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5.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto


El síndrome del urbanita descalzo (XXV): Turismo emocional, versión piloto

A mediados de febrero, cuando el frío ya no daba miedo pero aún crujía las orejas, llegaron los primeros turistas de la agencia “Siente Villafresno”.

Eran siete. Todos de ciudad.
Todos con abrigo de plumas, zapatillas blancas que pedían auxilio, y una expresión entre ilusión y confusión existencial.

Los recibió Frédéric, con una bufanda tejida por Doña Alfonsa, una carpeta de bienvenida (hecha con cartón de cajas de vino) y una frase ensayada:

—Aquí no venís a ver cosas. Venís a sentir el tiempo.

Uno de los turistas lloró nada más bajarse del coche. No por emoción: porque no había cobertura.

—¿Pero esto es así siempre o es un fallo puntual? —preguntó angustiado.

—No es fallo, es filosofía —le respondió Frédéric con solemnidad.

Otro preguntó:

—¿Pero dónde está el sitio para cargar el patinete eléctrico?

—Aquí lo cargamos de leña —dijo Don Isidro, que se pasó por allí “para ver la fauna”.

El programa era ambicioso y poético. Día 1:

  • Paseo por la ribera,

  • Observación de una gallina con ansiedad,

  • Meditación colectiva bajo un olivo centenario (que resultó ser una higuera muy gorda),

  • Y taller de silencio interior (que acabó con dos discusiones y una contractura cervical).

Durante la meditación, uno de ellos levantó la mano:

—Perdón, ¿el silencio es total o se pueden emitir murmullos conscientes?

—Solo si tu alma los necesita —dijo Frédéric, cerrando los ojos con teatralidad.

Pero Mari Pepa, que pasaba por allí con el cubo del pan duro, cortó el misticismo:

—Mira, alma, si vais a estar dando la brasa, os vais al frontón.

A mediodía, comieron en casa de Mari Pepa. En la mesa: puchero, vino fuerte y un cartel que decía:

“Si viniste a comer ensaladita y quinoa, da media vuelta.”

Uno de los visitantes —publicista, vegano, licenciado en neurociencia y propenso al llanto— probó el cocido y preguntó con voz quebrada:

—¿Esto es… emocionalmente libre?

—Esto es legumbre de secano y amor con hueso —le dijo Nines, que lo miró como se mira a un cactus en invierno.

—¿Y lleva... carne?

—Hombre, claro. ¿Tú qué te crees que da sabor? ¿La buena voluntad?

Uno de los urbanitas, visiblemente afectado, sacó una libreta y apuntó:

"Día 1, 14:42: primer contacto con proteína emocional."

Por la tarde, una de las turistas pidió hacer "baño de bosque". La llevaron al camino de los olivos. Al tercer charco, resbaló y cayó de culo sobre una zarza.

—¡Estoy sangrando emocionalmente! —gritó mientras sacaba el móvil.

Sacó una foto. Lo subió a Instagram con la etiqueta #VillafresnoMeTransforma.
Cinco minutos después, pidió tiritas de aloe y una toalla térmica.

Don Isidro, que la vio desde lejos, masculló:

—A estos les metes una matanza y se les cae el alma.

El segundo día fue aún mejor:

  • Frédéric los llevó a misa “para observar la espiritualidad del campo”.

—¿Y esto es performativo o literal? —preguntó una influencer cultural.

—Esto es misa de once. Y al cura no le habléis raro, que aún no ha digerido lo del 'black friday'.

  • Don Cipriano les explicó durante 40 minutos cómo arreglar una persiana con alambre.

—Esto es saber vivir, no lo de vuestros pisos esos con botones hasta para subir la tapa del váter —decía, mientras hacía un esquema en una servilleta.

Uno tomó apuntes como si fuera una masterclass de Harvard.

  • Por la noche hubo una sesión de “cuentos frente al brasero” con Don Isidro, que improvisó una historia sobre una cabra que veía fantasmas y dejó a todos en trance.

—¿Y la cabra era una metáfora del alma o un símbolo del arraigo? —preguntó un tal Bruno, director de contenido en una start-up ecológica.

—Era una cabra. Con ojos grandes. Como los tuyos ahora —dijo Don Isidro, sin pestañear.

Al marcharse, los urbanitas estaban transformados:

—Aquí no hay wifi, pero hay señales —dijo uno, mirando a una tapia con líquenes.

—Yo he conectado con mi yo primario. El de antes de IKEA —añadió otra.

—He superado el miedo a las chimeneas —declaró el de la contractura, aún con una esterilla pegada a la espalda.

Antes de irse, dejaron una nota de agradecimiento escrita en papel reciclado de sus agendas mindfulness:

“Gracias por enseñarnos a convivir con el silencio, el barro, el frío, el amor y los garbanzos.
Volveremos. Con mantas.”

Frédéric cerró la carpeta del grupo piloto con una sonrisa:

—Esto no es turismo. Esto es terapia con pitarra y frases de pueblo.

Don Isidro, desde el fondo del bar, levantó la vista del dominó y sentenció:

—Como vuelvan, los ponemos a cavar una zanja. A ver si se les abren más los chakras.


4.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIV): Propósitos, dietas y una agencia rural emocional


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIV): Propósitos, dietas y una agencia rural emocional

El 7 de enero amaneció con cielo gris, humedad de sabañón y una sensación colectiva de “¿y ahora qué?”.
Los restos de roscón, los envoltorios de regalos sospechosos y el eco lejano de un reguetón navideño aún retumbaban en la plaza, como si la Navidad se resistiera a marcharse sin una última vergüenza ajena.

En el bar de Nines, el ambiente era silencioso, casi místico. Solo estaban Don Isidro, Mari Pepa y Frédéric, que bebía manzanilla como si fuera absenta.
Afuera, un gato se lamía la dignidad en mitad de la acera, ajeno a los propósitos humanos.

Había un cartel nuevo junto a la cafetera, escrito con letra de rotulador en una hoja de libreta cuadriculada:

“Propósitos 2026:
— Comer menos pan
— Beber más agua
— Insultar solo cuando sea necesario”**

—Lo vamos a cumplir todo —dijo Don Isidro, con solemnidad de mártir—. Hasta febrero.

Nines, que llevaba tres días sin quitarse el delantal ni hablar con su ex por WhatsApp, decidió implementar el “Menú Detox Rural”, que consistía en:

  • Caldo con acelgas recogidas por su tía Genoveva en la parcela del tío Ramón (que ahora estaba en guerra con ambos).

  • Mandarina del frutero de la entrada, que había sobrevivido a Nochevieja.

  • Y un yogur caducado solo dos días (“eso cuenta como fermentación consciente”, defendió Nines, sin pestañear).

Pero el pueblo no estaba para lechuga.
Enero dolía. Las carteras lloraban. Las básculas gritaban. Y el alma pedía hibernar envuelta en bata y mala leche.

A media mañana llegó Feli la del estanco, con la nariz roja y el alma más aún.

—He devuelto tres regalos. Uno era una báscula. Otro, un libro de mindfulness. Y el tercero... un difusor de aromas. ¡A mí, que soy asmática! —bramó mientras se sacudía el abrigo—. Este año lo único que quiero es calor humano y vino del bueno.

Y justo entonces, como una revelación en bata polar, Frédéric dio un golpe sobre la mesa de formica y anunció:

—¡Voy a abrir una agencia de turismo emocional!

Todos lo miraron como si hubiese dicho que iba a montar una pista de esquí sobre la cooperativa de aceite.

—¿Turismo qué?

Turismo emocional rural —explicó, hinchando el pecho—. Gente de ciudad viene a sentir cosas aquí.
Cosas auténticas: encender una estufa, pelar una naranja con cuchillo, ir a misa sin saber por qué, llorar viendo una gallina.
¡La experiencia Villafresno!

—¿Llorar viendo una gallina? —preguntó Mari Pepa, sin disimular el escepticismo.

—Las gallinas aquí tienen miradas muy tristes —insistió Frédéric—. Además, no es literal. Es emocional. Lo rural como catalizador del alma. Mística de lo sencillo. Un pack de emociones. ¿Me explico?

Nines parpadeó.
Mari Pepa aplaudió.
Don Isidro preguntó:

—¿Y eso lo pagaría alguien?

—¡Sí! Y mucho. Les daremos mantas, brasero, paseos por la ribera al amanecer con frases como “el frío también es amor”.
Tendrán que ayudar a alguien a podar una higuera y luego escribir sobre ello en su diario de emociones.
Todo muy contemplativo, muy "reencuéntrate contigo mismo mientras pelas una patata".

El silencio se hizo espeso, como la niebla en la carretera de Valdecabras.
Y entonces, como si de una señal divina se tratara, entró el alcalde con los párpados pegados del frío y una bufanda que le tapaba hasta el alma.

—¿Qué hay de nuevo?

—Frédéric va a montar una agencia de turismo emocional rural —informó Mari Pepa, encantada con la primicia.

El alcalde se quedó un segundo pensativo. Luego dijo:

—Como proyecto europeo... esto puede colar.

Y así nació la idea de “Siente Villafresno”, con un logo diseñado por el hijo del panadero (que dibuja bien, aunque está en la ESO por los pelos), y un eslogan que decía:

“Siéntelo. Sufre el frío. Ama el silencio. Come fuerte.”

El primer grupo llegaría en febrero. Gente de Madrid, dicen. Con bufandas hipster, sensibilidad moderada y ganas de reconectar con su yo interior en un entorno con más ovejas que likes.

Mientras tanto, en el bar, los vecinos seguían lidiando con su propia cuesta de enero.

—Yo, mi propósito de año nuevo es vivir. Y no dar la brasa más de la cuenta —dijo Don Isidro, removiendo el café con más filosofía que azúcar.

—El mío es comer sin culpa y reírme aunque el banco me mire mal —añadió Mari Pepa.

—Yo he dejado de intentar adelgazar. Voy a ampliar el cinturón emocional —anunció Feli, brindando con un chato de vino.

Frédéric levantó su taza de manzanilla y brindó también:

—Por los nuevos comienzos. Aunque sean iguales que los finales.

Y en la radio, como un suspiro cíclico del destino, sonó la misma canción con la que empezó el año anterior: "Color esperanza", en versión remix.

Nadie dijo nada.
Solo el gato, afuera, bostezó con desgana.
Y Villafresno, fiel a su estilo, siguió latiendo al ritmo lento del invierno rural, con más corazón que calefacción.

3.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXIII): Navidad, reggaetón y redoble de pandereta


CUARENTA Y CUATRO GRADOS A LA SOMBRA (XXIII): Navidad, reggaetón y redoble de pandereta

La llegada de diciembre no trajo nieve (como siempre), ni trajo frío de verdad (como casi siempre), pero sí trajo lo inevitable: villancicos en bucle, luces parpadeantes que causaban epilepsia estética, y debates existenciales sobre si el turrón blando es mejor que el duro o si, directamente, ambos deberían estar prohibidos por la OMS.

La primera en decorar fue Doña Alfonsa, que a 1 de diciembre ya tenía su casa convertida en un parque temático del espíritu navideño. A los cuatro días, su belén casero contaba con:

  • Tres Reyes Magos,

  • Un cuarto Rey reserva (“por si falla alguno, que ya están mayores”),

  • Dos cerdos ibéricos con gorro de Papá Noel (“el detalle rural no se puede perder”),

  • Y una lavadora de juguete que representaba, según ella, el milagro de la modernidad en Belén.

—A ver si os creéis que la Virgen lavaba a mano —dijo, indignada, a quien osara cuestionar la presencia del electrodoméstico.

En el Ayuntamiento, el concejal de Cultura, cuyo currículum incluía tres cursos de macramé y uno de biodanza, anunció con solemnidad:

—Este año, el belén viviente será el más realista de la historia de Villa Fresno.

Don Cipriano, con su habitual entusiasmo visionario, insistió en que los animales debían ser de verdad.
Naturalidad. Es lo que pide la gente, dijo, mientras llenaba el patio del colegio con heno robado de la finca de su primo.

El resultado fue, como era de esperar, glorioso:

  • Una mula se soltó y acabó en la churrería, donde se comió seis porras y derribó el toldo.

  • El pastor principal se negó a salir, alegando que el traje “le daba alergia moral al ser de tergal”.

  • El Niño Jesús, un bebé que se había apuntado por sorteo, fue sustituido a última hora por un muñeco de plástico que lloraba al moverlo y tenía ojos que daban vueltas como en las películas de miedo.

Frédéric, el francés que llevaba año y medio en el pueblo y ya era más querido que muchos nacidos allí, fue nombrado “pastor universal” del belén. Le entregaron un zurrón oficial, crocs forradas de lana y una trompeta de juguete que tocó sin motivo durante toda la representación.

Esta es la Navidad más real que he vivido, declaró emocionado al final, con una lágrima colgando de su bigote fino.
Y añadió:
—Y eso que en Lyon una vez me disfrazaron de tronco parlante.

La Nochebuena en el bar de Nines fue una epifanía popular. Había 27 personas sentadas en 12 sillas, más tres niños sentados sobre una caja de botellines vacía. La mesa principal era una tabla de planchar forrada con mantel navideño del año 2004. El menú fue variado y heroico:

  • Sopa de sobre con fe y pimentón de la vera.

  • Carrilleras en salsa de “tú no preguntes”,

  • Y un postre misterioso que Don Isidro describió como “turrón líquido de Castueta con regusto a infancia perdida”.

La música, cómo no, fue tema de conflicto generacional.
A las 23:15, una señora pidió “Los campanilleros”. A las 23:18, un joven gritó “¡Pon Quevedo!” y fue abucheado por los mayores, pero defendido por la juventud con el cántico improvisado:
—¡El Belén es urbano, y el Niño es bacano!

A medianoche, con una copa de anís en la mano y otra en el estómago, llegó lo inevitable: el karaoke espontáneo.

La transición fue la habitual, conocida por todos los lugareños como la deriva festiva:
“Los peces en el río” → “Ande ande ande” → “El venao” → “Quédate” de Quevedo → “La Macarena” versión reggaetón.

Don Cipriano acabó bailando sobre una caja de botellines, coronado con un gorro de reno, gritando:

—¡Este año pediremos los Reyes a ritmo de perreo!

Y lo cumplieron. Porque la cabalgata de Reyes del 5 de enero fue una epopeya rural:

  • Melchor en burro, aunque el burro se negó a avanzar si no le ponían pan con aceite.

  • Gaspar en quad, que al final acabó llevando también la megafonía.

  • Baltasar con chaqueta de lentejuelas, gafas de sol y más flow que los otros dos juntos.

Los caramelos llovieron con violencia: uno rompió las gafas de la señora Rita y otro entró por la ventana de un coche, haciendo llorar a un bebé.

Se repartieron además roscones, algún que otro mazapán caducado, y un vale para un masaje gratuito en la peluquería de Mari Nieves, que se ofreció “por amor al arte y porque en enero no viene nadie”.

Frédéric fue ascendido a “Rey suplente”, con corona de cartulina reciclada, manto de una bata de baño roja y una bolsa de sugus como cetro real. Al final del recorrido, alzando la vista al cielo (cubierto de nubes de espuma de afeitar), dijo:

—Yo vine buscando calor rural… y me dieron calor humano.
Y azúcar hasta en los calcetines.

Don Isidro cerró las fiestas con su ya clásico brindis de Año Nuevo, de pie sobre un taburete inestable, copa en mano, voz grave y solemnidad impostada:

Que el año que viene traiga menos sustos, más brasero, menos política y más postres. Que nos visite la salud, la suerte y, si puede ser, el que robó el microondas del consultorio. Y que el que no lo celebre… ¡que se atragante con la uva sin pelar!

Y todos brindaron con lo que tuvieran a mano: cava del bueno, sidra El Gaitero, refresco de cola marca “Maricarmen” o un sorbo de licor de hierbas que alguien trajo “de Galicia o de Guadalupe, no me acuerdo”.

Y así, entre abrazos, carcajadas, braseros y villancicos versionados por DJ Jotapegue, se despidió otro año en VillaFresno.
Con el corazón caliente, el alma con azúcar… y el Niño Jesús envuelto en papel de aluminio, esperando volver a su caja hasta el diciembre siguiente.


2.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXII): La invasión del fresquito traicionero


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXII): La invasión del fresquito traicionero 

El primer día de frío real llegó sin avisar. Bueno, sí avisó, pero como en el pueblo ya nadie se fía de la app del tiempo (“Ayer decía lluvia, y lo único que llovieron fueron chismes”), la gente salió en manga corta. A los cinco minutos ya estaban todos mojándose los brazos con Reflex y pidiendo cita con la fisio del centro de salud.

—Esto no es un cambio de temperatura —decía Loles la del estanco—, esto es una traición atmosférica.

Don Isidro bajó a la plaza envuelto en su abrigo de entretiempo que databa de la Expo del 92. Se paró junto a la fuente, miró al cielo como esperando una disculpa, y sentenció:

—¡Esto no es frío, esto es el apocalipsis por fascículos! ¡Y hoy ha salido el de las anginas!

Las palomas no volaban, se refugiaban bajo las tejas. Las moscas desaparecieron como si se hubieran marchado en un autobús discreto, y los gatos buscaban motores calientes como si fueran ingenieros térmicos.

En las casas se desató la batalla anual:

—¿Encendemos el brasero o tiramos de manta?

—¿Estufa de leña o el aire caliente ese que huele a polvo, adolescencia y exámenes de recuperación?

—¿Sopa o callos a las once de la mañana?

En algunos hogares, los dos mandos (el del brasero y el de la calefacción) convivían en un delicado equilibrio diplomático. En otros, directamente se declaraba la independencia térmica: en la cocina se estaba como en Sebastopol, y en el salón como en Punta Cana.

En el bar de Nines, el cambio se notaba:

—Hoy hay sopa de picadillo —dijo Nines con voz solemne—. Y si se acaba, hay sopa de sobre, que tampoco está tan mal si le echas huevo y fe.

Las cañas dieron paso al “caldito con chorrito de algo”, fórmula ancestral que sirve tanto para entrar en calor como para liberar secretos familiares.

Y el cartel nuevo en la puerta lo dejaba claro:

“Aquí se calienta uno por dentro.
Lo de fuera es secundario.
(Y si pides ensalada, eres sospechoso)”

Frédéric, que seguía viviendo en su furgoneta reconvertida en vivienda oficial del Departamento de Turismo Internacional Imaginario, descubrió por fin el brasero de picón en casa de Mari Pepa. Tras meter sin querer el calcetín y provocar un fogonazo digno de San Lorenzo, el susto y el olor a lana quemada se convirtieron en rito de iniciación oficial al invierno extremeño.

—C’est incroyable! —gritó, mientras Mari Pepa lo abanicaba con una revista del Teleprograma.

—Eso te pasa por no saber arrimarte —dijo ella, con sabiduría rural y un toque de coqueteo de baja intensidad.

Esa tarde, en el salón parroquial, se celebró la presentación de la liga local de parchís, la única competición en la que está permitido gritar, acusar de trampas y beber anís mientras se juega. Don Cipriano presidió el acto con una bufanda bordada que decía “Villafresno nunca se enfría”, regalo de su hija en 2013 y jamás lavada desde entonces.

—Este año vamos a usar dados oficiales. Nada de esos que brillan en la oscuridad. Que luego hay líos —advirtió el alcalde mientras rellenaba los cuadrantes con letra de médico jubilado.

En la televisión de los bares, La 2 volvió a poner misas en latín y coros bávaros. La combinación tuvo un efecto narcótico generalizado: a las cuatro de la tarde, media comarca se encontraba en estado de levitación ligera entre el sofá y el mundo de los sueños.

Solo se oía el murmullo lejano de alguna lavadora centrifugando como si también ella buscara calor.

A las ocho de la tarde, empezó a circular por WhatsApp la alerta local, reenviada por tías, primas, concejales y el cuñado del de Protección Civil:

“Esta noche bajamos a 4 grados.
Sacad las mantas.
Cuidado con las estufas.
El año pasado se nos chamuscó un visillo y nadie dijo nada.”

El mensaje venía acompañado de una foto de una chimenea encendida y un emoticono de brasero con cara sonriente.

Don Isidro, frente al brasero, con copa en mano y la manta de cuadros bien remetida, miró a Frédéric con solemnidad de cronista antiguo y sentenció:

—Aquí el verano nos achicharra y el invierno nos achucha. Pero si sabes sobrevivir a las dos cosas, ya eres de aquí.

Frédéric apuntó en su libreta de notas:

“Frío seco.
Gente cálida.
Sopa hirviendo.
Abrigo emocional.
Esto no es un pueblo: es una estufa con alma.”

Esa noche se durmió en su furgoneta. Con una manta eléctrica, un brasero de repuesto y la certeza de que el infierno puede esperar. Al fin y al cabo, en Villafresno, el invierno es otra fiesta, solo que en zapatillas gordas, con ruido de cucharas y olor a leña.

Y si el frío aprieta, siempre queda la opción de meterse en la cama con el pijama del Decathlon y un buen caldito entre pecho y espalda. Porque aquí, el amor se mide en grados centígrados... y en lo rápido que alguien te tapa los pies si se te sale la manta.

1.9.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXI): Santos, sombras y sabiduría de cementerio


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XXI): Santos, sombras y sabiduría de cementerio

Amaneció con niebla y olor a brasero, y ya con eso el pueblo supo que era el Día Grande. En la radio local, Radio Libélula, sonaba el Ave María versión chill out, mezclado con interferencias del tractor de Chano, que tenía la costumbre de pasar a la misma hora por la calle Mayor, en punto, como si quisiera bendecir las ondas con gasóleo agrícola.

En la panadería vendían buñuelos de viento y perrunillas que pesaban como ladrillos pero sabían a infancia: a abuela con bata de felpa, a brasero de picón y a papel de periódico con grasa. Las primeras clientas se los comían en la puerta, cruzadas de brazos, como viendo pasar la historia.

Don Isidro fue el primero en aparecer por el cementerio. Llegó con una flor de plástico en una mano y un análisis de sangre en la otra, por si le cruzaban los resultados en el camino. Se santiguó tres veces, limpió la lápida de su señora con un estropajo que sacó del bolsillo de su chaqueta de los domingos y colocó las flores con ternura, murmurando:

—Te traigo las mismas de siempre. Porque ni muerta te gustaban las sorpresas.

Media hora después, el camposanto parecía un centro comercial en hora punta:
—Familias enteras con fiambreras,
—Niños correteando entre nichos como si jugaran al escondite de ultratumba,
—Y señoras que no lloraban, pero narraban las muertes con pasión de periodista de sucesos.

—Esta se fue de repente, hija. Como el aire. Pero antes me dijo que la de enfrente le copiaba el peinado hasta muerta.
—Mira esa lápida nueva… mármol de verdad. No como la de mi cuñado, que parece una baldosa del baño del ambulatorio.
—A esta la maquillaron con colorete de carnaval, la dejaron como una muñeca diabólica, pobrecita.

Se hablaba de los muertos con familiaridad, sin solemnidad pero con detalle clínico. En los bancos de piedra, la memoria colectiva se afilaba como cuchillo de panadería.

Frédéric, el fotógrafo cultural (francés de nacimiento, extremeño por azar del amor y de una herencia en mal estado), iba cámara en mano documentando los rituales para un folleto que nadie le había pedido. Mari Pepa, con el cigarro encendido en la misma mano con la que gesticulaba, le iba explicando:

—Aquí lloramos poco, pero miramos mucho. Y juzgamos más. Tú haz fotos, pero no te metas en la parte vieja, que allí está la familia de los Galiano, y eso es zona de conflicto desde el 82.

Mientras tanto, en la plaza, Nines había montado una castañada improvisada con brasero, aguardiente y servilletas del bar de Semana Santa reutilizadas con una pegatina que ponía “Especial Difuntos”. Servía también "vino del susto", una mezcla local entre vino rancio, coñac y azúcar, que servía tanto para calentar el alma como para anestesiar la lengua y justificar abrazos entre cuñados que no se hablan desde la comunión de Lucía.

A media tarde, en la Casa de Cultura (que antes fue vaquería, luego peña flamenca, después biblioteca sin libros, y ahora lo que se necesite), hubo cuentacuentos de miedo. Don Cipriano, el alcalde, se disfrazó de monje medieval con una sábana vieja de su suegra y narró la leyenda del Entiznao de la Dehesa, un alma en pena que se aparecía a los que no respetaban los turnos del horno comunal.

El miedo duró hasta que el pequeño Manolito gritó:
—¡Pero si ese eres tú con la manta del coche!
Y se armó la risa. Cayó un foco. El Entiznao perdió la capucha y la dignidad.

Esa noche, el bar estaba lleno. La niebla seguía. Las farolas daban una luz naranja que parecía sacada de una película de serie B y el suelo olía a tierra mojada, aguardiente y tabaco negro. Nines repartía caldito como si fuera cura dando comunión. Algunos lo tomaban en taza, otros en vaso de tubo, y los más veteranos lo usaban directamente como enjuague bucal entre copas.

Don Isidro dijo, entre cucharada y cucharada, con esa voz suya que mezcla autoridad y cansancio:
—A los muertos hay que dejarlos tranquilos. Y a los vivos, también. Pero hay gente que no entiende ni una cosa ni la otra.

Todos asintieron.
Porque, por mucho que cambien los tiempos, el Día de los Santos en Villafresno es sagrado.
No tanto por el recogimiento,
como por el recuerdo compartido,
la lengua suelta
y el humo de las castañas que se enreda en la memoria
como un rezo pagano.

Y así, con buñuelos pesados, flores de plástico, braseros humeantes, anécdotas medio ciertas y abrazos llenos de pasado, Villafresno celebró, una vez más, que los muertos no se van del todo… mientras alguien los recuerde con cariño y algo de chisme.

31.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra. La feria de octubre (XX): Tómbolas, peluches diabólicos y el alcalde romano


La feria de octubre (XX): Tómbolas, peluches diabólicos y el alcalde romano

Octubre en Villafresno del Río no es un mes cualquiera. Es “El Mes” con mayúsculas. El mes de la feria, esa festividad en la que todo el pueblo se disfraza de adolescente, la dieta se suspende por decreto, y la racionalidad queda temporalmente sustituida por algodón de azúcar, estraperlo emocional y música machacona.

Desde el martes, la plaza mayor se llenó de furgonetas que portaban sus tesoros sin miedo:

  • La churrería cuasi guerrillera de “El Gordo”. Un señor mayor, casco de soldador y alicates en ristre, amasaba la masa con un soplete.

  • Los gemelos de Usagre, expertos en hinchables, montaron colchonetas, castillos y toboganes sin un manual a la vista. —“¡Que sea más divertido!”— gritaban, y lo era.

  • La tómbola del terror, un atril adornado con serpentinas y luces rotas, ofrecía de premio:

    1. Batidoras industriales.

    2. Un jamón “eterno” (sin fecha de caducidad).

    3. Un altavoz con forma de dragón coreano que “ruge con más decibelios que un concierto de los 80”.

El jueves llegó el momento inaugural. El alcalde Cipriano, empeñado en darle “toque cultural-renovador” a la feria, se plantó en el centro de la plaza vestido de centurión romano:

—Este pueblo tiene raíces profundas —bramó—. ¡Y si los romanos conquistaron el mundo, nosotros conquistaremos el futuro… y el puesto de churros!

Llevaba sandalias de cuero hechas a mano por su cuñada de Talarrubias, y cada vez que levantaba el brazo para el saludo marcial, el doberman de la vecina del quinto ladraba como si se preparara para el circo.

Don Isidro, fiel a su espíritu competitivo, fue el primero en probar fortuna en el tiro con escopeta de corcho.
Disparó cinco veces:

  1. Tres al pato de corcho (¡olé!).

  2. Uno al ojo del feriante (lo cobró como “blanco secundario”).

  3. Y otro… al rótulo de la peña flamenca, que terminó girando sobre su eje.

Por su hazaña le ofrecieron un peluche gigantesco —tamaño sofá— y la posibilidad de elegir. Eligió, con sabiduría, una alcachofa de peluche:
—Me recuerda a mi cuñada —justificó—. Y a la vez es muy tierna.

Frédéric, nuestro cronista de Lyon, ahora empadronado de facto, vivió su primera ‘feria hardcore’ como si fuera una ceremonia tribal. En una sola noche:

  • Comió churros con lluvia de azúcar y gotas de espresso.

  • Montó en la rana mecánica con Mari Pepa, que no dejó de reír durante novecientos saltos —“contracturetis estivalis” diagnosticó después.

  • Bailó sevillanas con una señora que juraba haber salido en el “Qué me dices” Vogue Edition.

  • Compró cinco llaveros con la Virgen de Guadalupe —“por si dan suerte fiscal”—, y los clavó en su mochila junto al cuaderno.

La atracción estrella fue el “Túnel del Terror Rural”, un remolque decorado con sacos de cebada y neón parpadeante. Sustos incluidos:

  1. Un recibo de la luz de 182 €.

  2. Un cartel de “SE BUSCA FONTANERO URGENTE” clavado en madera.

  3. Y la guinda final: un concejal disfrazado de “Halcón Fiscal” que reaparecía tras cada curva gritando:
    —¡¡EL IBI SUBE EN NOVIEMBRE!!

Una señora mayor salió llorando y pidió cita urgente en el ambulatorio, jurando que “el pánico fiscal es peor que el quemazo en el asfalto”.

La verbena comenzó a las diez con pasodobles y fandangos de pega. A medianoche, un tecnopop de La Campanera —versión remix 2025— retumbó hasta en la ermita del cerro. La gente bailaba abrazada, con sudores patrios, mezclando castizo y postureo festivalero.

  • Nines sirvió más cubatas que en toda la pandemia. Algunos decían que habían desarrollado inmunidad al hielo.

  • Julián, el concejal de festejos, se enamoró perdidamente de una feriante con dientes de oro, tatuaje de flamenco y riñonera de leopardo.

  • Mari Nieves, la concejala de cultura, salió al micrófono (tras su cuarto cubata) y anunció:
    —El año que viene traemos un espectáculo de drones… ¡o me rapo!

A las tres de la mañana la orquesta tocó por última vez. Entre vapeadores y campanadas lejanas, el pueblo coreó:

“Resistiré, erguido frente al calor,
¡resistiré!”

Y al final, Don Isidro, con su alcachofa de peluche abrazada al pecho, se sentó en el bordillo y murmuró:

—Esto no es una feria. Esto es una epifanía con reggaetón.

Frédéric, ya convertido en cronista no oficial, escribió en su libreta:

“Octubre: feria, locura y milagros ibéricos.
Esto no es turismo rural. Es surrealismo de pueblo.
Y quiero más.”

30.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIX): Adiós al verano, pero que no se note mucho

El 1 de septiembre trajo consigo una mañana de 28 grados, que para Villafresno del Río era casi otoño. Las chicharras ya no chillaban como locas, sino que parecían hablar entre dientes. El sol, aunque seguía saliendo con arrogancia, se notaba algo más perezoso, más inclinado. Se podía tender la ropa sin que se secara antes de colgarla, y hasta los perros callejeros habían vuelto a dormir al sol, como si agradecieran el respiro.

Se notaba en el aire, en las conversaciones de bar, en los suspiros de los adolescentes que empezaban a mirar los libros con el mismo horror con el que mirarían una factura de la luz quince años después.

—¿Te has fijao que por la noche refresca un poco? —dijo Amador en el bar, como si descubriera América.

—Pues yo ya he sacado la rebequita —le respondió la señora Aniceta, con tono de victoria doméstica.

La señora Alfonsa, como cada año, bajó a la plaza con su silla plegable y su frase ritual:

—Ya está. Se acabó la alegría. Ahora a sufrir… hasta que llegue la matanza.

Nadie supo nunca si lo decía con pesar o con entusiasmo. Alfonsa tenía ese superpoder rural de hacer que todo sonara como una maldición gitana.

La piscina municipal cerraba el domingo. Era el acontecimiento de la semana, y Nines, que lo sentía como una tragedia personal, decoró la barra con crespones negros, globos desinflados y un cartel que decía: “Últimos chapuzones, penúltimas resacas”. Ese día sirvió tinto con casera “con lágrimas de limón” y puso de fondo a Amaral. Sebas, el socorrista, organizó su despedida como si fuese la clausura de los Juegos Olímpicos.

—Os hablo desde lo más profundo del cloro —dijo, subido al trampolín—. Hoy dejo atrás las gafas, el silbato… y esta piel de socorrista para convertirme en polvo de carretera. Gracias, Villafresno. Sois mi boya emocional.

La coreografía acuática que hizo a continuación fue digna de un número de Fama mezclado con una boda en la playa. Acabó con un salto mortal hacia el agua, una reverencia bajo la ducha y un beso robado a Almudena justo antes de irse en bicicleta hacia Don Benito, con el dorsal de socorrista atado al manillar y una toalla como capa ondeando al viento.

—Nos volveremos a ver en junio, cuando el calor nos devuelva la vida —le dijo, con voz temblorosa.

El pueblo entero lo aplaudió. Nines lloró sin disimulo, limpiándose los ojos con servilletas de papel. Don Isidro, con un vermú en alto, improvisó un brindis:

—Por los veranos con socorristas, y por los inviernos sin calcetines mojados.

Frédéric, que seguía ahí como si se hubiese empadronado en secreto, escribió en su cuaderno:

“Septiembre: el mes en que los pueblos se recogen, como las persianas. Hoy he ayudado a guardar las sombrillas. Siento que formo parte de algo más grande… aunque solo sea la lista de deudas del bar.”

El regreso a la rutina fue silencioso, como una procesión sin música. Los tractores volvieron a rugir a las seis de la mañana. Las abuelas retomaron el dominó en interior, con insultos suaves y repetitivos como “garrapata” y “tiesa”. En el bar ya se hablaba de política, de la vendimia, del precio del aceite, de si el Cristo del año que viene podría ir con ruedas de patinete eléctrico “por abaratar”.

Los niños, con la misma cara que si los llevaran al matadero, volvieron al colegio. Se notaba el drama porque nadie peleó por el columpio. El primer día, la señorita Pilar les pidió que dibujaran “el verano más bonito del mundo”. Todos pusieron una piscina. Algunos dibujaron un flamenco flotante con jamón. Uno representó a Frédéric vestido de torero, aunque el chiquillo no sabía bien por qué, solo que “ese francés era de los buenos”.

Y entonces, cuando el pueblo ya parecía haber aceptado su nuevo estado de letargo, llegó la primera tormenta seca.

Una de esas de septiembre que asustan más que riegan: mucho rayo, mucho trueno, cuatro gotas mal contadas, y dos gallinas desmayadas por el susto. El cielo se volvió de un gris elegante, como de cartel de película antigua. Don Isidro salió a la puerta con el paraguas viejo, el mismo con el que cruzó el río en el 83, y gritó como si estuviera en una película de Fellini:

—¡Esto es cine! ¡Esto es otoño en tecnicolor!

En la panadería, María puso bizcocho de calabaza “por cambiar”, y por probar, y porque tenía calabazas hasta en los sueños. El café sabía ya a brasero anticipado.

Y así, el pueblo volvió a su forma más pura.
Se fue la pitarra, llegaron las castañas.
Se fue la música, volvió el rumor de la fuente.
Se fue el griterío, volvió el silencio que cruje.

Y con él, ese sentimiento contradictorio que define septiembre:

“Qué pena que se acabe…
pero qué gusto da volver a estar tranquilo.”

29.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVIII): La noche de la verbena eterna


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVIII): La noche de la verbena eterna

El 15 de agosto amaneció como todos los días de agosto en Villafresno del Río:
30 grados a las ocho de la mañana y el aire con textura de estofado de cabrito.
Pero esa vez nadie se quejaba. Esa noche era La Noche.

La verbena de la Virgen de la Asunción era más que una fiesta. Era una experiencia colectiva, un desfase programado, un momento del calendario donde se suspendía la lógica, la dignidad y, a menudo, las costuras del pantalón.

Desde hacía una semana, el pueblo entero estaba entregado a los preparativos.
El escenario portátil, un artefacto de acero oxidado, tablas viejas y milagro estructural, se montó con cinta americana, alambre, una escalera coja y fe. Mucha fe.

—Este año aguanta —dijo Julián, concejal de festejos, mientras reforzaba una esquina con una muleta que alguien donó tras una torcedura en San Fermín 2017.

Los farolillos, comprados a precio de saldo en un chino de Almendralejo, colgaban como globos deshidratados tras una fiesta infantil en el Sáhara.

La barra, atendida por la Asociación de Jóvenes Que Quedan (tres personas, incluyendo al primo del primo de Sebas), servía tinto con casera en vasos biodegradables que se deshacían antes del tercer trago. También había bocadillos de lomo, croquetas de jamón y patatas que crujían solo cuando se mojaban en sudor.

“Dúo Renovación” (con tres miembros y repertorio vintage)

La orquesta de este año era el mítico “Dúo Renovación”, que, como todos sabían, eran tres:

  • Un teclista animoso, que usaba más efectos de sintetizador que un disco de los 80.

  • Un vocalista con melena de samurái jubilado, pantalón blanco y voz afilada como chicharra.

  • Y una corista que alternaba canciones con sorteos de manteles y fiambreras entre pasodobles.

Repertorio: 100% nostalgia, 0% actualizaciones.
Pero daban espectáculo.
Y con eso, bastaba.

Frédéric, el turista de Francés, seguía en el pueblo.
Ya no era turista: era mito viviente.
Había decidido quedarse en Villafresno “hasta que el alma se seque”, según sus propias palabras (traducidas por Mari Nieves, que había hecho un curso de francés en la UNED en 1995).

Esa noche salió vestido de pastor extremeño vintage:

  • Faja roja.

  • Zurrón vacío de atrezzo.

  • Sombrero con una etiqueta interior que rezaba: “Fiesta de la vendimia 1992. No lavar”.

Los niños le seguían como a un flautista.
Las madres lo miraban como a un error simpático.
Los abuelos ya lo llamaban “el franchute bueno”.

La velada arrancó con pasodobles.

Don Isidro sacó a bailar a Doña Alfonsa, que esa noche vestía completamente de azul:

—Como la Virgen… pero con menos paciencia y más rabadilla —dijo ella, levantando la barbilla con dignidad y pies planos.

A la tercera canción, ya iban más sincronizados que un reloj suizo, solo que con menos precisión y más toques en la cadera.

A medianoche, Mari Pepa, armada con cuatro copas de pitarra y una colección de rencores, agarró el micrófono con firmeza y dijo:

—¡Esta ranchera va para Julián, mi ex!
—¡Y para su peluquera de Talavera, que lo dejó sin flequillo ni dignidad!

Y soltó un "Cucurrucucú, paloma" que hizo llorar a dos perras viejas y a Frédéric, que no entendía la letra, pero sentía el drama.

El momento más esperado: el concurso de baile, presentado por la corista y con el premio gordo:

  • Un lote ibérico con jamón, chorizo y lomo.

  • Una botella de licor de bellota que llevaba desde San Juan guardada en el congelador del bar entre bolsas de guisantes y un polo abandonado de 2016.

Se apuntaron los de siempre y los de nunca:

  • Sebas y Almudena, que hicieron un reguetón light, sin contacto explícito, pero con química suficiente como para evaporar medio litro de agua por metro cuadrado.

  • Don Isidro con una señora de Valdehornillos que decía ser su prima, pero hablaba con acento argentino y se le cayó un DNI uruguayo al suelo.

  • Y Frédéric y Nines, que se inscribieron entre risas:
    —Yo bailo porque me hace falta cardio —dijo ella.
    —Yo, por honor a la luna nueva —respondió él, sin que nadie preguntara nada.

Sonó “Una tarde en proserpina”, de los míticos Los de Proserpina.

Y Frédéric bailó como si estuviera en trance, mezclando flamenco con Tai Chi y algún movimiento sacado de un documental sobre llamas andinas.
El pueblo, sin saber por qué, aplaudía.
Nines acabó llorando, él sudando agua con esencias, y el jurado, liderado por Mari Nieves, les dio el premio por mezcla de pena, pasión y exotismo rural.

Frédéric alzó el jamón como un trofeo olímpico.

—¡Por la Virgen! —gritó.

—¡Y por el colesterol bueno! —añadió Don Isidro.

Resistiré, resistirás, resistiremos

Cerca de las tres de la madrugada, la orquesta anunció su última canción:

“Resistiré”

Y la plaza entera se convirtió en un karaoke de supervivencia emocional.
Con chancletas fundidas, abanicos partidos y miradas en el infinito, todos corearon:

“Resistiré, erguido frente a todo…”

Hasta el burro de Paco, que pastaba cerca, rebuznó en el estribillo.

Los niños dormían en carros, los abuelos cabeceaban en sillas, y algunos adolescentes se declaraban amor eterno con olor a calimocho y esperanza precaria.

Y cuando ya parecía que se apagaba todo, Don Isidro, con voz ronca, mirada perdida y los brazos cruzados sobre el pecho, dijo:

—Esta noche no es de calor. Es de leyenda.

Y tenía razón.

Porque esa noche no se durmió en el pueblo. Ni falta que hacía.
Las estrellas brillaban con tono de verbena. El calor era parte del alma.
Y Villafresno del Río, una vez más, sobrevivía a sí mismo con arte, sudor y jamón.

28.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVII): Chapuzón, socorrista y jamón flotante

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVII): Chapuzón, socorrista y jamón flotante

El 1 de julio, a las doce en punto, se abrieron oficialmente las puertas de la piscina municipal de Villafresno del Río con una ceremonia que solo puede describirse como humilde, absurda y ligeramente clorada.

La concejala de deportes, Mari Nieves, cortó la cinta inaugural con unas tijeras de cocina prestadas por Nines, mientras recitaba solemnemente:

—Declaro inaugurada la temporada de remojo. Que San Bartolo nos libre de infecciones, toallitas flotantes y pies con hongos.

Los aplausos duraron poco. Principalmente porque el público estaba más pendiente de correr a colocar la sombrilla que de celebrar nada. En menos de cinco minutos, el césped quedó conquistado como si hubieran aterrizado tropas aliadas con neveras portátiles.

El socorrista de este año era Sebas, 22 años, natural de Don Benito, con cuerpo de anuncio de Aquarius y alma de canción de Camela. Vestía bermudas rojas, gafas de espejo y un silbato que solo usaba cuando no encontraba su móvil.

Venía con tres objetivos claros:

  1. Ganarse un sueldo.

  2. Ganarse un bronceado.

  3. Sobrevivir.

Lo que no esperaba era ganarse el corazón de Almudena Cipriana, hija del alcalde, devoradora de rayos UV y aficionada a posar con un libro de poesía abierto encima del pecho, que utilizaba como posavasos para el móvil.

Sebas, aunque disimulaba, ya había contado cuántas veces Almudena se metía en el agua (cuatro por hora), y ella, aunque juraba que estaba centrada en sus estudios de marketing emocional, había cambiado el bikini tres veces en un solo día “por higiene estética”.

La piscina, como era tradición, entró en modo jungla urbana desde el primer minuto:

  • Los niños saltaron como si no existiera la ley de la gravedad ni la de la convivencia.

  • Los adolescentes pusieron música de Reggaetón en altavoz y ensayaron TikToks acuáticos que terminaron con móviles sumergidos y alguna bofetada materna.

  • Los abuelos ocuparon las mejores sombras a las 8:57 AM con sillas, sombrillas, una botella de pacharán, Naipes de 1973 y una figura de cera de Franco que servía de espantaniños.

A las 13:15, el primer grito:

—¡Ese niño ha hecho bomba al lado de mi gazpacho! —protestó Doña Alfonsa.

A las 13:22, el primer silbato de Sebas.

A las 13:35, el primer “¡Si me mojo te enteras!” lanzado por un padre en camiseta imperio.

Pero el suceso más comentado ocurrió al tercer día.
Don Isidro, en un ataque de creatividad veraniega y con la excusa de celebrar su santo, ideó lo que llamó “gastronomía acuática experiencial”: colocar un jamón de reserva sobre una colchoneta de flamenco gigante y empujarlo con solemnidad al centro de la piscina.

—Esto es cultura gastronómica móvil —anunció—. ¡Ibérico y anfibio!

Sebas silbó como un loco desde su trono, pero entre que el jamón flotaba con porte majestuoso y los niños lo aplaudían como si fuera una atracción de parque temático, nadie se atrevió a detenerlo.

Mari Nieves, al borde del colapso, gritó:
—¡Protocolo sanitario, Don Isidro! ¡Eso no se puede flotar!

—¡Protocolo de la felicidad! —respondió Isidro, mientras cortaba lonchas con su navaja multiusos y las repartía con técnica de nadador sincronizado.

Al día siguiente, se colgó en la entrada un cartel escrito a mano:

“PROHIBIDO:

  • Introducir embutidos flotantes

  • Animales de granja

  • Flotadores con altavoces integrados
    GRACIAS Y BUEN VERANO”**

Nadie supo si lo escribieron con ironía o desesperación.

Mientras tanto, el romance de Sebas y Almudena iba en aumento.
Él se tiraba al agua en cámara lenta cuando ella miraba.
Ella fingía leer El Principito, pero usaba el libro para ocultar una app de seguimiento de crushes.
A los cinco días, ya merendaban juntos bajo el toldo, compartían un tupper de ensaladilla rusa y hablaban de cosas profundas como:

—¿Tú crees que el cloro daña los sentimientos?
—No, pero las cremas solares a veces sí.

Nines, siempre al tanto, sentenció mientras se ventilaba con la tapa del tupper vacío:

—Esto acaba en boda, empadronamiento o desencanto juvenil.

El pueblo entero especulaba como si fueran los Brangelina de la comarca.

—Yo les veo futuro —decía Javier el panadero.
—Yo les veo celulitis compartida —dijo Mari Pepa—. Pero con amor, ¿eh?


Por la tarde, cuando el calor aflojaba lo justo para que el aire no cortara, la piscina era un cuadro costumbrista con salpicones:

  • Niños chapoteando sin ley.

  • Abuelos con los pies dentro y conversación de órgano.

  • Gente buscando sombra como quien busca petróleo.

  • Un señor que trajo una sandía y pidió permiso para enfriarla en la ducha.

Y allí, en lo alto de su trono de socorrista, Sebas, con la piel dorada, los ojos entornados y el silbato en paz, declaró:

—Si esto no es el paraíso, que venga el calor y lo diga.

Y el calor, claro, vino.

Al día siguiente hizo 44 grados. Otra vez.
Villafresno del Río volvió a convertirse en horno con código postal.

Pero mientras la piscina siguiera abierta, y el jamón flotante se mantuviera en el recuerdo colectivo como una hazaña culinaria, todo iba a estar bien.


27.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

 

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XVI): Turismo rural, versión hardcore

Se llamaba Frédéric. Venía de Lyon. Conducía una Renault Kangoo convertido en caravana y traía bajo el brazo una guía francesa titulada:
“L’Espagne profonde: pueblos tranquilos y experiencias auténticas”.
Todo indicaba que no iba a durar ni dos días.

Llegó un martes cualquiera de mayo, justo el día en que Villafresno del Río vivía su particular versión del apocalipsis festivo: una boda, una cosechadora ardiendo en la era y una velada musical en el bar con karaoke obligatorio. El tipo ideal de jornada para quien espera meditar en una plaza silenciosa escuchando grillos y contemplando gatos.

Aparcó su furgoneta junto al lavadero municipal. Bajó con un sombrero de paja, sandalias ecológicas, cámara colgada al cuello, una sonrisa diplomática y una expresión de paz que duró exactamente catorce minutos.

La primera persona que encontró fue Doña Alfonsa, que en ese momento tendía su colada en el tendedero comunal: sábanas floridas, un sujetador tamaño tienda de campaña y bragas XXL ondeando como estandartes del matriarcado rural.

—¡Otro extranjero que viene a freírse! —dijo sin girarse—. Esto ya parece la ONU de los calores.

Frédéric, que solo chapurreaba español y usaba muchas preposiciones erróneas, interpretó “freírse” como una actividad autóctona, tipo sauna agraria. Saludó con un educado “bonjour señora” y se dirigió a la plaza… justo cuando empezaba la boda de la hija de Javier da la Asunción, el panadero.

Había altavoces por todas partes, mesas largas con manteles blancos que ondeaban como velas de galeón y niños con confeti hasta en los calcetines. La pista de baile ya estaba en uso aunque el arroz aún no había volado. La orquesta Fandanguillos del Sur calentaba motores con una rumba instrumental de doce minutos que hizo temblar las persianas del Ayuntamiento y que, según algunos, adelantó la cosecha del melón por vibración.

Frédéric se acercó con timidez, preguntó si podía tomar algo, y sin tiempo a procesar la respuesta, ya le habían dado una copa de limoncello casero, un trozo de empanada de morcilla y un vaso de agua “por si es blandito”.

A los treinta minutos ya estaba bailando sevillanas torcidas de la mano de una tía segunda de la novia, que gritaba:
—¡Este francés baila mejor que el marido de mi hermana! ¡Y ese es de aquí, pero soso como una alpargata mojada!

Don Isidro lo miraba desde la sombra con cierto orgullo internacional:
—Este no dura. Pero oye, por lo menos se integra con gracia.

A las cinco de la tarde, con treinta y ocho grados y el aire oliendo a fritanga y sudor de emoción, alguien gritó:

—¡¡¡La cosechadoraaaa!!!

Y ahí se rompió la paz definitiva.
Una John Deere de 1984, propiedad del hermano del tío del cuñado del panadero, ardía en la era. Motivo: cable suelto + caja de anís seco olvidada en la cabina. Explosión lenta, pero escandalosa.

Las llamas eran visibles desde la sierra baja. Los móviles vibraban con alertas de “conato rural” enviadas por el grupo de WhatsApp de la Protección Civil Local, moderado por el sobrino de la farmacéutica.

El pueblo se movilizó. El cura trajo agua bendita. El bar trajo cerveza. El tractor de Pancracio trajo una lona mojada. Entre cubos, mangueras y juramentos, lograron apagarlo.

Cuando se extinguió, se aplaudió. Se abrazaron. Se gritó:
—¡Milagro de San Bartolo y de Protección Civil!

Frédéric, todavía con la cámara colgada, preguntó en voz baja:
—¿Esto es… fiesta tradicional?

Nines, con voz ronca y vaso en mano, le respondió:
—Esto es martes, chavalín.

A las once de la noche, cuando por fin parecía que llegaría algo parecido al descanso, empezó el karaoke.

Primero cantó Julián, el de la ferretería, “Y yo sigo aquí” de Paulina Rubio, con voz de taladro sin aceite. Luego, Mari Pepa se arrancó con Rocío Jurado. Lo hizo tan fuerte que parpadearon las luces del Ayuntamiento y tres bebés se despertaron llorando sin saber por qué.

Cuando Don Isidro cantó La barbacoa vestido con una camisa de flamencos, hubo un amago de evacuación voluntaria por parte de los urbanitas presentes.

Y entonces, Frédéric, ya medio en trance, pidió el micrófono.

Con fuerte acento, pero voz decidida, entonó:

—“Soy el rey de la rumba, rumbaaaa… soy el rey del sabor…”

Nadie entendió del todo qué decía, pero todos aplaudieron como si hubiera invocado al espíritu de Camarón. Le abrazaron. Le llenaron otra copa. Le gritaron:

—¡Vive la Frônce!
—¡Viva el francés con arte!
—¡Ese acento es mejor que el de Soria!

A las dos de la mañana, ya sin camisa pero con la banda de la orquesta al cuello, Frédéric se sentó en el bordillo del lavadero, sorbió un caldito que le dio Nines (del bueno, con fideos finos) y apuntó en su libreta:

“Jour 1: chaleur, mariage, feu, chansons. Un village fou. J’adore.”

Al día siguiente… no se fue.
Se quedó una semana. Ayudó a pintar la fachada del consultorio, aprendió a decir “cosechadora ardiendo” sin acento y organizó un taller de fotografía donde casi nadie entendió nada, pero todos salieron con foto de grupo y aceitunas.

Al despedirse (una semana después), dijo:

—Esto no es turismo. Esto es vivir.

Don Isidro le estrechó la mano con solemnidad:

—Hijo, tú ya eres medio villafresneño. Si vuelves el año que viene, te dejamos llevar el paso del Cristo de la pedrá.


26.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XV): Procesiones y empanadillas


Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XV): Procesiones y empanadillas

En Villafresno del Río, la Semana Santa no es una semana: es una estación emocional. Empieza el Domingo de Ramos y termina… cuando se enfrían las torrijas y alguien recoge los últimos bancos de la plaza. No hay tronos dorados, ni bandas militares, ni costaleros con cuello de gimnasio. Pero hay algo más poderoso: fe rural, improvisación bendita… y muchas ganas de liarla.

Domingo de Ramos: calor y camisa sagrada

El Domingo de Ramos amaneció con 32 grados a la sombra y 40 en el asiento del coche. Las palmas se entregaban en la puerta de la iglesia, pero ya venían cocidas, como si las hubieran pasado por el microondas de Dios.

Los niños iban disfrazados de angelotes, santos y algún que otro Pokémon (confusión que Don Ramiro trató de ignorar con un suspiro cristiano). Los mayores, como siempre, iban disfrazados de sí mismos pero “vestidos de domingo”, que aquí significa sudar en lino o poliéster sin perder la compostura.

Don Isidro estrenó su camisa “de lino sagrado”, que solo usaba para bodas, bautizos y catástrofes climáticas.

—Esto, más que Ramos, parece el Corpus… del infierno —murmuró, mientras le chorreaban las sienes.

La procesión salió puntual, como mandan los cánones y el reloj biológico de Don Ramiro, que no se atrasa ni en Semana Santa. El paso del Cristo de la Clemencia, hecho hace años sobre una mesa camilla con ruedas de carretilla y un par de refuerzos de andamio, avanzaba entre baches, aplausos y algún tropiezo. Los costaleros eran tres: los primos de Julián el del estanco y uno que pasaba por allí con buena voluntad y resaca.

El paso se ladeaba como una peineta con viento de levante, pero la gente no decía nada. Se aplaudía con respeto y fervor, que para eso es Semana Santa.

En cada esquina se improvisaba una saeta. La mejor la cantó Mari Pepa la del ultramarinos, aunque estaba afónica y se quedó en algo entre saeta, tos seca y el himno del Extremadura CF. Aun así, emocionó. Hubo quien lloró. Hubo quien estornudó.

Los abuelos, sentados en sillas de anea bajo los naranjos secos de la plaza, comentaban:

—¿Te acuerdas cuando al Cristo se le cayó un brazo en 2009?
—Sí, y lo arregló el Manolo con superglú. Milagro moderno, y no lo cobró.

Jueves Santo: vigilia creativa y chorizo infiltrado

El Jueves Santo fue, como siempre, día de vigilia. Pero en Villafresno eso se interpreta libremente: mientras no haya filete, todo lo demás se negocia. En muchas casas se comió empanada de atún con huevo, croquetas de bacalao y sopa tan espesa que si se caía la cuchara, no se hundía.

Nines, siempre práctica, puso en el bar una tapa especial de "pecado venial": garbanzos con espinacas… pero con chorizo infiltrado.

—¡Yo esto lo como por tradición, no por convicción! —decía Isidro mientras mojaba pan con la actitud de un mártir feliz.

Viernes Santo: silencio relativo

El Viernes Santo llegó con cielo gris, temperatura agradable… y una procesión del Silencio que fue cualquier cosa menos silenciosa.

Primero, el tractor de Pancracio pasó por la carretera con las balas de paja para el corral. Luego, el altavoz del locutor de Radio Zumbío se quedó encendido y soltó media copla antes de que alguien lo apagara. Para rematar, varios móviles de los costaleros vibraban sin parar con alertas del tiempo:

—¡Aviso naranja por viento y saetas espontáneas!

El paso del Cristo iba iluminado por unas velas del bazar, que a las nueve de la noche parecían churros flácidos con mecha. A mitad del recorrido, una señora gritó:

—¡Por Dios, que alguien le eche un abanico al Santo!

Y entonces ocurrió el milagro del año: Julián, concejal de festejos, subió al paso y colocó discretamente un mini ventilador de pilas a los pies del Cristo. A pilas. En modo oscilante.

—Si esto no es devoción moderna, que baje Dios y lo vea —dijo Don Isidro, emocionado.

Sábado Santo: resaca de incienso y tortilla comunitaria

El Sábado Santo fue día de descanso. O de resaca litúrgica. A media mañana, en la plaza, se organizó una tortilla comunitaria para alimentar almas y estómagos: veinte huevos, cuatro kilos de patata, y la aparición espontánea de cinco botellas de anís “por si refresca”.

En Radio Libélula entrevistaron a Don Ramiro, que dijo:

—Aquí no tenemos mantillas, pero sí mantas… para el frío del alma.

Doña Alfonsa, maestra jubilada, le aplaudió desde su silla:

—¡Muy bien dicho, padre! ¡Y viva la tortilla sin cebolla!

Domingo de Resurrección: limonada, Judas y piedad eléctrica

El domingo amaneció con campanas alegres, pájaros gritones y olor a limonada. Tras la misa, se procedió a la tradicional quema del Judas, representado este año por un espantapájaros con camiseta de “¡BAJAD LA LUZ, MALDITOS!” y un recibo de la factura eléctrica grapado al pecho, 142 euros de indignación divina.

Cuando ardió, la gente aplaudió como en las bodas. Algunos lloraban. Otros brindaban.

Nines repartió limonada. Doña Alfonsa, torrijas. El bar parecía una verbena con incienso y azúcar. Don Isidro, con voz firme y dulzona, soltó la frase final mientras se limpiaba una lágrima:

—Otra Semana Santa sin perder la fe… ni el calor. Lo que es un doble milagro.

25.8.25

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIV): Primavera con P de Polen

Cuarenta y cuatro grados a la sombra (XIV): Primavera con P de Polen 

El primer síntoma de la primavera en Villafresno del Río no fue el canto de los pájaros, ni las flores, ni el cambio de hora, ni el anuncio de El Corte Inglés


. Fue la tos de Don Isidro, que estalló en la plaza como un petardo asmático y con barba de tres días.

—¡Ya está aquí! —dijo con resignación, mientras sorbía por la nariz como si intentara succionar el polen de toda la comarca—

Las almendras florecieron en una semana como si cobraran por productividad. Los campos pasaron del gris invierno al technicolor rural en tres días, y las abejas salieron en formación, con una puntualidad casi militar, zumbando entre olivos y rosales como si les fueran a quitar la subvención.

Los tractores iniciaron su ritual matutino a las seis en punto. El rugido de los motores se mezclaba con el canto de las chicharras prematuras y el golpeteo regular de los goteros de riego. En el parque infantil, la primera lagartija del año hacía flexiones al sol sobre el tobogán como si entrenara para la olimpiada de reptiles.

El consultorio médico, como siempre, se adaptó con su peculiar sentido del humor. La enfermera colgó un cartel junto a la báscula:

“Si usted respira y le pica todo, es primavera.
Si no respira, venga urgente.
Y si viene a por recetas, tráigase paciencia y un libro.”

El mostrador se llenó de vecinos con ojos rojos, narices del color de una guindilla y pañuelos que parecían haber pasado por una batalla. Doña Brígida, que era hipocondríaca todo el año y alérgica sólo por temporadas, afirmaba que el polen este año venía “modificado genéticamente para matar”.

—Esto ya no es naturaleza, es terrorismo vegetal —decía mientras se embadurnaba las fosas nasales con Vicks VapoRub y una ramita de ruda.

Nines, al ver que el bar comenzaba a llenarse de parroquianos con mascarillas de obra, gafas de buceo y estornudos tan potentes que hacían temblar los sifones, decidió adaptar el menú del día:

  • Lunes: puré antihistamínico

  • Martes: croquetas de aire

  • Miércoles: ensalada de polen (solo para valientes y masoquistas)

  • Jueves: callos con mentol

  • Viernes: estofado de carne con Loratadina rallada

Incluso añadió una sección de infusiones: “Tisana de ortiga para el picor, tila con jengibre para la rabia y manzanilla con anís por si acabas llorando”.

En el ayuntamiento, el alcalde Cipriano ordenó barrer la plaza tres veces al día con un camión soplador nuevo que sonaba como un reactor soviético en apuros. La consigna municipal era clara: “Ni una flor seca en el suelo. Guerra al residuo botánico hostil.” Pero cada vez que soplaba el viento, parecía que alguien sacudiera un edredón lleno de polen desde el campanario.

Don Isidro se enfadó con un ciprés centenario que llevaba soltando pelusa como si tuviera ganas de jubilarse por partes:

—¡O deja de soltar mierdas o lo podo yo mismo con la motosierra del nieto, que no tiene miedo ni a los cipreses ni al obispado!

En el colegio, las maestras organizaron los talleres de cruces de mayo. Este año, por unanimidad de las madres asmáticas, todas las flores serían de papel maché, plastilina y ganchillo. Una niña alérgica hasta al WiFi declaró solemnemente:

—Cuando termine cuarto de primaria, me voy al Polo Norte. Allí no hay olivos ni gramíneas. Y los osos polares me dan menos miedo que los plátanos de sombra.

Los recreos se parecían más a un quirófano: los niños salían con gafas de sol, mascarillas de colores y un abanico colgando al cuello como si fuera un stent de emergencia.

En la plaza mayor, junto a la fuente (que aún echaba agua a intervalos, dependiendo de si alguien se acordaba de abrir la llave), se instaló un marcador digital en una de las farolas solares:

“Faltan 46 días para los 40 grados.”

Para unos era amenaza. Para otros, profecía. Para Don Isidro, era una cuenta atrás personal:

—Que vengan. Aquí los esperamos con abanico, vinagre en los sobacos y mala leche.

La tertulia del banco de piedra volvió a activarse. Julián el del estanco, Manolo el del pan y Puri la de los recados compartían diagnósticos, previsiones y rumores climáticos:

—Dicen que este año viene El Niño.
—No, es La Niña.
—¡Pues yo he oído que es El Yerno! Que viene sin avisar, se instala y no hay quien lo eche.
—Yo me voy comprando un aire acondicionado aunque tenga que enchufarlo a la farola de la iglesia.

Y en medio de tanto picor y estornudo, las tardes eran amables. La brisa aún tenía alma, el sol era compañero y no enemigo, y los abuelos volvían a jugar al dominó en la calle sin derretirse. La parroquia tomaba el fresco en las sillas de anea, se comentaban las novedades del campo y del mundo, y un silencio tierno bajaba desde el monte a la hora de la siesta.

En esos días tranquilos, Villafresno del Río parecía otro: un lugar donde la vida rural aún olía a tomillo, a limonada… y a Ventolín.