Ocurrió una noche del año 2002, en tierra de faraones. Una de esas noches que, con el implacable e inmisericorde paso del tiempo, va adquiriendo más valor y un poso cada vez más profundo de nostalgia. De aquella velada conservo recuerdos entrañables, agradables y frescos, como si la memoria los hubiera conservado en formol. Como en tantas otras ocasiones, la cámara de vídeo fue por entonces una extensión natural de mi brazo, mi manera de atrapar lo efímero.
Sucedió al bajarnos de un taxi en los jardines del emblemático hotel Mena House, en El Cairo. Admirábamos, entre asombro y silencio, las pirámides que se alzan majestuosas sobre la meseta de Guiza, cuando de repente desaparecieron de nuestra vista. Allí mismo, a escasos cientos de metros, aquellas moles eternas se desvanecieron como tragadas por la noche egipcia.
Fue una escena similar a la que nos había relatado días antes uno de los guías del viaje: según la mitología, cada atardecer, la diosa Nut devoraba al dios Ra. Y así pareció ocurrir también aquella noche, como si lo eterno se plegara al misterio.
El fenómeno, claro está, tenía una explicación sencilla y terrenal. Se trataba simplemente de una jugada óptica que se produce cuando se apagan los focos que iluminan cada noche las pirámides para el espectáculo de luz y sonido. Pero, aun sabiendo eso, no dejaba de ser fascinante sentir cómo lo invisible se abría paso: saber que esas moles milenarias seguían allí, imperturbables, pero que, en un segundo, solo quedaba ante nosotros la oscuridad inmensa del desierto. Un segundo bastaba para borrar del horizonte lo que ha estado ahí desde hace más de 4.000 años.
A veces, la magia no necesita más truco que apagar la luz.
2 comentarios:
Gizeh es uno de los tantos lugares que me gustaría visitar antes de morirme.
Yo estuve allí...y desde entonces vuelvo cada día.
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