oriental con final andaluz.

Las teterías del Albaicín, con sus faroles de cobre y sus cojines bordados, se llenan de vapor especiado y risas bajas. El té humea en vasos de cristal y se mezcla en el aire con el olor a incienso y pastelillos de almendra. Afuera, en la cuesta de San Gregorio o cerca del Arco de Elvira, la piedra se humedece con la neblina de la tarde, y las fachadas parecen sudar recuerdos de otras edades.

El Albaicín entero, en estos días de luz oblicua y nubes lentas, se transforma en un laberinto blanco y ocre donde el tiempo parece rendirse. Es un barrio de rumores suaves, de puertas entreabiertas y geranios que resisten en los alfeizares. Subir sus cuestas es caminar hacia el pasado, hacia el temblor de la historia, hacia ese murmullo de almuédanos perdidos en la bruma del mediodía.

Y entonces, desde lo alto, el Mirador de San Nicolás se abre como un balcón del alma. Allí, donde los atardeceres detienen el pulso del mundo, la Alhambra se ofrece majestuosa, con la Sierra Nevada al fondo vestida de nieves eternas. Es un instante suspendido, un respiro cósmico. Las guitarras tocan sin necesidad de público, los enamorados se abrazan como oraciones mudas, y Granada entera se contempla a sí misma, sabiendo que nunca será más hermosa que en ese preciso segundo.

Bajando hacia el centro, el bullicio no desentona: se transforma. En los bares se entrechocan las voces y los vasos; la gente se agolpa alrededor de las barras sabiendo que, en Granada, con una bebida bien servida llega una tapa generosa, caliente y abundante: migas con pimientos, berenjenas con miel, tortilla recién cuajada, albóndigas morunas. Comer en Granada en invierno no es un acto de necesidad, sino de celebración popular. Se comparte, se ríe, se habla fuerte. Las tapas son una forma de comunidad y resistencia al frío.

El mercado de la Alcaicería, con su trazado de zoco andalusí, parece aún más encantado en estos meses. Los puestos de telas, cerámicas y marroquinería relucen bajo la luz dorada de las lámparas, y el murmullo de los comerciantes se mezcla con el eco de los turistas asombrados. Todo huele a cuero, a madera, a especias dormidas en sacos de yute. Uno camina por sus callejas estrechas como quien recorre un sueño bordado a mano.

Muy cerca, el Paseo del Darro serpentea al ritmo del agua y la nostalgia. En invierno, cuando la vegetación duerme y los turistas escasean, ese rincón parece un espejo del alma granadina: callado, melancólico, de una belleza antigua y sobria. El río corre sin prisa entre los puentes de piedra, y la Alhambra lo contempla desde su altura, como quien observa a un viejo amor sin atreverse a llamarlo.


Y allí, en pleno corazón de la ciudad, el Centro Federico García Lorca palpita como una arteria poética. Sus salas, su biblioteca, sus exposiciones temporales son un templo laico al espíritu del poeta que mejor supo leer el alma de Granada. Pero más allá del edificio, Lorca está en todas partes: en la lluvia que cae sobre la plaza de Bib-Rambla, en la voz de una cantaora que entona una seguiriya a media noche, en los grafitis que lo evocan, en los pasos que suben a Fuente Vaqueros buscando una infancia de geranios y trillos.


Granada en invierno es Lorca susurrado. Es ese duende que se esconde entre la niebla de la Vega, entre las hojas secas del Realejo, entre los libros apilados en las librerías de viejo. Es una ciudad que no se entiende sólo con los ojos, sino con el corazón, con los pies cansados, con el estómago lleno y el alma encendida.

En ella todo parece un poco más lento, más íntimo, más verdadero. Como si el invierno le recordara que es, ante todo, una ciudad para ser vivida a fuego lento, como un verso leído al calor de una chimenea o una guitarra que suena tras una puerta entreabierta.


28.7.25

La historia del spaghetti western en España



En el sur abrasado de Europa, allí donde los olivares se extienden hasta confundirse con el horizonte y la calima parece derretir las campanas de las iglesias al mediodía, germinó uno de los episodios más singulares, extravagantes y gloriosos del cine europeo del siglo XX: el spaghetti western. Un subgénero fronterizo y desacomplejado, que encontró en España no solo un plató privilegiado, sino el alma terrosa y curtida de sus imágenes más icónicas. Esta es su historia, entre el polvo del desierto de Tabernas y el eco de unos revólveres que hoy sólo disparan nostalgia.


I. El germen en Italia, la raíz en España

El spaghetti western, como todo buen forastero cinematográfico, nació lejos de la tierra que lo haría inmortal. En la Italia de los años 60, asediada por las modas foráneas y en plena efervescencia industrial del cine popular, productores como Sergio Corbucci, Duccio Tessari o el legendario Sergio Leone buscaron reinventar un género ya agotado en Hollywood: el western. Pero lo harían a su manera: más violento, más estilizado, más operístico. Y, sobre todo, más económico.

España apareció en ese contexto no sólo como un decorado barato, sino como una revelación. Las áridas sierras de Almería, especialmente los parajes de Tabernas, Sorbas, Níjar o el desierto de Los Colorados, ofrecían un paisaje visual idéntico —si no más bello y auténtico— que los polvorientos escenarios del Lejano Oeste. A eso se sumaba una legislación permisiva, costes de producción ínfimos, una mano de obra cualificada (extras, técnicos, especialistas) y un sol que, como un director de fotografía celestial, garantizaba luz durante casi todo el año.


El primer gran hito fue Por un puñado de dólares (1964), el explosivo debut de Sergio Leone y Clint Eastwood, rodada en gran parte en Almería y en Hoyo de Manzanares (Madrid). Aquel filme —una reinterpretación del Yojimbo de Kurosawa— no solo redefinió el western, sino que hizo que todos los caminos del género conducieran, durante más de una década, a Andalucía.


II. El auge: Tabernas como Hollywood del sur

Lo que siguió fue una fiebre del oro cinematográfica. Entre 1964 y 1973, se rodaron más de 200 spaghetti westerns en suelo español. Las productoras italianas, a menudo en colaboración con socios españoles y alemanes, levantaron pueblos enteros de madera prefabricada, construyeron fuertes, diligencias, saloons, prisiones y cementerios falsos con una autenticidad engañosa. El decorado más célebre, el Mini Hollywood —hoy convertido en parque temático— se convirtió en la Meca del subgénero.

Directores de toda Europa peregrinaron a España con sus equipos, sus estrellas venidas a menos y sus guiones plagados de venganza, traición, redención y pólvora. Las películas compartían una estética sucia y crepuscular, una moral ambigua, una violencia estilizada y una iconografía tan potente como absurda: cowboys europeos con ponchos mejicanos, rifles Winchester y rostros impasibles. Los nombres eran rimbombantes: El bueno, el feo y el malo (1966), La muerte tenía un precio (1965), Django (1966), El gran silencio (1968). Sus títulos lo prometían todo, y a menudo lo cumplían.

Los actores españoles —como Aldo Sambrell, Fernando Sancho o José Manuel Martín— se convirtieron en rostros habituales de bandidos y sicarios. También hubo técnicos de primer nivel que aprendieron el oficio en esos rodajes maratonianos y caóticos, como el director de fotografía Alejandro Ulloa o el montador Eugenio Alabiso. Incluso Ennio Morricone, desde Roma, componía las partituras que harían inmortales aquellas películas: silbidos, guitarras eléctricas, campanas, coros desgarrados que acompañaban los duelos bajo el sol con una poética sin palabras.


III. La simbiosis cultural y el alma mestiza

España no fue sólo una localización; fue parte esencial del ADN del spaghetti western. Los paisajes andaluces se fundieron con las historias de los forajidos. La luz del sur dotó de una épica melancólica a las escenas. Los figurantes locales —campesinos, albañiles, niños— dieron vida a un oeste mestizo que nunca existió, pero que parecía más real que el norteamericano. Hubo incluso westerns protagonizados por actores españoles, como Sancho Gracia o Carmen Sevilla, y algunos directores patrios como Joaquín Luis Romero Marchent y Eugenio Martín aportaron un sello propio al subgénero.

El cineasta catalán José María Zabalza rodó decenas de estos filmes en condiciones precarias, con resultados desiguales, pero con una pasión que lo elevó al rango de cine de culto. Mientras tanto, los habitantes de Almería vieron florecer una economía improvisada en torno al cine: los hoteles llenos de equipos de rodaje, los restaurantes rebosantes, las tiendas de alquiler de armas y vestuario, los jóvenes que soñaban con salir en una escena y quedarse en la moviola del recuerdo.


IV. La decadencia: un disparo en la niebla


Como todo oro, también el de Almería se agotó. A partir de 1973, el spaghetti western comenzó su lento declive. El público, hastiado de fórmulas repetidas, se volvió hacia otros géneros: el policiaco, el cine erótico, el terror. En Estados Unidos, el western tradicional se transformaba en autocrítica (Grupo salvaje, Sin perdón), mientras que en Europa el gusto cambiaba con la marea política y cultural.

Los decorados quedaron abandonados. El viento volvió a adueñarse de las calles falsas. El polvo se posó sobre los raíles oxidados y las puertas batientes. Tabernas se convirtió en una postal de sí misma, una cápsula del tiempo. Algunas producciones intentaron resucitar el género con parodias (Le llamaban Trinidad, 1970), con resultados comerciales pero también un aire de epitafio. España, mientras tanto, entraba en la Transición y el cine nacional tomaba otros derroteros más urbanos, más comprometidos, más reales.


V. El legado: ecos entre cactus

Hoy, mirar hacia el spaghetti western es mirar hacia un sueño compartido entre italianos, españoles y alemanes. Un sueño en celuloide donde la frontera era el idioma, pero el lenguaje universal era el de los rostros polvorientos, los silencios cargados de tensión y las bandas sonoras que aún resuenan en la memoria colectiva. El spaghetti western, pese a su nombre caricaturesco, dignificó el cine de género, rompió las reglas establecidas y dio voz a una Europa creativa y desobediente.

En España, especialmente en Almería, aún quedan trazas de aquel esplendor. Los parques temáticos, los festivales de cine western, los documentales que recuperan la memoria de los extras olvidados. Pero sobre todo queda el cine: cada plano de Eastwood caminando con paso lento por el desierto andaluz, cada disparo en el campanario de Los Albaricoques, cada silencio antes de la muerte.

El spaghetti western fue una flor salvaje que brotó en el terreno más insospechado. España, con su luz, sus piedras y su gente, fue el alma muda y profunda de ese milagro cinematográfico. Y aunque el tiempo haya pasado, aunque el género haya muerto mil veces, aún hay quienes, cuando el viento sopla desde el sur y suena una armónica lejana, creen ver la silueta de un forastero solitario, cabalgando hacia un horizonte que ya sólo existe en las películas.


27.7.25

La última etapa del Tour de 1989


Hoy termina el Tour. Ese ritual de julio que huele a siesta, a café con hielo, a pies descalzos sobre las baldosas. Este año ha sido un desfile más que una batalla: Pogacar ha volado por encima de todos, como si el pelotón fuera de otra época y él de otro planeta. Demasiada facilidad. Casi no ha habido suspense. Ni siquiera un susto. Y sin embargo, aquí estamos, viendo la última etapa como quien se despide del verano antes de que termine. 
Porque el Tour tiene algo de estación del alma. Marca el calendario sentimental de muchos. Y hoy, mientras Pogacar se ajustaba el maillot amarillo para pasearse por los Campos Elíseos, yo he vuelto sin querer al Tour del 89. Aquel sí fue un Tour. Y aquel sí fue un verano.
Teníamos 15 años. Éramos chavales. No sabíamos nada del mundo ni de la vida, salvo lo que intuíamos por los resquicios de la radio o algún informativo. El paso del tiempo aún no había desplegado su catálogo de pérdidas. Vivíamos al sol, con los días largos y la única preocupación de si al día siguiente tocaba piscina o bici.

La última etapa del Tour de Francia de 1989 no solo se vivió con intensidad en Francia o Estados Unidos, sino también con enorme expectación en España, donde el ciclismo era ya una pasión nacional gracias a figuras como Perico Delgado. Pero aquel Tour tuvo para los españoles un sabor amargo, casi trágico, y estuvo marcado por la decepción, la controversia… y una rivalidad que, por momentos, rozó el odio popular.

Pedro Delgado llegaba al Tour de 1989 como el vigente campeón, tras su gloriosa victoria en 1988. Era el ídolo de una afición entregada, el abanderado del ciclismo español, carismático, valiente y espontáneo. Todo estaba dispuesto para que revalidara su corona. Pero el Tour comenzó de la peor manera imaginable: Perico llegó 2’40” tarde a tomar la salida en el prólogo, debido a un inexplicable despiste logístico. Aquel error le costó casi tres minutos… y, con ellos, prácticamente todas sus opciones de triunfo final. El país entero se quedó boquiabierto.

Aun así, Perico no se rindió. Protagonizó ataques, escaló con bravura en los Pirineos y los Alpes, e incluso llegó a ocupar los primeros puestos de la general. Finalmente, logró un meritorio tercer puesto, detrás de Greg LeMond y Laurent Fignon. Pero el público español sentía que, sin aquel desastre inicial, Perico podría haber ganado aquel Tour. Esa frustración aumentó la tensión emocional con los 

Días antes de la contrarreloj final, durante una etapa de montaña, Laurent Fignon protagonizó un episodio que desató la ira de la afición española. En un gesto de visible enfado, escupió hacia una cámara de Televisión Española que lo estaba filmando. Aunque hay versiones que apuntan a que fue más un gesto de hartazgo general que algo dirigido específicamente a España, el escupitajo fue interpretado como un acto de desprecio hacia los medios y el público español.

Desde ese momento, Fignon pasó a ser el villano para muchos. En los bares, en las redacciones y en las casas, se hablaba de él con un tono encendido. No solo se le veía como el rival de Perico, sino como alguien arrogante, soberbio y ahora también irrespetuoso. Era fácil posicionarse: LeMond encarnaba la humildad, la superación personal tras su accidente de caza, y la modernidad; Fignon, para los españoles, representaba lo opuesto.

Cuando llegó la contrarreloj final el 23 de julio, España estaba más pendiente que nunca, no solo porque Perico pudiera asegurar el podio, sino por lo que se jugaba entre LeMond y Fignon. La prensa española apoyaba abiertamente a LeMond, y el espectador medio deseaba una única cosa: que Fignon perdiera.

Y ocurrió.

La emoción fue tan intensa como el alivio: Fignon, el enemigo, el del escupitajo, el que representaba el Tour perdido por Perico, fue derrotado por solo 8 segundos. En muchos hogares españoles se celebró casi como una victoria nacional. No había camisetas amarillas, pero sí sonrisas vengativas, brindis espontáneos y frases como: “¡Eso le pasa por cabrón!” o “¡Toma, por lo del escupitajo!”

Aquel Tour de 1989 fue inolvidable por muchas razones: por su final histórico, por la increíble remontada de LeMond, y por la amarga epopeya de Perico Delgado. Pero también dejó un episodio muy español: ese extraño y poderoso vínculo emocional con un Tour que no ganamos, pero que sentimos como si fuera nuestro. Y en el que, por un momento, la derrota de otro fue casi tan dulce como una victoria propia.

El Tour termina hoy. El verano, todavía no. Pero tengo la sensación, de que aunque aún queda bastante para que finalice, hay quien ya intuye el final detrás de las persianas. Como aquel 1989. Como todo lo que vale la pena.

26.7.25

Aquí hay dragones


 HC SVNT DRACONES es una expresión latina derivada de Hic Svnt Dracones y popularizada durante la Baja Edad Media y el Renacimiento; se puede traducir como “aquí hay dragones”. Esta frase era incluida en los mapas antiguos para designar lugares que eran desconocidos para el hombre, pretendiendo otorgar a estos un elemento mágico y al mismo tiempo una advertencia para los marineros y exploradores. Aunque se cree que era una práctica común, se conservan muy pocos mapas en los que esté presente esta frase. El caso más conocido es el del globo de Hunt-Lenox (siglo XVI).

En el mapa de Hunt-Lenox, la expresión latina aparece en el sureste asiático, no muy lejos de donde se encuentran la isla de Komodo y Flores. Algunos estudiosos interpretan esta frase como una materialización de la mística y el terror que los dragones de Komodo provocaban ya en la Edad Media, y una advertencia directa contra ellos. Pero lo cierto es que, aunque los dragones son probablemente una de las criaturas más populares y extendidas de la cultura humana, la frase latina no se utilizaba únicamente para referirse a ellos, sino que se incluían serpientes marinas, leviatanes, sirenas, caballos de mar, gigantescos peces o simples barcos. Hic Svnt Dracones servía para referirse a todo aquello ajeno a lo humano.

Curiosamente, siglos después, la ciudad de Cáceres,con su casco histórico perfectamente conservado, su arquitectura de piedra y su atmósfera de tiempos detenidos,


acabaría asociada para siempre al imaginario de los dragones, al convertirse en uno de los principales escenarios de rodaje de las superproducciones Juego de Tronos y La Casa del Dragón. Las murallas, torres y callejones de Cáceres sirvieron como telón de fondo para representar ciudades como Desembarco del Rey o Marcaderiva, donde los dragones de los Targaryen sobrevolaban las almenas. Así, de forma casi profética, en los mapas modernos del cine y la televisión, Cáceres se ha convertido también en un lugar donde hay dragones. Y esta vez, muy reales para millones de espectadores.

25.7.25

Mi nombre es Thomas: Terence Hill, el silencio y la redención del alma errante

Hay películas que no buscan deslumbrar, ni impresionar, ni gritar. Películas que, como ciertas personas, aparecen tarde en la vida y lo hacen en voz baja, como pidiendo permiso. Mi nombre es Thomas, dirigida y protagonizada por Terence Hill, es una de ellas. No pretendía competir en el mercado, ni colarse en listas de lo mejor del año 2018. Su aspiración es otra: ser un acto de honestidad, una elegía íntima, una pequeña confesión filmada con modestia y afecto.

La trama, en su aparente sencillez, encierra una hondura inesperada. Thomas (Terence Hill), un hombre maduro y solitario, se lanza en moto al desierto andaluz con la única intención de leer en calma un viejo libro espiritual: una recopilación sobre los evangelios apócrifos que le obsesionan. No busca redención, ni siquiera consuelo; busca una suerte de retiro interior, algo que en su rostro cansado pero sereno se intuye necesario.

En su camino se cruza Lucía (Veronica Bitto), una joven desorientada, frágil e imprevisible, que huye de sí misma. El encuentro no es casual, pero tampoco forzado: el guion, coescrito por el propio Hill, se permite el lujo de no forzar los símbolos, de dejar respirar a los personajes. Así, lo que podría haber sido una historia de redención tipo "road movie", se convierte en una suerte de cuento moral, lento, áspero y, sin embargo, esperanzador.

Es imposible ver esta película sin pensar en quién es Terence Hill. El eterno compañero de Bud Spencer. El rostro de tantos westerns paródicos, de tantas tardes de televisión. Pero aquí, con más de setenta años, nos ofrece otra versión de sí mismo. Un actor contenido, reflexivo, capaz de transmitir con un gesto lo que antes resolvía con un puñetazo certero y una sonrisa de pícaro.

No se trata sólo de que Hill actúe bien, que lo hace, con el peso de los años y la sabiduría de quien no tiene nada que demostrar, sino de que su sola presencia da sentido a toda la película. Mi nombre es Thomas no es sólo una ficción, es también un autorretrato, una despedida parcial, un testamento emocional. Se nota que el proyecto le pertenece en cuerpo y alma. La dedicatoria final a Bud Spencer lo confirma: más que un guiño, es una oración por una amistad que marcó generaciones.

Visualmente, Mi nombre es Thomas bebe del cine espiritual, pero no cae en el misticismo impostado. Los paisajes del desierto de Tabernas, con su belleza áspera y abierta, funcionan como metáfora del viaje interior de Thomas: un lugar de tránsito, de prueba, de revelación. La cámara se mueve con lentitud, sin artificios. No hay prisas en la puesta en escena; hay voluntad de contemplación.

Uno de los aspectos más significativos de la película es su localización. Mi nombre es Thomas fue rodada en parte en Almería, concretamente en los parajes áridos del desierto de Tabernas y en las inmediaciones del Cabo de Gata, con sus cielos despejados y su mar tranquilo. No es una elección casual. Ese paisaje no sólo aporta belleza, sino también un peso simbólico innegable: Terence Hill regresa a la cuna del spaghetti western, al mismo suelo polvoriento donde rodó tantas películas en los años setenta junto a Bud Spencer y otros íconos del género.

Pero esta vez, el desierto no es telón de fondo para el duelo ni para la comedia física. Es el escenario de una búsqueda interior, de un viaje espiritual. El polvo, la luz, el viento, las carreteras vacías y los horizontes abiertos configuran un espacio de silencio y reflexión. El Cabo de Gata, con su pureza casi mística, funciona aquí como una frontera entre el pasado y el futuro, entre la huida y el regreso.

La música, delicada y ambiental, acompaña sin imponerse. Es cine que apuesta por el silencio, por el murmullo de lo esencial. En tiempos dominados por el vértigo narrativo, esta quietud puede desconcertar, pero también consolar.

Mi nombre es Thomas no es una obra maestra ni lo pretende. Tiene algunos diálogos algo naïf, ciertos momentos que podrían pulirse o simplificarse. Pero todo eso se perdona, incluso se agradece, cuando se entiende que su propuesta es radicalmente honesta. Hill ha querido contar una historia que hable de bondad sin cinismo, de redención sin milagros, de escucha y compañía como formas de salvación.


En una época en la que incluso el cine de autor parece obligado a justificar su existencia con premios o polémicas, Mi nombre es Thomas opta por lo esencial: una historia sencilla, narrada con dignidad, y contada por alguien que ha vivido mucho y quiere regalar una última historia sin artificios.

Ver Mi nombre es Thomas es hacer un alto en el camino. Es permitir que una historia pequeña nos hable de cosas grandes: del dolor, de la huida, del perdón, del encuentro inesperado con alguien que, sin quererlo, nos devuelve a nosotros mismos. Y es, sobre todo, un recordatorio de que todavía hay cineastas, como Terence Hill,  capaces de rodar con el corazón.

Una película crepuscular, sí, pero también luminosa. De esas que no buscan dejar huella, y sin embargo se quedan con uno mucho tiempo después.




24.7.25

Los hermanos de Manolo Escobar

Hablar de Manolo Escobar es evocar una época entera de la música popular española, con sus pasodobles, sus coplas y esa voz clara y orgullosa que se convirtió en símbolo de muchas generaciones. Pero detrás de Manolo no solo hubo talento, carisma y trabajo: también hubo una familia. Una familia numerosa, unida por la música y por los valores de una España que se transformaba. Entre esos hermanos, hubo tres que compartieron con él escenario, sueños, guitarras y camerinos: Salvador, Baldomero y Juan Gabriel Escobar. Cada uno con su historia, pero todos con una pasión común: la música.

La historia de los hermanos Escobar comienza en El Ejido (Almería), en el núcleo de Las Norias de Daza, donde nació la prolífica familia Escobar. Manolo, cuyo nombre completo era Manuel García Escobar, nació el 19 de octubre de 1931, quinto de diez hermanos. Su padre, Antonio, tenía una pequeña finca y regentaba una panadería. La familia era humilde, pero muy unida y con gran sensibilidad musical: el ambiente en casa era de copla, guitarra y canciones tradicionales. Los niños aprendieron a cantar casi antes que a hablar.

Durante la posguerra, la situación económica de la familia era difícil, y varios de los hermanos emigraron a Cataluña, donde encontrarían nuevas oportunidades y un lugar donde echar raíces.

En la década de los 50, cuatro hermanos (Manolo, Salvador, Baldomero y Juan Gabriel) decidieron unirse y formar un grupo musical bajo el nombre de “Manolo Escobar y sus guitarras”. El grupo mezclaba la voz principal de Manolo con el acompañamiento armónico y rítmico de sus hermanos a la guitarra. Fue una fórmula sencilla pero efectiva que cautivó al público, primero en pequeñas salas y luego en grandes teatros.

Salvador Escobar García

Nacimiento: 16 de febrero de 1928, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 8 de abril de 2005, Barcelona

Salvador fue el mayor de los hermanos músicos. Desde joven mostró una gran habilidad con la guitarra, aprendiendo de oído y perfeccionando su estilo con los años. Fue un hombre discreto, sereno y meticuloso. Aportaba equilibrio al grupo tanto en lo musical como en lo personal. Su guitarra tenía un carácter más melódico, y era frecuente que él llevara la dirección musical de los ensayos.

Anecdóticamente, se cuenta que Salvador fue quien más insistió en que Manolo desarrollara su faceta de solista, empujándolo a grabar sus primeros discos cuando aún dudaba de su capacidad para destacar en solitario.


Baldomero Escobar García

Nacimiento: 3 de enero de 1930, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 10 de mayo de 2011, Benidorm

Baldomero, conocido cariñosamente como "Baldo", tenía un espíritu alegre y campechano. Era el alma del grupo en los camerinos, y el más bromista de los hermanos. Su guitarra era más rítmica, y también sabía tocar otros instrumentos de percusión, lo que dio variedad al conjunto.

Baldomero fue, junto a Salvador, uno de los pilares del éxito en las giras. Se encargaba de parte de la organización de los conciertos, y era muy querido entre los técnicos, los músicos de apoyo y el propio público. A menudo, al acabar las actuaciones, bajaba a charlar con los espectadores.

Una de sus anécdotas más recordadas tuvo lugar en una actuación en Argentina: un problema técnico dejó a Manolo sin micrófono, y Baldomero improvisó una actuación instrumental que salvó el espectáculo entre risas y aplausos.


Juan Gabriel Escobar García

Nacimiento: 24 de marzo de 1934, Las Norias de Daza (Almería)

Fallecimiento: 8 de septiembre de 2012, Barcelona

El más joven de los tres guitarristas, Juan Gabriel era el más reservado y técnico del grupo. Se formó musicalmente en Barcelona, donde estudió teoría musical y se especializó en armonía. Aunque no tenía afán protagonista, sus aportaciones musicales eran fundamentales para dar riqueza a los arreglos.

Juan Gabriel también colaboró en la composición de algunas canciones menos conocidas del repertorio de Manolo, aunque nunca buscó reconocimiento por ello. Se dice que prefería el estudio al escenario, y que durante los ensayos era perfeccionista al extremo.

En los últimos años de su vida, vivió en Barcelona, dedicado a la enseñanza de guitarra flamenca y al archivo del legado musical familiar.


El éxito de “Manolo Escobar y sus guitarras” fue tremendo en los años 60 y 70. Las giras por América Latina, los festivales en toda España, y sobre todo la complicidad entre hermanos hicieron del grupo algo único. La fama de Manolo creció hasta convertirse en un icono nacional, pero siempre reconoció que su éxito no habría sido posible sin la dedicación de sus hermanos.

En más de una entrevista, Manolo decía con humildad: “Yo solo soy la voz, ellos son el alma.”

La unión de los hermanos Escobar es ejemplo de cómo la música puede tejer lazos indestructibles. Su historia es también la de muchas familias españolas que, con esfuerzo, talento y cariño, construyeron un futuro nuevo a base de arte.

Con la muerte de Juan Gabriel en 2012, se cerró una etapa irrepetible. Manolo Escobar fallecería un año después, en 2013, en Benidorm. Hoy, el recuerdo de los hermanos Escobar no es solo el de una familia de artistas, sino el de un modelo de entrega, respeto fraternal y amor por la cultura popular.

El eco de sus guitarras y de esa voz que cantaba "Mi carro me lo robaron..." sigue vivo en la memoria colectiva de un país.




23.7.25

Superman IV: En busca del desastre y del presupuesto perdido.


Con la llegada del nuevo Superman de James Gunn y David Corenswet, el fandom del kryptoniano más famoso del planeta vuelve a ponerse la capa con ilusión. Pero antes de mirar al futuro con ojos brillantes, vale la pena echar la vista atrás... muy atrás. Concretamente a 1987, año en el que el hombre de acero fue víctima de su peor enemigo hasta la fecha: no Lex Luthor, ni Zod, ni siquiera la kriptonita, sino algo mucho más temible: los recortes presupuestarios. Y la avaricia.

Pero antes de llegar al descalabro, hagamos una breve retrospectiva.

Las tres primeras películas de Superman, protagonizadas por el entrañable y carismático Christopher Reeve, supieron capturar el espíritu clásico del superhéroe. Desde el debut en 1978 bajo la dirección de Richard Donner (una cinta que hizo creer al mundo que un hombre podía volar), pasando por la épica secuela con el general Zod y la más flojita pero simpática tercera entrega, con Richard Pryor robando plano sí, pero también sacando sonrisas. Reeve se convirtió en la imagen definitiva del personaje: honesto, torpe como Kent, imponente como Superman, y con mandíbula de anuncio de dentífrico.

Pero la kryptonita no siempre es verde: a veces viene en forma de dos productores con ínfulas de emperadores del cine barato.

Corría la década de los 80, y Menahem Golan y Yoram Globus, creadores de la mítica (por motivos cuestionables) Cannon Group, estaban convencidos de que podían producir el nuevo Ciudadano Kane con el presupuesto de una telemovie. Tras comprar los derechos de Superman por cinco millones de dólares a los hermanos Salkind (después del batacazo de Supergirl), se propusieron resucitar la saga y convertirla en un éxito nuclear. Literalmente.


Christopher Reeve, cansado de la deriva cómica de Superman III, sólo aceptó volver si le dejaban financiar su película El reportero de la calle 42 y si podía desarrollar una historia que abordara su preocupación por la Guerra Fría y el desarme nuclear. La Cannon aceptó, aunque olvidó mencionar que sus finanzas eran tan estables como un satélite hecho de papel de plata.

La idea era noble: Superman se enfrenta al dilema moral de si debe intervenir en los asuntos humanos y decide eliminar todas las armas nucleares del planeta. Pero la ejecución fue, como mínimo, catastrófica. A falta de un guionista de nivel, Konner y Rosenthal se sacaron de la manga al Hombre Nuclear: un villano cachas (Mark Pillow, en su primer y último papel relevante) creado a partir de un pelo de Superman lanzado al Sol. Sí, como lo oyes. Si eso te suena ridículo, espera a ver cómo vuela: con rayos de VHS barato saliendo de sus uñas y rugiendo como un león estreñido. Encima, lo dobló Gene Hackman. Cosas del low cost.

Reeve convenció a Margot Kidder (Lois) y a Hackman (Lex) para volver, pero ni el mejor reparto puede salvar un guion con más agujeros que un queso suizo lanzado al espacio. A eso se sumó el recorte del presupuesto: de 36 millones prometidos, pasaron a 17. Y eso se nota. Vaya si se nota. Las escenas de vuelo se repiten (literalmente, mismas tomas una y otra vez), las maquetas parecen hechas en clase de manualidades, y las batallas épicas transcurren en canchas de baloncesto vacías o en la mismísima calle del polígono industrial donde rodaban todo.

“Si aquello hubiera sido Superman, habríamos rodado en la calle 42”, dijo Reeve en su autobiografía. “En vez de eso, tuvimos que hacerlo en un parque industrial en Inglaterra, bajo la lluvia, con cien extras, sin un solo coche y con doce palomas sueltas para dar ambiente”.

Después de que Richard Donner, Ron Howard, Verhoeven y hasta Wes Craven dijeran "no, gracias", el elegido fue Sydney J. Furie, artesano británico con experiencia en dramas modestos, pero que aquí se encontró al mando de un Titanic con alas de cartón. Y no ayudó que se eliminaran 45 minutos de metraje ya rodado, incluyendo una versión más primitiva del Hombre Nuclear, que al parecer era aún más ridículo que el definitivo (si cabe).


La cinta se estrenó con boato en Londres, con la presencia del príncipe Carlos y Lady Di (quién sabe si rieron por compromiso), y recibió críticas demoledoras. El New York Times sentenció: "Más lenta que un cortejo fúnebre, más barata que las rebajas del súper. Es un timo, es una vergüenza, es Superman IV".

Recaudó 36 millones de dólares, menos de la mitad que Superman III. Y con eso, el hombre de acero colgó la capa hasta Superman Returns (2006), una película que tampoco fue la salvación esperada.

Superman IV: En busca de la paz es una película que tenía buenas intenciones, pero que acabó pareciendo un episodio de Power Rangers con ínfulas. No es solo mala: es fascinantemente desastrosa. Como ver a un titán tropezar con su propia capa.

Y, sin embargo, hay algo entrañable en todo ello. Ver a Reeve intentar dotar de dignidad a cada línea, a Margot Kidder haciendo lo que puede, y hasta a Hackman pasándoselo en grande, tiene su aquel. No será una buena película, pero sí es un recordatorio de que incluso los más grandes pueden estrellarse… y levantarse.

Ahora, mientras nos alegramos que Gunn nos ha devuelto, en cierta manera, al Superman que merecemos, quizás sea buen momento para recuperar esta joya de videoclub, servirse unas palomitas, apagar el cinismo y decir: "¿Pero cómo demonios acabamos aquí?"


 Hoy, casi cuatro décadas después, "Superman IV: En busca de la paz" sigue ahí. Como un VHS olvidado en la estantería o como ese cómic de tapas blandas que leíamos en verano bajo el ventilador. Sí, es un despropósito con capa, una epopeya de cartón piedra, pero también es un retrato entrañable de una época donde bastaban un par de efectos, un mensaje noble y un actor comprometido para hacernos soñar. Reírse con ella es inevitable, pero también lo es enternecerse. Porque, aunque volara con hilos visibles y se enfrentara a villanos dignos de una zarzuela intergaláctica, Superman lo intentaba de verdad. Y eso ya no se lleva.

Porque si Superman puede sobrevivir a Cannon... puede con todo.