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28.6.25

Manual de supervivencia en Extremadura en julio

 En Extremadura no tenemos estaciones. Tenemos ensayos de Apocalipsis. Y cuando llega el verano, no entra tímidamente, no: se instala como tu colega el solteraca en tu casa, se descalza, se pone cómodo y te roba la cerveza. Esta semana, el termómetro ha dicho “a tomar por saco” y ha decidido marcar 42 grados. A la sombra. Y la sombra ha pedido asilo político en Escandinavia.

Salir a la calle en Mérida a las tres de la tarde es como meterse voluntariamente en el microondas, pero sin el botón de “stop”. En Badajoz los pájaros no vuelan, negocian un Uber. En Cáceres, las cigüeñas hacen la maleta y se bajan a Huelva buscando el fresquito. Y en cualquier pueblo, las lagartijas se abanican con una hoja de higuera y te miran como diciendo: "¿Tú también eres imbécil o es que te gusta sufrir?"

La gente va por la calle como si le debiera dinero al sol. Sudamos por partes del cuerpo que no sabíamos que existían. Ya no te pones desodorante: te pones barniz marino. El aire acondicionado no refresca, lo único que hace es hacer más cara la factura de Iberdrola mientras tú ves cómo se derrite tu dignidad junto con la bombona de butano.

Y no hablemos de las piscinas: el agua se calienta tanto que en vez de nadar parece que estás infusionando tu cuerpo. Sales de allí como una bolsita de té humano, con la piel como un garbanzo pasado. Y eso si tienes la suerte de tener piscina. Si no, te toca meter los pies en el cubo de fregar y rezar para que Mercadona no haya subido el precio del hielo otra vez.

Pero lo mejor es la gente que te dice: “pues a mí me gusta el calor, yo prefiero esto al frío”. Esa gente no tiene alma. O vive en un búnker. O son lagartos. No se puede confiar en alguien que prefiere 42 grados a ponerse una rebequita.

Mientras tanto, los telediarios insisten: “beba mucha agua, evite salir a la calle, y no haga ejercicio en las horas centrales del día”. Gracias, Einstein. ¿Y si me da por hacer una maratón a las tres de la tarde por la carretera de Miajadas, qué? ¿Me dais una medalla o directamente una lápida?


En fin, que en Extremadura no sudamos: destilamos carácter. Y mientras el aire vibra de puro caliente y la gente cocina huevos en el capó del coche, nosotros seguimos adelante, con nuestra sandía fresca, nuestra sombrilla encajada en una grieta del suelo, y el alma a medio cocer. Porque sí, hace calor. Pero somos extremeños. Y aquí no se rinde ni el abanico.


27.6.25

El arte de no darse cuenta


 Decía Schopenhauer que los grandes acontecimientos de la vida no entran con estrépito, sino en silencio, como un gato que se cuela por la ventana entreabierta. Y tal vez tenía razón. Porque cuando somos jóvenes, y por tanto, ingenuos, imaginamos que los días decisivos vendrán con fanfarria, con el dramatismo de una escena final, con luces altas y viento en el rostro. Pero no. Los días que de verdad importan apenas hacen ruido.

Se deslizan. No llaman a la puerta, no dicen su nombre. Se sientan en un rincón de la sala y esperan.

Creemos que sabremos reconocerlos, que habrá un temblor en el aire, un acorde mayor. Pero no hay nada de eso. La vida se dobla en una esquina cualquiera, en una conversación casual bajo la lluvia, en un gesto que parecía mínimo y que años después comprendemos como decisivo.

Uno no sabe, por ejemplo, que ha conocido al amor de su vida hasta que ya está enamorado. Uno no sabe que ha dicho su último adiós hasta que el silencio se prolonga demasiado. No hay clarines que anuncien el final de una etapa. No hay narrador omnisciente que nos avise: “atención, esto cambiará todo”.

Y así, las cosas verdaderamente importantes entran por la puerta de atrás. Se cuelan mientras estamos distraídos, y cuando miramos hacia atrás, ya han echado raíces. Se quedan. Nos cambian.

En la madurez, o en ese otro tipo de madurez que es la nostalgia, uno revisa sus días y descubre que lo fundamental ocurrió en sordina. Que no hubo grandes discursos. Que el destino prefiere el susurro al grito.

Tal vez por eso la memoria tiene ese tono apagado, como de habitación cerrada. Porque recuerda no lo que fue ruidoso, sino lo que dejó huella. Y las huellas, como los días que importan, no hacen ruido cuando se marcan. Sólo cuando se miran.

26.6.25

Los genios de lo cotidiano

Yo considero un genio, en esta vida, a cualquiera que sepa hacer algo que yo no sé hacer. Así, tal cual. Y no me refiero a escribir novelas rusas de mil páginas ni a resolver ecuaciones diferenciales mientras elabora una paella de mariscos con la otra mano. No. Hablo de cosas normales, sencillas, de andar por casa. Lo cotidiano, eso que supuestamente todos deberíamos saber hacer… y que yo, humildemente, no tengo ni idea.

Por ejemplo: las pescaderas del Mercadona. Esas mujeres, enfundadas en sus guantes de látex, con el mandil plastificado, rodeadas de hielo, espinas y ojos de besugo, salmón y merluza, me parecen unas auténticas genias. Las admiro. Porque las ves ahí, impasibles, con una serenidad casi budista, y son capaces de destripar una dorada como quien pela una mandarina. Le abren el vientre, le sacan las tripas, las espinas, la columna vertebral entera, mientras charlan contigo sobre si va a llover o si la prefieres para horno o para la plancha. Lo hacen con una soltura que da envidia y un control del cuchillo digno de cirujanas cardíacas. Para mí, eso es maestría. Una genialidad con olor a mar.

Y mientras tanto, yo en casa, enfrentado a una dorada como si fuera un acertijo zen. Me pongo nervioso, sudo, dejo escamas hasta en el techo y termino sintiéndome como Daniel Sancho: torpe, salpicado, y con una expresión entre culpable y derrotado. Un
auténtico desastre.

Pero no se trata solo de las pescaderas. También me parecen genios los que cuelgan un cuadro recto a la primera, sin usar nivel, sin pedir ayuda, sin medir con el móvil ni hacer cinco agujeros previos en la pared. O esa señora que enhebra la aguja a la primera, sin levantar la ceja, sin soplar el hilo, sin poner cara de neurocirujana. Eso es talento. O ese colega que calcula el arroz “a ojo” y no le sobra ni un grano. Yo, si cocino arroz, termino comiéndolo tres días, como si estuviera en misión humanitaria conmigo mismo.

Y ojo, que nos han vendido una idea muy estrecha del genio: el que inventa cosas revolucionarias, el que habla cinco idiomas, el que da charlas TED con micrófono de diadema y sonrisa ensayada. Pero no. Eso está bien, sí, pero la verdadera genialidad está en otra parte. Está en las manos que saben. En los gestos afinados por la repetición y el oficio. En esa forma silenciosa de dominar una tarea sin convertirla en espectáculo.

La genialidad, la de verdad, vive en las pescaderas del Mercadona, que podrían dar clases en Harvard sobre precisión quirúrgica y atención al cliente, pero prefieren seguir en su esquina helada, destripando doradas con elegancia y preguntándote, sin pretensiones, si la quieres abierta a la mitad.

Y tú, con suerte, te la llevas lista para el horno, y con un poco de vergüenza porque sabes que ni en tres vidas vas a alcanzar ese nivel.


25.6.25

Cuando el café sabe a memoria

A Papá le gustaba el café solo, sin aditivos ni añadidos, simplemente agua infusionada con el grano tostado. Lo quería intenso, muy caliente, casi ardiendo. Recuerdo cómo se sentaba cada mañana, con la taza entre las manos, aspirando ese aroma fuerte que parecía envolverlo por completo. Cerraba los ojos un instante, y entonces se le veía disfrutar, como si cada pequeño sorbo le devolviera un fragmento de paz, de fuerza para empezar el día.

Yo, en cambio, nunca pude acostumbrarme a ese ritual. Por más que lo he intentado, ese café tan puro, tan tajante, nunca ha logrado conquistarme. Prefiero el café con leche, suave, cremoso, como un abrazo tibio que acompaña mis horas de vigilia. A veces, me tomo hasta cuatro tazas a lo largo de la mañana, como un pequeño acto de celebración de la rutina. Y en ocasiones, cuando la noche promete ser larga, después de una cena fuera, me animo con un cortado: una chispa de energía que enciende mis pasos y me invita a seguir.

Pero hoy, en esta tarde cualquiera, mientras dejo que el aroma de mi café con leche me envuelva, no puedo evitar pensar en Papá. En sus cafés solos, en sus silencios profundos y en esa forma suya tan sencilla de encontrar paz en las pequeñas cosas. No puedo evitar acordarme de él, ni un solo día de mi vida, aunque vaya pasando el tiempo y la casa ya no tenga ese olor a café tostado que él tanto amaba.

Es curioso cómo algo tan simple como una taza puede contener un universo entero de recuerdos. Hoy, cada sorbo me sabe a él, a su voz pausada, a sus manos fuertes, a esos momentos compartidos en que, sin necesidad de palabras, nos entendíamos.

Y así, en la soledad de esta tarde, mientras el café se enfría lentamente, lo extraño con esa mezcla dulce y amarga que solo deja el tiempo.


24.6.25

Los truenos del pasado

 Después de varios días de un calor denso, casi pegajoso, que se colaba por las rendijas de las ventanas y se quedaba suspendido en las estancias como una cortina invisible, llegó la tormenta. Fue en una de esas tardes de veranos donde el sol parecía no ponerse nunca del todo, donde el silencio de la siesta a mediodía era una promesa rota de calma, porque todo en realidad estaba a punto de estallar.

El aire olía a tierra reseca, a tomillo achicharrado por el sol y a una ansiedad que solo conocen quienes han vivido muchos veranos en el mismo lugar. Las cigarras callaron de golpe, como si también ellas hubieran sentido ese escalofrío que recorre el cuerpo cuando el cielo se encrespa y se vuelve de un gris violáceo. Y entonces, ocurrió. El primer trueno no fue un aviso: fue una sacudida. Como si el cielo, harto de soportar tanto calor, se partiera por la mitad.

Yo estaba en casa de mi abuela y ella, como siempre, en su rincón junto a la ventana, tejiendo algo que nunca acababa. Su hilo y su paciencia eran eternos, pero su miedo, también. Bastó con aquel primer trueno, seco y profundo como el rugido de un dios antiguo, para que ella dejara caer la labor sobre sus rodillas, se santiguara con gesto automático y se levantara sin decir palabra.

—Ya viene... —susurró.

Sabíamos lo que eso significaba. Como si cada tormenta fuera una vieja enemiga que regresaba puntual a su cita, mi abuela se dirigía lentamente a su habitación, se metía en su cama, se tapaba hasta el cuello aunque hiciera un calor que partiera las piedras, y se quedaba allí, muy quieta, esperando que el mundo dejara de rugir.

De pequeños pensábamos que era una especie de juego, su manera de desaparecer. Pero con los años, fuimos entendiendo que para ella las tormentas eran algo más que un fenómeno atmosférico. Eran recuerdos. Eran sonidos de juventud que no podía quitarse de la cabeza. El estampido lejano de una bomba en la guerra, el crujido de la tierra abriéndose bajo los pies, las voces apagadas tras los postigos cerrados. Las tormentas la devolvían a esos días, y la única forma de protegerse era esconderse como una niña pequeña, bajo el edredón, cerrando los ojos y esperando a que todo pasara.

Esa tarde, la tormenta fue de las que hacen historia. Rayos que parecían partir en dos los olivos del cerro, truenos que hacían vibrar los cristales de la alacena, y una lluvia densa, caliente al principio, como lágrimas de alguien que no sabe si llora de rabia o de alivio. El agua golpeaba los tejados con furia, arrastrando el polvo de semanas, lavando las fachadas encaladas como si quisiera devolverles su brillo de otros veranos.

Yo me asomé a la puerta de su cuarto para ver a mi abuela. Estaba allí, como siempre, con la mirada fija en el techo, murmurando algo que no entendí. Me senté en el borde de la cama y le tomé la mano. No dijo nada. Sólo apretó los párpados cuando un relámpago iluminó toda la habitación. Su mano estaba fría, pero su pulso, firme.

Cuando todo pasó, cuando el cielo se agotó de tanto llorar, la abuela se incorporó con esfuerzo, se arregló el pelo con dignidad, y volvió a su rincón, donde la labor la esperaba como una promesa de continuidad. Afuera olía a tierra mojada. Las cigarras no habían vuelto aún. Y yo, que ya no era tan niño, supe que hay tormentas que no están hechas solo de truenos y agua, sino de recuerdos que estallan por dentro.

Y entendí, por fin, que meterse en la cama no era rendirse. Era resistir. Como ella lo hizo siempre.

Se sentó otra vez junto a la ventana, con ese gesto suyo de quien recupera el sitio como si nada hubiera pasado. Afuera, el agua seguía cayendo mansa ahora, sin el bramido del principio, como si la tormenta hubiera llorado todo lo que tenía dentro y se sintiera un poco menos terrible. Las nubes comenzaban a abrirse y, por un momento, entre los tejados aún goteando, se filtró una línea tenue de sol. Una rendija de oro en un cielo que aún conservaba el color del miedo.

Mi abuela retomó la labor con las manos algo temblorosas, pero con la vista serena. Como si tejer fuera su manera de decirle al mundo que seguía aquí, que no se la había llevado el trueno ni el rayo ni los recuerdos que traía la lluvia.

—¿Te ha dado mucho miedo esta vez, abuela? —le pregunté en voz baja, casi sin querer romper la paz recién recuperada.

Ella no respondió enseguida. Movió la aguja, enhebró un punto, y entonces dijo:

—Uno nunca se acostumbra del todo a los ruidos del pasado. Pero esta vez he recordado menos. O quizás he aprendido a dejar que pasen sin que se queden tanto rato.

Miró hacia el horizonte, donde los campos ahora parecían más verdes, más vivos. La tierra exhalaba ese olor indescriptible que se mezcla con la nostalgia: el del barro, el del hinojo húmedo, el de las calles empedradas y las sillas al fresco que la tormenta había interrumpido.


—De niña —continuó ella, sin que yo le preguntara nada—, cuando tronaba, mi madre nos hacía meter a todos debajo de la mesa. “Ahí no cae el rayo”, decía. Yo cerraba los ojos y me tapaba los oídos. Pero desde entonces supe que el miedo, si lo guardas mucho, se queda a vivir contigo. Y que hay que buscarle un rincón. El mío es la cama.

Yo la observaba, fascinado. Nunca hablaba así. Nunca contaba cosas de su infancia con tanto detalle. Parecía que la tormenta le había aflojado algo por dentro, como si cada trueno hubiera removido una piedra vieja de su memoria.

—¿Y qué hacías mientras esperabas? —le pregunté.

Ella sonrió, sin dejar de mover las agujas.

—Rezaba. O me inventaba historias. Algunas me daban más miedo que la tormenta, pero otras me hacían reír. A veces me imaginaba que los truenos eran pasos de gigantes, o que los rayos eran cartas que Dios lanzaba desde el cielo para decirnos que se acordaba de nosotros.

La miré entonces con una ternura que no supe poner en palabras. Porque en su voz, en sus gestos, en su forma de quedarse quieta mientras afuera el mundo se deshacía, estaba contenida toda la historia de los veranos de mi infancia. De los veranos con tormenta, con visillos movidos por el viento y velas encendidas por si se iba la luz. Con las calles del barrio convertidas en ríos y las vecinas gritando “¡madre mía lo que ha caído!”. Con mi abuela bajo las sabanas, haciendo de su miedo una especie de santuario.

Ese día, después de la tormenta, nos asomamos a la ventana. El cielo aún estaba encapotado, pero ya se veían algunos jirones azules. Todo olía a limpio, a nuevo, a tierra que respira. Ella se sentó en su sillita de mimbre, esa de la que siempre decía que “aguanta más que yo”, y suspiró largo.

—Ya ha pasado —dijo.

Y entonces lo entendí con toda claridad. Que no era solo la tormenta la que pasaba. Era el tiempo. Eran los veranos. Era la vida misma, que se abría paso entre los relámpagos, y que nos dejaba, si sabíamos mirar con cariño, la memoria de una abuela que tejía su propio refugio mientras el cielo rugía. Una abuela que le tenía miedo a las tormentas, sí, pero que había sobrevivido a todas.



23.6.25

Donde duermen los peces rojos.

 Todos los jueves, pasadas las dos de la madrugada, descendía la empedrada calle como quien baja por el lomo de una vieja cicatriz que se niega a cerrarse del todo. Lo hacía en bicicleta, envuelto en el silencio espeso de la ciudad dormida, con la cabeza aún zumbando por los discos recién escuchados en la emisora. Aquella calle, la de siempre, la de los veintitantos, conservaba aún el eco de otras madrugadas, más sucias, más ruidosas, más vivas. Entonces era un territorio de promesas precipitadas, discusiones acaloradas, caricias a medio hacer y despedidas con sabor a tabaco barato. Problemas que en su momento fueron tormenta y que ahora, con el filtro de la edad, no eran más que niebla tibia.

Después cruzaba el parque del estanque de los peces rojos. Un parque discreto, casi olvidado por el ayuntamiento, pero sagrado para él. Allí, de niño, había arrojado migas de pan de la mano de su padre. No recordaba si los peces mordieron aquellas migas, si su padre le dijo algo concreto, si hacía frío. Solo recordaba la sensación de pertenecer. Por eso seguía cruzando ese parque cada jueves, como quien roza un rosario invisible para no olvidarse de rezar.

Al llegar a su edificio, se detenía siempre frente al tercero del bloque de enfrente. Una ventana, siempre la misma, seguía encendida. Era una luz cálida, doméstica, que no decía nada y lo decía todo. Él no sabía quién vivía allí, ni quería saberlo. Prefería imaginar que esa ventana era un espejo improbable: alguien, del otro lado, también combatía el insomnio con música o memoria, con vino o vigilia. Cada jueves, tras grabar su programa musical, una mezcla de rock clásico, jazz y canciones que nadie pedía ya en las emisoras, subía su bicicleta al hombro, se quedaba un minuto en la acera, y miraba esa luz como quien busca una señal para no perderse.

La noche siguiente, al emitirse el programa, lo escuchaba en su transistor con los ojos fijos en esa ventana. A las tres en punto, justo al terminar el último tema, una de Nina Simone, esa noche, la luz se apagó. Como siempre. Como un ritual pactado entre desconocidos.

Pero ese jueves algo cambió.

Esa noche, al terminar la emisión, no solo se apagó la luz. También se cerró la ventana. Y al instante siguiente, una silueta apareció tras el cristal, y durante unos segundos le miró directamente. No fue un vistazo accidental, ni una sombra de paso. Fue una mirada limpia, fija, consciente. Él lo supo con la misma certeza con que se sabe que se está despierto.

Por primera vez en todos esos años, sintió vértigo.

La figura hizo un leve gesto con la mano, una despedida, tal vez una señal, 


y luego desapareció tras la cortina.

Al día siguiente, él no bajó a la emisora. No encendió el transistor. No recorrió la calle de madrugada. Ni siquiera cruzó el parque. Se sentó a escribir una carta, breve, sin firma, y la dejó en el buzón del tercero B. No dijo su nombre. Solo escribió: "Gracias por escucharme todos estos años. Esta fue mi última canción."

Y esa noche, por primera vez en mucho tiempo, se fue a la cama temprano.

Durmió profundamente.

Y soñó con peces rojos comiéndose las migas de pan.


20.6.25

Tiempos analógicos


 Agosto de 1992. Siete en punto de la mañana.

En aquellos tiempos gloriosamente analógicos, cuando aún no sabíamos lo que era una pantalla táctil y Zuckerberg apenas gateaba entre sonajeros, el mundo giraba con una parsimonia que hoy resultaría ofensiva para cualquier millennial con ansiedad. No existían los teléfonos inteligentes, ni el scroll infinito, ni ese zoológico digital llamado TikTok, donde adolescentes, y hasta cincuentones en crisis, bailan con el fervor de un chamán poseído después de una paliza de reguetón.

La vida se vivía más despacio. O al menos eso creemos ahora, como quien recuerda las croquetas de la abuela: siempre más ricas desde la distancia y el colesterol. En aquel universo prehistórico, cuando uno regresaba a casa tras una noche intensita, palabra que solo cobra pleno sentido cuando hay una farola girando a tu alrededor,  lo más parecido a un selfie era entrar en una cabina de fotos. De las que tenían cortinilla, olor a perfume barato y un taburete cojo. Cuatro poses en cinco minutos: alegría, tontería, mirada profunda y una en la que siempre salías con los ojos cerrados.

Blanco y negro, color o sepia si te habías leído a Benedetti y te sentías existencialista. Aquella tira de fotos era más que un recuerdo: era una prueba de vida, un carné de juventud salvaje. Tengo 19 años, llevo ocho combinados de garrafón con coca cola, y la convicción absurda de que la noche no tiene fin. La posterior resaca era el peaje, sí, pero no importaba. Unas horas después había que estar en la piscina del polígono, con gafas de sol, bíceps fingidos y esa camiseta de verano que sobrevivía a fiestas, noches en el parque de Santa Catalina y cientos de lavados.

Hoy es junio de 2025. También son las siete de la mañana. Pero la épica brilla por su ausencia. No hay ni piscina, ni cortinilla, ni camiseta de verano (ahora hay camisetas térmicas que prometen corregir la postura). Lo único que suena es el despertador del móvil, que ha decidido recordarme que soy un adulto funcional, aunque mi lumbago opine lo contrario. Me he levantado con dolor de espalda y un hombro izquierdo que parece pertenecer a otro cuerpo.  Dos clásicos contemporáneos. Hay varios WhatsApp sin contestar, varios de ellos de grupos en los que no sabes ni por qué  estás y uno de un tal “Pedro Fontanero”, que juro no recuerdo haber conocido jamás.

¿Nostalgia? Puede ser. O quizá sea simplemente la certeza de que ya no se puede improvisar la vida con el descaro de los 19. Ya no basta con una noche de calor, una brutal sesión de fiesta en las pistas y jardines del Yu-Yu, y una colonia de spot de televisión que prometía “toques marinos” y en realidad olía a after de gasolinera.

El tiempo, como los ríos, no corre hacia atrás. Y si lo hiciera, probablemente volvería solo para recordarnos lo inocentes , y lo idiotas, que éramos. Aunque qué felices, madre mía. Qué felices en nuestra ignorancia de hamburguesas de la casa, medios de vino con limón en La Encina y canciones que te pones hoy mientras limpias la casa.

Pero no caigamos en el melodrama: el pasado es una república imposible, el presente es un croasán reseco, y el futuro… bueno, el futuro es café recién hecho.

O frío, si te entretienes viendo las noticias y se te olvida bebértelo.

Lo mejor, sin duda, siempre está por llegar.

Y si no llega, al menos tendremos excusa para escribir sobre ello…con nostalgia, con sentido del humor…

y, si hace falta, con una camiseta de rayas rescatada del fondo del cajón.


19.6.25

El guardian del silencio

A sus sesenta y cinco años, Julián Corral se detenía cada mañana frente a las puertas de la Biblioteca Municipal de San Gregorio con el mismo gesto con que otros se persignan antes de entrar a una iglesia. Durante casi medio siglo, aquel umbral le había servido de refugio y frontera, de pertenencia y destino. Ahora, a punto de jubilarse, sentía que cada paso por el vestíbulo era ya un adiós velado, un susurro de despedida entre anaqueles.

La biblioteca olía distinto. Ya no a papel envejecido ni a cuero reseco de encuadernaciones nobles, sino a cables plásticos, a climatización impersonal y a tinta de impresoras. Las voces habían sido sustituidas por teclas, y el murmullo de las páginas por el zumbido constante de pantallas.

Recordaba con claridad fotográfica el primer día que entró como ayudante, con diecisiete años recién cumplidos, cuando don Mateo —el bibliotecario de entonces— le extendió una ficha de cartulina y le dijo: "Aquí empieza tu archivo. Tu vida, quizá." Qué razón tenía. En aquellos años, los libros eran el único acceso a otros mundos. Venían niños con los bolsillos sucios de tierra y las manos temblorosas de emoción a buscar novelas de Verne, Salgari, Stevenson. Los universitarios preguntaban por Galdós, por Pío Baroja, por la generación del 27, que aún se leía con fervor. Incluso los mayores, campesinos o dependientes, se llevaban a casa tomos de poesía o libros de historia. No importaba el oficio ni la edad: leer era una forma de salvarse.

Hoy, en cambio, muchos entran preguntando por la contraseña del wifi o por un cargador para el móvil. Los que se acercan a los libros lo hacen con prisa, como si les pesaran. Hay quien toma un ejemplar para hacerse una foto, no para leerlo. Julián no los culpa; el mundo ha cambiado, y con él los hábitos, los ritmos, los anhelos.

—Los libros —solía decirse en silencio, recorriendo con la mirada los estantes— antes abrían ventanas. Ahora parecen ser el polvo en los cristales.                                                  

 Aún había excepciones. Una mujer que volvía cada semana por novelas Nórdicas; un anciano que releía a Unamuno como si buscara en sus páginas una respuesta que la vida le seguía negando. Pero eran islas en un océano de ausencia. Lo que más dolía a Julián no era la transformación de la biblioteca, sino el vacío humano que se expandía entre sus muros. Ya no había silencio respetuoso, sino indiferencia ruidosa.

En su rincón del archivo, Julián guardaba aún el primer libro que colocó en las estanterías: "La colmena", de Cela. Lo acariciaba a veces, como quien roza una fotografía vieja. Allí estaba todo: la juventud, el asombro, la convicción de que cada palabra podía cambiar una vida. Esa fe, lentamente, se le había ido deshaciendo entre los dedos.

Faltaban dos semanas para su jubilación. Cada día era un pequeño duelo. Iba revisando las fichas, los lomos, los rincones como quien despide a viejos amigos. No sabía qué haría después. Tal vez escribir sus memorias. Tal vez mudarse al pueblo donde su padre había sembrado los primeros olivos. O simplemente sentarse en un banco a ver pasar las estaciones.

Pero una cosa tenía clara: el día que entregara su llave, no la dejaría en la oficina como una herramienta inservible. La depositaría sobre el mostrador, con una nota escrita a mano: "No olvidéis que hubo un tiempo en que los libros eran sagrados. Y quienes los buscaban, peregrinos."

Porque, en el fondo, Julián Corral no fue nunca un bibliotecario. Fue un guardián del silencio. De ese silencio antiguo que aún late, tímido, entre las páginas dormidas de un libro abierto.

18.6.25

La dignidad prorrateada


 A las siete y cuarto, como todos los días que no eran domingo, y algunos domingos también, porque el capitalismo no descansa ni para confesar sus pecados, Javier alzaba la persiana metálica del bar El Timón. El gesto tenía algo litúrgico, una ceremonia rutinaria de chirrido y polvo, como si el propio bar se resistiera a empezar otro día. Lo comprendía: él tampoco tenía ganas.

Javier tiene 28 años, un título universitario en Historia del Arte con su correspondiente marcapáginas de frustración, y una colección de currículums enviados que, de imprimirse en papel, podrían forrar el Museo del Prado con una instalación de tristeza contemporánea. Aprobó con notable alto, redactó un TFG que todavía consideraba brillante , "La melancolía barroca como elemento subversivo en la pintura religiosa del siglo XVII", una frase tan elegante que podría servir de epitafio y, como miles de otros jóvenes ilustrados, se estrelló contra la muralla burocrática y laboral del país.

Ahora trabajaba en hostelería. Doce horas diarias de pie, rodeado de vasos manchados de carmín barato y cafés con leche para clientes que confundían la barra con un púlpito. Por 1.100 euros al mes. Con pagas prorrateadas, claro. Siempre decía "prorrateadas" con la voz un poco más grave, como si le hiciera gracia que sonara a privilegio, cuando en realidad era solo otra forma de decir "no te va a llegar ni para compartir piso con moho".

Vivía con su padre, un hombre silencioso que llevaba más años en la fábrica de hielo que el propio sistema métrico. Desde que enviudó, no se quejaba de nada, como si con la muerte de su mujer hubiese perdido también el derecho a lamentarse. Llegaba a casa oliendo a frío químico, con las manos tan duras que parecían de mármol tallado. A veces hablaban. Otras, se sentaban a ver las noticias sin decirse una palabra. Como dos estatuas enfrentadas en un museo provincial.

Su novia, Clara, había sido más valiente o, simplemente, más desesperada. Enfermera. Graduada también con buena nota. Se fue a Londres a cambiar pañales a ancianos que pronunciaban su nombre como si fuera una marca de yogures. Mantenían una relación a distancia que, contra todo pronóstico, seguía en pie. Videollamadas nocturnas con silencios incómodos y algún "te echo de menos" que sonaba menos a pasión y más a rutina. El amor, como los sueldos, también se devaluaba con el tiempo.

Javier tenía una banda sonora interior. Vetusta Morla, Viva Suecia, Supersubmarina. Estos últimos eran casi un símbolo personal, como un retrato de juventud detenido en el tiempo. Aún conservaba una entrada de su concierto en 2016, justo antes del accidente. Aquella carretera tortuosa, la furgoneta, el coma. Fue como si su generación entera hubiese chocado con ellos: una banda llena de talento, entusiasmo y ganas de comerse el mundo… y, sin embargo, obligada a frenar de golpe. Supersubmarina nunca volvió del todo. Algunos de sus amigos tampoco. No al menos como los recordaba: ahora estaban sepultados bajo nóminas temporales, clases particulares, contratos de prácticas, alquileres absurdos.

Cuando barría el suelo pegajoso del bar, pensaba en sus compañeros de clase. Uno hacía pódcast sobre arte desde la habitación de su madre. Otra organizaba bodas en un hotel rural. Uno daba clases de español a turistas noruegos. Todos parecían tener vidas paralelas, como planetas lejanos con órbitas propias, y todos compartían la misma nostalgia: esa convicción sorda de que la vida que les habían prometido en la universidad se había extraviado por el camino.

Javier también soñaba con una casa propia. No una mansión, ni siquiera algo con terraza. Solo un piso modesto, con buena luz y espacio para poner una estantería con vinilos. Pero Idealista era una comedia negra. Pisos de 28 metros cuadrados con “toque vintage” (es decir, humedad). Estudios “reformados” donde no cabía ni una cama entera. “Ideal para jóvenes profesionales sin mascota ni esperanza”, pensaba él. Cuando le hablaban de “emanciparse”, sentía que le hablaban de una rebelión en otro siglo, en otro continente, en otro universo.

Y sin embargo, no era infeliz del todo. Había algo en el ritual del café con leche, en saludar a la señora que venía cada mañana con su nieto, en escuchar a los borrachos nocturnos hablar de fútbol como si estuvieran redefiniendo la Ilustración. Había belleza, incluso, en esa tristeza compartida. Una poética de la resignación. Como cuando escuchaba a Viva Suecia cantando con toda la épica del mundo frases que solo entendían los que no tenían nada más que entender.

Quizá la vida no fuera eso que le contaron, ni eso que soñó. Quizá el arte estaba también en sobrevivir con cierta dignidad a lo indigno. En seguir levantando persianas, aunque chirriaran. En mirar las ofertas de pisos como quien contempla un museo de cosas que no puede comprar.

Y quizá, solo quizá, en aprender a amar, incluso a distancia, con la misma fuerza con la que uno se aferra a un estribillo.


17.6.25

Lanjarón


 Al llegar el ecuador de Agosto, en los últimos años, después de un largo viaje desde Extremadura, llegamos a Lanjarón felices por el destino que nos espera. Desde 2019, nuestras vacaciones comienzan siempre en el mismo lugar: Lanjarón. No importa cuál sea el destino final, Mojácar y el Cabo de Gata, porque ya forma parte del ritual detenernos varios días en este pueblo blanco de la Alpujarra granadina. No es tanto una parada como un preámbulo necesario, una especie de respiro donde empezamos a vaciarnos del  duro y completo año laboral.

Llegar a Lanjarón es como atravesar un umbral invisible. A medida que el coche asciende por la carretera que se retuerce entre las laderas, se empieza a notar cómo cambia el aire: más limpio, más fresco, más cargado de silencio. El pueblo aparece de pronto, con sus casas encaladas trepando por la montaña, sus balcones floridos y ese ritmo lento que no es impostura, sino forma de vida.

Las gentes de Lanjarón, conocidas como lanjaronenses, son reconocidas por su carácter amable y hospitalario. Su trato cercano y cordial con los visitantes refleja una genuina gentileza que se transmite de generación en generación. Los lanjaronenses suelen ser cálidos y atentos, siempre dispuestos a compartir las tradiciones, la cultura y la belleza de su tierra. Esta combinación de amabilidad y respeto por sus raíces hace que cualquier persona que pase por Lanjarón se sienta como en casa.

Las calles de Lanjarón son estrechas, irregulares, con giros inesperados, como si el trazado morisco todavía guiara los pasos. Uno se orienta por el sonido del agua, por el vuelo de las golondrinas, por la sombra de los árboles. Y se deja llevar.

Una de las señas de identidad del pueblo son sus fuentes, que aparecen en plazas, calles y rincones. Cada una está decorada con azulejos que muestran versos de Federico García Lorca, que pasó temporadas aquí con su familia, y de poetas locales que mantienen viva la tradición literaria. Estas fuentes no solo refrescan el cuerpo, sino también el espíritu, invitando a la contemplación y al recuerdo.

Hay dos rincones que visitamos siempre. El primero es el Barrio Hondillo, un laberinto de callejuelas que parecen suspendidas en el tiempo. Aquí las hornacinas con vírgenes decoran las fachadas, a veces con flores recientes. Los gatos pululan por los rincones, dormitan sobre las macetas, cruzan los escalones con ese aire indolente que tienen los gatos dueños de su mundo. El Hondillo es un barrio que se respira en voz baja, como si no quisiera ser despertado del todo.


El otro lugar es la Placetilla Colorá, con su fuente central. Es uno de esos sitios donde el tiempo parece detenerse, donde las tardes se enfrían despacio y se puede oír la conversación de los vecinos, la brisa, o simplemente el agua cayendo.

No falta tampoco una visita obligada a la tienda de Diana, un espacio donde el arte y la tradición se mezclan en cada objeto. Allí encontramos todo tipo de piezas artesanales, desde cerámicas hasta textiles, cada una cargada de historia y diseño, reflejo del alma alpujarreña. Entrar en su tienda es como abrir una caja de secretos, una celebración del oficio y la belleza hecha a mano.

Por la noche, el pueblo se anima con puestos ambulantes de artesanía, calzado, abanicos y otros objetos que parecen haberse detenido en el tiempo. Es un paseo que invita a detenerse, a mirar, a llevarse un recuerdo genuino. Además, la fruta y la verdura fresca son una constante en Lanjarón, tanto en sus excelentes fruterías como en pequeños puestos apostados a la entrada de algunas casas, donde se ofrecen productos locales de la mejor calidad, que llegan directos de los huertos cercanos.

No faltan tampoco nuestros ritos profanos: siempre hacemos acopio de cerveza artesanal de trigo en la Bodega González, dorada, fresca, ligeramente afrutada. Otras noches cenamos en El Arca de Noé, un restaurante donde los productos ibéricos de la sierra se sirven con generosidad: jamón cortado fino, lomo en orza, chorizo curado, queso fuerte. A veces pedimos el plato alpujarreño completo, ese mosaico de sabores con patatas a lo pobre, huevo frito, morcilla, pimientos y el imprescindible jamón.

Y hay un gesto final, que se ha vuelto casi ceremonial: cada noche, sin falta, tomamos una leche rizada en la heladería de Luisa. Ese postre helado, tradicional de Lanjarón, de textura granulada y sabor delicadamente especiado a canela y limón, marca el final de la jornada. Es refrescante, humilde y delicioso. Un sabor que ya asociamos directamente con el descanso, con el comienzo del verano, con el estar aquí.


Lanjarón es agua. No solo la que brota en sus fuentes, sino la que mana de su historia. Sus manantiales, como el de la Capuchina, tienen fama de medicinales desde hace siglos. El balneario, con sus galerías y baños termales, sigue activo y es una institución viva del pueblo. A él acudía cada año Vicenta Lorca Romero, madre de Federico García Lorca, y no lo hacía sola: toda la familia la acompañaba. Durante esas estancias, el joven Federico escribía, observaba, escuchaba. Parte de su obra poética brotó entre estas montañas. Se hospedaban en el Hotel España, un edificio con patio interior, geranios y azulejos, donde también nosotros nos hemos alojado un par de veces. A veces pienso que en esa misma mesa del comedor, o en ese mismo banco del patio, Federico soñó alguno de sus versos.

Pero no solo el Hotel España ha sido escenario de nuestra estancia. Varias veces hemos elegido el Hotel Alcadima, un bello bergel tradicional que se abre a un precioso jardín. Allí, en las noches de agosto, hemos observado las Perseidas, las mágicas estrellas fugaces de San Lorenzo, mientras el sonido del agua corriendo por sus fuentes acompaña el murmullo de las hojas. La piscina reconfortante, rodeada de plantas y flores, se convierte en un refugio donde el tiempo se diluye y los sentidos se aquietan.

Otro de nuestros lugares predilectos es el Parque del Salao. Amplio, fresco, lleno de árboles y sombras generosas, con caminos de tierra y bancos donde sentarse a leer, a charlar o simplemente a observar la vida pasar. Desde allí se puede subir al castillo de Lanjarón, una antigua fortaleza nazarí del siglo XIII, en ruinas pero majestuosa, situada en una peña que domina el barranco. Subir hasta lo alto es una forma de entender la geografía y la historia de este lugar. Desde la cima se ve el valle, las casas blancas, los huertos, y se escucha el rumor del agua que nunca cesa.

Así, año tras año, nuestras vacaciones no comienzan con la primera zambullida en el mar, ni con el olor a protector solar ni con la maleta abierta. Comienzan en Lanjarón. En sus calles irregulares, en sus gatos del Hondillo, en sus aguas limpias, en los sabores de la sierra. Empezamos allí a dejar atrás lo que no necesitamos, a escuchar con calma, a respirar distinto. Y cuando bajamos hacia el mar, a Mojácar o al Cabo de Gata, llevamos con nosotros esa paz que solo Lanjarón nos sabe dar.

16.6.25

Lo de Rosendo


Rosendo tiene 54 años, aunque a veces el espejo le devuelve la imagen de un hombre más viejo. Lleva los hombros cargados como si arrastrara cada uno de los días que ha vivido. Desde los 18 ha estado detrás de esa barra. Primero como camarero, después como encargado. Y desde hace algo más  de diecisiete años, como dueño. Diego, el antiguo propietario, se jubiló con la sonrisa de quien ha visto pasar  más de media vida tras el mismo mostrador y le traspasó el bar sin muchas ceremonias, como si le estuviera dando las llaves de su casa. “Es tuyo, Rosendo. Tú ya lo cuidas mejor que yo”.

El bar se llama Bar Castilla, aunque nadie lo llama así. Para todos es “lo de Rosendo”. Abre todos los días a las seis de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos. Suena la persiana metálica como un trueno y los primeros clientes entran con la legaña aún pegada al alma. Rosendo ya tiene los brazos enharinados por el pan y las manos calientes de tanto apretar vasos y tazas. No usa guantes. Nunca los ha usado.

Hay una coreografía en esas primeras horas: los empleados de limpieza entran en grupo, como una banda de jazz desordenada pero fiel; luego vienen los del andamio, tres albañiles que llevan meses haciendo una reforma justo en el local de al lado y que desayunan siempre lo mismo, media de tomate con aceite y jamón, café solo y, si es viernes, una caña tempranera, “porque ya es casi sábado, Rosendo ”. Él no discute. Solo levanta las cejas y sirve.

A veces entran estudiantes, sobre todo los rezagados, los que se han pasado la noche estudiando, o bebiendo,  y buscan un café con leche que les salve del naufragio. Rosendo les hace buen precio. No por simpatía, sino por un reflejo de sí mismo cuando era joven y soñaba con estudiar algo que nunca estudió. “Tú echa un par de huevos, chaval, pero no al café, al currículum”, le dijo una vez a uno que venía con una resaca como un edificio de tres plantas.

Y luego está Elena. Elena tiene 82 años, pelo blanco, abrigo rosa palo y un chihuahua bizco llamado Federico, en honor a su devoción al gran poeta. Enviudó hace casi treinta años, y desde entonces no ha dejado de venir cada mañana a las siete y cuarto, ni un solo día. Rosendo le deja entrar con el perro, aunque el cartel en la puerta diga que no se admiten mascotas. “Federico no es un perro, es un cliente más”, dice ella. Rosendo asiente, aunque en realidad no lo dice por cariño al animal, sino porque sabe que Elena está más sola que el hielo del congelador.

Ella pide siempre lo mismo: café con leche en vaso y una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque. Come despacio, mientras habla de su marido muerto, de sus nietos que viven lejos, de cómo la ciudad ya no es lo que era. Rosendo la escucha de reojo, limpiando vasos con un trapo que ha visto demasiadas mañanas.

Una vez, Elena se olvidó a Federico. Se levantó con su bolso, su bastón y sus pasos arrastrados, y se fue como si el perro fuera parte del mobiliario. Rosendo no se dio cuenta hasta que oyó un gemido bajo la mesa. Lo miró, lo cogió con una mano y lo sacó a la calle gritando:

—¡Elena! ¡Te has dejado al cliente más callado que tengo!

Ella se dio la vuelta, se echó a reír y dijo:

—Ay, hijo, la cabeza ya me falla...Un día de estos también me la dejo.

Rosendo no rió, pero sonrió. Una sonrisa seca, tímida, que le duró el resto de la mañana.

El bar no da grandes alegrías, pero tampoco muchas penas. Lo justo para seguir. Rosendo no tiene hijos, ni mujer, ni vacaciones. Tiene el bar. Y en cierto modo, el bar lo tiene a él. Cada día es parecido al anterior, como un disco rayado que ya se sabe de memoria. Pero en el fondo, él lo prefiere así. La rutina es una forma de cariño que no exige grandes gestos.

A veces, al cerrar, cuando apaga la cafetera y la luz del cartel, se queda un segundo más en la puerta, mirando la calle vacía. Y piensa que quizás, si alguna vez se jubila, se lo traspasará a alguien que, como él, haya aguantado en silencio detrás de la barra durante media vida. Alguien que entienda que el café de las seis no es solo una bebida: es la manera en que el mundo se pone en marcha. Aunque sea un mundo pequeño, a veces triste y lleno de tostadas y café. 


13.6.25

Braulio el camarero.


El 8 de diciembre de 1933, la periodista Rosario del Olmo se reunió con Antonio Machado en el café de las Salesas, en Madrid, para entrevistarlo para el periódico La Libertad. El artículo, publicado bajo el título “Deberes del arte en el momento actual”, recogía las reflexiones del poeta sobre el papel del arte y del artista en tiempos de agitación política y social. Aquella conversación quedó inmortalizada en una fotografía que, con el paso del tiempo, se ha convertido en una de las imágenes más emblemáticas del poeta sevillano. Sentado junto a la mesa, envuelto en su abrigo oscuro, el rostro melancólico y la mirada absorta, Antonio Machado parecía, incluso en imagen estática, estar dialogando con la historia.

En el espejo que adorna el fondo de la fotografía, como en una aparición discreta y casual, se refleja el rostro de un camarero: Braulio. De él apenas se sabe nada. Su figura permanece en la penumbra de la anécdota, en ese lugar incierto que habitan los testigos involuntarios de lo memorable. Braulio, que quizá sirvió el café al poeta y a la periodista sin sospechar que formaría parte de una de las instantáneas más célebres de la literatura española del siglo XX, es hoy un fantasma discreto del arte fotográfico, una silueta de fondo que, sin proponérselo, forma parte del mito.

Y es que, en ocasiones, al revisar viejas fotografías, sean de nuestros viajes, de nuestras celebraciones o de simples momentos cotidianos,  descubrimos figuras que no recordábamos, gestos ajenos que adquirieron, con el tiempo, una rara importancia. Rostros perdidos entre la multitud, miradas furtivas o reflejos en escaparates y espejos que atraparon para siempre a aquellos que pasaban por allí sin saber que serían capturados por el ojo del tiempo.

Hay algo profundamente poético en esas presencias secundarias que habitan el borde de las imágenes. Son testigos mudos de nuestra historia, piezas del mosaico que nunca reclamaron protagonismo, pero sin las cuales la composición perdería parte de su sentido. Como Braulio, que sin decir palabra, quedó para siempre asociado a una de las voces más profundas y conmovedoras de la poesía española.

Tal vez la fotografía, como la literatura, consista también en eso: en rescatar del olvido lo que parecía insignificante, en ofrecerle un lugar a lo invisible, en devolver a la memoria la dignidad de los que no fueron el centro, pero estuvieron allí. Porque a veces el arte ,como la vida, no se escribe solo con los nombres grandes, sino también con las sombras que los acompañan.

12.6.25

El Vampiro del túnel de Santa Catalina (basado en hechos reales)

 EL VAMPIRO DEL TÚNEL DE SANTA CATALINA

Mérida, verano de 1978.

España estaba en plena Transición, ese limbo extraño entre una dictadura que se resistía a morirse del todo y una democracia que aún no sabía andar sola. La Constitución todavía era un borrador lleno de tachones, y mientras algunos aprendían a decir “libertades civiles”, otros seguían diciendo “sí señor” por inercia.

En los pisos del barrio, se vivía con lo justo: una radio en la cocina, una televisión en blanco y negro con interferencias galácticas, y mucha resignación heredada. Los hombres trabajaban en la RENFE, en talleres, de peones de obra, en la fabrica de Corcho, en el Matadero, en Correos o en la Policía Nacional; las mujeres sostenían el mundo con fregonas, cazuelas, llevando a los niños a la es escuela y el resto de vecinos solían ser gente que hablaban demasiado y miraban mucho detrás de las cortinas.


En Santa Catalina, uno de los barrios más sencillos y vivos de Mérida, la vida transcurría entre el barro de las calles aún no asfaltadas, el humo de las cocinas, los pregones a gritos de los vendedores ambulantes, y los chismes que cruzaban las calles antes que el panadero o el repartidor de la bombona.

Santa Catalina se asentaba junto al río Albarregas, que entonces no era más que un cauce sin canalizar, plagado de juncos, botellas, y algún zapato sin dueño. Para los chavales, aquello era un paraíso: pasaban las tardes cazando ranas con botes oxidados y cañas de pescar improvisadas, chapoteando entre fango y basura como si fueran en busca del Dorado.

Dominando gran parte del paisaje se alzaba el acueducto de San Lázaro, una reliquia de piedra reutilizada a base de retales del antiguo acueducto romano. Los niños lo trepaban como si fuera un fuerte medieval, y los mayores lo miraban con orgullo silencioso, como quien contempla una herida antigua que aún aguanta en pie.

En 1978, la televisión tenía el mismo poder que la misa del domingo, pero con más audiencia. Dos cadenas, muchas reposiciones y una programación que podía pasar de un reportaje de pastores de Soria a un episodio de Dallas sin previo aviso.

Ese verano, Starsky y Hutch causaba furor entre los chavales del barrio. Dos polis americanos, coches veloces y mucha chaqueta de ante. Y una noche fatídica del mes julio, TVE emitió un capítulo de Starsky y Hutch que dejó una marca profunda en la mente de muchos. Se titulaba “El Vampiro” (Temporada 2, episodio 6), y narraba cómo los detectives investigaban una serie de asesinatos atribuidos a un hombre disfrazado de vampiro. El asesino tenía delirios, creía ser inmortal y atacaba a mujeres para beber su sangre. Todo ello enmarcado en una atmósfera más tenebrosa de lo habitual, con neblina artificial, colmillos postizos y un villano tan ridículo como inquietante.

La estética gótica del episodio, combinada con la inquietante figura del asesino, que se movía por los tejados y aparecía de la nada, caló en la mente de más de un espectador impresionable.

Todo empezó una noche calurosa de julio, cuando en casa de Doña Engracia, una humilde vivienda prefabricada de la desaparecida barriada de La Paz, el televisor en blanco y negro —un Inter de 14 pulgadas con mando a distancia atado con un cordón— sintonizaba TVE 1, y la cortina del salón ondeaba perezosa por la corriente de aire.

Serafín Morales, su hijo, tenía entonces 38 años y un bigote a medio salir. Había dejado hace poco un trabajo de peón municipal “por estrés emocional” (se cayó de un andamio bajito), y pasaba los días entre la siesta, las radios locales y los paseos hasta el bar de Ciriaco, donde pedía una Mirinda y echaba una ojeada al Marca y al Hoy.

Aquella noche la programación no prometía gran cosa: una reposición de Los camioneros, seguida de una película rumana con subtítulos que nadie leía. Pero después, como si los astros se alinearan, anunciaron:

 Y a continuación: Starsky y Hutch. Episodio titulado ‘El Vampiro’.

Serafín, que había sido aficionado a los cómics de Colmillo Blanco y Zarpa de Acero, se relamió. Puso los pies sobre una silla de mimbre, se sirvió un vaso de gaseosa Zasil con anís del mono, y se preparó para lo que él pensó que sería “otra de polis americanos persiguiendo melenudos”.

Pero lo que vio fue otra cosa.

En la pantalla, un hombre vestido de negro salía de las sombras, con la cara blanca, capa al viento y colmillos brillantes. Acechaba a mujeres solas, se movía como una sombra sobre los tejados, y hablaba como si viniera del más allá.

Serafín se quedó hipnotizado. No por el miedo, sino por la estética. Por el misterio. Por el dramatismo innecesario. Por ese aire de película de terror barato que, sin saber por qué, le dio una idea.

—¿Y si yo…? No, no… ¿y si yo salgo por las noches… así… pero en el túnel de Santa Catalina?

—¡Hombre! No para atacar a nadie. ¡Para dar ambiente!

A la mañana siguiente, pidió a su madre que no tirara la cortina vieja del cuarto de costura. La recortó, la dobló, le cosió una cuerdecita y se la probó frente al espejo del baño. Se miró y pensó:

—Parezco una mezcla entre Drácula y Superman de andar por casa.

Pero eso no lo detuvo. Al contrario. Sintió que los del barrio de Santa Catalina necesitaban algo así. Un susto, una leyenda, una historia que contar.

Y así, con una vieja capa, unos colmillos hechos con una cuchara partida por la mitad, y mucha, mucha ilusión…

el Vampiro del Túnel bajó por primera vez al paso ferroviario de Santa Catalina, justo cuando caía la noche y las primeras bicicletas pasaban de vuelta del río.

Primero fueron unos niños que volvían tarde a casa de jugar al fútbol los que aseguraron que una figura “negra y altísima” había salido del túnel haciendo ruidos de murciélago con flemas. Luego, Doña Remedios, vecina de la calle Ancha, dijo haber visto a “un ser con capa negra que levitaba por la calle como si fuera en patines invisibles”.

En menos de una semana, el barrio ardía de teorías:

—Dicen que el vampiro mide dos metros y medio.

—Que bebe sangre de perros callejeros.

—Que se esconde bajo el acueducto de día y por la noche se sube a los tejados.

Las madres no dejaban a los niños salir. Los padres empezaron a ir al bar en grupo. Y los chavales ideaban planes de defensa con ajos, tirachinas y crucifijos de plástico.

Una madrugada, el vampiro decidió plantarse en medio del túnel con los brazos en cruz, esperando volver a a asustar al grupo de chavales que solían volver tarde de jugar al fútbol.

Pero el destino quiso que pasara antes un camión de reparto de La Casera, que al verlo quieto, con capa y colmillos, frenó de golpe y volcó dos cajas de sifones.

El conductor, un Cacereño con mucha mili hecha, no se asustó, sino que le lanzó una botella de litro al grito de ¡Payaso!.

El vampiro huyó tropezando con su propia capa, y esa noche el túnel olía a gaseosa durante horas.

Otra noche, una señora del barrio, Doña Milagros, harta de escuchar las historias  de los sustos, decidió salir una noche a pasear con su perro Napoleón, un caniche nervioso que llevaba la correa como un lazo de lazo rosa.

El Vampiro, creyéndose en Transilvania, apareció entre unos matorrales con un “¡Blaaaaah!”. Pero Napoleón, lejos de asustarse, le saltó al pecho y le mordió la pantorrilla con una furia que solo dan los lazos rosas y los dueños rencorosos.

El “vampiro” corrió gritando, perseguido por el perro hasta que pudo esquivarlo. A la mañana siguiente, la noticia ya corría:

—¡Lo acojonó el caniche de Doña Milagros!

—Dicen que ahora le tiene miedo a los lacitos.

Pero el momento cumbre llegó una noche en que el señor Ciriaco,  carnicero de profesión y algo corto de vista, escuchó un ruido en lo alto del túnel al regresar a casa después de una dura jornada de trabajo. Al ver una figura negra correteando sobre él, no dudó: le lanzó una pata de jamón curado, gritando:

—¡Pa que vuelvas, demonio!

La figura tropezó, chilló con voz muy humana (“¡Ay mi lumbago!”), y salió corriendo sin elegancia sobrenatural alguna.

Eso ya no era un vampiro. Eso era alguien haciendo el ridículo.

Corría ya finales de septiembre de 1978. Las noches empezaban a enfriar, los chavales volvían al colegio con mochilas de cuero y cuadernos Rubio, y los sustos en el túnel de Santa Catalina eran ya una costumbre tan habitual como el sonido de la máquina del tren pasando por encima. Había quienes incluso cambiaban de ruta solo por no cruzarse con “aquello que volaba” bajo el acueducto de San Lázaro.

La leyenda crecía: que si medía dos metros y medio, que si hablaba en latín, que si lo había visto un municipal y se le cayó el gorro del susto. Lo que nadie sabía —salvo Doña Engracia— era que el monstruo en cuestión dormía hasta las once, se comía dos magdalenas para desayunar y planchaba su capa con cuidado los miércoles.

Pero los vecinos ya estaban hartos. A uno se le cayó la compra del susto, a otro se le escapó el perro, y una señora mayor acabó en el ambulatorio con un esguince de risa nerviosa.

Así que una noche, la Comisaría de Mérida, en coordinación con dos patrullas de barrio y un cabo llamado Gómez de los Reyes, decidió tenderle una trampa.

Montaron vigilancia desde un Simca 1200 sin distintivos, aparcado a la entrada del barrio, y uno de los agentes, disfrazado de paisano, se ofreció como cebo: se vistió con pantalones de campana y camisa estampada, e iba paseando con una barra de pan bajo el brazo como quien viene de la tienda.

Serafín, mientras tanto, ya estaba en su escondite habitual, una caseta abandonada de un guarda de la RENFE junto al puente, ultimando detalles. Esa noche llevaba una mejora en el disfraz: dos murciélagos de plástico colgados de un hilo de pesca, que pensaba hacer bajar en el momento justo.

Cuando el agente disfrazado cruzó el túnel, Serafín se deslizó entre las sombras, dejó caer los murciélagos y gritó con toda su alma:

—¡Sangreeeee…!

Pero no llegó a terminar la palabra. Tres linternas se encendieron de golpe.

—¡ALTO! ¡POLICÍA NACIONAL!

—¡QUIETO, VAMPIRO!

Serafín, con los nervios, tropezó con su propia capa y cayó redondo al suelo. Uno de los murciélagos se le quedó enganchado en la oreja.

Los agentes lo rodearon. Uno le apuntó con la linterna, y el cabo Gómez de los Reyes, sin poder evitar la risa, murmuró:

—¿Pero qué demonios es esto, hombre…?

Serafín, desde el suelo, con voz grave, dijo:

—¡No soy un peligro! ¡Solo quería hacer ambientación!

—¿Ambientación dice usted…? ¿Con una cortina y murciélagos de plástico?

Lo subieron al coche patrulla con suavidad. No opuso resistencia. Solo pidió que no le pisaran la capa. Uno de los agentes, para calmarlo, le dijo:

—Tranquilo, Drácula. Te llevamos al castillo… pero con radiadores.

Ya en comisaría, entre risas y confusión, se dictaminó que el autor de los sustos era un pobre diablo sin maldad, con más imaginación que sentido práctico.

Le cayeron una multa simbólica, un tirón de orejas de su madre doña Engracia, y el apodo que ya no lo abandonaría jamás: “El vampiro de Santa Catalina”.

El barrio volvió a la normalidad: los niños a sus ranas, los padres al dominó, y las madres a la ventana. El túnel ya solo daba miedo por la humedad y el olor a pis.

Y aunque España avanzaba hacia la modernidad con Constitución, democracia y copas europeas perdidas, en Santa Catalina seguía flotando la historia del hombre que quiso ser vampiro… y acabó perseguido, entre otras cosas, por un caniche y un jamón volador.

Porque si algo sabían los vecinos era esto:la realidad española siempre ha sido una mezcla de tragedia, comedia… y un poco de serie americana mal entendida.

Han pasado casi cincuenta años desde aquellas noches absurdas y gloriosas en el túnel ferroviario de Santa Catalina. El río Albarregas ya baja canalizado, el viejo túnel se remodeló años después  con nueva iluminación, y donde antes había zarzas, ahora hay chalets adosados, bancos de hormigón y placas solares.

Y Serafín Morales, aquel chaval casi cuarentón que se disfrazaba de vampiro con una cortina y colmillos de plástico, vive hoy en una residencia de mayores de Mérida.

Comparte habitación con un ex policía municipal, Don Hilario, con quien se lleva regular porque este le apaga la tele justo cuando están echando reposiciones de Curro Jiménez. Aun así, Serafín no se queja. Tiene lo justo: su pensión, una foto antigua en la mesilla, y un bastón con el que se pasea por el patio como si aún llevara la capa negra al viento.

Conserva algunos recuerdos:

– Una dentadura postiza adaptada con dos colmillitos que se pone para reír a las enfermeras.

– Una réplica de su capa original, hecha por una sobrina que se la regaló por su 80 cumpleaños.

– Y un viejo DVD con capítulos grabados de Starsky y Hutch, entre ellos “El Vampiro”, que ve al menos una vez al mes.

Cada vez que alguien nuevo llega a la residencia, él se presenta así:

—Serafín Morales, antiguo Conde de Santa Catalina. Cazador de sustos, especialista en niebla de brasero y vampiro jubilado.

A veces se lo creen. A veces no. Pero todos acaban riéndose cuando cuenta lo del jamón volador y lo del perro de Doña Milagros. 

Por las tardes se sienta junto al ventanal, y mirando hacia el horizonte de la ciudad, recuerda en silencio aquellas noches en las que creyó, con toda el alma, que asustar con una capa vieja era una forma de darle un poco de magia y emoción al barrio.

Y a veces, muy de vez en cuando, algún nieto de los vecinos le pide:

—Serafín, cuéntame otra vez lo del vampiro que se asustaba a la gente en los años 70

Y él sonríe, se ajusta la manta en las piernas, y empieza a contar… como si fuera la primera vez.


11.6.25

Cantos Corales de discordia

 En un pequeño pueblo con nombre de canción olvidada, Santa Armonía del Castañar, coexistían, a duras penas, dos agrupaciones corales que alguna vez fueron hermanas de partitura y compás. Hoy, eran enemigas declaradas: el Coro Juan del olivo y la Schola Cantorum Tempus Fugit.

Ambos nacieron del mismo tronco musical: hace veinte años, un solo coro unía a los amantes del canto polifónico del pueblo. Pero tras una acalorada discusión sobre si interpretar el Miserere mei, Deus de Allegri con ornamentación barroca o sobria austeridad renacentista, la armonía se resquebrajó para siempre. Los seguidores de la fidelidad histórica fundaron la Schola Cantorum Tempus Fugit. Los demás, más flexibles y con gusto por la teatralidad, formaron el Coro Juan del olivo. Desde entonces, la música se volvió campo de batalla.

Ambas agrupaciones ensayaban en extremos opuestos del pueblo. Cuando una estrenaba una misa de Victoria, la otra programaba, a la misma hora, un motete de Palestrina con entrada gratuita, y hasta vino y jamón. Las campañas en redes sociales eran finas dagas de ironía: publicaciones sutiles con frases como “Donde hay verdadera polifonía, no hace falta un clavecín desafinado”. Los ensayos eran filtrados, espiados, y las partituras “extraviadas” misteriosamente antes de los conciertos importantes.

Pero lo más despiadado era la captura de voces. Ambas agrupaciones se disputaban a los mismos tenores y contraltos, los que escaseaban como trufas negras. No era raro que un barítono destacado cambiara de bando, tentado con viajes, becas de canto, cerveza gratis o, más de una vez, con los favores de alguna mezzosoprano ambiciosa.


Chus, soprano de la Schola, y Alejandro, bajo del Coro, vivieron una de las historias más turbulentas. Se enamoraron tras un encuentro fortuito en un festival coral en la capital, y durante meses ocultaron su romance. Pero cuando se filtró una foto de ellos besándose tras bastidores, el escándalo fue mayúsculo. Ella fue tildada de traidora, y él, de espía. Ambos fueron apartados de sus agrupaciones... pero fundaron un dúo vocal con mucho éxito en redes, lo que encendió aún más la mecha del rencor.

Las traiciones no se limitaban al amor. En una ocasión, durante la Semana de la Música Sacra, la Schola saboteó el concierto del Juan del olivo enviando un falso comunicado al director del auditorio, quien creyó que se había cancelado. El público llegó a tiempo, pero el coro no. En represalia, el Coro Juan del olivo filtró una grabación alterada del ensayo de la Schola, con desafinaciones digitales añadidas. El video se hizo viral bajo el título “Tempus Fugit, pero no entona”.

A pesar de los ruegos del ayuntamiento, que intentó organizar un Festival Coral de la Paz, ambas agrupaciones se negaron siquiera a saludarse. El evento terminó en un acto fallido: ambas corales cantaron Dona nobis pacem en la misma plaza, pero mirando en direcciones opuestas, como dos ejércitos que invocan la paz con cuchillos y pistolas escondidos bajo la túnica.

En Santa Armonía del Castañar no había paz, pero sí canto. El pueblo, dividido, elegía bando. Para algunos, la guerra coral era un teatro encantador. Para otros, una tragedia disfrazada de concierto. Y en medio de todo, las voces seguían elevándose, no hacia el cielo, sino unas contra otras, en un contrapunto de envidias, amores rotos y rivalidad sin fin.

La tensión entre Juan del olivo y la Schola Cantorun parecía haber alcanzado su clímax... hasta que murió el Maestro.

Don Julián Marquina, fundador del coro original , aquel que se había escindido años atrás, falleció a los 96 años en su casa, rodeado de partituras, vinilos, y una antigua carta que nunca había enviado. Era el único que había logrado mantener una línea de respeto entre los bandos, aunque ya sin poder. Su muerte fue anunciada por ambos coros con comunicados casi simultáneos... y ambos anunciaron su deseo de rendirle homenaje.

Pero había un problema: el testamento del Maestro era claro. Quería un único réquiem, cantado por ambos coros. Juntos. En la misma iglesia. Bajo una misma dirección. Si se negaban, sus archivos inéditos , que incluían arreglos nunca publicados y grabaciones de ensayos históricos, serían donados a una universidad extranjera. Nada para el pueblo.

La noticia cayó como un himno disonante.

Las reuniones para organizar el evento fueron un infierno afinado en do menor. Se pelearon por cada compás, por quién debía dirigir (terminaron aceptando a una joven exalumna del Maestro, ajena a los odios), por el orden de aparición, por las posiciones en el altar, e incluso por quién debía anunciar las lecturas litúrgicas. Pero el legado del Maestro pesaba más que el odio.

Ensayaron separados al principio, y luego en sesiones conjuntas forzadas. Las primeras veces fueron un desastre: entradas descoordinadas, solistas saboteados con miradas de muerte, e incluso un incidente con un laúd que "se cayó solo" sobre la cabeza del director invitado. Pero poco a poco, algo empezó a pasar.

Un día, en plena interpretación del Lacrimosa, una soprano del Juan del olivo se quebró emocionalmente. Fue consolada, sin pensarlo, por una contralto de la Schola con la que había discutido durante años. En otra sesión, el tenor más ácido del Tempus Fugit admitió, sin sarcasmo, que echaba de menos las bromas del barítono rival.

La música comenzó a hacer lo suyo: soldar.

El día del concierto, la iglesia estaba a reventar. El pueblo entero acudió, algunos por morbo, otros por esperanza. El ambiente era tenso, hasta que sonó el primer acorde del Réquiem de Fauré. Las voces, por primera vez en años, se entrelazaron sin guerra. Se miraban de reojo, sí, pero también con algo nuevo: respeto.

El momento cumbre llegó en el In Paradisum. Las voces se fundieron en un tejido delicado, aéreo, que hizo que incluso los más escépticos contuvieran la respiración. No era sólo un adiós al Maestro. Era un adiós a algo más profundo: al rencor.

Cuando se apagó el último acorde, el silencio fue absoluto. Luego, un aplauso largo, de pie. Algunos lloraban. Y entonces, espontáneamente, los dos coros, sin ensayar esto, cantaron juntos un canon sencillo, infantil, que el Maestro les había enseñado a todos en los primeros años: “Dona nobis pacem.”

No se reconciliaron de inmediato. Pero hubo intercambios de partituras. Charlas cruzadas. Incluso una invitación informal a cantar juntos en Navidad. Nadie sabía si eso marcaría el comienzo de una fusión, una tregua duradera o simplemente una pausa.

Pero Santa Armonía del Castañar, al menos por esa noche, hizo honor a su nombre.

Y en algún rincón invisible, el Maestro sonreía.




10.6.25

La leyenda del roba cubatas

 


Crónica en clave de misterio, alcohol y resaca generacional

Cuentan los veteranos de la noche Emeritense —los que sobrevivieron al siglo XX a base de botellón y Macetas de vino con limón — que hubo un tiempo, entre los años crepusculares de los 90 y los balbuceos tecnológicos del nuevo milenio, en que un espectro recorría los bares de Mérida. No era un alma en pena, ni un guardia civil fuera de servicio. Era... el roba cubatas.

Sí, así le llamaban: el roba cubatas. Con artículo definido y todo. Porque no había otro igual. No era un ladrón de carteras, ni un rompebragas de pista. No. Este personaje, cuya identidad sigue siendo un misterio envuelto en humo de tabaco y luces estroboscópicas, se dedicaba exclusivamente a sustraer bebidas
. Combinados, Cubatas, Copas a medio beber, a punto de tocar los labios de su legítimo dueño. Era como un ninja con resaca. Como un gato sigiloso con la mandíbula floja y mucha sed.

Todo comenzó, como comienzan las grandes leyendas, en el Dada, un pub de techos altos, iluminación cálida y baños que olían como si la década de los 80 aún no hubiera terminado. Allí, una noche de viernes cualquiera, un grupo de amigos dejó sus copas sobre la barra para ir a hacer lo que se hacía en esos años: hablar con gritos, pedir más hielo, discutir sobre qué canción era mejor, si “Smells Like Teen Spirit” o “Yo quiero bailar toda la noche”.

Cuando volvieron... las copas ya no estaban.

—¿Tú te la has bebido, Pedro? —No, yo estaba hablando con la de la barra. —¿Y tú, Jose? —¡Ni de coña, si yo estoy con el quinto gin tonic!

Y ahí nació la sospecha. Alguien las había robado.

Los testimonios eran confusos. Algunos decían que era bajito, con chaqueta de pana y gafas de pasta. Otros que era alto, pálido y con pinta de estudiante de Filosofía. Pero todos coincidían en algo: era tímido. Tan tímido que parecía no estar nunca allí. Se deslizaba entre la gente como un rumor. Nadie lo oía, nadie lo veía, pero de pronto tu copa ya no estaba.

Y no se limitaba al Dada. Su sed no conocía fronteras. Atacó también en el mítico Trentaitantos, donde dejó a una despedida de soltera sin su ronda de chupitos. Luego en el Berlín, donde se bebió un White Russian a medio acabar y huyó por la puerta trasera. E incluso llegó a infiltrarse en la Sala DT, el templo de los ritmos bacalaeros y la camisa negra abierta hasta el esternón. Allí, en mitad del humo artificial y la rave interior, desaparecieron no menos de seis copas en una sola noche. La prensa local nunca se hizo eco. Tal vez por vergüenza, tal vez por respeto al mito.

Con el tiempo, la comunidad noctámbula empezó a desarrollar verdaderas estrategias de defensa. Algunos sujetaban sus copas como si fueran recién nacidos. Otros pedían vasos de tubo de color fosforito para reconocerlos desde lejos. Hubo quien ataba la copa a la trabilla del pantalón con un cordón de zapato. Los más paranoicos diseñaron turnos de vigilancia mientras los demás iban al baño.

Y aún así, el roba cubatas atacaba.

El truco, decían, era su capacidad de adaptación. Aprovechaba la música alta, el baile convulso, las luces parpadeantes. En ese momento en que uno se gira para ver si han puesto “Saturday night” de Whigfield, ¡zas! —adiós al Ron Cola.

No discriminaba. Podía beberse un gin con tónica premium como un tubo de coñac con Coca-Cola. Incluso se llegó a decir que se bebió un “sol y sombra” en la barra del Berlín y una pinta de Guiness en la Bremen.

Algunos dicen que fue un alma rota por un desamor universitario que decidió vengarse del mundo quitando los cubatas a la gente.

A lo largo de los años, las mentes lúcidas, y más borrachas de Mérida han intentado desentrañar el enigma que rodea al roba cubatas. Al no existir pruebas concluyentes, han surgido múltiples hipótesis sobre su verdadera identidad y las causas que lo llevaron a emprender tan peculiar cruzada etílica. Otras teorías son las siguientes: Según la leyenda urbana con tintes paranormales, el roba cubatas sería una especie de espíritu etílico, nacido de la mezcla de una mala borrachera, una promesa incumplida y una canción de OBK sonando de fondo. Se manifiesta como una brisa helada que apenas se percibe entre los acordes de "Insomnia" de Faithless. Algunos incluso afirman haber visto una sombra deslizarse entre los cuerpos en la pista justo antes de que una copa desaparezca sin dejar rastro.

Este Ente, dicen, no tiene rostro, solo una silueta envuelta en gabardina oscura y olor a Whisky del Carrefour, por aquellos entonces Continente. No camina: flota. No bebe: absorbe. Y no distingue entre sexos y estilos: igual roba un Gin Tonic, que un whisky solo de un tipo duro, que un daiquiri rosa de alguien que baila con escote de red y gafas de sol a las cinco de la madrugada.  Lo único que busca es lo que se ha dejado vulnerable. Es un depredador del descuido.

Un grupo de estudiantes de Historia del arte intentó una vez invocarlo haciendo sonar una lista de reproducción de clásicos de la noche Emeritense. Del grupo Ama a Juan Luis Guerra, pasando por REM y con "Mi gran noche" de Raphael, mientras dejaban una copa de Brugal sola durante siete minutos exactos. Dicen que la bebida desapareció, pero también una sudadera Adidas y dos Cds de Mákina Total 3.

La hipótesis sobrenatural nunca fue confirmada. Pero aún hoy, hay quienes prefieren mantener su copa en la mano incluso mientras bailan, orinan o hacen video llamadas dramáticas a las tres de la mañana. Por si acaso.

Y así, entre teorías, leyendas y lagunas de memoria, el origen del roba cubatas sigue siendo un misterio.

Quizás fue uno. Quizá fueron muchos. Quizás en el fondo, muchos llevan dentro un pequeño roba cubatas, pero no todos tienen su maestría y sigilo.

9.6.25

Mojácar



 Hay lugares que no nos vieron nacer, pero nos han visto vivir y sonreír.  Rincones donde el sol tiene otro brillo y el aire parece hablarnos en un idioma que no sabíamos entender, hasta que lo aprendimos sin darnos cuenta. Esos lugares que, sin tener nuestra sangre, abrazan nuestro espíritu como si siempre nos hubiera esperado.

 No son el hogar de la infancia ni guardan las primeras memorias del corazón, pero con el paso del tiempo se vuelven refugio, escenario y testigo, ya sea temporalmente presencial, o en la distancia. Playas, calles, cafés y plazas que aprendimos a recorrer con asombro primero, con cariño después, hasta hacerlas, un poco nuestras.

 Todo empieza siendo ajeno, pero poco a poco se convierte en cotidiano, en íntimo. Y uno ama esos lugares con una ternura distinta, porque no estaban obligados a acogernos, y sin embargo, de alguna manera, lo hicieron.  Porque no los elegimos por herencia, sino por encuentro. Y ese encuentro, fortuito, misterioso, o buscado, se revela como algo profundo: uno no solo pertenece a donde nace, sino también a dónde se transforma. Los lugares que uno visita y que terminan por formar parte de su historia son una forma de hogar que no tiene raíces en la tierra, sino en la experiencia. Son tierras adoptivas del alma. Y merecen toda nuestra gratitud.

 Encaramada en la falda de la sierra frente al azul infinito del Mediterráneo, Mojácar se alza como un poema escrito en cal y luz. Villa Almeriense, de raíces moriscas y alma andaluza, es un rincón que seduce con la serenidad de su paisaje, la calidez de su gente y la magia intacta de su historia.

Sus casas encaladas, alineadas con armoniosa desorden, se funden con el cielo y el mar en una danza de blancos y azules que hipnotiza al visitante. Pasear por sus calles estrechas y empedradas es viajar en el tiempo: cada rincón, cada arco de piedra, cada maceta colgada con flores, parece susurrar relatos de antiguas culturas que convivieron bajo su sol ardiente.

Mojácar no solo cautiva por su estética; es un pueblo que late con una energía singular. Su símbolo, el Indalo, emblema de protección y fortuna, habla de un pueblo que honra su pasado mientras camina con dignidad hacia el futuro. Los Mojaqueros, orgullosos custodios de sus tradiciones, reciben al visitante con hospitalidad genuina, mezclando modernidad y autenticidad en una convivencia admirable.

El contraste entre la villa y su costa, Mojácar Pueblo y Mojácar Playa, ofrece lo mejor de dos mundos: la tranquilidad mística del casco antiguo y la vitalidad luminosa del litoral. Sus playas, extensas y algunas vírgenes, conservan un carácter natural que invita al descanso, al disfrute, y a la contemplación.

Y cuando cae la tarde, y el sol se despide tiñendo de oro las montañas de Sierra Cabrera, Mojácar se transforma en un escenario casi irreal, donde el tiempo se detiene y la belleza se impone sin esfuerzo.

Mojácar no se visita, se vive. Es un lugar que se graba en la memoria como un suspiro feliz, un refugio donde la historia, la naturaleza y el arte de vivir se abrazan con elegancia y orgullo.

Hemos tenido la dicha de visitar Mojácar en ocho ocasiones: seis maravillosas  y luminosas vacaciones de verano, y dos fines de año mágicos que dejaron huella en el alma. Cada verano fue un reencuentro con la luz, con las calles, bares, restaurantes y cafeterías que parecían esperarnos, en atardeceres que se funden en el horizonte como si el tiempo se detuviera para que pudieramos contemplarlos sin prisas. 

El rumor del mar
o del viento, o de la vida misma , es como una canción que conoces, un susurro que nos dice: "estás en casa"

Las visitas veraniegas nos regalaron risas interminables, caminatas al amanecer bajo un sol, generoso, sabores que evocamos el resto del año, como si los llevásemos en el paladar, y momentos tan simples como perfectos. Un paseo al atardecer, una larga siesta, una noche de luna llena sobre el mar. Allí, cada verano ha sido distinto, pero todos han compartido ese aire de libertad que solo respiras en los lugares que aprecias de verdad.

Después vinieron también dos fines de año, tal vez más íntimos, más pausados todavía, pero igual de intensos. Un clima nocturno más frío dibujaba en el aire una calma distinta, un descanso , a veces necesario para mirar hacia atrás y también hacia adelante. El mismo lugar, pero un tono distinto, casi sagrado, como si ese lugar supiera, que en ocasiones se cierran ciclos y se sueñan futuros.

Ahora, en la distancia pero cercanía del verano el corazón nos tira hacia allá, y volvemos todos los días con la memoria, pero no nos basta. Deseamos pisar esas playas y calles otra vez, mirar ese cielo y respirar ese aire. Porque ocho veces no han sido suficientes, y porque los lugares que uno quiere de verdad nunca se terminan de recorrer.

Volveremos, porque nos llama, y a veces el alma necesita regresar.




8.6.25

Cambiarán los vientos

Cambiarán los vientos. Hay momentos en la vida en los que todo parece quieto. El aire no se mueve, el horizonte se difumina y lo cotidiano se vuelve denso, pesado, predecible. En esos días, es fácil pensar que nada va a cambiar, que las cosas seguirán igual. Pero si hay algo que la naturaleza siempre nos recuerda, es que el viento no permanece quieto para siempre.

Cambiarán los vientos.

Y con ellos, cambiarán los rumbos, las decisiones, los pensamientos, incluso los corazones.


Vivimos en tiempos donde el cansancio colectivo se siente en el aire. El mundo se sacude entre incertidumbres, crisis y promesas a medias. Pero incluso en la calma tensa, en la espera, en el silencio... el viento comienza a girar. A veces imperceptiblemente, otras con la fuerza de una tormenta.

Cambiarán los vientos.

Y eso no significa que todo será fácil. Los cambios traen desafíos, sacuden estructuras, nos obligan a soltar. Pero también traen renovación, movimiento, nuevas oportunidades. Nos recuerdan que estamos vivos.

A quienes hoy sienten que están en una especie de pausa forzada, les digo: no bajen los brazos. La quietud no es para siempre. La vida se mueve, aunque no siempre lo notemos. Lo importante es estar listos cuando llegue ese soplo nuevo, cuando lo viejo comience a crujir y lo nuevo pida paso.

Porque sí, cambiarán los vientos.Y cuando lo hagan, más vale tener las velas listas.

20.5.25

El mejor piloto de la Galaxia

 El mejor piloto de la galaxia no era Luke Skywalker, ni Han Solo, ni siquiera Anakin Skywalker, que más tarde sería conocido como Darth Vader.

El mejor piloto de la galaxia era mi padre.

Cada verano, a comienzos de agosto, allá por los primeros años de los 80, despegábamos muy de madrugada a bordo de nuestra invencible nave interestelar: el legendario Renault 12 TL.

Nuestro viaje hacia el sur, desde Mérida hasta Bolonia (Cádiz), no era simplemente una ruta por la antigua carretera Nacional 630. Era una auténtica misión estelar. Una travesía repleta de peligros, asteroides, campos de gravedad extraña y naves enemigas al acecho.

Para un niño de nueve o diez años, aquel trayecto era una odisea galáctica. Los pueblos que cruzábamos se transformaban en misteriosas civilizaciones alienígenas. Sus luces parpadeantes en la madrugada parecían señales de advertencia. Algunas casas solitarias, entre arboledas dormidas o junto a riachuelos, encendían luces tenues como faros de mundos oscuros. Allí, en la imaginación fértil del copiloto más joven de la nave —yo mismo—, acechaban siniestros seres, quizá caballeros Sith ocultos, esperando atacar a los pocos valientes que osaban cruzar sus dominios.

Pero no había peligro real. Porque nosotros teníamos al mejor piloto de la galaxia.

Papá.

Calmado, sereno, con la mirada fija al frente y las manos firmes sobre el volante-nave, guiaba nuestra travesía con una mezcla perfecta de valor y ternura. Ningún enemigo nos haría frente mientras él estuviera al mando. Era invulnerable. Inquebrantable. Nuestro escudo y nuestra lanza.

Los camiones y furgonetas que adelantábamos eran, en realidad, enormes cargueros espaciales que transportaban colonos, provisiones o armamento a otros planetas más seguros. Y la luna llena, brillando majestuosa, se nos presentaba como la Estrella de la Muerte, aún incompleta pero ya peligrosa, observándonos desde la negrura del espacio, esperando el momento para activarse. Teníamos que llegar a nuestro destino antes de que lo lograra.

Y así, después de horas de vuelo, cuando el primer rayo del sol atravesaba el horizonte, una brecha de luz rasgaba la noche estelar y la galaxia entera comenzaba a desvanecerse. Atravesábamos entonces una especie de túnel espacio-temporal y aparecíamos, como por arte de magia, en Santa Olalla (Huelva), donde hacíamos una parada técnica para repostar churros y chocolate.

Pero la misión no acababa allí. Papá retomaba el mando, encendía los sistemas, y nosotros volvíamos a despegar hacia el planeta Bolonia, un rincón paradisíaco al borde del universo, donde por fin podíamos bajar del Renault 12 y caminar, jugar, correr... vivir.

Hoy, desde esta dimensión —desde este planeta llamado adultez— a veces cierro los ojos y, con el corazón aún de niño, lo imagino allá arriba.

Mi padre.

Mi Jedi.

Protegiéndonos desde otra galaxia, desde otros planos de existencia, desde el más allá. Sé que, mientras él esté allí, vigilante, nada malo podrá pasarnos. Él sigue pilotando, desde el infinito, nuestras vidas.

Gracias, papá, por tantos viajes, por tanta magia, por tu amor sin medida.

Te echamos mucho de menos.

Pero sé que sigues al volante.

Y mientras sea así, la galaxia está a salvo.